Francisco de Paula Martínez de la Rosa (1787–1862): Del liberalismo revolucionario al reformismo conservador

Juventud ilustrada y liberalismo insurgente (1787–1823)

Contexto familiar y formación académica

Francisco de Paula Martínez de la Rosa nació el 10 de marzo de 1787 en Granada, en el seno de una familia acomodada dedicada al comercio. Esta posición socioeconómica le permitió acceder desde temprano a una educación de calidad, iniciando sus estudios en la escuela de José Garci-Pérez de Vargas. Con apenas doce años ingresó en la Universidad de Granada, institución donde se doctoró en Derecho Civil a la temprana edad de diecisiete años, en 1804. Este logro precoz, inusual incluso para su tiempo, fue seguido por su nombramiento como catedrático de Filosofía Moral en la misma universidad un año después, el 17 de abril de 1805.

La precocidad académica de Martínez de la Rosa se complementaba con un fuerte interés en la filosofía sensualista, especialmente influenciado por las ideas de Étienne Bonnot de Condillac, filósofo francés del siglo XVIII cuya concepción del conocimiento como derivado de la experiencia sensorial marcó profundamente el pensamiento ilustrado. Este trasfondo intelectual explicará más adelante la evolución ideológica del joven granadino, que desde su juventud demostró inclinaciones liberales, ilustradas y racionalistas.

Despertar patriótico y actividad política inicial

El estallido de la Guerra de Independencia Española contra las tropas napoleónicas en 1808 marcó un antes y un después en la vida del joven catedrático. Con un profundo sentido de patriotismo, Martínez de la Rosa fundó el Diario de Granada, desde donde comenzó a difundir ideas antifrancesas y liberales, y se embarcó en tareas diplomáticas en Gibraltar y Londres, demostrando no solo compromiso ideológico, sino también habilidad diplomática.

Ese mismo año, escribió su primera gran obra de contenido patriótico, el poema Zaragoza, con el que aspiró a un premio promovido por la Junta Central. La obra no fue publicada en España, sino en Londres, en 1811, consolidando así su posición dentro del movimiento liberal insurgente. Durante estos años, su pluma se convirtió en una herramienta política clave: escribió odas religiosas como Los atributos de Dios que brillan en la Sacrosanta Eucaristía (1805), a la vez que comenzaba a perfilar una intensa actividad como publicista y polemista.

En Cádiz, ciudad que se convirtió en el bastión liberal durante la guerra, Martínez de la Rosa se integró en los círculos más activos de la vida política e intelectual. Fue vocal de la Comisión de Libertad de Imprenta y secretario de la Junta Suprema de Censura, desde donde libró polémicas contra conservadores como Capmany, firmando con el seudónimo “El maestro de escuela de Polopos”. Entre 1811 y 1812, publicó decenas de artículos satíricos y folletos políticos en periódicos como El Redactor, en los que se posicionó abiertamente contra la restauración de la Inquisición y defendió los valores de la Constitución de 1812.

Utilizó otros seudónimos como “Ingenuo Tostado”, desde los que ridiculizaba a sus adversarios políticos con una mordacidad que lo convirtió en una figura tanto admirada como temida. Uno de sus textos más significativos de este periodo fue Incompatibilidad de la libertad española con el restablecimiento de la Inquisición, que desató una encendida polémica con Manuel de Cos (M.C.), alimentando una de las disputas ideológicas más características del periodo constitucional.

Represión, exilio y pensamiento liberal

El fin de la guerra y el retorno de Fernando VII al poder absoluto en 1814 significaron una violenta represión contra los liberales que habían impulsado el constitucionalismo gaditano. El 15 de diciembre de 1815, el monarca emitió un real decreto que sustituía los juicios por condenas políticas directas: Martínez de la Rosa, junto con Argüelles y Canga Argüelles, fue sentenciado a ocho años de presidio, una clara muestra del autoritarismo restaurado.

Durante este periodo de castigo y vigilancia, Martínez de la Rosa se mantuvo activo intelectualmente. En 1813 publicó La revolución actual de España, un tratado político que, aunque escrito anteriormente en Londres y difundido en El Español, expresaba sus ideas sobre la crisis española desde una óptica claramente liberal y reformista.

En el ámbito teatral, escribió obras como La Viuda de Padilla (1814), que mostraban ya una transición temática hacia un nacionalismo romántico. En el mismo año, fue elegido diputado por Granada a las Cortes, donde pronunció discursos como el de la causa de Oudinot, destacando su capacidad oratoria. Sin embargo, esta etapa fue breve: en mayo de 1814 fue detenido nuevamente y deportado al Peñón de Vélez de la Gomera, en condiciones de salud precarias.

