Anouilh, Jean (1910-1987).
Dramaturgo y guionista de cine francés, nacido en Burdeos el 23 de junio de 1910 y fallecido en Lausana (Suiza) 7 de octubre de 1987. Autor de una extensa y variada producción teatral que, ajena a los modelos formales del realismo y desprovista de una línea ideológica concreta, refleja una concepción trágica de la vida anclada en las contradicciones del pensamiento contemporáneo occidental, está considerado -junto a otros dramaturgos, actores y directores como Giraudoux (1882-1944) y los miembros del «Cartel des Quatre»- como uno de los grandes renovadores de la literatura dramática europea del siglo XX.
Vida y obra
Impulsado desde su juventud por una inquieta curiosidad humanística, cursó estudios superiores de Derecho, aunque no llegó a obtener una licenciatura en dicha materia. Pasó luego a trabajar, durante un breve período de tiempo, en una agencia de publicidad, hasta que un golpe de fortuna le permitió convertirse en secretario personal del gran actor y director teatral Louis Jouvet (1887-1951), quien contribuyó decisivamente a forjar la vocación dramática de su joven colaborador. Jouvet, firmemente convencido de la necesidad de renovar el teatro francés de su tiempo, fue uno de los integrantes del célebre «Cartel des Quatre» («Grupo de los Cuatro»), en el que también figuraron Georges Pitoëff (1884-1939), Charles Dullin (1885-1949) y Gaston Baty (1885-1952), todos ellos unidos por la necesidad de afrontar los problemas financieros que agobiaban a la escena del momento. Durante sus doce años de existencia (1927-1939), el «Cartel des Quatre» trabajó intensamente para rejuvenecer el teatro francés del período de entreguerras, alternando para ello los montajes de las obras más significativas de la Antigüedad clásica con la puesta en escena de los textos dramáticos de los jóvenes autores coetáneos.
Al amparo de estas grandes figuras de la escena francesa, el joven Jean Anouilh comenzó a escribir sus primeras piezas teatrales cuando apenas contaba diecinueve años de edad. Lo primero en salir de su inspirada pluma fue la serie de sainetes englobada bajo el nombre de su protagonista (Humulus), de la que sólo se ha conservado la pieza titulada Humulus le muet (Humulus el mudo), obra en la que, a pesar de su condición de escrito primerizo, ya pueden apreciarse algunas de las características formales y temáticas que habrían de convertirse en las auténticas señas de identidad de su futura producción teatral. En efecto, el afán transgresor y empleo de un enfoque irónico para minusvalorar las convenciones sociales están ya bien patentes en Humulus le muet, cuyo joven protagonista, limitado a no poder pronunciar más que una palabra al día, va atesorando pacientemente estos vocablos no con el objetivo interesado de halagar a su abuela (una vieja y poderosa duquesa), sino con otros propósitos mucho más nobles -aunque menos provechosos para él- que dan fe de su altruismo y generosidad, como el de agradecer el trabajo de la servidumbre o el de ensamblar con timidez su primera declaración de amor.
