Dullin, Charles (1885-1949).


Director, teórico, actor y gerente teatral francés, nacido en Yenne (Saboya) en 1885 y muerto en París en 1949, que llevó a cabo una importante labor renovadora de los presupuestos dramáticos mediante la adaptación del teatro popular del renacimiento europeo, siempre en busca de la mayor autenticidad.

Nacido en un viejo castillo en el seno de una familia acomodada saboyana, era su padre un terrateniente que ejercía el cargo de juez de paz. Su familia deseaba el sacerdocio para su hijo. Dullin recibió clases de un antigo actor de la Comèdie-Française, retirado, que le auguró un gran porvenir en las tablas. Tras las clases de Pont-de-Beauvoisin, ingresó en el Conservatorio y fundó en Lyon un grupo llamado El puchero. A los 18 años, tras varios trabajos en Lyon, se marchó a París, decidido a convertirse en actor. Desde 1904 se abrió camino en París representando papeles de poca importancia en algunos melodramas. Debutó en el Odeón, dirigido por André Antoine en el papel de Cinna de la obra de Shakespeare, Julio César.

Después de actuar en provincias fundó un grupo en Neuilly, y en 1910 entró en la compañía del Teatro de las Artes, dirigida por Rouché, con quienes hizo el papel de Pierrot en Le Carnaval des enfants y el papel de Smerdjakov en la adaptación de Copeau de Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky, en 1911. Dullin trabajó con Jacques Copeau en la sala del Vieux-Colombier desde su fundación en 1913 hasta que en 1914 la Primera Guerra Mundial le llevó a combatir a las trincheras. Al terminar la guerra, volvió a París y entró en el conservatorio sindical donde tomó clases de Gémier. En 1921 representó el papel de Jacques Ury en L’Annonce faite à Marie, de Claudel. Después buscó un lugar donde instalarse independientemente. El lugar elegido fue una tintorería donde Dullin se dedicó a formar actores, y se inspiró claramente en el modelo de Copeau: formación meticulosa del actor y mucho énfasis sobre la importancia del material textual. Montó allí, entre otras obras, El avaro, de Molière. Cambió su teatro a una sala de la calle de las Ursulinas, donde montó clásicos españoles. Para la inauguración del definitivo Teatro Atelier, en la plaza Dancourt de Montmartre, escogió una obra de Jacinto Grau, El señor de Pygmalión. Su grupo fue pronto reconocido como el más imaginativo de Francia.

En 1927, se incorporó al Cartel des Quatre, de Pitoëff, Jouvet y Baty. Durante la Segunda Guerra Mundial, se le ofreció a Dullin dirigir el teatro Sarah Bernhardt (rebautizado como Teatro de la Ciudad), por lo que abandonó el Cartel en 1940, pero dimitió en 1947 por las muchas deudas acumuladas. En plena ocupación alemana, sin embargo, estrenó allí en 1943 Las moscas, de Sartre. Con más de 60 años, se hallaba en la ruina y sin teatro fijo. Murió en la sala de operaciones del Hospital Saint-Antoine durante una gira con una L’Archipel Lenoir, de Armand Salacrou, en 1949.

