Cebrián y Agustín, Pedro (1687-1752).
Administrador colonial español, nacido en Lucena de Jalón (Zaragoza) el 30 de abril 1687 y fallecido en Madrid en 1752. Fue conde de Fuenclara y cuadragésimo virrey de Nueva España(1742-46). Era hijo de Enrique de Alagón y Pimentel, conde de Sástago, Grande de España y comendador de la Orden de Alcántara. Diplomático distinguido, fue embajador ante Austria y Dresde y consiguió que el futuro Carlos III, entonces príncipe de Asturias, contrajera matrimonio con María Amalia de Sajonia.
Su padre, uno de los pocos partidarios de Felipe V en Aragón, abrazó al enviudar el estado eclesiástico y fue Arcediano de Aliaga (Teruel), y su hermano Miguel llegó a ser obispo de Córdoba (España). El título de Fuenclara procedía de su abuela María de Alagón, hija de los condes de Sástago, una de las familias más antiguas del reino de Aragón.
Durante la Guerra de Sucesión, Pedro, al servicio de Felipe V, sirvió en el ejército español y participó entre otros hechos militares en el sitio de Barcelona en 1706, por lo que recibió la gratitud real mediante la concesión de algunas mercedes. Su padre acompañó a Felipe V cuando éste hizo su entrada triunfal en Zaragoza el 10 de enero de 1711.
Casó el 20 de septiembre de 1716 con María Teresa Patiño y Attendolo, hija de Baltasar Patiño, Marqués de Castelar, superintendente general del reino de Aragón y sobrina de José Patiño, secretario de Hacienda, Guerra y Estado de Felipe V. Se cita como notable curiosidad que entre los testigos de la boda figuró Juan de Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte y años más tarde virrey de Nueva España entre 1722 y 1734. El matrimonio permaneció en Zaragoza hasta su traslado a Madrid en 1725, donde Pedro Cebrián había sido promovido al Consejo de Hacienda. Al morir su padre recibió el título de Fuenclara y en febrero de 1727 el rey ordenó su ingreso en la Orden de Alcántara. El título de Grande de España se le concedió en enero de 1731, durante la estancia del conde en Sevilla, acompañando al rey.
Con el apoyo del secretario Patiño, que le demostró siempre particular afecto, en febrero de 1734 fue nombrado embajador en Venecia, centro comercial y político de crucial importancia, desde el que siguió de cerca el conflicto militar y las intrigas internacionales, así como los incidentes ocasionados por los piratas en esta región del Mediterráneo. En febrero de 1736, con el cargo de embajador y ministro plenipotenciario, se trasladó a Viena, en cuya corte permaneció durante dos años, para asistir a las conferencias que allí se celebraron.
Recibió el encargo de viajar a Dresde, donde residía la corte de Federico Augusto, elector de Sajonia y rey de Polonia, para concertar en 1738 la boda de Carlos, hijo de Felipe V, con la princesa María Amalia, hermana de Federico Augusto, a la que acompañó hasta Nápoles, donde se celebró su boda con el nuevo rey de las Dos Sicilias. Tras un largo viaje llegaron a esta ciudad el 2 de julio, y en ella permaneció el conde de Fuenclara durante dos años, embajador de la corte de Madrid y consejero del joven rey, que le demostró particular amistad. En Nápoles, concedido por Felipe V, recibió el Toisón de Oro. Su biógrafo Eugenio Sarrablo recoge numerosos testimonios de los apuros financieros y la penuria con que tuvo que desarrollar sus misiones diplomáticas.
En abril de 1740 el rey le pidió que regresara a España, de la que había estado ausente ocho años, para hacerse cargo de la Mayordomía Mayor del infante Felipe, cargo que ejercía en febrero de 1742, cuando el secretario Campillo recomendó a Felipe V su nombramiento como virrey de Nueva España, para suceder al duque de la Conquista; aunque inicialmente se había pensado en el duque de Abrantes, éste se excusó alegando enfermedad.
La guerra entre España e Inglaterra, declarada abiertamente a partir de 1739, hacía difícil la navegación a través del Atlántico, por lo que el conde tuvo que inventarse una complicada estratagema de ocultación, que le obligó a embarcar en una fragata francesa y partir de Rochefort el 21 de julio hacia Santo Domingo, bajo disfraz francés. De Santo Domingo se trasladó a Veracruz a donde llegó el 5 de octubre de 1742. Afectado de fiebres, permaneció unos días en el puerto, pero enseguida inició el viaje, repleto de festejos y honores, hacia la capital.
El 3 de noviembre se encontró en Guadalupe, junto al Santuario de Nuestra Señora, con la Audiencia en pleno. Obvió el paso por Chapultepec, según recomendación real, y entró en la ciudad de México, donde fue recibido por nobles y plebeyos, quizás más atentos a las fiestas y celebraciones que a la persona del virrey. Cumplimentado por el arzobispo, al día siguiente recibió la visita de los Tribunales y el Cabildo; los últimos días del mes se dedicaron a celebrar las esperadas corridas de toros.
