María Cristina de Borbón (1806–1878): Reina Gobernadora entre Intrigas Dinásticas y Revoluciones Liberales

María Cristina de Borbón (1806–1878): Reina Gobernadora entre Intrigas Dinásticas y Revoluciones Liberales

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Contexto histórico y origen familiar

Europa y la península ibérica a inicios del siglo XIX

El nacimiento de María Cristina de Borbón el 27 de abril de 1806 en Palermo, entonces parte del Reino de Sicilia, coincidió con un periodo de extrema inestabilidad política en Europa. El continente estaba marcado por las guerras napoleónicas, la caída de monarquías absolutas y la emergencia de nuevas ideologías. En España, el comienzo del siglo XIX supuso el declive del Antiguo Régimen, con la invasión napoleónica en 1808, la Guerra de Independencia y la posterior restauración absolutista bajo Fernando VII. Este contexto forjaría la escena sobre la que María Cristina actuaría como figura política central en las décadas venideras.

El Reino de las Dos Sicilias y la Casa de Borbón

Hija del rey Francisco I de las Dos Sicilias y de María Isabel de Borbón, hermana del rey Fernando VII de España, María Cristina pertenecía a una rama colateral de la Casa de Borbón, una de las dinastías más influyentes de Europa. El Reino de las Dos Sicilias, ubicado en el sur de Italia, era un bastión del absolutismo monárquico, donde las ideas liberales penetraban con dificultad. Su entorno familiar era profundamente tradicional, católico y aristocrático. La política estaba concebida como una continuidad del linaje y la obediencia a la autoridad monárquica, sin espacio para las corrientes ilustradas que habían comenzado a extenderse por el continente.

Educación y llegada a la corte española

Formación cultural en Nápoles

La infancia de María Cristina transcurrió en un ambiente refinado, marcado por una educación dirigida principalmente a las virtudes femeninas tradicionales: la religión, la música, la pintura y el protocolo cortesano. Aunque su formación fue esmerada, no incluyó una preparación política consciente, y su visión del poder se centraba en la necesidad de una autoridad fuerte y paternalista. No obstante, la cercanía a los conflictos internos del reino y a los movimientos insurgentes italianos la dotaron de una sensibilidad hacia la fragilidad del orden monárquico.

Matrimonio con Fernando VII: intereses políticos y expectativas dinásticas

En mayo de 1829, tras la muerte de María Josefa Amalia de Sajonia, tercera esposa de Fernando VII y sin que éste tuviera descendencia, la cuestión sucesoria se volvió urgente. Fue Luisa Carlota, hermana de María Cristina y esposa del infante Francisco de Paula, quien promovió el enlace con su hermana menor. La unión matrimonial respondía a intereses estrictamente dinásticos: asegurar un heredero para la corona española y evitar la ascensión al trono de Carlos María Isidro, hermano del rey, representante del ala más radical del absolutismo.

María Cristina llegó a España a principios de diciembre de 1829 y se casó con Fernando VII el 11 del mismo mes en el Real Sitio de Aranjuez. A pesar de la diferencia de edad y las reticencias iniciales, el matrimonio fue aceptado por los liberales moderados, quienes esperaban que una futura descendencia femenina pudiera desactivar las aspiraciones carlistas y abrir el camino hacia un modelo de monarquía más adaptable.

La derogación de la Ley Sálica y el nacimiento de Isabel II

En 1830, María Cristina quedó embarazada. Previendo un posible nacimiento femenino y bajo su influencia, Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción de 1789, derogando la Ley Sálica introducida por Felipe V y restaurando el derecho de las mujeres a heredar el trono en ausencia de varón. Esta decisión desató una tormenta política: los partidarios del infante Carlos María Isidro consideraron ilegítima la maniobra y comenzaron a organizarse para impedir que una hija del rey pudiera reinar.

El 10 de octubre de 1830 nació Isabel, la futura Isabel II de España, y en enero de 1832 una segunda hija, Luisa Fernanda. La tensión creció cuando Fernando VII enfermó gravemente ese mismo año. En un momento de extrema debilidad, el ministro ultraconservador Francisco Tadeo Calomarde consiguió que el rey revocara la Pragmática Sanción. Sin embargo, María Cristina, temiendo por el futuro de sus hijas y por una inminente guerra civil, logró presionar a su esposo para que ratificara nuevamente los derechos de Isabel.

