Vivanco, Manuel Ignacio de (1806-1873).


Político y militar peruano, nacido en Lima el 15 de junio de 1806, y muerto en Santiago de Chile el 16 de septiembre de 1873. Considerado como un ilustrado de los primeros tiempos de la república, llegó a gobernar el país entre 1843 y 1844, bajo el régimen del «Directorio», y su mandato se caracterizó por las reformas de corte modernizador aunque en un marco político autoritario. Entre los caudillos militares de la postindependencia, Vivanco destacó por su esmerada educación, como Salaverry. Hijo de Bonifacio de Vivanco y Marcela de Iturralde, matrimonio de posición acomodada, estudió en el Convictorio de San Carlos, foco de ideas separatistas a pesar de la vigilancia del virrey Abascal. El 28 de noviembre de 1821 se incorporó a las fuerzas patriotas del general San Martín. Como guardiamarina, fue alistado en las expediciones a intermedios y en otras labores de la naciente marina de guerra.

Advirtió que en la marina se estaba muy alejado de la política y de la posibilidad de hacer carrera militar, por lo que solicitó su pase al ejército. Entonces, ya con el grado de subteniente, integró los batallones de la Legión Peruana en otra expedición a Intermedios y en la guerra contra Riva Agüero, una vez que éste creó su gobierno paralelo en el norte. Participó en las jornadas de Junín y Ayacucho, cuando todavía era un mozalbete de dieciocho años.

Posteriormente formó parte de las fuerzas con que Sucre se internó en el Alto Perú para batir a Olañeta; en 1826 marchó a combatir a los indios iquichanos, en rebelión contra la república, y así ganó su ascenso a Capitán. Con dicho grado fue enviado a la frontera con la Gran Colombia para participar en la acción de Portete de Tarqui, en febrero de 1829, a las órdenes de La Mar. Después estuvo en Guayaquil, colaborando en la edición del periódico El Atleta de la Libertad, opuesto a Gamarra, quien había depuesto a su anterior jefe.

Disgustado por el maltrato recibido de La Mar, solicitó su pase al retiro, pero no le fue aceptado. Sus dotes intelectuales le sirvieron para ser parte de la misión que debía arreglar asuntos limítrofes con Bolivia en 1831. Ganó poco después el grado de Teniente Coronel y fue nombrado director del Colegio Militar. Orbegoso lo destinó en 1833 como jefe del batallón Cuzco, y fue entonces cuando se vio envuelto en la intentona de Pedro Bermúdez, que lo llevó a desempeñar la Prefectura del departamento de Lima, puesto del que lo desalojó la hostilidad popular.

Por aquel entonces se había convertido en un cercano ayudante de la esposa de Gamarra, apodada «La Mariscala», y hasta fue herido en un muslo cuando cabalgaba a su diestra. Desterrado a Bolivia por poco tiempo, en 1835 lo hallamos dedicado a la agricultura en el valle arequipeño de Majes y aparentemente desengañado de la política y la vida militar.

Vivanco cambió muchas veces de camiseta, aun cuando más que un espíritu oportunista ello revele la inexpresividad de ideas políticas de los caudillos del momento. De ayudante de La Mar había pasado a ser lugarteniente de Gamarra, a quien acompañó en Yanacocha, que significó el triunfo de Santa Cruz sobre su nuevo jefe. Decidió entonces pasar a las fuerzas de Salaverry, el más enconado enemigo de la influencia boliviana en el Perú. Salaverry le dio el grado de Coronel y lo integró en su estado mayor. Marchó a Arequipa al encuentro de las fuerzas de Santa Cruz, y allí tuvo que encajar una derrota en Gramadal (26 de enero de 1836) y fue hecho prisionero. Canjeado por dos oficiales bolivianos, decidió refugiarse en Chile tras la derrota de Socabaya.

En el vecino país del sur ayudó a organizar las dos «expediciones restauradoras» contra la confederación Peruano-Boliviana. Ya entonces se había convertido en un personaje influyente, rodeado de adictos que lo catapultaban a mayores destinos. Tras el triunfo de la restauración, fue Prefecto de Arequipa, en 1839. Ahí gestó una revolución que le valió el título de Jefe Supremo que tanto ambicionaba. Se trataba del «movimiento regenerador» contra Gamarra. Ramón Castilla, entonces ministro de Guerra, salió a debelar la insurrección, y se libraron las batallas de Cachamarca y Cuevillas, en marzo de 1841. Vivanco fue derrotado en la última y huyó esta vez hacia Bolivia. Allí se implicó en la acción de Ingavi, donde cayó prisionero y regresó sin gloria, a la cabeza de una columna de prisioneros.

