Molière (1622-1673).
Dramaturgo francés, nacido en París el 15 de enero de 1622 y fallecido en su ciudad natal el 17 de febrero de 1673. Aunque su verdadero nombre era el de Jean-Baptiste Poquelin, ha pasado a la historia del teatro universal con su pseudónimo literario de Molière, que adoptó a los veintiún años de edad, cuando decidió consagrarse plenamente al Arte de Talía. Autor de una deslumbrante producción teatral que hunde sus raíces en la mejor tradición de la sátira clásica greco-latina para fustigar con vigor y comicidad a la sociedad de su tiempo, alcanzó gran fama como intérprete de sus propias obras y creó algunos arquetipos teatrales -como los protagonistas de sus piezas maestras Tartufo (1664), El misántropo (1666) y El avaro (1668)- que le sitúan en la cúspide de la literatura dramática universal.
Vida
Nacido en el seno de una familia acomodada perteneciente a la burguesía artesana -su padre, tapicero del rey Luis XIII (1601-1643), ostentaba con orgullo el cargo honorífico de ayuda de cámara del monarca-, heredó en 1636, cuando sólo contaba catorce años de edad, todos los privilegios de que gozaba su progenitor en palacio. Pero estos derechos sucesorios que recayeron sobre él en su calidad de primogénito no consiguieron apartar al joven Jean-Baptiste Poquelin de su precoz afición al teatro, inculcada por su abuelo materno Luis Cressé, quien abrió ante sus ojos un nuevo y fascinante universo cuando le llevó a ver la actuación de los farsantes del Pont-Neuf (Puente Nuevo) y a conocer a los comediantes del Hôtel de Bourgogne. Las representaciones de Tabarin, un afamado actor que alcanzó gran notoriedad en el París de comienzos del siglo XVII por su singular capacidad para la improvisación, cautivaron al joven Molière en ese Puente Nuevo cercano a su casa, hasta el extremo de hacerle aborrecer el cargo de «tapicero proveedor de su Majestad» que le había asegurado su padre, de quien heredó una visión realista del mundo y una concepción del ser humano libre de prejuicios morales. De su madre, Marie Cressé, que murió cuando el futuro dramaturgo era todavía un muchacho de corta edad, heredó un talante taciturno proclive, en ocasiones, a la tristeza y la amargura.
Recibió desde niño una esmerada formación académica en el prestigioso Colegio de Clermont, regentado por los padres jesuitas y frecuentado por los vástagos de la aristocracia parisina. En sus aulas se despertó su curiosidad intelectual, que le impulsó a concebir el precoz proyecto de traducir al francés De rerum natura, de Lucrecio (99-55 a.C.), influido -al decir de algunos biógrafos- por las doctrinas filosóficas del epicúreo Pierre Gassendi (1592-1655) y por las enseñanzas humanísticas del librepensador Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655). Otros estudiosos de su vida presumen que en dicho centro de estudios trabó amistad con el príncipe de Conti, quien habría de convertirse, años después, en mecenas de su compañía teatral.
A partir de la muerte de su abuelo Luis Cressé (1638) y de la conclusión de su formación académica en el Colegio Clermont (1639), el joven Jean-Baptiste Poquelin comenzó a distanciarse de su familia, huyendo de ese oficio de tapicero que pretendía legarle su padre (a pesar de ello, se vio forzado a suplirle en dichos menesteres al menos en una ocasión: cuando viajó con la Corte hasta Narbona en 1642, en calidad de tapicero real). Entretanto, había comenzado a cursar estudios superiores de Derecho en la Universidad de Orleáns, donde se relacionó estrechamente -sin llegar a comulgar con todos sus postulados subversivos- con los integrantes de varios grupúsculos de librepensadores y descreídos conocidos como «libertinos». Al parecer, el futuro dramaturgo llegó a obtener una licenciatura en Leyes en 1642, aunque jamás ejerció la abogacía, pues ya por aquel entonces había decidido consagrarse de lleno a esa pasión teatral que le venía subyugando desde su adolescencia.