Impuesto de la situación del virreinato por las instrucciones y recomendaciones recibidas en la corte, tuvo que enfrentarse de inmediato con uno de los problemas que más iban a perjudicar su carrera política: la detención y juicio del italiano Lorenzo Boturini, viajero e historiador, que había llegado a Nueva España en 1736. Italiano de nacimiento, Boturini había pasado su juventud en Milán y Viena al servicio del emperador, pero como consecuencia de la guerra se trasladó a Lisboa y poco después a Madrid, donde conoció al secretario Patiño y se relacionó con la nobleza de la corte. Al parecer, por recomendación de la condesa de Santibáñez, hija de la condesa de Moctezuma, decidió trasladarse a Nueva España, a donde llegó en febrero de 1736.
En los seis años transcurridos desde entonces el sabio Boturini, movido por su devoción a la virgen de Guadalupe, había estado investigando cuanto se refería a sus milagros, a la vez que recopilaba documentos y testimonios valiosísimos sobre el pasado indígena y la historia antigua de México. Su emoción por la virgen le llevó a promover la coronación de Nuestra Señora, para lo que organizó una colecta que le permitiera obtener los recursos necesarios. Desgraciadamente, la documentación relativa a esta actividad adolecía de graves defectos de forma.
Conocedor el virrey de estos hechos y extrañado por tan singular iniciativa, recabó informes y recogió testimonios que le hicieron sospechar irregularidades y conductas extrañas. En efecto, Boturini había pasado a Nueva España sin el placet del Consejo de Indias e incumplido las normas dictadas sobre la entrada de extranjeros. Tampoco eran legales los métodos empleados para llevar a cabo sus investigaciones en torno al milagro de Guadalupe. Encausado y sometido a juicio, el Consejo de Indias reclamó su presencia en España, revisó su expediente y lo declaró inocente. Boturini, que conoció en Madrid al historiador mexicano Mariano Veytia, con quien mantuvo estrecha amistad hasta su muerte, reclamó la devolución de los documentos y papeles confiscados, pero se negó a regresar a Nueva España. En España escribió el primer volumen de una historia de México titulado “Cronología de las principales naciones de la América Septentrional”.
El estado de guerra y sus repercusiones en América fue tema de prioridad absoluta para el virrey, que aprovechó su paso por Veracruz para informarse del estado de sus defensas y ordenar el reforzamiento del fuerte de San Juan de Ulúa. Una vez en la capital ordenó a los gobernadores de Campeche y La Habana, Antonio de Benavides y Juan Francisco de Güemes, conde de Revillagigedo y más tarde sucesor suyo en el virreinato, que emprendieran acciones inmediatas para la defensa de puertos y costas. A la vista de los informes recibidos, del estudio de la situación y de acuerdo con las instrucciones que le habían enviado desde la corte, decidió posponer el ataque inmediato de las instalaciones inglesas en Belice y Honduras.
Sin embargo, la hostilidad inglesa se mantenía en todos los mares. Al abordaje de los navíos y flotas españoles, que atravesaban el Atlántico o recorrían las costas de América, sucedía el asalto de los puertos o plazas costeras, de las que en algún caso, como en San Agustín (Florida) el año 1744, se les repelió con valentía. Todo ello obligaba a mantener un esfuerzo de guerra, cuya financiación exigía la colecta de recursos extraordinarios. Para conseguirlo, el conde de Fuenclara se vio obligado a solicitar préstamos y exacciones, que los comerciantes y hacendados estaban obligados a aceptar.
En Madrid, al morir el secretario Patiño, entró a gobernar el marqués de la Ensenada, que supervisaba con reticencia las gestiones del virrey, cruzándose entre ambos una copiosa y en ocasiones malhumorada correspondencia, recogida por el historiador Eugenio Sarrablo. El navío de Filipinas que había salido de Acapulco en 1743 con un valioso cargamento y en el que viajaban los “situados” de los gobiernos de aquellas islas, se perdió al ser atacado por el almirante George Anson, lo que causó gran consternación en el virreinato y aumentó las críticas y los recelos de la corte respecto de las actuaciones del virrey.
El marqués de la Ensenada seguía insistiendo en el envío de recursos a la corte, mientras exigía el cumplimiento de los compromisos financieros con las plazas y “situados” americanos, que tenían que suministrarse con los dineros de la Nueva España. Para conseguirlo, el virrey trató de elevar el importe y acelerar el cobro de las exacciones y tasas aplicables en todos los ramos: derechos de plata y oro, diezmos, azogues y minas, alcabalas y tributos, productos del papel sellado y contribuciones sobre diversas mercancías, así como la venta de títulos de nobleza y oficios administrativos, con lo que llegó a rozar los límites de la ilegalidad. Por otra parte, en su deseo de recortar gastos, se dedicó a imponer políticas restrictivas en todos los niveles, incluidos los desplazamientos de navíos y tropas o las obras de defensa y amurallamiento, lo que provocó en algunos casos la protesta de sus subordinados.