Se estableció otra vez en Arequipa, aguardando una oportunidad. El pronunciamiento del general Vidal en Cuzco contra la jefatura de Menéndez de la Junta Suprema que integraba el propio Vidal y que gobernaba la nación tras la muerte de Gamarra, se la da. El libreto otra vez se repite. Vidal lo hace General y Ministro de Guerra; solamente para que Vivanco se convierta ahora en el nuevo conspirador. En enero de 1843 se proclama Supremo Director del Perú en el sur, y en abril inició su gobierno bajo el nombre de «Directorio».

El gobierno de Vivanco fue de un liberalismo autoritario. Trató de ordenar la administración pública, trastocada por la revolución incesante, implantando el presupuesto, el pago de la deuda pública, la administración de justicia y el fomento de la agricultura. Su política ha sido comparada con la del régimen de Portales en Chile. Quedaban, sin embargo, muchos generales de la independencia sueltos en plaza como para que Vivanco pudiera durar en el gobierno. Castilla y Nieto encabezan en el sur, foco de revoluciones, el levantamiento contra el hombre del Directorio. Vivanco tuvo que dejar el despacho presidencial y fue derrotado definitivamente en la batalla de Carmen Alto, el 22 de julio de 1844, cuando su gobierno ya era casi una quimera.

Se exilió en Ecuador durante seis años, ocupado en no se sabe qué tareas. Al convocarse las elecciones de 1851, decidió probar la vía electoral, pero su candidatura fue derrotada por Echenique. Se marchó entonces a Chile, a esperar mejor ocasión. La revolución de Castilla le sirvió para volver y ofrecer sus servicios a Echenique. Herido y derrotado en su intento de tomar Arequipa, debió buscar otra vez refugio en Chile al ocurrir la derrota de Echenique en La Palma. No descansó para recuperar el poder y, en 1856, estuvo otra vez al frente de una revolución, esta vez con el apoyo de la armada. Fracasó en su intento de tomar el Callao por dos veces consecutivas y se retiró a Arequipa, donde resistió un largo asedio, culminado en marzo de 1858. Chile fue otra vez el lugar de su destierro. Tenía ya más de cincuenta años y no volvió a verse envuelto en aventuras armadas.

Su destino en los últimos lustros de su vida fue la diplomacia. Volvió al Perú en 1862, al terminar el segundo gobierno de Castilla. Fue nombrado por Pezet embajador en Chile, país que conocía bien, aunque ahora regresaba a él en distinta condición. En 1864 fue comisionado para el arreglo con España de los asuntos pendientes de la guerra de la independencia, en enero del año siguiente suscribió el tratado Vivanco-Pareja. Este acuerdo obligaba al Perú a realizar ciertos pagos a España que la opinión pública rechazó, por lo que dio ocasión a la revolución de Mariano Ignacio Prado, que lo devolvió a la vida de desterrado en Chile.

En 1868, las elecciones que encumbraron a Balta como Presidente trajeron a Vivanco de vuelta, como senador por el departamento de Arequipa. Era uno de los pocos militares sobrevivientes de la guerra de la independencia, de los que habían peleado en Junín y Ayacucho; un anciano venerable a pesar de su turbulento pasado. En 1871 la Real Academia Española de la Lengua lo nombró miembro correspondiente; supervisó las obras del Palacio de la Exposición y el arreglo de los jardines circundantes. Así se entretuvo en sus últimos años en el Perú. Al culminar su período de congresista, en 1872, retornó a Chile. Fue su último viaje, porque allí falleció al año siguiente.

Vivanco puede ser considerado en ciertos aspectos como un caudillo típico de la postindependencia; pero se distinguió por su cultura y sus ideas de despotismo ilustrado, que algunos han llegado a comparar con el monarquismo sanmartiniano. No es que el resto de caudillos hayan sido unos republicanos demócratas, pero sabían conciliar mejor su afán de poder con las formas de una república.