Entre sus amistades de aquel confuso período de su juventud figuraba, en un lugar muy destacado, la familia de los Béjart, un clan de comediantes al que pertenecía la joven y bella Madeleine, artista de dudosa reputación -como todas las de su tiempo- y primera compañera sentimental de Jean-Baptiste Poquelin. En 1643, año en el que se determinó por fin a adentrarse con firmeza en los resbaladizos predios de Talía, tomó el nombre artístico de Molière y escribió una carta a su padre en la que, tras renunciar a sus privilegios de «tapicero real» en favor de su hermano Juan, le reclamaba la parte que le pudiera corresponder de la herencia materna, con el fin de invertirla íntegramente en su primer gran proyecto teatral. Acto seguido, se instaló en la casa que los Béjart ocupaban en la Rue de la Perle, y, con el apoyo económico y profesional de su nueva familia, sumado a los bienes que había heredado de su madre, fundó L’Illutre Théâtre (El Ilustre Teatro), una compañía itinerante con la que vivió sus primeros sinsabores dentro del oficio escénico, pues por aquel entonces resultaba muy áspero hacer la competencia a las compañías consagradas del Teatro del Marais y el Hôtel de Bourgogne. A juzgar por el Acta de Asociación que daba fe de la fundación de L’Illutre Théâtre, fechada el 30 de junio de aquel año de 1643, la aventura de este esforzado colectivo ambulante apenas duró dos años, pues en 1645 los supervivientes de esta animosa empresa ya se habían incorporado a una compañía de mayor entidad, la dirigida por el actor Charles Dufresne, que contaba con la protección del duque de Epernon, gobernador de la provincia meridional de Guyenne. Los biógrafos del dramaturgo parisino manejan, además, otro valioso documento de esta época: un papel oficial, fechado en 1644, en el que por vez primera Jean-Baptiste Poquelin firma con el nombre de Molière.
Durante un par de años, Molière anduvo con la compañía de Dufresne recorriendo todo el sur de Francia (Burdeos, Cadillac, Agen, Toulouse…), unas veces siguiendo al duque de Epernon en sus desplazamientos, y otras veces viajando y actuando por su cuenta. En 1647, al cesar en su cargo de gobernador el aristócrata protector de los cómicos, la compañía ambulante se acogió al amparo y mecenazgo del príncipe de Conti, lo que amplió sus horizontes laborales hacia el sudeste (Pézenas, Narbona, Béziers, Montpellier…) y permitió el acercamiento de los curtidos comediantes provincianos hacia la soñada meta de París. En el repertorio de la compañía -que se convirtió en la principal fuente de aprendizaje de Molière- figuraban tragedias, comedias y farsas, estas últimas puestas en escena a imitación de la Commedia dell’Arte italiana, que aún conservaba su vigencia en Francia a mediados del siglo XVII. Dada su innata condición de monstruo de la escena, el parisino se fue convirtiendo en la figura más destacada de su compañía, en la que acabó asumiendo una serie de obligaciones que daban buena idea de su pasión por todo lo relacionado con el Arte de Talía. No sólo era, en efecto, el autor de algunas de las obras de su amplio repertorio y el encargado de dirigir su puesta en escena, sino también el organizador de los viajes, el «empresario» que buscaba créditos y «subvenciones» -es decir, la protección de los nobles adinerados con veleidades artísticas- y, en suma, el miembro más activo del grupo, constantemente ocupado en la contratación de nuevos actores y en las relaciones con los numerosos artesanos que, a la sazón, proveían de los pertrechos necesarios a un colectivo teatral (sastres, carpinteros, tramoyistas, etc.). Brillaba, además, con singular fulgor por sus extraordinarias dotes para la representación, como quedó bien patente en el testimonio de su contemporáneo Donneau de Visé -uno de los pioneros del periodismo moderno, fundador de Le Mercure Galant (1672)-, quien llegó a verle sobre las tablas y quedó fascinado por su variedad de registros interpretativos: «Era un actor de pies a cabeza; parecía que tenía varias voces; todo hablaba en él, y con un paso, una sonrisa, un guiño o un movimiento de cabeza, hacía imaginar cosas que el mayor hablador no hubiera podido expresar en una hora«.
