Jacint Verdaguer i Santaló (1845–1902): El Poeta Nacional Catalán que Convirtió su Lengua en Arte
Jacint Verdaguer i Santaló (1845–1902): El Poeta Nacional Catalán que Convirtió su Lengua en Arte
Los primeros años y la formación religiosa de Jacint Verdaguer
Jacint Verdaguer i Santaló nació en Folgueroles, un pequeño pueblo cerca de Vic, en la provincia de Barcelona, el 17 de mayo de 1845. Su familia era de origen humilde, campesina, lo que no impedía que el hogar tuviera una notable sensibilidad cultural. Los Verdaguer fueron una familia profundamente católica, y la figura de su madre, devota y firme en sus convicciones religiosas, marcó profundamente la vida del joven Jacint. Desde su infancia, Verdaguer estuvo rodeado de una sólida educación religiosa que, sumada a las enseñanzas del Seminario de Vic, jugaría un papel fundamental en su desarrollo tanto espiritual como intelectual.
A la temprana edad de diez años, Jacint ingresó al Seminario de Vic, al que debía acudir todos los días a pie desde su casa, un trayecto largo que no solo refleja la humildad de su origen, sino también el compromiso con su educación. El seminario, que se encontraba en el corazón de la Cataluña profunda, fue el lugar donde Verdaguer entró en contacto con las grandes obras de la literatura clásica, especialmente las obras de los poetas latinos y griegos, así como las de la tradición literaria catalana y castellana. En este espacio religioso y académico, comenzó a forjarse su profunda vocación literaria.
No fue solo la doctrina católica la que marcó la formación de Verdaguer, sino también las influencias literarias que encontró en su entorno. En el seminario, conoció las obras de los grandes clásicos de la literatura universal, y fue entonces cuando se despertó en él un interés por componer sus primeros versos. Durante su adolescencia, la fascinación por la cultura clásica se combinó con el estudio de la lengua y las tradiciones populares catalanas, lo que llevó a Verdaguer a crear sus primeras composiciones poéticas en tono popular, inspiradas por las costumbres y leyendas de su tierra natal. Estos primeros poemas, aunque sencillos, eran ya una clara muestra de su capacidad para captar el alma del pueblo catalán.
A los quince años, en 1860, Jacint conoció a un personaje clave en su vida literaria: Mosén Jaume Colell, un sacerdote y poeta local que, aunque no alcanzó gran notoriedad, influyó de manera decisiva en la vida del joven seminarista. Colell, al darse cuenta del talento de Verdaguer, lo animó a seguir desarrollando su vocación literaria. Fue este sacerdote quien, mediante su amistad y orientación, impulsó a Verdaguer a escribir y a participar en la vida literaria catalana, dándole un camino claro hacia la creación poética.
A medida que avanzaban los años, Verdaguer fue cultivando su pasión por la poesía. Ya en su adolescencia, empezó a componer poemas que publicaba en periódicos y revistas de la región. En 1865, a los 20 años, participó por primera vez en los Juegos Florales de Barcelona, un evento cultural de gran prestigio en el ámbito literario catalán. En esa ocasión, Verdaguer logró ganar dos premios, lo que le permitió consolidar su nombre en la escena literaria de la época. Este éxito temprano fue un punto de inflexión en su vida, ya que, al ser premiado, se ganó un reconocimiento público que validaba su talento y le otorgaba una plataforma para seguir desarrollando su obra. La ocasión fue histórica también por la actitud provocadora que Verdaguer adoptó: asistió a la ceremonia vestido con un traje tradicional de payés, en un acto simbólico que reivindicaba la identidad y la cultura catalana. En ese gesto, Verdaguer demostró una vez más su profunda conexión con sus raíces y su deseo de reivindicar lo autóctono frente a las influencias externas.