Dullin intentó siempre, como actor y como director de escena, que la inteligencia no se impusiera sobre el instinto: «Un tiempo preliminar de incubación es necesario; leo y releo la obra y trato de escuchar al autor. Escucho y almaceno, trato de representarme cada situación del modo más real y cotidiano, porque necesito ese fondo humano para no extraviarme; luego dejo surgir al personaje. Su presencia dictará mi actuación, no como una entidad o un carácter abstracto, sino como un ser vivo. Finalmente, ya en la escena, no trato de interpretar para el público, sino de obligarlo a interpretar conmigo al personaje; es necesario entre el actor y el público esa correspondencia sin la cual no se logra ningún efecto dramático». El teatro, según él, no debía contentarse con reflejar la realidad, sino que debía constituir un mundo propio a partir de su propia poética, por medio de la imaginación. El teatro tenía que constituirse en regenerador social y cultural. El Atelier era un laboratorio de investigación, más que una compañía. Dullin basaba sus ejercicios en la fuerza interior de las personas. Se interesaba por las técnicas del teatro isabelino, cuyos actores tenían que crear un mundo sin ningún apoyo salvo su propia personalidad. Intentaba huir tanto del romanticismo como del naturalismo, para volver a enraizarse en la tradición del teatro popular del renacimiento europeo, adaptada a la época presente. Para ello era partidario de analizar las obras del pasado, desechar las reglas demasiado rígidas o que respondían a modas pasajeras, y ofrecer a los jóvenes talentos un campo de ensayo. Para él, poner en escena significaba volver a los principios fundamentales: una obra, dos actores, un tablado. El decorado sólo tenía que ocuparse de crear un ambiente, y la actuación tenía que reflejar la plástica y el ritmo implícitos en el texto. Lo esencial para Dullin era el texto. No era partidario del naturalismo, sino de la trasposición de lo real al escenario, transformado a su lenguaje particular. Defendía un escenario flexible con un proscenio móvil, alejado de la decoración de trompe-l’oeil. Dullin daba valor a la improvisación, quiso recuperar las leyes de la Commedia dell’Arte e investigar en el entrenamiento actoral. Su modo de representar era tragicómico, sin un estilo aparente, en un intento de conseguir la autenticidad de cada momento: «Yo he tenido siempre la sensación de buscar la puesta en escena partiendo del interior de la sustancia misma de la obra, de su resonancia humana, estableciendo el contacto más directo entre el autor y el público, utilizando, como ayuda de la técnica, la luz como único elemento que puede ayudar al Teatro sin destruirlo, porque los medios mecánicos no pueden aportar nada al arte de la escena, ya que no parten de una comprensión del mismo. El Teatro más hermoso del mundo es una obra maestra sobre cuatro tablas». A Dullin acabó por interesarle el antiguo teatro japonés (Véase Japón: Literatura).

Sus últimos intentos de renovación los basó en una síntesis expresiva superadora del realismo inspirada en los títeres y en las máscaras del teatro oriental. Dullin buscaba servir de puente entre el autor y el público. Participó en el movimiento CID (Culture par l’initiation dramatique) que intentaba conseguir una mayor descentralización de la cultura. En 1937 el Front Populaire le encargó un estudio sobre la descentralización teatral, que tuvo mucha influencia tras la Guerra. Según el diseño de Dullin, la organización del teatro en Francia tenía que dividirse en zonas artísticas con un teatro estable en cada una. En esos teatros habría de trabajar una compañía de unos veinticinco actores en cada una que tendría unas instalaciones adecuadas y trabajaría en buenas condiciones económicas. Estas compañías estarían relacionadas por un sistema de giras. Es un avance del actual diseño de centros dramáticos regionales francés. El repertorio para Dullin tenía que alimentarse de reposiciones y de nuevas creaciones. Le Cid debía anteponerse a Phèdre, Beaumarchais a Marivaux. Distinguía entre puestas en escena meramente ilustrativas (teatro «de edición») y otras ingeniosas, profundas y sutiles (teatro «de creación»). A lo largo de su vida montó, sobre todo, clásicos como los textos isabelinos Volpone (1928) y Richard III (1933), pero también piezas de autores contemporáneos como La Terre est ronde, de Salacrou (1938). Siempre puso gran interés en conseguir montajes claros para el público, con espíritu de pedagogo.

Entre los creadores teatrales en los que la obra de Dullin ejerció una influencia importante se encuentran Antonin Artaud, Jean-Louis Barrault, André Barsacq, Roger Blin, Jean Marais, Madeleine Robinson, Maurice Sarrazin y Jean Vilar.

Bibliografía

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