Inicios en el poder y regencia provisional

Enfermedad y muerte de Fernando VII

Tras recuperarse momentáneamente, Fernando VII ratificó en su testamento la legitimidad de su hija mayor como heredera, confiando a su esposa la gobernación del reino durante la minoría de edad de Isabel. Desde octubre de 1832, María Cristina asumió funciones políticas bajo el título de Gobernadora del Reino, apoyada por los sectores liberales y constitucionalistas, que vieron en ella un freno a la pretensión absolutista de los carlistas.

A lo largo de 1833, la situación se tornó cada vez más delicada. La polarización entre liberales y carlistas era evidente, y el 29 de septiembre de ese año falleció Fernando VII. Con la niña Isabel II como reina proclamada y María Cristina como regente, se abrió una etapa convulsa en la historia contemporánea de España.

El matrimonio secreto con Agustín Muñoz: impacto político y social

Uno de los aspectos más delicados del inicio de su regencia fue su vida personal. El 28 de diciembre de 1833, apenas tres meses después de la muerte del rey, María Cristina contrajo matrimonio secreto con Agustín Fernando Muñoz, un joven y apuesto guardia de Corps de su escolta personal. El carácter morganático del enlace —es decir, entre una reina y un plebeyo sin derechos al trono— obligó a mantenerlo oculto durante varios años. La revelación del matrimonio habría supuesto la pérdida automática de su posición política.

Este hecho alimentó la propaganda carlista, que presentaba a la regente como una mujer frívola e interesada, y a su consorte como un oportunista. Sin embargo, el matrimonio fue largo, duradero y fecundo: tuvieron ocho hijos y permanecieron unidos hasta la muerte de Muñoz en 1873. La figura de Muñoz se convirtió en un símbolo de la influencia privada sobre los asuntos públicos, y alimentó la hostilidad tanto entre los liberales más radicales como entre los absolutistas.

En este clima de tensión, con una guerra civil en ciernes, un gobierno débil y una figura regente cuestionada por su vida privada, María Cristina de Borbón se adentraba en la etapa más decisiva de su carrera política, marcada por la lucha entre el absolutismo carlista y el liberalismo constitucional.

La regencia en tiempos de guerra y reformas

La Primera Guerra Carlista: “cristinos” versus “carlistas”

Tras la proclamación de Isabel II como reina y el nombramiento de María Cristina como regente, estalló la Primera Guerra Carlista (1833–1839), un conflicto civil que enfrentó a los partidarios del absolutista Carlos María Isidro (los «carlistas») y a los defensores de la regente y su hija (los «cristinos»). La guerra no fue solo una disputa dinástica: simbolizaba también el choque entre dos visiones opuestas del futuro de España. Mientras los carlistas defendían el Antiguo Régimen y los fueros tradicionales, los cristinos, con apoyo liberal, aspiraban a construir una monarquía constitucional más acorde a los tiempos.

En el exterior, María Cristina consiguió el respaldo de Francia y Reino Unido, que veían con buenos ojos un régimen más afín a sus intereses liberales y estratégicos. Esta alianza se formalizó en 1834 con la firma de la Cuádruple Alianza, junto a Portugal, lo cual permitió apoyo logístico y diplomático a los liberales españoles.

Alianzas exteriores y liderazgo inestable: de Cea Bermúdez a Mendizábal

El primer jefe de gobierno durante su regencia fue Francisco Cea Bermúdez, quien, a pesar de no frenar el avance carlista, supervisó una importante reforma territorial: la división provincial de 1833, diseñada por Francisco Javier de Burgos, que aún rige en la España actual. No obstante, la falta de resultados militares y la presión popular provocaron su reemplazo en enero de 1834 por el más liberal Francisco Martínez de la Rosa, autor del Estatuto Real, una carta otorgada que instauraba unas Cortes bicamerales y buscaba un equilibrio entre absolutismo y liberalismo.

Sin embargo, la situación se deterioró rápidamente. El descontento popular, el auge del anticlericalismo —con asaltos y asesinatos de religiosos en ciudades como Madrid—, y la falta de avances en el frente militar precipitaron su caída. En septiembre de 1835 fue sustituido por Juan Álvarez Mendizábal, un político progresista decidido a aplicar reformas profundas.

