Copeau, Jacques (1879-1949).


Actor y director teatral francés, nacido en París en 1879 y fallecido en Beaune en 1949, cuya labor se extendió también a las facetas de productor, crítico teatral y dramaturgo. Gran innovador del teatro contemporáneo, llamó la atención sobre la importancia del teatro de texto y sobre la función del actor como elemento fundamental de la puesta en escena, asumiendo al mismo tiempo las técnicas desarrolladas por Stanislavski en su Teatro de Arte de Moscú y el espíritu de la Commedia dell’Arte.

De familia acomodada y huérfano de padre desde niño, realizó estudios secundarios y probó distintas profesiones antes de la crítica teatral, que desempeñó en varias publicaciones periódicas, como L’Ermitage y La Grande Revue. Estudiando en el Liceo fue cuando comenzó a escribir sus primeras obras y, al terminar los estudios, pasó dos años en Dinamarca antes de entrar a trabajar en la fábrica de su padre. En 1905, gracias a la quiebra de dichas empresas, Copeau pudo dedicarse a su vocación literaria. Fue secretario general de la Nouvelle Revue Française (1912-1914), fundada por él (junto con Jacques Riviére y André Gide, entre otros), y durante la Primera Guerra Mundial viajó por Estados Unidos de América. Desde dicha revista, al igual que había hecho desde L’Ermitage, denunció la mediocridad del teatro francés, dominado todavía por los divos: «Una industrialización desenfrenada que cada vez más cínicamente degrada a nuestra escena francesa y aleja de ella al público cultivado; el acaparamiento de la mayor parte de los teatros por un puñado de divertidores a sueldo, de desvergonzados comerciantes, se instala allí donde las grandes tradiciones deberían salvaguardar algún pudor; en todas partes existe el mismo espíritu de farsa, de especulación, la misma bajeza, el engaño y el exhibicionismo en todas sus formas, que ahogan un arte que muere. Por todas partes apatía, desorden, indisciplina, ignorancia y tontería, desdén hacia el creador, odio a la belleza, una producción cada vez más loca y vana, una crítica cada vez más consentidora, un gusto público cada vez más desorientado: todo esto es lo que nos indigna y nos subleva.» Copeau se había acercado al arte escénico como adaptador de Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky, por encargo del director Jacques Rouché. Éste había fundado el Teatro de las Artes en el antiguo Théâtre des Batignolles, usado hasta entonces para melodramas. Rouché, impresionado por los ballets rusos de Diaghilev, quería emplear todos los recursos de la escena y abandonar el decorativismo pictórico, como mostraron sus montajes entre 1910 y 1913, y su libro El arte teatral moderno.

Cuando en 1913 se encargó a Rouché la dirección del Teatro de la Opera de París, Copeau concibió la idea de abrir otro local, escogiendo una sala modesta, situada en la calle del Vieux-Colombier. En junio de 1913 salió de París en compañía de un grupo de jóvenes actores y se instaló en Limon, donde se dedicaron a ensayar durante más de cinco horas diarias y entrenarse con ejercicios al aire libre, paseos, discusiones sobre literatura y arte. En septiembre volvieron a París y continuaron los ensayos sobre el mismo escenario del Vieux-Colombier, mientras abrían una escuela de actuación destinada, según Copeau, «a salvar actores del teatro futuro, creando un ambiente sano y serio». Situado en la orilla izquierda del Sena, cerca del Barrio Latino, el Vieux-Colombier (antes Ateneo Saint-Germain) abrió sus puertas el 22 de octubre de 1913. Para el debut del teatro Copeau escogió dos obras: una de un autor isabelino (Una mujer muerta por la dulzura, de Thomas Heywood, adaptación de Copeau) y otra de Molière. La dificultad de las obras y el estilo frío, distanciado y de emociones controladas, hicieron que no tuviesen un éxito de público. En mayo de 1914 la sala estrenó Noche de Reyes, de Shakespeare, y el triunfo de este montaje sólo se vio interrumpido por el estallido de la Primera Guerra Mundial. En la primera temporada montó trece espectáculos, entre los que se encuentran El amor médico, Barbarina, La Navette, El cambio, El testamento del tío Leleu, etc. El mismo Copeau interpretó como actor nueve papeles. Durante la Guerra Copeau viajó a Italia y a Suiza para conocer a Edward Gordon Craig y Adolphe Appia, y a Nueva York dirigiendo una misión cultural. En 1919 regresó a París y abrió de nuevo el Vieux-Colombier, trabajando con su compañía hasta 1924.