La revolución liberal de 1820, que reinstauró brevemente la Constitución de 1812, le permitió volver del exilio. Pero ya entonces, el pensamiento de Martínez de la Rosa había cambiado. Influido por Jeremy Bentham y Edmund Burke, abandonó la exaltación revolucionaria para adoptar una postura moderada. Este giro le valió el apodo irónico de “Doña Rosita la pastelera”, con el que sus antiguos aliados lo acusaban de haber traicionado los ideales radicales del liberalismo gaditano.

En su nuevo papel como diputado por Granada entre 1820 y 1822, defendió una política de equilibrio y reformas graduales. Sin embargo, su moderación no le impidió ser objeto de agresiones por parte del pueblo. El 4 de febrero de 1822, fue insultado públicamente junto con otros moderados como Toreno y Moscoso, lo que refleja la polarización política que dominaba la vida pública española.

Durante ese mismo año fue nombrado Secretario de Estado, pero su implicación en la llamada contrarrevolución del 7 de julio, una tentativa fallida de restaurar el absolutismo, deterioró su posición. A pesar de su posterior elección como Académico de la Nacional (Sección de Ciencias Morales y Políticas), y como Consejero de Estado en 1823, la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis y el restablecimiento de Fernando VII lo obligaron a exiliarse nuevamente a Francia, el 29 de noviembre de 1823.

Este segundo exilio marcará el inicio de una etapa decisiva en su evolución como escritor y político: en París encontrará el escenario propicio para renovar su vocación literaria, acercarse al Romanticismo europeo y redefinir su papel en la historia intelectual de España.

Del idealismo romántico a la praxis política (1823–1843)

Exilio en Francia y florecimiento literario

El exilio de Martínez de la Rosa en Francia a partir de 1823 supuso una transformación crucial en su carrera tanto política como literaria. Lejos de los conflictos internos españoles y en contacto con el dinamismo cultural de París, se volcó en la producción teatral y literaria, adoptando el estilo y las temáticas del Romanticismo, que comenzaban a desplazar los cánones neoclásicos en Europa.

Entre 1827 y 1830, publicó en Francia sus Obras literarias, que incluían piezas en prosa como Edipo (1829), Morayma (1829) y Aben-Humeya (1830). Esta última, escrita originalmente en francés, narraba un episodio de la rebelión morisca en Granada y representaba un giro radical hacia lo romántico, tanto en su estilo como en su temática: la exaltación de los sentimientos, el exotismo y la lucha por la libertad. El abandono definitivo del Neoclasicismo, que había marcado sus primeras obras, se concretó con la escritura de La conjuración de Venecia (1830), drama ambientado en el siglo XIV que combina elementos históricos y pasionales, en la línea del nuevo teatro europeo.

El estreno de esta última obra en el Teatro del Príncipe de Madrid el 23 de abril de 1834 fue un éxito rotundo y marcó su regreso triunfal al panorama cultural español, confirmando su transición de autor ilustrado a dramaturgo romántico. Este período francés también se caracterizó por una intensa actividad de pensamiento: en 1831 publicó su Poética, donde sistematizaba su nueva visión artística, conciliando el respeto a los ideales clásicos con las emociones y libertades del nuevo espíritu romántico.

Regreso a España y liderazgo político

Tras casi una década de exilio, Martínez de la Rosa regresó a España a finales de 1831, coincidiendo con la inminente muerte de Fernando VII y el inicio de la regencia de María Cristina, un contexto propicio para su reentrada en la política. Fue entonces nombrado Ministro de Estado y, poco después, Presidente del Consejo de Ministros entre el 15 de enero de 1834 y el 7 de junio de 1835.

Desde este cargo, su intento más ambicioso fue la redacción y promulgación del Estatuto Real, una carta otorgada que pretendía equilibrar el absolutismo y el liberalismo, a través de un sistema bicameral sin plena soberanía nacional. Aunque el documento marcó un avance institucional frente al absolutismo puro, fue criticado por conservadores como insuficiente y por progresistas como restrictivo. El resultado fue un descontento generalizado que minó su legitimidad política.

Durante su mandato también ejerció como Ministro interino de la Guerra y enfrentó graves crisis sociales, como la matanza de frailes de 1834, ocurrida en Madrid y otras ciudades tras la publicación de falsos rumores sobre conspiraciones clericales. Su falta de reacción oportuna ante estos hechos le valió duras acusaciones de complicidad por omisión, lo que debilitó aún más su imagen pública.