Esta dilatada experiencia como cómico ambulante fue decisiva en la forja del peculiar estilo de Molière, en el que había huellas indelebles de su lectura, estudio y buen aprovechamiento de las obras maestras de autores clásicos greco-latinos, pero también del contacto directo, en diferentes escenarios de provincias, con compañías italianas que seguían sacando partido a los viejos arquetipos de la Commedia dell’Arte; con colectivos españoles expertos en la puesta en escena de las mejores joyas de la Comedia Nueva lopesca; y, en general, con una serie de histriones y farandules de escasa entidad -saltimbanquis, titiriteros, juglares, prestidigitadores, etc.- que seguían exhibiendo en escena los antiguos recursos de la farsa medieval. La suma de todas estas modalidades genéricas (sátira clásica, farsa del medievo, comedia renacentista y barroca) arrojó por fruto la comedia ácida, corrosiva y brillante de Molière, un ejemplo acabado de síntesis y superación de la mejor tradición del teatro occidental conocido hasta entonces. Surgieron así los textos dramáticos primerizos de Molière, muchos de ellos perdidos en nuestros días, decididamente orientados hacia el género cómico de los divertissements («divertimientos», es decir, piezas menores que, como el entremés en España, se representaban en los entreactos de otras obras mayores, o en los intermedios de bailes y conciertos musicales). Entre estas primeras incursiones cómicas de Molière en la escritura dramática, cabe destacar las tituladas L’étourdi (El Atolondrado, estrenada en Lyon en 1655) y Le dépit amoureux (El despecho amoroso, puesta por vez primera en escena en Béziers, en 1656).
Parte substancial de ese largo proceso de aprendizaje, prolongado durante doce años de cómico itinerante, fue el contacto directo con los tipos humanos y las costumbres variopintas que conformaban la vida de provincias. A pie, a caballo o en los carromatos que transportaban los enseres de la compañía, Molière recorrió la mitad meridional de Francia ejercitando sus portentosas dotes de observador de la «comedia humana», con tal dedicación al minucioso análisis de lo que iba descubriendo a su alrededor que recibió, años más tarde, el apodo de «El Contemplador» -surgido, al parecer, de la aguda pluma de su amigo Boileau (1636-1711)-. Esta atención constante a los tipos y comportamiento humanos de su entorno inmediato habría de surtirle luego de abundante material para la configuración psicológica de sus personajes.
Un duro revés para Molière y sus compañeros de andadura teatral tuvo lugar en 1657, cuando el príncipe de Conti, convertido recientemente al janseanismo, retiró su protección al colectivo. Lejos de arredrarse por este contratiempo, Molière, cuya fama comenzaba a circular por los mentideros teatrales de París, acometió la difícil empresa de presentarse en su ciudad natal, donde, tras el aleccionador fracaso del L’Illutre Théâtre, sabía que era preciso contar con el amparo del mayor mecenas del país: el mismísimo monarca -a la sazón, Luis XIV (1638-1715), el todopoderoso «Rey Sol»-. Haciendo valer sus buenos oficios como «empresario» y negociador, el dramaturgo parisino consiguió un contrato para representar en el Palacio del Louvre, ante toda la Corte, uno sus modestos divertissements, el titulado El doctor enamorado, que se anunció en el programa del día 24 de octubre de 1658, junto a la tragedia Nicomedes, de Pierre Corneille (1606-1684). El fracaso estrepitoso de esta obra, que dejaba bien patente el declive del otrora ensalzado autor de Ruán, contrastó vivamente con el rotundo éxito cosechado por los humildes cómicos de provincias, auténticos desconocidos para el selecto público de la Corte gala. El propio Luis XIV, entusiasmado con la representación ofrecida por Molière, otorgó a su compañía el título de Troupe de Monsieur, frère unique du Roi, y le asignó como sede de sus futuras representaciones el pequeño escenario del Petit Bourbon, anexo al Palacio del Louvre.