La desamortización y las tensiones eclesiásticas

Mendizábal impulsó una de las políticas más controvertidas del siglo XIX español: la desamortización eclesiástica, mediante la cual se nacionalizaron y vendieron los bienes de la Iglesia con el objetivo de sanear las finanzas del Estado, debilitar el poder eclesiástico y fomentar una clase media agraria liberal. Aunque eficaz a corto plazo para financiar la guerra, esta medida enfrentó feroz resistencia del clero y de los sectores más conservadores, y tuvo consecuencias sociales contradictorias: enriqueció a una nueva élite urbana, pero dejó en la miseria a muchos campesinos sin tierra.

Esta reforma, junto con la creciente influencia de los sectores radicales, empujó a María Cristina hacia posiciones más moderadas. Su instinto pragmático la llevó a acercarse nuevamente a los moderados, quienes representaban una tercera vía entre absolutismo y progresismo.

Reformas institucionales: Estatuto Real y Constitución de 1837

La inestabilidad política siguió marcando su regencia. En 1836 se produjo el Motín de los Sargentos de La Granja, que obligó a la regente a aceptar la restauración de la Constitución de Cádiz de 1812, símbolo del liberalismo radical. Esta imposición del ala progresista tuvo como consecuencia la sucesión rápida de gobiernos efímeros: Francisco Javier Istúriz, José María Calatrava, Eusebio Bardají y Azara, Narciso de Heredia, Bernardino Fernández de Velasco, entre otros.

La situación se estabilizó parcialmente en 1837 con la promulgación de una nueva Constitución, más moderada que la gaditana, que intentaba consolidar una monarquía parlamentaria con ciertas garantías y derechos. María Cristina, aunque sin entusiasmo, aceptó su aplicación como vía de salida a la profunda crisis institucional.

El progresismo, la reacción moderada y la caída

La influencia creciente de los liberales moderados

A medida que avanzaba la guerra, la regente comprendió que los liberales moderados eran su principal apoyo político. Estos grupos, cercanos a su visión del orden y la autoridad, comenzaron a ganar terreno gracias al respaldo de parte del ejército y de sectores burgueses beneficiados por la desamortización. El equilibrio político, sin embargo, era frágil, y la lucha por el poder entre moderados y progresistas no cesaba.

A finales de 1839, con la firma del Convenio de Vergara entre el general liberal Espartero y el líder carlista Maroto, la guerra terminó formalmente en el norte. Esta paz consolidó la victoria liberal, pero abrió un nuevo conflicto: el liderazgo de la regente frente a un general carismático y popular como Espartero.

Espartero y los motines de 1840: exilio forzado

El triunfo de Espartero reforzó al sector progresista, que comenzó a exigir reformas más profundas. María Cristina, ya muy impopular por su matrimonio secreto con Agustín Muñoz, fue acusada de favorecer una oligarquía palaciega y de bloquear el desarrollo de una verdadera monarquía parlamentaria.

La situación llegó a su punto de ruptura en 1840, cuando Espartero se negó a sancionar una ley de ayuntamientos aprobada por el gobierno moderado, provocando un nuevo estallido político. La presión de los progresistas y la agitación popular forzaron a María Cristina a renunciar a la regencia el 12 de octubre de 1840. Salió del país acompañada de su esposo y se instaló en la Malmaison, una residencia próxima a París.

Activismo en el exilio: oposición al régimen desde París

A pesar del destierro, María Cristina no abandonó sus ambiciones políticas. Desde Francia, y con el respaldo del rey Luis Felipe de Orléans, tejió una red de contactos para debilitar al nuevo regente, el propio Espartero. Su principal aliado fue el general Ramón María Narváez, un militar conservador con habilidades tácticas y políticas que se convirtió en el brazo ejecutor de la conspiración restauradora.

En este contexto, se intentó incluso una insurrección liderada por el general Diego de León, que fracasó estrepitosamente y acabó con la ejecución del militar. Sin embargo, Narváez persistió y logró minar el poder de Espartero, favorecido además por su creciente autoritarismo y la desconfianza del parlamento.