Actividad parlamentaria y tensiones ideológicas

Pese a las críticas y la pérdida del poder ejecutivo, Martínez de la Rosa no abandonó la política. Fue elegido procurador por Granada en 1834-1835 y posteriormente diputado por diversas provincias —Granada, Segovia, Oviedo, Cádiz, Cuenca y Madrid— entre 1837 y 1862, desempeñando un papel activo en la construcción institucional del régimen liberal moderado.

En 1833 publicó sus Poesías, así como la comedia Los celos infundados o el marido en la chimenea, y en 1834 Hernán Pérez del Pulgar, el de las hazañas, texto patriótico de corte histórico. Pero más significativas fueron sus publicaciones políticas, como el ciclo de escritos agrupados bajo el título Espíritu del siglo (1835, 1836 y 1838), donde trataba de justificar su ideología moderada y de presentar una visión conciliadora del proceso revolucionario. Esta obra constituye una especie de autobiografía intelectual, en la que el autor reflexiona sobre el cambio generacional y el equilibrio necesario entre tradición y progreso.

Durante estos años, el apodo peyorativo de “Doña Rosita la pastelera” volvió a usarse para criticar su supuesto oportunismo político. Muchos lo veían como un transfuga ideológico, alguien que había comenzado su carrera como liberal exaltado y había terminado defendiendo una forma de monarquía constitucional restringida.

En paralelo a su labor legislativa, escribió obras como Doña Isabel de Solís (1837), Libro de los niños (1839), y la comedia La boda y el duelo (1839), donde se muestra su capacidad para combinar lo didáctico y lo popular, aunque sin el vigor innovador de sus obras anteriores. La literatura, en este periodo, se convirtió en un medio de reafirmación de su pensamiento político y moral.

Segunda etapa de exilio y proyección internacional

A pesar de su protagonismo, los vaivenes políticos de la década de 1840 lo condujeron nuevamente al exilio. Entre 1840 y 1843, vivió en París, formando parte del círculo cercano de la exregente María Cristina. Durante estos años no solo mantuvo contactos con la política española en el exilio, sino que reforzó su presencia en los círculos intelectuales europeos. Fue admitido en el Institut Historique y participó activamente en conferencias y debates sobre temas culturales y filosóficos.

Publicó en francés una serie de discursos que consolidaron su reputación internacional: Discours prononcé sur la question: quels sont les secours que Christophe Colomb a trouvé à son époque dans les connaissances géographiques… (1841), Quelle est l’influence de l’esprit du siècle actuel sur la littérature? (1842) y De la Civilisation au XIX siècle (1843). En ellos, Martínez de la Rosa defendía la idea de que la civilización moderna se construía sobre la base del conocimiento, la moral ilustrada y el equilibrio institucional.

Esta producción demuestra su voluntad de insertar a España en el debate europeo, superando el aislamiento intelectual que el absolutismo había impuesto durante décadas. Además, refuerza la imagen de un político-escritor que no solo participaba en los acontecimientos de su país, sino que reflexionaba activamente sobre ellos desde una perspectiva filosófica y comparada.

Esta segunda etapa de su vida concluye con su regreso a España a mediados de la década de 1840, ya consolidado como una figura ambivalente pero influyente: un reformista ilustrado, puente entre el liberalismo revolucionario del primer XIX y el moderantismo político que estructuró el régimen isabelino.

El reformista monárquico y su legado intelectual (1843–1862)

Consolidación política y embajadas internacionales

Durante la última etapa de su vida, Francisco de Paula Martínez de la Rosa se consolidó como una de las figuras más influyentes del liberalismo moderado español. Su experiencia política, su versatilidad intelectual y su talante conciliador le valieron repetidas llamadas a ocupar altos cargos de Estado, así como misiones diplomáticas de especial sensibilidad.

Entre 1844 y 1846, volvió a ejercer como Ministro de Estado, durante un periodo de estabilización institucional bajo el reinado de Isabel II. Su papel en estos años fue fundamental para afianzar el sistema constitucional, aunque siempre desde una postura de prudencia y moderación, que lo alejaba tanto del absolutismo como del progresismo radical. Esta posición le permitió mantener un diálogo fluido con diversas facciones políticas, aunque también lo hizo blanco de críticas por parte de quienes exigían reformas más profundas.

Uno de los momentos diplomáticos más significativos de su carrera ocurrió en 1848, cuando fue nombrado embajador en Roma. Allí se encontró con el estallido de la revolución romana, que puso en peligro al papa Pío IX, obligado a huir a Gaeta. Martínez de la Rosa fue una figura clave en la organización de esa fuga, lo que le valió el reconocimiento papal y una condecoración inmediata. Este episodio no solo confirmó su habilidad política y diplomática, sino que también lo posicionó como un defensor del orden frente a los riesgos del extremismo revolucionario.