Pero, al margen de estas piezas menores primerizas, la auténtica irrupción de Jean Anouilh en la escena francesa contemporánea tuvo lugar a comienzos de la década de los años treinta, cuando, en pleno rendimiento de las propuestas renovadoras del «Cartel des Quatre», estrenó su obra titulada L’hermine (El armiño, 1932), con la que inauguró la serie de las que él mismo denominó, años después, «piéces noires» («piezas negras»). El interés de la clasificación de su producción teatral propuesta por el propio Jean Anouilh invita a reproducirla a continuación, con el fin de ofrecer al lector un exhaustivo repertorio de sus obras:
Clasificación de sus piezas teatrales
Piezas negras
Además de L’hermine (El armiño, 1932), en este apartado incluyó el propio Anouilh otras obras suyas como Le voyageur sans bagage (El viajero sin equipaje, 1937) y La sauvage (La salvaje, 1938), amén de sus brillantes recreaciones de algunos grandes mitos de la Antigüedad clásica greco-latina como Eurydice (Eurídice, 1942), Antigone (Antígona, 1944) y Médée (Medea, 1953). Con Eurydice, Anouilh se sumó a la ya extensa nómina de dramaturgos europeos contemporáneos atraídos por el teatro clásico y obsesionados por revitalizar sus mitos y arquetipos situándolos en la época actual y dotándoles de una notable vigencia dentro de la sociedad contemporánea. Así, en dicha pieza negra el viejo y productivo mito órfico reaparece encarnado en la figura de un humilde violinista que se gana la vida tocando en los cafés, mientras protagoniza una azarosa historia de amor con una mediocre actriz; por su parte, Antigone -cuya acentuación de los ingredientes trágicos justifica, al igual que ocurre en Eurydice y Médée, su inclusión en la categoría de piéces noires– parte de la mítica figura de la hija de Edipo y del tratamiento teatral que le diera Sófocles (496-406 a.C.) para poner sobre los escenarios actuales una nueva heroína que, como el resto de los protagonista del teatro de Anouilh, proclama firmemente su derecho a negar las convenciones sociales y los dictados morales del mundo que le rodea («Je suis là pour dire non» -«yo estoy aquí para decir no»-, frase pronunciada por la protagonista de esta moderna tragedia anouilhiana, se convierte así en uno de los emblemas más representativos de toda su obra). Estrenada en París el día 4 de febrero de 1944, la Antígona de Jean Anouilh fue recibida con grandes elogios por parte de la crítica y el público, y despertó de inmediato un poderoso deseo de emulación entre los dramaturgos y directores de escena europeos, tanto por el original tratamiento del mito clásico presentado por Anouilh, como por las innovadoras aportaciones de André Barsacq, el responsable de su montaje, entre las que cabe destacar su audacia a la hora de poner sobre el escenario a unos personajes clásicos vestidos con indumentarias modernas.
Piezas rosas
Las piéces roses («piezas rosas«) del teatro de Jean Anouilh son una serie de comedias que, como las tituladas Le bal des voleurs (El baile de los ladrones, 1938), Léocadia (Leocadia, 1939) y Le rendez-vous de Senlis (La cita en Senlis, 1941), se adentran en el mundo aparentemente idílico de los salones burgueses para situar en ellos unas apasionadas aventuras amorosas que, pese a su aparente amabilidad, siguen poniendo de manifiesto ese enfoque sarcástico y vitriólico del que se sirve el dramaturgo de Burdeos para denunciar la hipocresía y la mediocridad de la sociedad de su tiempo.
Piezas brillantes
L’Invitation au château (La invitación al castillo, 1947), La répétition ou L’amour puni (El ensayo o El amor castigado, 1950) y Colombe (1951) son tres obras que Jean Anouilh señaló como las más representativas de sus «piéces brillants» («piezas brillantes«), es decir, de aquellos textos dramáticos suyos en los que reluce con mayor esplendor el oropel añejo y desgastado de esos grupos sociales elevados que han sumido a la Francia contemporánea en una sima de mediocridad intelectual y degradación moral. Con las obras de esta serie, Anouilh quedó definitivamente integrado en la selecta nómina de los grandes dramaturgos franceses que, como Molière (1622-1673), Marivaux (1688-1763) y Musset (1810-1857), fustigaron sin descanso a las clases privilegiadas de sus respectivas sociedades, poniendo especial énfasis en la denuncia de sus vicios y miserias espirituales.
Piezas agrias o rechinantes
Son, como su propio marbete indica, aquellas obras de Anouilh en las que el dramaturgo de Burdeos acentúa su particular visión pesimista del mundo que le rodea, desde una perspectiva existencialista que, enriquecida por su innata sensibilidad poética y su asombroso dominio de las técnicas teatrales, le sitúa muy por encima -en lo que a la calidad de la escritura dramática se refiere- de las grandes figuras del existencialismo francés de mediados del siglo XX, como Jean-Paul Sartre (1905-1980) y Albert Camus (1913-1960). El propio Anouilh subrayó, entre sus principales «piéces grincants» (literalmente, «piezas rechinantes«), las tituladas Ardéle ou La marguerite (Ardéle o la margarita, 1948) y Ornifle ou Le courant d’air (Ornifle o La corriente de aire, 1955).
