Rincón Ramírez, Julio César (1965-VVVV).


Matador de toros colombiano, nacido en Santafé de Bogotá el día 5 de septiembre de 1965. Después de permanecer durante varios años en los puestos menos destacados del escalafón superior, a comienzos de la década de los años noventa protagonizó una hazaña sin parangón en la historia universal del toreo: salió a hombros por la Puerta Grande de la primera plaza del mundo en cuatro ocasiones consecutivas (los días 21 y 22 de mayo, 8 de junio y 1 de octubre de 1991).

Su afición al mundillo del toro le vino de la profesión de su padre, que ejercía en Colombia de fotógrafo taurino. Después de acompañarle a muchas corridas, el joven César se decidió a probar suerte como aprendiz de torero, para lo cual comenzó a frecuentar algunas fincas en las que se convocaban faenas de tienta. Así, en 1977, con tan sólo doce años de edad, obtuvo permiso para lidiar y matar una vaquilla en la explotación ganadera de Reyes Meira, en un tentadero al que también asistía el maestro sevillano Francisco Camino Sánchez («Paco Camino»). Animado por los elogios de los presentes, el día 6 de enero de 1978, en su ciudad natal, estrenó su primer traje de luces, un terno que le había cortado y cosido su propia madre, para que lo luciera en su primera becerrada ante sus paisanos de la capital colombiana.

Tras curtirse en la lidia de festejos similares, el día 13 de enero de 1980, en la misma plaza de Santafé de Bogotá, debutó en una novillada picada, con tan mala fortuna que su primer utrero, ofrecido en brindis al torero jiennense Sebastián Palomo Martínez («Palomo Linares»), volvió por su propio pie a los corrales, después de que el abatido Rincón hubiera escuchado los tres avisos preceptivos que le envió la Presidencia. No obstante, el infortunado espada colombiano José Eslava Cáceres («Pepe Cáceres») supo entrever las enormes posibilidades que apuntaba el toreo del joven César Rincón, por lo que se convirtió en su guía y mentor y consiguió que el desánimo no le llevara a abandonar su intento de llegar a ser figura del Arte de Cúchares.

Así las cosas, en la campaña de 1981 César Rincón cruzó el océano Atlántico para debutar en suelo español, en una novillada celebrada el día 9 de agosto en la pequeña localidad madrileña de Valdetorres del Jarama. Su espléndida actuación, galardonada con las dos orejas y el rabo de una de las reses lidiadas por el tenaz novillero colombiano, le valió para emprender en suelo español su siguiente temporada. Después de haberse vestido de luces en diecinueve ocasiones en dicha campaña de 1982, el hecho de haber triunfado en numerosas plazas de la Península le animó a regresar a su país para tomar la alternativa antes de que acabara el año.

En efecto, el día 8 de diciembre de 1982 atravesó de nuevo el redondel de la plaza de toros de Bogotá en compañía de su padrino, el diestro madrileño Antonio Chenel Albadalejo («Antoñete»); el cual, bajo la atenta mirada del espada alicantino José María Dols Abellán (José Mari Manzanares»), que comparecía en calidad de testigo, cedió al toricantano los trastos con los que había de muletear y estoquear a un morlaco perteneciente a la ganadería de Vistahermosa. Aquella tarde, y a pesar de que César Rincón no anduvo demasiado afortunado, fue premiado con dos vueltas al ruedo que le hicieron dar sus paisanos.

Tras torear durante la temporada de 1983 en suelo hispanoamericano, en la campaña de 1984 volvió a cruzar el charco para confirmar su alternativa, el día 2 de septiembre, ante la severa afición de Las Ventas. Fue su padrino en aquella ocasión el lidiador sevillano Manuel Ruiz Regalo («Manili»), quien, al lado del coletudo ecijano José Luis Vargas Álvarez («Pepe Luis Vargas»), que hacía las veces de testigo, le facultó para que trasteara y despenara a Fojanero, un burel criado en las dehesas charras de don Leopoldo Lamamié de Clairac. Anduvo muy valiente y artista aquella tarde el confirmante, y, aunque no cortó ningún apéndice, dejó entre la severa afición de la Corte la esperanzadora sensación de estar delante de una figura en ciernes.