En 1843, el gobierno progresista colapsó. Las Cortes españolas proclamaron la mayoría de edad de Isabel II con tan solo trece años, poniendo fin a la regencia de Espartero. Esto allanó el regreso de María Cristina, que volvió triunfalmente a Madrid en medio de una restauración moderada.

Regreso a España y control indirecto del poder

Fin del exilio y retorno tras la caída de Espartero

El retorno de María Cristina de Borbón a Madrid en 1843, tras la caída de Espartero, no fue una simple recuperación de estatus. Aunque oficialmente no volvió a ocupar cargos institucionales, su papel como reina madre le permitió ejercer una influencia decisiva sobre su hija, Isabel II, convertida en reina titular a una edad prematura. El 8 de abril de 1845, las Cortes validaron finalmente su matrimonio con Agustín Muñoz, dándole legitimidad política y social a su nueva familia.

Desde ese momento, María Cristina actuó como consejera y figura tutelar del nuevo régimen, en el que se consolidaba la hegemonía del liberalismo moderado. Aunque su presencia pública era discreta, su voz tenía peso en los nombramientos, las alianzas matrimoniales y las orientaciones políticas del nuevo reinado.

Isabel II y la consolidación del matrimonio con Francisco de Asís

Uno de los actos más trascendentales en los que María Cristina tuvo un papel directo fue en la elección del esposo de Isabel II. En medio de intensas presiones internacionales —Francia proponía al duque de Montpensier y el Reino Unido se oponía a una unión francesa—, María Cristina logró imponer la opción de Francisco de Asís de Borbón, su sobrino y primo de Isabel. Aunque el matrimonio fue impopular y mal avenido, permitía mantener el poder dentro del linaje borbónico español, evitando alianzas extranjeras incómodas.

Esta decisión fue muy criticada, tanto por los liberales progresistas como por observadores europeos, que la consideraron una jugada dinástica con escasa visión política. Sin embargo, garantizaba para María Cristina un entorno familiar estrechamente vinculado al poder y aseguraba su posición como matriarca política del régimen.

Redes familiares: matrimonios estratégicos de sus hijas

Del mismo modo, María Cristina intervino activamente en el matrimonio de su segunda hija, Luisa Fernanda, con Antonio de Orléans, hijo del rey francés Luis Felipe. Esta unión, celebrada el mismo día que el enlace de Isabel II, formaba parte de un doble pacto que consolidaba la posición de los Borbones en el tablero europeo, pero también fue interpretada como una concesión a Francia.

Ambas uniones reafirmaban el deseo de María Cristina de convertir su linaje en un eje fundamental de la política europea del siglo XIX. Sin embargo, también aumentaron las críticas contra su persona, acusada de anteponer los intereses familiares a las necesidades del país.

Conflictos con Narváez y las limitaciones de su influencia

Pese a su cercanía con Narváez en el pasado, la relación entre ambos se deterioró rápidamente. Mientras el general consolidaba su autoridad como figura clave del moderantismo, María Cristina mantenía una visión más personalista del poder. Narváez desconfiaba de su influencia sobre Isabel II y de su intento por seguir dictando la dirección política desde la sombra.

En este contexto, María Cristina encontró aliados ocasionales entre otros políticos conservadores como Juan Bravo Murillo, pero su protagonismo comenzó a declinar. Su presencia en la vida pública era cada vez más cuestionada, y las tensiones internas del régimen liberal hicieron de ella una figura incómoda.

Segundo exilio y última etapa

La revolución de 1854 y su salida definitiva

El punto de ruptura llegó con la revolución de 1854, conocida como la Vicalvarada, un levantamiento militar progresista que desencadenó un nuevo ciclo revolucionario en España. El pueblo madrileño, irritado con la corrupción y el favoritismo palaciego, atacó la residencia de María Cristina, el Palacio de las Rejas, y exigió su salida del país.

Aunque su hija Isabel II seguía siendo reina, María Cristina no tuvo más remedio que abandonar España por segunda vez. Se refugió brevemente en Portugal y luego se instaló definitivamente en Sainte-Adresse, cerca de Le Havre, Francia. A partir de entonces, vivió alejada del centro del poder, aunque continuó siguiendo de cerca la evolución política de su país.