Obras tardías y legado literario

Lejos de limitarse a su labor diplomática y parlamentaria, Martínez de la Rosa continuó produciendo obras literarias, filosóficas y políticas hasta el final de su vida. En 1847 fue admitido en la Real Academia de la Historia, donde pronunció el discurso Bosquejo histórico de la política de España en tiempo de la dinastía austríaca, publicado en 1856. Este texto resume una visión historicista del poder político, en la que el autor analiza el pasado como clave para entender la evolución de las instituciones y justificar un equilibrio entre tradición y reforma.

Entre 1857 y 1858, volvió a ser nombrado Ministro de Estado, en lo que sería su último paso por el poder ejecutivo. Durante estos años publicó algunas de sus obras más reflexivas, como La Moralidad como norma de las acciones humanas (1858), ensayo donde expone su pensamiento ético basado en la virtud, la responsabilidad individual y el sentido del deber. También publicó El parricida (1858), obra de contenido moralizante que aborda la decadencia de los valores familiares en tiempos de transformación social.

Otra de sus publicaciones significativas fue el Discurso en la apertura de las cátedras del Ateneo Científico y Literario (1856), institución con la que estuvo profundamente vinculado. En este ámbito promovió la difusión del conocimiento, la educación laica y el debate crítico, reafirmando su creencia en el progreso basado en la razón y el civismo. También dejó inéditas o póstumas algunas piezas menores, como La hija en casa y la madre en las máscaras, publicada en 1868 tras su muerte.

Valoración histórica y contradicciones ideológicas

La figura de Martínez de la Rosa ha sido objeto de interpretaciones dispares a lo largo de la historia. Para algunos, fue un pragmático reformista que supo adaptarse a las circunstancias políticas sin renunciar a sus principios ilustrados. Para otros, representó el arquetipo del político ambiguo, que osciló entre el liberalismo exaltado y el conservadurismo complaciente, lo que le valió apodos como “Doña Rosita la pastelera” o “El barón del bello Rosal”, utilizados por sus contemporáneos con tono irónico o despreciativo.

En todo caso, su trayectoria refleja con claridad las contradicciones internas del liberalismo español del siglo XIX. Desde su fervor constitucionalista en Cádiz hasta su elaboración del Estatuto Real y su colaboración con la monarquía isabelina, Martínez de la Rosa transitó por casi todos los matices del pensamiento político de su época. A diferencia de otros actores más intransigentes o dogmáticos, supo conciliar ideas y buscar puntos intermedios en contextos sumamente polarizados.

Como dramaturgo, fue uno de los primeros en incorporar el Romanticismo a la escena española, dejando atrás los moldes del Neoclasicismo. Obras como La conjuración de Venecia o Aben-Humeya no solo muestran su talento literario, sino también su capacidad para reflejar los conflictos sociales y éticos de su tiempo. Su teatro, en este sentido, no es sólo un arte de entretenimiento, sino también una forma de intervención cultural y política.

Como ensayista y filósofo, sus textos sobre moral, civilización y política anticipan preocupaciones que dominarían el pensamiento europeo de la segunda mitad del siglo. Su interés por la educación, la ética pública y el papel del Estado en la formación del ciudadano moderno lo sitúan en una tradición ilustrada que dialoga tanto con autores franceses como con los liberales británicos.

Francisco de Paula Martínez de la Rosa: entre dos mundos

La muerte de Martínez de la Rosa el 7 de febrero de 1862, en Madrid, puso fin a una vida marcada por el compromiso intelectual y político en uno de los periodos más convulsos de la historia contemporánea española. Su figura encarna la difícil transición entre el Antiguo Régimen y la modernidad, entre la revolución y la institucionalización del Estado liberal.

Lejos de ser un personaje lineal o un símbolo homogéneo, Martínez de la Rosa representa las ambigüedades propias de un siglo en transformación. En él se cruzan la erudición ilustrada, la pasión romántica, el cálculo político y la voluntad de conciliación. Su legado no radica en una obra única o en una hazaña singular, sino en haber sido testigo y protagonista lúcido de su tiempo, dejando una huella tanto en la literatura como en la política y el pensamiento.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "Francisco de Paula Martínez de la Rosa (1787–1862): Del liberalismo revolucionario al reformismo conservador". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/martinez-de-la-rosa-francisco-de-paula [consulta: 28 de septiembre de 2025].