En el mismo año de 1865, Verdaguer publicó el poema «Dos màrtirs de ma pàtria», una obra en la que ya se puede observar su creciente madurez literaria. Este poema, centrado en el dolor y el sacrificio de los mártires catalanes, reflejaba el profundo sentimiento patriótico que Verdaguer empezaba a desarrollar. A través de sus primeros escritos, fue ganando el respeto de sus contemporáneos, quienes pronto lo vieron como una de las figuras emergentes de la literatura catalana. Sin embargo, a pesar de los avances literarios de Verdaguer, su vida en el seminario estuvo marcada también por la tensión entre su vocación religiosa y su pasión por la poesía.
En 1867, Jacint Verdaguer, que ya comenzaba a destacarse en los círculos literarios, fue uno de los fundadores del grupo L’Esbart de Vic, un colectivo de escritores jóvenes que defendían la estética romántica y buscaban darle un impulso renovador a la literatura catalana. Este grupo, que se caracterizó por su entusiasmo hacia la literatura romántica, sería un punto de encuentro para Verdaguer y otros escritores que más tarde jugarían un papel crucial en la Renaixença, el renacimiento cultural catalán. Durante esta época, Verdaguer cultivó una profunda amistad con otras figuras destacadas de la literatura catalana como Manuel Milà i Fontanals y Marià Aguiló i Fuster, quienes compartían su visión de revitalizar la lengua y la cultura catalanas.
A través de estas amistades y colaboraciones, Verdaguer fue consolidando su papel como uno de los principales exponentes de la Renaixença, un movimiento cultural que buscaba revivir la literatura, la lengua y las tradiciones catalanas. La influencia de sus compañeros, así como su inmersión en el ambiente cultural de la época, le permitieron adquirir las herramientas necesarias para dar forma a lo que serían algunas de sus obras más representativas. La Renaixença fue el caldo de cultivo perfecto para el talento de Verdaguer, y, a medida que avanzaba en su carrera, su obra adquirió un tono cada vez más comprometido con la identidad catalana.
Entre 1867 y 1871, Verdaguer dedicó también su tiempo a estudiar y a experimentar con la poesía épica, y fue en este período cuando empezó a concebir la idea de lo que más tarde sería su obra maestra: L’Atlàntida, un extenso poema épico en el que celebraba la grandeza de la cultura hispánica y, sobre todo, de la identidad catalana. Esta obra, que combinaría elementos de la historia con la mitología, marcaría un hito en su carrera y en la literatura catalana en general. Pero antes de llegar a esta gran creación, Verdaguer vivió una experiencia decisiva que alteró su vida y su carrera para siempre: en 1870, a los 25 años, fue ordenado sacerdote, en medio de una profunda crisis espiritual.
La ordenación sacerdotal fue un momento de gran importancia en la vida de Verdaguer. A pesar de su amor por la poesía, el joven seminarista se sintió obligado a cumplir con las expectativas de su familia y de la iglesia. Sin embargo, este momento crucial también estuvo marcado por una crisis interna: Verdaguer comenzó a dudar de la posibilidad de combinar su vocación religiosa con su pasión por la poesía. Este conflicto lo llevó a un periodo de retiro espiritual, en el que trató de centrarse en su ministerio religioso, pero, al mismo tiempo, la vida y la vocación literaria siguieron llamándolo de manera irremediable.
El encuentro con el Romanticismo y la consolidación literaria
Tras su participación exitosa en los Juegos Florales de 1865, Jacint Verdaguer no solo consolidó su lugar como poeta emergente, sino que también comenzó a integrarse activamente en el contexto cultural catalán, especialmente en el movimiento de la Renaixença. Esta corriente cultural, que tenía como objetivo revitalizar la lengua y la identidad catalana, fue el entorno perfecto para el florecimiento del talento de Verdaguer. A lo largo de los años siguientes, su vida se entrelazó de manera decisiva con otros escritores y poetas que serían figuras claves en la renovación de la literatura catalana, como Manuel Milà i Fontanals, Marià Aguiló i Fuster y otros colaboradores de la Renaixença.
