González Mateos, Domingo, o «Dominguín» (1895-1958).


Matador de toros español, nacido en Quismondo (Toledo) el 4 de agosto de 1895, y fallecido en Madrid el 21 de agosto de 1958. En el planeta de los toros es conocido por el sobrenombre de «Dominguín», apodo que, andando el tiempo, habrían de usar también los tres continuadores de la dinastía torera a la que dio origen, sus hijos Domingo González Lucas («Dominguín»), José González Lucas («Pepe Dominguín») y Luis Miguel González Lucas («Luis Miguel Dominguín»).

Aficionado a los toros desde que era un chaval, abandonó muy pronto el hogar familiar y se instaló en Madrid, desde donde empezó a desplazarse a cuantas tientas y capeas quedaban a su alcance. Sus sueños de llegar a convertirse en una gran figura del toreo le llevaron a ceñirse, en 1916, su primer terno de luces en la madrileña localidad de Cadalso de los Vidrios, en donde hizo el paseíllo en calidad de banderillero en la cuadrilla de «Algeteño». Ya introducido en los modestos circuitos taurinos regionales, el día 15 de agosto de aquel mismo año hizo el paseíllo a través de la arena de Torrijos (Toledo), para dar muerte a su primer novillo, en compañía de otro novillero principiante, Emilio Méndez. A partir de entonces, los aficionados de su lugar de origen se entusiasmaron con la idea de contar en Quismondo con un torero en ciernes, por lo que improvisaron una plaza de carros para convocar dos novilladas en las que pudiera ir curtiéndose en su oficio el joven Domingo González Mateos. El valor y la gracia que derrochó el novillero ante sus paisanos alentó al farmacéutico y terrateniente del lugar, don Román Merchán, a convertirse en el primer apoderado de «Dominguín», con la intención de darle el impulso decisivo que estaba pidiendo su voluntariosa carrera.

Así las cosas, el 22 de abril de 1917 compareció en el modesto coso madrileño de Tetuán de las Victorias, donde fracasó estrepitosamente en la lidia y muerte de su primer novillo, pero triunfó al pasar de muleta y estoquear de forma soberbia a su segundo enemigo. Salió a hombros de aquel pequeño circo, éxito que le llevó directamente a presentarse, tres meses después, en la primera plaza del mundo (a la sazón levantada en la actual plaza de Dalí, en el solar donde hoy se yergue el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid). Tuvo lugar esta presentación el día 14 de julio de 1917, fecha en la que el joven «Dominguín» cosechó un rotundo fracaso que le devolvió a los círculos regionales del toreo.

Amargado por este contratiempo, se mantuvo activo gracias a los numerosos festejos menores en los que tomó parte en los pueblos toledanos de su entorno, hasta que el empresario barcelonés Eduardo Pagés se fijó en él y le ofreció un par de contratos en las arenas de la Ciudad Condal. Decidido a no desaprovechar esta segunda oportunidad, Domingo González Mateos obtuvo dos clamorosos triunfos en dicho coliseo, triunfos que le abrieron las puertas de las principales plazas del país (Madrid, Bilbao, Sevilla, Murcia, Zaragoza, etc.). Tantos contratos le llovieron, que antes de dar por concluida la campaña de 1918 había estoqueado ciento cinco novillos, lo que le animó para tomar la alternativa a finales de dicha temporada.

En efecto, el día 26 de septiembre de 1918 hizo el paseíllo a través del redondel madrileño, apadrinado nada menos que por el genial espada sevillano José Gómez Ortega («Joselito» o «Gallito»). En calidad de testigo, completaba la terna otro destacado novillero que también había de doctorarse aquella tarde, el malogrado diestro hispalense Manuel Varé García («Varelito»). No tuvo suerte aquella tarde el diestro de Quismondo, pues el toro con el que había de ganar la borla de doctor en tauromaquia (un morlaco del hierro de Contreras, que atendía a la voz de Agujito), hizo gala de tal mansedumbre que fue condenado al oprobio de las banderillas de fuego.

Sin embargo, la fama ganada durante su arrolladora etapa novilleril eclipsó aquella deslucida tarde de su doctorado. El diestro toledano cruzó el Atlántico al término de dicha campaña de 1918 y exhibió su toreo en la plaza de toros de Lima, de donde regresó para tomar parte en la nueva temporada española de 1919. A partir de entonces, los altibajos que desde un principio venían caracterizando su andadura torera fueron acusando cada vez más baches, y ya en las temporadas de 1920 y 1921 puede decirse que la afición le recordaba más por sus fracasos que por sus aciertos. No obstante, entre estos últimos es justo destacar el clamoroso triunfo que obtuvo en la plaza de Madrid, el día 13 de junio de 1920, donde consiguió el galardón de tres orejas ante el diestro lucense Alfonso Cela Villeito («Celita») y el coletudo sevillano José García Rodríguez («Algabeño»).

Pero, a pesar de estos triunfos aislados, el declive de su carrera pronto empezó a ser demasiado evidente; en vista de ello, comenzó a desarrollar sus grandes dotes como empresario y apoderado de toreros, facetas en las que, en el conjunto de su historial taurino, brilló con mucha más intensidad que en su condición de matador de reses bravas. En efecto, pronto empezó a tomar en arriendo varias plazas de toros en las que ofreció carteles de enorme interés, lo que le reportó suculentos beneficios que, con muy despejada cabeza, enseguida invirtió en el arrendamiento y la organización de -respectivamente- plazas y festejos aún más importantes. Así, todavía sin haber abandonado el ejercicio del toreo activo (en el que no pasaba de ser un figura de segunda fila), promovió y dirigió las carreras de dos toreros en ciernes, a los que acabó convirtiendo en grandes figuras del toreo del siglo XX: el sevillano Joaquín Rodríguez Ortega («Cagancho»), y el toledano Domingo López Ortega («Domingo Ortega»). Posteriormente, ya celebrado por su «ojo clínico» a la hora de descubrir las posibilidades ocultas de los jóvenes principiantes, se ocupó de las carreras de sus tres hijos, hasta que falleció en la capital de España el 21 de agosto de 1958.

Como matador de toros, Domingo González Mateos («Dominguín») sobresalió principalmente en el manejo de la muleta, a la que sabía imprimir una gracia y una naturalidad que, en sus mejores tardes, bastaban para disimular otros muchos defectos. Entre estos últimos, destacan la escasa variedad que mostraba con el capote y, sobre todo, la pésima ejecución de la suerte suprema, hándicap que le arruinó algunas buenas faenas. Mostró, además, al comienzo de su carrera gran soltura y eficacia en la colocación de los palitroques, pero enseguida abandonó la práctica de esta suerte.

Bibliografía

  • GUILLÉN, Curro (pseudónimo). Dos dinastías famosas de toreros. Los Bienvenida. Los Dominguín (Madrid: A. Vassallo, 1961).

J.R. Fernández de Cano.