En 1924 radicó este centro de formación actoral en Borgoña, dio a sus alumnos el nombre de Les copiaux, y reconvirtió a su compañía en cómicos de la legua que recorrieron Francia, Italia, Suiza, Bélgica y Holanda, hasta 1929. Así pudo seguir manteniendo ese espíritu colectivo y ascético entre sus actores, en las representaciones de Molière que ofrecía a las gentes de los pueblos, campesinos y obreros, aprovechando una carpa ambulante o el tablado del salón de baile. Fue un defensor acérrimo del teatro popular, difundió las teorías de Stanislavski e intentó que el teatro regresara a sus orígenes. Sus teorías experimentales y sus producciones le convirtieron en una figura teatral de enorme importancia durante varias décadas. Copeau propuso montajes poéticos y estilizados, en los cuales pretendía que la puesta en escena debía estar al servicio del texto, y no eclipsarlo, tal y como era la tendencia dominante en el teatro realista y de vanguardia de aquel momento. Actuó también como actor y escribió varios libros sobre teatro. Partiendo de esa experiencia de teatro popular, en 1931 Michel Saint-Denis formó con aquellos actores el Grupo de los Quince, que volvió al viejo Vieux-Colombier. Entre 1936 y 1941, Copeau fue director del teatro nacional francés, la Comédie-Française, en la que desarrolló una importante trayectoria, en unión de Jouvet, Dullin y Baty, sus herederos y continuadores, ocupando en sus últimos años el cargo de administrador, hasta su muerte, ocurrida en 1949. Fueron montajes suyos el drama Los hermanos Karamazov (1911, en colaboración con Jacques Croué) y otras piezas, como Maison natal (1924). La herencia de los métodos de Copeau ejerció durante décadas una enorme influencia en el teatro francés: la Compañía de los Quince, Jean Vilar y el Teatro Nacional Popular; y sobre todo los cuatro grandes directores de El Cartel (Georges Pitöeff, Gaston Baty, Charles Dullin y Louis Jouvet).

Para comprender la aportación de Copeau al teatro francés en particular y al europeo en general, es necesario valorar, más que su proyección pública, su labor callada en torno a la preparación del actor. El proceso de trabajo de Copeau buscaba insuflar poesía en la escena, partiendo del escenario desnudo, desterrando la ilusión de la perspectiva óptica, de las telas pintadas y de la convención rutinaria. Le interesaba que el actor y la palabra fuesen los vehículos dramáticos por excelencia. Para conseguirlo montó en el Vieux-Colombier un dispositivo arquitectónico fijo, enmarcado, inspirándose en la estructura de los escenarios isabelinos, en cuya concepción colaboró activamente Louis Jouvet. Sólo usaba cortinas oscuras, algunos elementos corpóreos de decoración y la luz para dar una atmósfera a cada drama. A la espectacularidad, Copeau oponía la sensibilidad y una ética común en el grupo de actores. La sala no presentaba divisiones entre auditorio y escenario. Ante el espectador se abría una escena que arrancaba del proscenio y conducía por tres escaleras, una central y dos laterales, a una plataforma principal sobre la que se levantaban arcos y planos que permitían un juego escénico variado. Copeau sólo quería «un decorado esquemático cuya sobria arquitectura no trate más que de acompañar al texto». Proscribió casi totalmente los decorados pintados y usó la iluminación sobre las decoraciones arquitectónicas de bases fijas que le proporcionaba el dispositivo escénico. Fue muy elogiado, por ejemplo, un espectáculo en el que el realismo estilizado de El paquebot Tenacity, con su pequeño restaurante de obreros en un puerto, expresaba matices ensoñadores mediante la iluminación de distintas horas del día; o la representación, mediante la luz, de un Perú encantado en La carroza del Santísimo Sacramento. Así representaron montajes de obras de Molière, Shakespeare, Marivaux, Beaumarchais, Musset, Crommelynck, Gide o Romains. Los montajes más significativos fueron: La muerte de Esparta, El pobre bajo la escalera, La Delfina, Los placeres del azar, Las sorpresas del amor, Saúl, La princesa Turandot y, sobre todo, Cuento de invierno y Cromedeyre, el viejo. Al final de su vida adaptó y montó, en 1943, en el patio del hospicio de Beaune, la obra El milagro del pan dorado. Sus lecturas escenificadas tuvieron, también, gran renombre.

