Salaverry, Felipe Santiago de (1806-1836).
Militar y político peruano de talante ilustrado, nacido en Lima el 3 de mayo de 1806 y muerto el 18 de febrero de 1836. Su gobierno de la nación, entre los meses de febrero de 1835 y 1836, fue breve, como su misma vida. Participó activamente en las guerras de la confederación Peruano-Boliviana, a la que se opuso, y se enfrentó en consecuencia a Santa Cruz, promotor de la misma.
Hijo de Felipe Santiago Salaverry y Micaela del Solar, inició estudios de retórica y gramática en el Convictorio de San Carlos, y los prosiguió en el Colegio de San Fernando en la rama de filosofía y matemáticas. Tuvo además una esmerada educación musical en el Conservatorio de Lima, que regentaban los agustinos. Aquéllos se habían convertido en centros de discusión de las ideas emancipadoras. Salaverry, apenas un adolescente de quince años, fue ganado por la causa patriota y cinco meses después de la entrada de San Martín a la capital decidió unirse a la lucha contra el realismo, para lo cual se presentó en el cuartel patriota de Huaura en diciembre de 1821.
Inició entonces una exitosa carrera militar que lo llevó al grado de General cuando apenas tenía 28 años. Alistado en el batallón Numancia, participó en la segunda campaña de Alvarez de Arenales a la sierra. Ingresó luego en la Legión Peruana y formó parte de las fallidas expediciones a Intermedios bajo el mando de Santa Cruz, quien finalmente sería su verdugo. Peleó en Ayacucho, ya con el grado de Capitán, aunque apenas contaba dieciocho años, y prosiguió en la campaña hasta el Alto Perú, ya con un batallón a su cargo.
Tomó parte también en la guerra contra la Gran Colombia, como lugarteniente de La Mar. Tras ser éste depuesto, dejó el servicio, pues quería casarse e iniciar algo diferente a las armas. Logró lo primero, en 1832, al conocer a Juana Pérez, y cuando Gamarra lo nombró subprefecto de Tacna, pareció asimismo conseguir lo segundo; pero su inquietud política lo alejó de lugar tan apartado y lo trajo otra vez a Lima. Un militar de su cultura ganaba fácilmente influencia, y su crédito como conspirador se volvió más firme cuando apareció firmando un manifiesto contra Gamarra. Como consecuencia fue desterrado a un caserío de Huallaga, que debía resultar aún más solitario que Tacna.
Consiguió escapar hacia Chachapoyas, donde depuso al Prefecto e inició un torbellino de levantamientos y guerras que no cesó hasta su muerte. Apresado por sus propios partidarios cuando cruzaba los Andes hacia Cajamarca, fue devuelto preso a Chachapoyas, donde estuvo a punto de perder la vida. Esto, sin embargo, no disminuyó su temeridad. Trasladado a Cajamarca, se rebeló nuevamente y, tras una derrota cuando intentaba tomar Trujillo, fue deportado a Piura por el general Vidal, y desde allí fue enviado a Ecuador. Intentó volver, pero fue nuevamente conducido al norte.
La subida de Orbegoso al poder le dio una oportunidad. Regresó a Trujillo y proclamó su adhesión al nuevo presidente, quien debido a la influencia que el joven militar había cobrado en el norte, lo recibió con los brazos abiertos; le dio el grado de General y lo nombró Inspector General de Milicias. Por entonces, su entusiasmo nacionalista (desordenado, pero entusiasmo al fin) y su cultura le habían ganado ya simpatías nacionales, sobre todo en las regiones norte y central. Aprovechando la salida de Orbegoso, quien fue al sur a combatir a Gamarra, Salaverry consiguió montarse sobre una rebelión que estalló en el Real Felipe del Callao y se proclamó Jefe Supremo de la Nación el 22 de febrero de 1835. Era el Perú de los tres Presidentes: Orbegoso, Salaverry y Gamarra, que también había desconocido el título del primero. Orbegoso pidió la ayuda de Santa Cruz, el caudillo de Bolivia, quien primero debió batir a las fuerzas de Gamarra, en Yanacocha, en agosto de 1835.
Salaverry quería atraer a sus enemigos al norte, donde él era fuerte, y éstos querían dar la batalla en el sur. Naturalmente, el impetuoso Salaverry fue quien pisó el palito tendido por un gallo viejo como Santa Cruz. Avanzó hasta Arequipa, donde su ejército fue hostilizado. A sus espaldas, su poder se derrumbó, porque el gobierno que dejó en Lima resultó tan inepto que hasta una partida de bandoleros comandados por «el negro Escobar» logró tomar el Palacio de Gobierno y sentar a su cabecilla en el despacho presidencial. Aprovechando la situación, Orbegoso recuperó Lima.
El primer encuentro, en el puente de Uchumayo el 4 de febrero, le favoreció. La banda de música, que era una constante en sus regimientos, compuso La salaverrina, más tarde bautizada como El ataque de Uchumayo, una melodiosa polca hoy favorita de las marchas militares peruanas. Pero la batalla de Socabaya selló la suerte del joven general. Era el año 1836, el 7 de febrero. Tras varias horas de cruenta lucha, Santa Cruz se hizo con la victoria. Salaverry huyó por caminos extraviados hacia el mar, pero fue interceptado por una patrulla del general Miller, quien consiguió su rendición prometiendo interceder por su vida.
Devuelto a Arequipa, lo juzgó un Consejo de Guerra presidido por el general boliviano Francisco Anglada. Fue condenado al fusilamiento, junto con su estado mayor (con el voto en contra del coronel Baltasar Caravedo). Su último deseo fue una pluma y unos folios, en los que escribió tres documentos: su testamento, una carta a Juana Pérez, su esposa, y una protesta por su ejecución.
En el primero declaró tener dos hijos, uno con Juana Pérez y otro natural, con Vicenta Ramírez, confiado al cuidado de su esposa, en Lima, y a quien pedía educase con esmero sin separarlo de su lado (éste era Carlos Augusto Salaverry, distinguido poeta años después). La segunda ha sido divulgada muchas veces; declaró en ella que había entregado su vida a dos causas: la de lograr la felicidad de su destinataria y la de su patria, y que al fin ninguna había conseguido. Juana Pérez recordaría, cuando recibió la noticia del fusilamiento, que unas semanas antes le había escrito a Arequipa, diciéndole: «Cuidado Salaverry: acuérdate sin cesar que Santa Cruz es indio y viejo». En el tercer documento protestaba por el hecho de haber sido juzgado por un ejército extranjero y no por las leyes de su país y sin habérsele dado la ocasión de presentar sus documentos de descargo, que estaban en Lima.
El 18 de febrero, miles de personas atiborraron la plaza de Armas de Arequipa. Las ejecuciones comenzaron poco antes de las cinco de la tarde. Dos curas confesaban a los reos, que uno a uno eran pasados frente al pelotón. Salaverry era el último de la fila. Dirigió una última invocación a los soldados para salvar su vida; cuando se dio la orden de fuego sólo el sargento la obedeció. El condenado logró erguirse y corrió herido, como pudo, hacia la catedral gritando «la ley me ampara», pero fue traído de vuelta y repasado de fuego hasta quedar inmóvil. La ejecución de Salaverry abrió una honda brecha entre la región del norte y Lima, y la del sur y el Alto Perú. La confederación Peruano-Boliviana, que ahora fundaría Santa Cruz, se manchaba de sangre en su origen y nació con esta herida mortal.