Otras obras
El resto de la extensa producción dramática de Jean Anouilh comprende algunos títulos tan relevantes como L’alouette (La alondra, 1953), Pauvre Bitos (Pobre Bitos, 1956), Becket ou L’honneur de Dieu (Becket o El honor de Dios, 1959), La grotte (La gruta, 1961), Cher Antoine ou L’amour raté (Querido Antonio o El amor fallido, 1969), Les poisson rouges ou Mon père, ce héros (Los peces rojos o Mi padre, ese héroe, 1970) y L’arrestation (El arresto, 1975). El mantenimiento, a lo largo de toda esta dilatada trayectoria literaria, de una constante fidelidad a sus planteamientos escénicos provocó que, en algunas ocasiones, la crítica especializada achacase a Anouilh una excesiva reiteración en la selección de los temas y la construcción de los personajes, sobre todo en obras como Ornifle, Pauvre Bitos y La grotte, en las que el profundo nihilismo existencial desatado después de la Segunda Guerra Mundial -y extendido, por lo demás, entre toda la comunidad artística e intelectual europea- alcanza sus cotas más agrias o chirriantes. Pero lo cierto es que la gran variedad de géneros teatrales barajada desde un principio por el dramaturgo de Burdeos (desde la comedia ligera al drama histórico, pasando por la comedia de carácter, la tragedia clásica y las adaptaciones) dotó de renovada frescura a cada una de sus nuevas piezas -ya fueran negras, rosas, brillantes o rechinantes-; y que, por encima de esa constante reiteración en los temas y los personajes, impuesta por su inquebrantable decisión de «turbar el implacable sueño de las buenas gentes» -como definió P. de Boisdeffre el propósito primordial del teatro de Anouilh, en su Métamorphose de la Littérature (París, 1950), t. II, pág. 166)-, triunfaba siempre ese afán de protestar airadamente contra la vulgaridad y la mediocridad de las convenciones sociales y contra el egoísmo del mundo circundante.
Uno de los mayores aciertos de Jean Anouilh después de la guerra fue su incursión en el drama histórico, al que revitalizó con la misma fortuna con que había renovado, unos años antes, la tragedia clásica. Causó una grata sorpresa su recuperación, en L’alouette, de la figura histórico-legendaria de Juana de Arco (1412-1431); pero fue sobre todo su estudio psicológico de Thomas Becket (1118-1170), magistralmente plasmado en la que tal vez sea su obra maestra –Becket ou L’honneur de Dieu-, lo que le convirtió en uno de los más destacados cultivadores contemporáneos de este subgénero teatral. En este drama dividido en cuatro actos, Anouilh relata la historia de quien habría de pasar al santoral cristiano con el nombre de Santo Tomás de Canterbury, un hombre de orígenes humildes que, merced a su fuerza de voluntad y su exquisita formación intelectual, llega a honrarse con la amistad de Enrique II Plantagenet (1133-1189). Allegado al monarca, se convierte en su mejor consejero y le ayuda a combatir los privilegios temporales de que gozaba el clero de su tiempo; pero estos fuertes lazos comienzan a aflojarse cuando el rey le eleva al rango de primado de Inglaterra, dignidad que Thomas Becket asume con gran orgullo y responsabilidad, hasta el extremo de considerarse depositario del «honor de Dios» y, por ende, encargado de defender a sus vicarios de los agravios cometidos por los partidarios del monarca. Huyendo de las represalias del soberano, Becket toma el camino del exilio con el pesar de haber perdido la amistad del rey, dolor que también aflige a Enrique II; y, aunque intentan buscar una reconciliación, ambos se reafirman en sus posturas, por lo que el monarca ordena a sus barones que den muerte al prelado una vez que éste ha decidido regresar a Inglaterra. Resignado a su triste final, Becket comparece solemnemente ataviado con sus vestiduras sagradas en la catedral, donde muere acuchillado por cuatro vasallos del rey. Enrique II promete, ante el pueblo, aclarar las circunstancias del crimen; pero su deseo de ocultar la complicidad del estado le lleva a confiar la investigación a uno de los asesinos.