La larga estancia en Sainte-Adresse

Durante más de dos décadas, María Cristina residió en su villa de Sainte-Adresse junto a Agustín Muñoz, con quien mantuvo una relación estable y cercana hasta su fallecimiento en 1873. A pesar de su exilio, el gobierno español le devolvió en 1856 los bienes que le habían sido confiscados, lo que le permitió vivir con holgura y realizar visitas ocasionales a España.

Su exilio no fue silencioso: María Cristina siguió participando desde la distancia en los asuntos dinásticos y apoyó los movimientos para restablecer la influencia borbónica. La estabilidad de su familia, el respeto ganado en ciertos círculos conservadores y la buena relación mantenida con otras casas reales europeas le aseguraron un lugar como figura respetada, aunque ya sin poder real.

Observadora privilegiada: el destronamiento de su hija, la República y la Restauración

El último tramo de su vida coincidió con uno de los periodos más convulsos de la historia contemporánea española. Desde Francia, observó la revolución de 1868, que derrocó a su hija Isabel II y puso fin al reinado borbónico. Vio también la llegada de Amadeo I de Saboya al trono en 1870, la abdicación de Isabel II en su hijo Alfonso y la breve y agitada experiencia de la Primera República (1873-1874).

Finalmente, en 1874, con el pronunciamiento de Martínez Campos, se restauró la monarquía en la persona de su nieto, Alfonso XII, marcando el inicio de la Restauración borbónica. Aunque María Cristina no participó directamente en este proceso, su influencia perduraba a través del linaje que había defendido incansablemente durante décadas.

Legado histórico y juicio posterior

Visión historiográfica: ¿aliada del liberalismo o figura conservadora?

La figura de María Cristina de Borbón ha sido objeto de juicios historiográficos contradictorios. Para algunos, fue una regente pragmática y adaptativa, capaz de sostener la monarquía en tiempos difíciles, aliándose con los liberales cuando fue necesario. Para otros, fue una figura ambigua y oportunista, que osciló entre el absolutismo y el liberalismo en función de su conveniencia personal y familiar.

Su papel en la configuración de la monarquía constitucional española es innegable, aunque su legado se vea empañado por los escándalos personales, el nepotismo y su resistencia a una apertura política plena. Fue también una mujer que ejerció el poder en un entorno hostil y patriarcal, lo que la convierte en una figura relevante dentro de la historia del liderazgo femenino en Europa.

La mujer en el poder en el siglo XIX español

María Cristina es uno de los pocos ejemplos en la historia de España de una mujer que gobernó de facto el país durante un periodo prolongado. Su regencia se produjo en un contexto en que las mujeres no podían votar, acceder a cargos públicos ni ejercer funciones políticas. Pese a ello, supo rodearse de alianzas, manejar los tiempos y sostener un frágil equilibrio entre facciones enfrentadas.

En este sentido, su legado trasciende la política inmediata: representa una forma femenina de poder en la que se combinan el instinto de supervivencia, la diplomacia doméstica y la influencia indirecta. Su protagonismo abrió el camino a nuevas formas de liderazgo femenino en una época dominada por estructuras profundamente masculinas.

Muerte, sepultura y memoria: el simbolismo del Escorial

María Cristina de Borbón falleció el 22 de agosto de 1878 en Sainte-Adresse, cinco años después de su esposo Agustín Muñoz. A pesar de haber expresado el deseo de ser enterrada junto a él en Tarancón, fue finalmente sepultada en el Panteón de Reyes de El Escorial, como corresponde a su triple condición de esposa, madre y abuela de reyes. Esta decisión simbólica cierra el círculo de su vida: nacida en el seno de una dinastía, actuó como guardiana del trono en los momentos más difíciles, y dejó un linaje que, con interrupciones, seguiría marcando la historia de España.

Su paso por el poder, lleno de contradicciones, revela las complejidades del siglo XIX español: una época de transiciones, guerras civiles, revoluciones y restauraciones, en la que María Cristina dejó una huella indeleble como la Reina Gobernadora, una mujer de poder en tiempos de incertidumbre.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "María Cristina de Borbón (1806–1878): Reina Gobernadora entre Intrigas Dinásticas y Revoluciones Liberales". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/maria-cristina-de-borbon-reina-de-espanna [consulta: 15 de octubre de 2025].