Partiendo de su superioridad moral e intelectual, que le otorgaba autoridad como director, sus principios pueden resumirse así: desindustrializar el teatro, desalojar de la interpretación todo lo que la oprime o deforma el espíritu del poeta, armonizar todos los elementos del espectáculo. El director es, para él, el asistente del poeta en la realización escénica; es decir, es co-creador y encuentra su inspiración al tomar contacto con la obra de otro: «el gran director escénico no puede dar su exacta medida sino frente a la obra maestra escrita, tal vez frente a la obra maestra llamada irrepresentable». Por puesta en escena entiende «el dibujo de una acción dramática». Copeau colocó al actor en el lugar más importante del hecho teatral: «Lo esencial del comediante es entregarse. Para darse es necesario que primeramente se posea a sí mismo. Nuestro oficio, con la disciplina que presupone, con los reflejos que fija y a los que se dirige, es la trama propia de nuestro arte, junto con la libertad que éste exige y los deslumbramientos que produce. La expresión emotiva se desprende de la expresión adecuada; no solamente la técnica no excluye la sensibilidad, sino que la autoriza y la deja en libertad. Es su soporte y su guardián; gracias al oficio podemos abandonarnos y volver a encontrarnos. El estudio y la observancia de los principios, un mecanismo infalible, una memoria segura, una dicción obediente, una respiración regular y unos nervios en reposo, la cabeza y el estómago ligeros, nos proporcionan tal seguridad que nos inspira audacia. La regularidad en las inflexiones de voz, en las posiciones y movimientos, conserva la vivacidad, la claridad, la variedad, la invención, la igualdad, la renovación. Nos permite improvisar»; de ahí la necesidad de la formación. Los actores de Copeau tomaban lecciones de música vocal, canto, recitado, lectura y dicción, al igual que gimnasia y ritmo. También les enseñaba a controlar su emoción y a tener disciplina sobre sí mismos, además de considerar que el actor debía tener una sólida formación cultural. Copeau quería personas, no individuos; artistas, no sólo actuantes. Con esto pretendía evitar la actuación mecanicista en la que desembocaba la teoría de Meyerhold o la de Craig.

Frente a los reproches de ascetismo en las apariencias escénicas, la influencia espiritual y moral de sus ideas sobre el teatro, su preocupación por esclarecer la obra literariamente antes que trasponerla en términos técnicos, ha hecho que sus enseñanzas perduren en hombres de teatro muy diferentes entre sí.

Bibliografía

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  • COPEAU, Jacques, «La Escuela del Vieux-Colombier», Nouvelle Revue Française, Cahiers du Vieux-Colombier, nº 2, noviembre 1921.

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  • COPEAU, Jacques, «Reflexiones de un comediante sobre la Paradoxa de Diderot», Revue Universelle, XXXIII, 15 junio 1928.

  • COPEAU, Jacques, «Recuerdos del Vieux-Colombier, 1913-1914», Revue Universelle, 15 enero 1931

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