El drama de la pérdida de la amistad se convierte en esta obra de Anouilh, por encima de la fidelidad a la historia, en el tema central y el objeto de la reflexión del dramaturgo de Burdeos, quien dosifica a la perfección los ingredientes trágicos a partir de la conversión de Becket en el depositario del «honor de Dios». Su excepcional dominio de las técnicas dramáticas le permite, ya en plena madurez creativa, perfilar magistralmente la evolución psicológica del primado, y arroparla con unos diálogos de insuperable vigor expresivo, en medio de deslumbrantes escenas que alcanzan una tensión dramática equiparable a la lograda por los grandes genios del teatro universal (entre ellas, la que reproduce la entrevista de ambos protagonistas en una playa azotada por un viento gélido que simboliza el enfriamiento de su amistad).
Valoración general de su obra
A pesar de los esfuerzos del propio Anouilh por clasificar y etiquetar su obra, lo cierto es que lo negro, lo rosa, lo brillante y lo chirriante se dan cita en todas sus piezas, y que la adscripción de cada una de ellas a las distintas categorías establecidas por su autor depende del mayor predominio, en sus respectivas tramas argumentales, de uno de estos ingredientes. En su universo literario -uno de los más singulares y coherentes de la historia del género dramático- aparece siempre una idea fija: la lucha contra la hipocresía y la mediocridad del entorno social y familiar, lucha que implica incluso la renuncia a la felicidad, si con ello se puede uno alejar de las penosas convenciones que regulan la sociedad de los «bienpensantes». Y, en medio de este enfrentamiento permanente entre el mundo de los espíritus puros y los seres corrompidos, triunfa siempre el mensaje anarco-nihilista de Anouilh, encarnado -por lo general- en personajes jóvenes, impulsivos e intransigentes que se niegan a aceptar las pautas marcadas por sus tiránicos padres, o por todos aquellos que ostentan -ya sea en los aparatosos salones burgueses, en los cursis ambientes de la cultura oficial, en las páginas más rutilantes de la Historia o la mediocre orquesta de un café de provincias- un poder omnímodo sancionado por la norma, la costumbre y la tradición.
Ya casi huelga añadir que el virtuosismo constructivo de Jean Anouilh, su asombroso dominio del lenguaje teatral, de las técnicas dramáticas y de los más ricos y variados recursos escénicos, refuerzan en todas sus piezas el airado grito de protesta que encierra su mensaje, dirigido siempre contra la hipocresía, la vulgaridad y el egoísmo de quienes se saben cómodamente instalados en un mundo injusto y corrompido. De ahí que, tras el rutilante fulgor de sus efectos cómicos y el cinismo expresivo de sus ironías y sarcasmos, palpite siempre un trasfondo de amargura nihilista y patetismo existencial, lo que dota a sus piezas de una dimensión trágica raramente alcanzada en el teatro contemporáneo.
Estudioso de las obras de algunos clásicos de la moderna dramaturgia francesa -como Musset, Marivaux, Giraudoux o Claudel (1868-1955)-, y de otros grandes autores universales que influyeron decisivamente en el teatro del siglo XX -como el italiano Luigi Pirandello (1867-1936) y el inglés Bernard Shaw (1856-1950)-, Jean Anouilh sobresalió también como guionista de cine, en una época en la que el género dramático comenzaba a verse seriamente amenazado por la gran pantalla. Suyo fue el guión de la película titulada Monsieur Vincent (1947), del director francés Maurice Cloche, una biografía de San Vicente de Paúl (1581-1660) que fue galardonada en 1948 con el Oscar de Hollywood a la Mejor Película Extranjera.
Bibliografía
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BORGAL, Clement. Anouilh o la pena de vivir (Madrid: Ibérico Europea de Ediciones, S. A., 1970).
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LASSO DE LA VEGA, José S. Los temas griegos en el teatro francés contemporáneo (Cocteau, Gide, Anouilh) (1981).
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LUPPÉ, R. de. Anouilh (París, 1959).
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MAUROIS, André. De Gide a Sartre (Barcelona, 1968).
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NICOLL, Allardyce. Historia del Teatro Mundial (desde Esquilo a Anouilh) (Madrid: Aguilar, 1964).