En las fronteras del norte, seguían tensas las relaciones con los colonos franceses establecidos en la Luisiana, que trataban de ampliar sus dominios y llegaron a enviar dos barcos a Veracruz en marzo de 1745, en demanda de harina y otros productos de los que carecían en Mobile. El conde de Fuenclara, que en sus misiones diplomáticas había mantenido un cierto distanciamiento hacia los franceses, respetó los acuerdos de amistad y aprobó las ayudas solicitadas, pero les encomendó que no volvieran a presentarse en Veracruz. También ordenó la preparación de un amplio informe sobre la situación de los territorios fronterizos.
Continuaron las obras de las misiones en las provincias interiores y el virrey encargó en 1743 al coronel José Escandón, “el civilizador de los indios” , que realizara una completa visita a la zona de Sierra Gorda, en la provincia de Nuevo Santander, para observar y resolver las diferencias entre las distintas órdenes religiosas allí implantadas, así como los abusos y atropellos que solían cometerse con las tribus de indios. Escandón recibió las instrucciones del virrey en febrero de 1744, con autorización para remover misioneros y fundar nuevas misiones, obra que cumplió diligentemente.
En Nuevo México, Sonora y California dominaban los jesuitas, pero las prisiones que habían establecido para su defensa solían recibir frecuentes ataques, a los que se sumaron por estos años los de las tribus apaches y zumas. El virrey tuvo que ordenar represalias, así como el pago de las subvenciones y ayudas prometidas para el mejor desarrollo de estas misiones, consideradas modélicas. En 1743 salieron las expediciones organizadas por el jesuita Keller a partir de la Pimería Alta y Sedelmayer, que recorrió el curso de los ríos Colorado y Gila, en la que recogió amplia información sobre los indios Mochi. En 1746 se iniciaron otras expediciones que recorrieron las costas de Sonora y exploraron el occidente de la península de California.
Uno de los hechos más celebrados del conde de Fuenclara fue la publicación del enorme trabajo estadístico que había llevado a cabo el erudito mexicano José Sánchez Villaseñor, único en América y que se tituló Theatro Americano. Descripción general de los Reynos y Provincias de la Nueva España, publicado en dos tomos (1746-1748). También se ocupó de la salud pública y visitó y supervisó los hospitales. Al comprobar el desarrollo de las obras del desagüe del valle, las encontró “en un estado tan deplorable”, que decidió nombrar superintendente a Domingo de Trespalacios, que se mantuvo en este cargo durante más de diez años. Según las crónicas de la época, puso “el mayor empeño en la compostura de los empedrados y el aseo de las calles de la ciudad”.
Como las relaciones entre el virrey y la corte no mejoraban, el marqués de la Ensenada, a mediados de 1744, llegó a enviar a ciertos funcionarios de su confianza un cuestionario claramente ofensivo para el conde, en el que exigía alguna explicación por las denuncias y quejas recibidas. Como consecuencia de esta actuación y cansado de los continuos pleitos y disputas a los que tenía que enfrentarse, el conde Fuenclara planteó a comienzos de 1745 su resignación, que repitió en una nueva carta pocos meses después, en la que alegaba mala salud y cierto cansancio. En ella le decía al marqués: “Me veo precisado a escribir a V.E. la adjunta de oficio… que viendo el deplorable estado de mi salud me conceda el único consuelo que deseo”. Ensenada aceptó esta petición e inmediatamente nombró para sucederle al capitán general de Cuba, Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, primer conde de Revillagigedo.
El conde de Fuenclara tuvo que mantenerse casi un año en el ejercicio de su cargo, pues aunque la Real Cédula se firmó en noviembre de 1745, Revillagigedo no pudo llegar a Veracruz hasta comienzos del mes de junio de 1746. Fuenclara abandonó la ciudad el 5 de julio y zarpó de Veracruz para La Habana el 2 de septiembre. Llegó a España a mediados de 1747, desembarcó en Luarca (Asturias) y se trasladó a Madrid, donde residió hasta su muerte ocurrida el 6 de agosto de 1752. Había estado ausente de España y alejado de su mujer y sus hijos durante tantos años, que al parecer, según se dijo en los ambientes cortesanos, se encontró con un ambiente de extremada frialdad familiar.
Bibliografía
-
OROZCO y BERRA M. Historia de la dominación española en México. México, 1938.
-
RIVA PALACIO, V. El Virreinato. Tomo II de México a través de los siglos, México, Compañía General de Ediciones, 1961.
-
RIVERA CAMBAS, M. El virrey Pedro Cebrián y Agustín. México, Editorial Citlaltépetl, 1962.
-
RUBIO MAÑÉ, I. Introducción al estudio de los virreyes de Nueva España. México, Ediciones Selectas y UNAM, 1959 y 1961.
-
SARRABLO AGUARELES, E. El conde de Fuenclara, embajador y virrey de Nueva España (1687-1752). Vols. I y II, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, CSIC, 1955 y 1966.
-
DE LA TORRE VILLAR, E. Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos. México, Editorial Porrúa, 1991.
Manuel Ortuño