A partir de noviembre de aquel mismo año, la compañía de Molière comenzó a poner en escena sus exitosos divertissements en dicho teatro, del que pronto fueron expulsados los cómicos italianos que alternaban sus representaciones con el dramaturgo parisino, para dejar a éste como único titular de la sala. Los tumultuosos triunfos cosechados por sus primeras representaciones -que despertaron la envidia de los consagrados actores del Hôtel Bourgogne- le animaron a renovar su repertorio de obras y su elenco de intérpretes, consciente de que el exiguo programa itinerante ofrecido en provincias no bastaba para colmar las expectativas del exigente público de la Corte. Así, en 1659 contrató a algunos de los mejores representantes del momento (como el celebérrimo Jodelet, único superviviente de los cómicos que triunfaran antaño en el Pont-Neuf), y decidió arrinconar El Atolondrado, El despecho amoroso, las farsas de inspiración medieval y el resto de las piezas menores que le habían ofrecido tanto rendimiento en su teatro itinerante, ya de sobra conocidas por los numerosos seguidores de su trabajo en París. En un giro espectacular de su actividad creativa, abandonó la ritual concatenación de situaciones y personajes estereotipados -tan celebrada por el público de provincias- y se decidió a afrontar la sátira de la actualidad cortesana, avalado por su especialización en el tratamiento de asuntos cómicos (la compañía del Hôtel de Bourgogne, amenazada por el éxito de Molière en los géneros humorísticos, no había tenido más remedio que evolucionar hacia la tragedia). Fue así como, a finales de 1659, llevó a las tablas del Petit Bourbon su aplaudida farsa Les précieuses ridicules (Las preciosas ridículas, estrenada el 18 de noviembre de dicho año), una hilarante sátira de esa pedantería extrema que estaba en boga en el París de la época. El estreno de esta pieza mayor de Molière constituyó un auténtico acontecimiento en los foros y mentideros artísticos y culturales de la capital gala, y situó definitivamente al dramaturgo parisino en la cima del teatro francés de mediados del siglo XVII (tanto fue así, que al año siguiente, tras el derribo del Petit Bourbon con objeto de ampliar el Louvre, se asignó a su compañía el Théâtre du Palais-Royal, que a partir de entonces habría de ser su sede permanente).
En 1661, tras la muerte del cardenal Mazarino (1602-1661), Luis XIV empezó a regir personalmente los destinos del país, sin recurrir al apoyo de otros validos; por aquel entonces, Molière vivía ya cómodamente instalado en el palacio real, gozando del afecto y la admiración del soberano. De aquella época data su etapa «españolista», surgida de su admiración por las comedias de enredo y de capa y espada -que hacían furor en el París de la época, adaptadas o directamente copiadas por algunos dramaturgos franceses tan relevantes como Scarron (1610-1660), Rotrou (1606-1650) y Boisrobert (1589-1662)-. Gran conocedor de la cultura, la historia y la lengua españolas, Molière era espectador asiduo en los teatros donde actuaban las compañías hispanas que extendían sus giras por Francia y llegaban hasta París -como las de Sebastián de Prado y Francisco Bezón, que en 1660 solemnizaron con sus funciones la boda de Luis XIV con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV (1605-1665)-, e intentó reproducir sus éxitos en su propia producción teatral, como quedó bien patente en Dom Garcie de Navarre (Don García de Navarra, 1661) -sin duda alguna, la peor de sus obras- y en L’école des maris (La escuela de los maridos, 1661) -inspirada en la comedia española El marido hace mujer y el trato muda costumbre, del cántabro Antonio Hurtado de Mendoza (1586-1644).
La escasa fortuna de estas piezas «españolistas» no le impidió cosechar, simultáneamente, nuevos éxitos clamorosos con otras obras de distinta inspiración, como Les fâchesux (Los importunos), estrenada en el verano de aquel mismo año de 1661, en el transcurso de una fiesta ofrecida por Fouquet, ministro de Hacienda, en honor del «Rey Sol». Con el montaje de esta obra, Molière se convirtió en el pionero de un nuevo género que habría de hacer furor en los encopetados salones franceses de la segunda mitad del siglo XVII: la comedia-ballet, objeto de la pasión teatral del propio Luis XIV, quien a partir de entonces redobló los favores que venía concediendo al dramaturgo parisino, lo que dio pie al recrudecimiento de la envidia que hacia él sentían sus cada vez más numerosos enemigos. Cierto era que el amparo regio y la amistad de otros grandes escritores coetáneos -como el ya citado Boileau y el fabulista La Fontaine (1621-1695)- fortalecía notablemente la figura de Molière en los círculos políticos e intelectuales de París; pero no lo era menos que el despecho de sus rivales, sumado a la inquina despertada por sus punzantes sátiras dirigidas contra los más variados grupos sociales (escritores frustrados, cortesanos pedantes, ideólogos libertinos, burgueses enriquecidos, médicos impostores, santurrones hipócritas, mujeres disolutas, maridos burlados, etc.), incrementaba el número de quienes se sentían directamente perjudicados por su teatro ácido y corrosivo. Así las cosas, en 1662 todos sus enemigos -encabezados por Montfleury, actor del Hôtel de Bourgogne- arremetieron contra él, a raíz de su reciente matrimonio con Armande Béjart («Menou»), una actriz de su compañía, veintiún años más joven que el genial dramaturgo, que pasaba por ser la hermana menor de su antigua amante, Madeleine, aunque las malas lenguas afirmaban que, en realidad, era la hija natural de ésta, fruto de sus relaciones «pecaminosas» con el propio Molière. Se la acusó, en resumidas cuentas, de impiedad e inmoralidad, por haberse casado con su supuesta hija.