A medida que avanzaba en su carrera literaria, Verdaguer no solo destacó por su habilidad para componer versos de alto contenido lírico, sino también por su capacidad para transformar el romanticismo en una poderosa herramienta para la construcción de una identidad colectiva. La literatura romántica, con su énfasis en lo emocional, lo sublime y lo nacionalista, se convirtió en el vehículo perfecto para transmitir las aspiraciones de los catalanes de la época.
Uno de los momentos decisivos en la vida de Verdaguer fue la creación de L’Atlàntida, una epopeya monumental que marcaría un antes y un después en la historia de la literatura catalana. Esta obra, escrita entre 1873 y 1877, se gestó mientras Verdaguer luchaba por encontrar un equilibrio entre sus deberes religiosos y su vocación literaria. El poema narra la leyenda del hundimiento de la Atlántida, un tema mitológico que Verdaguer utilizó como metáfora del renacimiento de la civilización catalana y, en un sentido más amplio, de la grandeza de Hispanoamérica y su relación con Europa. La obra es una fusión de mitología, historia y una fuerte carga de simbolismo providencialista, que reflejaba la visión de Verdaguer sobre el destino de los pueblos y la figura de Cristóbal Colón, quien en su narración se erige como el portador de un destino divino para las naciones de ultramar.
La trascendencia de L’Atlàntida no solo radica en su ambiciosa estructura, sino también en la fuerza con la que Verdaguer logra elevar la lengua catalana a la categoría de vehículo literario universal. El poema está escrito en versos de arte mayor, lo que muestra la influencia de Bonaventura Carles Aribau, quien, con su célebre Oda a la Pàtria, había inaugurado la modernidad en la poesía catalana. En este sentido, Verdaguer no solo siguió los pasos de Aribau, sino que también los superó, al darle a la lengua catalana una fuerza expresiva que hasta entonces no se había alcanzado.
Este gran poema épico fue recompensado en 1877 con el Primer Premio de la Diputación de Barcelona en los Juegos Florales de la ciudad. Con este galardón, Verdaguer no solo alcanzó la cima de su carrera literaria, sino que también se consolidó como el poeta más relevante del momento. La obra se convirtió en un símbolo de la identidad catalana y un referente para todos los escritores que, como él, aspiraban a una literatura capaz de transmitir los sentimientos patrióticos de su pueblo.
Pero el camino de Verdaguer no estuvo exento de desafíos. Durante los años 1870, su vida fue marcada por una profunda crisis espiritual. En 1870, con 25 años, fue ordenado sacerdote, lo que parecía ser el cumplimiento de una vocación religiosa que su familia había alimentado desde su infancia. No obstante, el compromiso sacerdotal de Verdaguer nunca fue absoluto. Durante su tiempo en el seminario, siempre se sintió atraído por la poesía y por las influencias literarias que habían marcado su vida, lo que le generó un conflicto interior entre su ministerio religioso y su pasión por las letras.
En los años siguientes, Verdaguer se dedicó a la creación de obras literarias que mantuvieron este equilibrio entre su fe religiosa y su impulso creativo. En 1876, publicó Idil.lis i cants místics (Idilios y cantos místicos), una colección de poemas que reflejaban su profunda devoción religiosa, pero también su influencia de los místicos españoles del Siglo de Oro, como San Francisco de Asís y Raimundo Lulio. Estos poemas no solo estuvieron marcados por un tono profundamente espiritual, sino también por una intensa exploración de los paisajes de su tierra natal y de su propia alma.
Es durante este periodo que Verdaguer comenzó a conectar más directamente con el paisaje catalán, un elemento clave en toda su producción literaria. La influencia del entorno natural de Cataluña, especialmente de las montañas del Montseny y de los paisajes de la región de Vic, aparece de manera destacada en sus obras. Este paisaje no solo servía como telón de fondo para sus poemas, sino que también se convirtió en un símbolo de la identidad catalana que Verdaguer intentaba plasmar en sus versos. La naturaleza se convirtió, de esta forma, en una metáfora de la identidad colectiva de su pueblo, que buscaba la consolidación de una cultura propia, independiente y profundamente conectada con la tierra.