De nuevo en España durante la temporada de 1985, tan sólo hizo el paseíllo en cuatro ocasiones, sin que la fortuna le acompañara en demasía. Así que regresó a su Colombia natal, donde pronto se convirtió en uno de los matadores de toros más destacados, pues toreó nada menos que diecisiete corridas en el transcurso de la breve campaña colombiana. Cada vez con más cartel en su lugar de origen, no se atrevió a aventurarse de nuevo en suelo hispano hasta la temporada de 1990, cuando ya se consideraba capaz de codearse con cualquier figura española ante los toros más peligrosos y las aficiones más severas de la Península. Sin embargo, tampoco gozó de demasiadas oportunidades durante aquel año de 1990, lo que no le desanimó esta vez para volver a probar suerte en la campaña de 1991.

En esta tesitura de su carrera, cuando andaba a pique de quedar relegado a la condición de figura ultramarina que pasa inadvertida en España, el día 28 de abril de 1991 volvió a pisar la arena madrileña para confirmar la alternativa del diestro donostiarra Raúl Zorita Conde, en presencia del testigo levantino Enrique Ponce Martínez. Se jugaron aquella tarde seis reses pertenecientes a la divisa de don Celestino Cuadri, y el diestro colombiano demostró estar más que capacitado para afrontar el compromiso que había adquirido con la afición madrileña para torear, al cabo de un mes, en la prestigiosa en la Feria de San Isidro de la capital.

En efecto, el día 21 de mayo estaba anunciado en los carteles isidriles, en compañía del espada jiennense Manuel Vázquez Ruano («Curro Vázquez») y del matador mejicano Miguel Espinosa Menéndez («Armillita Chico»), para enfrentarse con reses marcadas con la señal de los Herederos de don Baltasar Ibán. En la lidia del sexto toro, de nombre Santanerito, Rincón ofreció una espléndida faena de muleta y una soberbia estocada que le valieron la salida a hombros por la Puerta de Madrid.

Entre los aficionados de la Villa y Corte la sorpresa fue mayúscula cuando, en el transcurso de aquella misma noche, se supo que un eufórico y valentísimo César Rincón había aceptado volver a hacer el paseíllo en Las Ventas al día siguiente, en sustitución de uno de los espadas anunciados en dicho cartel, el madrileño (aunque nacido accidentalmente en México) Fernando Lozano Pérez, que se hallaba convaleciente de una reciente cogida. Este gesto de honradez y vergüenza torera ya decía mucho en favor de la valiente disposición de César Rincón, pues pocos compañeros suyos se habrían arriesgado a echar a perder en veinticuatro horas un triunfo tan importante como el conseguido la tarde anterior. Sin embargo, la admiración de la afición venteña se duplicó aquel día 22 de mayo de 1991, al comprobar cómo el diestro colombiano no sólo no se aliviaba para salir indemne de tan aventurado trance, sino que salía a la plaza a por todas, dispuesto a demostrar que el éxito cosechado no era fruto de la casualidad. Y así, sus compañeros de terna -el sevillano Juan Antonio Ruiz Román («Espartaco») y el madrileño Juan Antonio Cuéllar Fernández– comprobaron cómo César Rincón volvía a salir a hombros, por segunda vez consecutiva, por la Puerta Grande, después de haber toreado y matado espléndidamente a un lote marcado con el hierro portugués de Murteira Grave.

En el inmediato análisis de la afición y la prensa capitalina, el «fenómeno Rincón» era tanto más asombroso en la medida en que se consideraba que el deslumbrante toreo del colombiano no entrañaba innovación alguna, sino que se limitaba a cumplir a rajatabla las reglas básicas del toreo clásico de todos los tiempos (tan olvidadas por la mayoría de las figuras del momento): citar al toro de frente y por derecho, sin aliviarse con posturas perfileras o colocándose fuera de cacho; parar su embestida, templar el recorrido de la res, llevarla -muy lentamente- embebida en el engaño, y rematar el pase en aquel punto exacto en que es posible ligarlo con el siguiente sin solución de continuidad, sin enmendar la posición y sin salirse de la suerte. No había, pues, novedad alguna en el estilo de Rincón, a no ser que se pudiera aplicar el adjetivo de novedoso a la limpia, honrada y valentísima recuperación de la más pura esencia clásica del toreo auténtico y añejo.