La réplica del genial comediógrafo -que acababa de abordar la temática conyugal en sus dos creaciones más recientes: L’école des maris (La escuela de los maridos, 1661) y L’école des femmes (La escuela de las mujeres, 1662)- no se hizo esperar. Por medio de dos virulentos escritos teatrales –La critique de «L’école des femmes» (La crítica de «La Escuela de las mujeres», 1663) y L’impromptu de Versailles (La improvisación de Versalles, 1663)-, entró de lleno en la polémica sabiendo de antemano que seguía contando con el favor y la admiración del monarca, quien, además de su amparo y protección dentro de su propio palacio, le otorgaba de contino pingües recompensas económicas por considerarle un «bel esprit» (algo así como «un espíritu elevado»). Los enemigos de Molière -que se habían servido de todos los procedimientos a su alcance para intentar hundirle, desde la calumnia y el libelo hasta la agresión física, pasando por la denuncia ante las autoridades judiciales-, hubieron de recular ante la brillante defensa esgrimida por el propio escritor y, desde luego, ante el inquebrantable apoyo que seguía ofreciéndole el rey; mas no por ello dejaron de hostigarle con nuevos ataques injuriosos durante el resto de sus días.
En medio de estas intrigas, una frenética actividad teatral habría de absorber la mayor parte de su tiempo hasta el momento de su prematura muerte, a la que sin duda contribuyó el desgaste por agotamiento y la acumulación de tensiones. Las desavenencias con su jovencísima esposa no tardaron en surgir, y, aunque hubo al parecer una tardía reconciliación conyugal, lo cierto es que su fracaso matrimonial acentuó su visión corrosiva de las relaciones humanas y ensombreció sus postreros años de existencia. Pero los éxitos profesionales le animaban a seguir entregándose en cuerpo y alma a su vocación teatral, sin descuidar en ningún momento las múltiples obligaciones impuestas por su condición de hombre polifacético: seguía escribiendo sin descanso, interpretando los papeles más difíciles de sus obras, contratando y despidiendo actores, buscando infatigablemente créditos y subvenciones, variando su amplio repertorio y atendiendo, en suma, a las exigencias de los poderosos que reclamaban la presencia de su compañía en cuantas fiestas se celebraban en la Corte. En la primavera de 1664, durante la celebración de «Los Placeres de la Isla Encantada» -uno de los programas festivos más deslumbrantes del reinado de Luis XIV, verificado entre los días 7 y 14 de dicho año-, estrenó dos obras compuestas expresamente para tan solemne ocasión: La princesse d’Elide (La princesa de Elida, puesta en escena el 8 de mayo) y los tres primeros actos de Tartuffe (Tartufo, representados el 12 de mayo), que provocaron la indignación de los devotos parisinos -especialmente, de la Compagnie du Saint Sacrément de l’Autel (Cofradía del Santo Sacramento), del arzobispo de París y de la misma madre de Luis XIV- y volvieron a situar a Molière en el epicentro de una agria polémica. La inmediata prohibición de representar Tartufo, dictada por el rey bajo la presión de los poderes eclesiásticos (el padre Roullé, párroco de Saint-Barthélémy, llamó en un panfleto a Molière «diablo vestido de carne que merece ser condenado a la hoguera«), no amilanó al dramaturgo parisino, acostumbrado a lidiar con cuantos enemigos se cruzaban en su camino: convencido de la calidad artística y los valores cívicos de su obra, luchó denodadamente durante cinco años hasta lograr que se autorizase el estreno de su versión definitiva en 1669, después de haber ensayado en 1667 la puesta en escena de una adaptación «edulcorada» que también fue prohibida de inmediato.