En cuanto a sus relaciones literarias, uno de los encuentros más significativos de Verdaguer fue con Frédéric Mistral, el célebre escritor provenzal y futuro Premio Nobel de Literatura, quien, al conocer los primeros poemas de Verdaguer, quedó tan impresionado que lo elogió de manera efusiva. En palabras de Mistral, Verdaguer estaba destinado a ser el Virgilio de la literatura catalana, una profecía que revelaba la consideración que el poeta francés tenía del joven autor catalán. La admiración de Mistral fue un gran impulso para Verdaguer, quien a partir de ese momento se sintió más seguro de su propio talento literario y del valor de su lengua para producir obras de gran magnitud.
Pero no solo las amistades literarias fueron cruciales en este período de madurez poética, sino también las relaciones con sus mecenas. Antonio López y López de la Madrid, un influyente financiero y naviero cántabro, fue uno de los principales apoyos de Verdaguer en esta época. A través de su patrocinio, Verdaguer pudo continuar su obra poética sin preocuparse por las dificultades económicas que amenazaban su carrera. De hecho, fue en la casa de los marqueses de Comillas donde Verdaguer vivió una de sus etapas más fructíferas en términos literarios. En este contexto de estabilidad, Verdaguer completó algunas de sus obras más ambiciosas, como Canigó, otro poema épico que cimentó aún más su reputación como el principal exponente de la literatura catalana.
En Canigó (1886), Verdaguer retomó la narrativa histórica y la mitología, situando su relato en el siglo XI y utilizando como personajes históricos a figuras como Gentil, el joven caballero catalán, y Guifre de Cerdeña, el conde guerrero que se enfrenta a los musulmanes en el contexto de la Reconquista. Con esta obra, Verdaguer no solo hizo un homenaje a los orígenes medievales de la nación catalana, sino que también elevó la historia de su pueblo a un nivel épico, al fusionar la tradición histórica con elementos fantásticos. Canigó se convirtió en un canto de exaltación de la identidad nacional catalana, uniendo lo histórico, lo mítico y lo religioso en una narración que todavía es considerada una de las más importantes de la literatura romántica.
Crisis espiritual y la reanudación de su carrera poética
A medida que la vida de Jacint Verdaguer avanzaba, su carrera literaria y su vocación religiosa continuaban en paralelo, pero también entraban en conflicto. La consagración al sacerdocio, que se produjo en 1870, supuso un cambio importante en la vida del poeta, quien, hasta entonces, había brillado como una de las principales figuras emergentes de la literatura catalana. A pesar de su formación religiosa desde niño y su fuerte inclinación por el catolicismo, la vida sacerdotal no fue para él una vocación absoluta. De hecho, muchos estudiosos coinciden en que el profundo amor que sentía por la poesía siempre estuvo por encima de su compromiso religioso, un dilema que marcaría su vida personal y profesional en los años venideros.
En 1870, a los 25 años, Verdaguer fue ordenado sacerdote, un paso natural en su vida tras haber completado su formación en el seminario. Sin embargo, la ordenación llegó en un momento crítico para él, ya que, por un lado, se sentía profundamente atraído por la poesía y la literatura, pero por otro, la influencia religiosa de su madre y su entorno le empujaba a seguir la vocación sacerdotal. Fue una época de intenso conflicto interno para Verdaguer, quien se debatía entre su amor por la poesía y la obligación de cumplir con los deberes eclesiásticos. La figura del sacerdote se impuso sobre el poeta, al menos en lo exterior, lo que lo llevó a apartarse de la creación literaria durante una temporada.
En este período, Verdaguer fue destinado a la parroquia de Vinyoles d’Onís, un pequeño pueblo de la provincia de Tarragona, donde empezó a ejercer con fervor su ministerio religioso. Sin embargo, la dureza de las condiciones de vida en la parroquia, unidas a la fuerte crisis personal que atravesaba, pronto comenzaron a hacer mella en su salud. Fue en este momento cuando comenzó a sufrir de una enfermedad que hoy en día se podría identificar como una anemia cerebral, un trastorno que le produjo síntomas graves y lo obligó a cambiar de entorno. Los médicos recomendaron que Verdaguer buscara un lugar más saludable para recuperarse, y fue entonces cuando optó por trasladarse a Barcelona y, más tarde, solicitar un puesto como capellán en el buque Guipúzcoa, que cubría el recorrido entre Cádiz y La Habana.