Pero no paró aquí la arrojada arrogancia del triunfador colombiano. Apenas había transcurrido medio mes desde su segunda salida a hombros por la Puerta de Madrid, cuando el 8 de julio de aquella felicísima campaña de 1991 volvió a hacer el paseíllo a través de la arena madrileña, esta vez para tomar parte, en calidad de triunfador de la Feria y en compañía del espada murciano José Ortega Cano, en un interesante mano a mano sobre el que se había compuesto el cartel de la corrida de Beneficencia de aquel año. El delirio de la primera afición del mundo -incrementado, además, por el buen hacer del mencionado diestro cartagenero- no conocía límites cuando, por tercera vez consecutiva, se llevaba en volandas a César Rincón camino de la calle de Alcalá, después de que el colombiano amputara tres apéndices auriculares. La demostración de técnica y valor que hizo en la lidia del sexto -un aplomado marmolillo de la ganadería de don Samuel Flores, cuya lidia se antojaba imposible por haberse aculado en las tablas desde el inicio de la faena de muleta-, anunció a los madrileños que Rincón no sólo era un torero clásico, valiente y afortunado, sino también un poderosísimo lidiador capaz de enjaretar una brillante faena a cualquier tipo de reses.

El resto de aquella temporada de 1991 se convirtió en un recorrido triunfal de César Rincón por las principales plazas de la Península. Pero su apoteosis tuvo lugar de nuevo en las arenas de Las Ventas, en el transcurso de la Feria de Otoño, el día 1 de octubre, fecha en la que volvió a franquear, a hombros de una afición sumida en el delirio, el dintel de la Puerta Grande madrileña. En compañía del mencionado espada alicantino José María Dols Abellán («José Mari Manzanares») y del joven diestro vallisoletano David Castro González («David Luguillano»), Rincón había hecho el paseíllo para enfrentarse con un encierro de Sepúlveda, aunque las pésimas condiciones del segundo enemigo de su lote le obligaron a despachar a Ramillete, un sobrero del hierro portugués de Joao Moura que consagró definitivamente al colombiano entre los diestros más queridos y admirados por la primera afición del mundo.

Vinieron luego el prestigio y el dinero, el reconocimiento en toda Hispanoamérica (fue nombrado embajador volante de su país en Europa, y representante de Colombia en la Exposición Universal de Sevilla), la avalancha de contratos y, por supuesto, una finca en propiedad a la que puso el nombre obligado de «Las Ventas». Pero también los sinsabores, desgracias y tragedias irreparables, como el fallecimiento de dos parientes suyos a causa de un incendio provocado por la llama de una vela que habían encendido para invocar el amparo divino mientras César estaba toreando.

Además, su honradez al ejecutar el toreo verdadero le obligaba a pisar los terrenos en los que el toro hace mucho daño a poco que se descuide el torero. Así fue como le ocurrieron dos percances de seria gravedad, uno de los cuales, acaecido en la plaza de Sevilla el día 29 de abril de 1993, en el transcurso de la Feria de Abril, le apartó durante mucho tiempo de los ruedos y le hizo perder gran parte del sitio que se había ganado a fuerza de tesón, técnica, entrega, honradez y coraje. No obstante, ha seguido toreando con frecuencia -aunque con desigual fortuna- en las plazas españolas a lo largo de todas las temporadas de la década de los años noventa, y ha vuelto a salir una vez más a hombros por la Puerta Grande de Madrid. De él ha dicho uno de sus mejores biógrafos, el escritor y periodista Jorge Laverón: «Rincón hace el toreo de verdad, y no es un misterio que se coloca ante el toro, dentro de cacho, lo espera, tira de él adelantando la muleta, y lo templa, es decir, lo lleva despacio y hacia detrás de la cadera. Se queda en el sitio y liga el muletazo siguiente, hasta tres o cuatro. En series recortadas y rematadas. Lo que debe ser. Y para hacerlo hay que tener valor, es decir, pararse y tener cabeza para realizar lo que uno piensa; en suma, inteligencia. Dominio, equilibrio físico y psíquico para estar compuesto delante del toro«.

Bibliografía.

  • VILLÁN, Javier. César Rincón. De Madrid al cielo (Madrid: Espasa-Calpe, 1992).

J.R. Fernández de Cano.