Entretanto, seguía produciendo nuevas obras que corroboraban plenamente su condición de genio teatral. Tras el estreno de Don Juan ou Le festin de pierre (Don Juan o El convidado de piedra, 1665) -basada en El burlador de Sevilla y convidado de piedra, del madrileño Tirso de Molina (¿-1648), aunque centrada más en la denuncia de la hipocresía social que en los alardes amatorios del personaje del mercedario-, Luis XIV volvió a honrar públicamente a Molière -para desesperación de su hueste de rivales-, ahora confiriendo a su colectivo teatral el título de «Troupe du Roi» («Compañía del Rey»). Poco después, a petición del monarca, escribió y estrenó L’amour médecin (El amor médico, 1665), una comedia «propuesta -según el testimonio del propio Molière-, escrita, aprendida y representada en cinco días«, lo que da cuenta de su asombrosa capacidad laboral.
Al año siguiente, el estreno de otra de sus obras maestras, Le misanthrope (El misántropo, 1666), levantó las protestas de gran parte de los espectadores que hasta entonces venían brindándole su aplauso incondicional, debido a la escasa o nula comicidad de su protagonista, Alceste, uno de los caracteres más logrados por un autor que, a sus cuarenta y cuatro años de edad, ya hacía público su total desengaño ante los hombres y la sociedad de su tiempo. A pesar de este relativo enfriamiento del fervor entusiasta de sus seguidores, siguió escribiendo grandes obras que se estrenaron con éxito en su sede fija del Palais-Royal, como Le médecin malgré lui (El médico a palos, 1666) y Amphitryon (Anfitrión, 1668), al tiempo que se volcaba en satisfacer las peticiones de la Corte, con intermedios lúdicos como La pastorale comique (La pastoral cómica, 1666) y Le sicilien ou L’amour peintre (El siciliano o El amor pintado, 1666), destinados a entretener al rey y a la aristocracia en los recesos de los bailes y espectáculos musicales palaciegos. Algunas de estas obras de entretenimiento, como Monsieur de Pourceaugnac (El Señor de Pourceaugnac, 1669) y Le bourgeois gentilhomme (El burgués gentilhombre, 1670) -ambas estrenadas en sendas fiestas celebradas en el palacio de Chambord-, pasaron luego al programa del Théâtre du Palais-Royal, donde pudieron ser degustadas por una concurrencia más amplia y variada.
La ya citada versión «edulcorada» de Tartufo, estrenada en el Palais-Royal el 5 de agosto de 1667 bajo el disfrazado título de Panulphe ou L’imposteur (Panulfo o El impostor), fue también -como ya se ha apuntado más arriba- inmediatamente prohibida y retirada del cartel (el arzobispo de París llegó a amenazar con la excomunión a quien leyera la obra o asistiera a su representación). Tampoco se rindió Molière ante este nuevo revés de la fortuna, al que opuso otra vez todo el vigor, la frescura y la calidad de su escritura teatral. Y aunque el estreno de otra de sus obras mayores, L’avare (El avaro, 1668), no cosechó entre la crítica y el público el éxito esperado por su autor, el levantamiento de la prohibición que recaía sobre Tartufo propició su inmediata puesta en escena en el Palais-Royal (1669), donde todo París pagó por ver las representaciones protagonizadas por el propio Molière, en medio de un triunfo arrollador que hubo de ser reconocido hasta por los peores enemigos del comediógrafo parisino.
En 1671, el estreno en una de esas grandes solemnidades cortesanas de la tragedia-ballet Psiche (Psiquis), compuesta por Molière en colaboración con Corneille, Quinault (1635-1688) y el coreógrafo Lully (1632-1687), llenó de vítores, aplausos y aclamaciones los salones del Palacio de las Tullerías, y colocó al dramaturgo parisino -principal responsable de la brillantez y la fastuosidad del evento- en la cúspide de su fama. Molière, que ya había colaborado estrechamente con el gran coreógrafo de origen italiano en los montajes de otros divertimentos cortesanos como La princesa de Elida, El amor médico, La pastoral cómica y El burgués gentilhombre, creyó haber encontrado un nuevo filón para asegurar el sostenimiento económico de su compañía, y siguió trabajando con Lully en otras piezas como La comtesse d’Escarbagnas (La condesa de Escarbagnas), estrenada en el palacio de Saint-Germain a finales de 1671. Pero la ambición del músico, bailarín y compositor florentino, tan favorecido en la Corte francesa como el propio Molière -no en vano había sido nombrado en 1652 «Compositor de la Música Instrumental» de Luis XIV, y ascendido en 1661 a «Superintendente y Compositor de la Cámara del Rey»- se interpuso en las aspiraciones de la compañía de Molière, que perdió todo el dinero que había invertido en las reformas necesarias para adaptar su sede a los espectáculos musicales, a raíz de la concesión a Lully del monopolio en la organización de óperas, ballets y todo tipo de eventos de índole pareja.
El estreno de nuevas obras geniales -como la enloquecida farsa Les fourberies de Scapin (Las trapacerías de Scapin, 1671) y la comedia Les femmes savantes (Las mujeres sabias, 1672), en la que retomaba el tema de Las preciosas ridículas– dejaba bien patente la lucidez de un Molière que, por aquellos años, sólo recibía pesares y sinsabores en su vida privada. A la traición de Lully vino a sumarse la de su amigo Racine (1639-1699), que le birló a la mejor actriz de su compañía y puso sus obras originales -hasta entonces representados por Molière- a disposición de otros colectivos de actores. Para colmo de males, una grave afección pulmonar comenzó a manifestársele en 1672, año en el que sufrió dos pérdidas irreparables: la de su antigua compañera de juventud Madeleine Béjart, y la del filósofo François de la Mothe de Vayer (1588-1672), con el que había mantenido una íntima relación de amistad durante casi toda su vida. Apesadumbrado por su seria dolencia, volvió a arremeter contra la ciencia médica en la comedia-ballet Le malade imaginaire (El enfermo imaginario, 1673), que fue llevada por vez primera al escenario del Palais-Royal el 10 de febrero de 1673, con el propio Molière en el papel de protagonista, a pesar de su delicado estado de salud. El rotundo éxito cosechado por esta primera representación ilusionó al dramaturgo parisino hasta el extremo de forzarle a mantener la obra en cartel, a pesar de que sus compañeros de reparto le rogaban que suspendiese las funciones sin más dilación, en vista de su acelerado deterioro físico. Pero Molière se negó a interrumpir un clamoroso triunfo y siguió encarnando sobre las tablas el papel de Argan hasta que, en el transcurso de la cuarta representación de dicha pieza -verificada el 17 de febrero de aquel año-, un violento acceso de tos y vómitos se interpuso en su trabajo, lo que no fue óbice para que el gran hombre de teatro, aparentemente repuesto, continuara adelante con la función hasta que logró concluir su trabajo y escuchar las ovaciones de público. Trasladado a su casa, falleció a las pocas horas sin haberse despojado aún de la indumentaria amarilla con que había salido a escena (de donde se cree que procede la vieja superstición que lleva a las gentes del teatro a abominar dicho color).
Durante su penosa agonía, dos sacerdotes se negaron sucesivamente a administrarle los auxilios espirituales que reclamaban sus allegados, y, una vez fallecido, el cura de Saint-Eustache, la parroquia a la que pertenecía Molière, quiso impedir que le dieran cristiana sepultura. Hubo de ser precisa la intervención de Luis XIV -después de que la viuda del comediógrafo se hubiera arrojado a sus pies- para que lo enterraran en suelo sagrado, y aún así el arzobispo de París prohibió que el sepelio se realizara a la luz del día, por lo que fue definitivamente sepultado en la oscuridad de la noche en el cementerio de Saint-Joseph, en una ceremonia secreta a la que sólo asistieron sus familiares y amigos más cercanos.
Obra
A lo largo de toda una vida consagrada, tanto en lo público como en lo privado, al Arte de Talía, Molière compuso una treintena larga de piezas teatrales, entre las que cabe recordar algunas no citadas en párrafos anteriores, como la farsa Sganarelle ou Le cocu imaginaire (Sganarelle o El cornudo imaginario, 1660), la comedia-ballet Le mariage forcé (El matrimonio a la fuerza, 1664), la comedia heroico-pastoril Mélicerte (Melicerta, 1666), la farsa Georges Dandin (1668) y la comedia Les amants magnifiques (Los amantes magníficos, 1670). Al margen de sus numerosos texto