La enfermedad que había desviado a Verdaguer de la poesía se convirtió en una paradoja: fue precisamente este período de convalecencia el que lo llevó nuevamente a la creación literaria. Los largos viajes por el mar entre Europa y América actuaron como una fuente de inspiración para el poeta, que aprovechó el tiempo para retomar su proyecto más ambicioso, L’Atlàntida. El aislamiento y el entorno marítimo, con su amplitud y silencio, le ofrecieron el espacio perfecto para continuar con la obra que había comenzado años antes y que, hasta ese momento, había quedado interrumpida.
Este viaje también marcó el inicio de una serie de nuevas experiencias que redefinirían la carrera de Verdaguer. Durante este período de navegación, el poeta se adentró en un mundo de descubrimientos y reflexiones sobre su identidad como escritor y sacerdote. El contacto con el mar, la soledad y las diversas culturas con las que entró en contacto durante sus viajes, se convirtieron en elementos inspiradores que reavivaron su pasión por la escritura. A lo largo de los años 1870 y 1880, la obra L’Atlàntida fue evolucionando, y Verdaguer continuó perfeccionándola hasta que, finalmente, la completó en 1877. Con esta obra, el poeta consiguió una trascendencia literaria que lo consagró como el gran representante de la literatura catalana en su época.
El regreso a Barcelona no solo marcó un renacer físico para Verdaguer, sino también un renacer intelectual y artístico. A finales de la década de 1870 y principios de 1880, Verdaguer comenzó a relacionarse más estrechamente con la élite cultural y literaria de la ciudad. Una de las figuras más importantes en su vida fue Antonio López y López de la Madrid, un influyente hombre de negocios que se convertiría en su mecenas. Este apoyo financiero le permitió a Verdaguer dedicarse a su obra sin las presiones económicas que a menudo habían oscurecido su creatividad en el pasado.
López y López, también conocido como el Marqués de Comillas, ofreció a Verdaguer la oportunidad de vivir cómodamente en su palacio en Barcelona, lo que supuso un respiro tanto para su salud como para su actividad literaria. Durante este período, Verdaguer completó algunas de sus obras más importantes, como Idil.lis i cants místics (1878) y Llegenda de Montserrat (1880), que consolidaron su fama como uno de los grandes poetas de la literatura catalana.
El entorno favorable que encontró en Barcelona fue clave para su creatividad. En la ciudad, Verdaguer continuó con su impulso de renovar la poesía catalana, adoptando un estilo más maduro y sofisticado, pero siempre fiel a sus raíces románticas. Con el patrocinio de López y López, Verdaguer publicó otras de sus grandes obras, entre las que destacan Canigó (1886), un poema épico inspirado en la tradición medieval catalana. Esta obra, en la que Verdaguer mezcla lo histórico con lo mítico, se basa en el relato de la figura de Gentil, un caballero medieval que es tentado por las fuerzas sobrenaturales y cuya historia se entrelaza con la historia de Cataluña.
En 1886, un viaje a Tierra Santa junto a la familia de su mecenas, los Marqueses de Comillas, alteró nuevamente su vida. Esta experiencia, lejos de ser puramente espiritual, tuvo un profundo impacto en su vida tanto religiosa como literaria. Durante este viaje, Verdaguer experimentó una profunda crisis espiritual, en la que se sintió culpable por haber antepuesto su carrera literaria a sus responsabilidades sacerdotales. Al regresar de este viaje, Verdaguer se entregó con fervor a las obras caritativas, pero esta devoción en exceso por las causas religiosas también lo condujo a un desbordamiento de energías y recursos que lo llevaría a una nueva crisis personal.
En su afán por ayudar a los más necesitados, Verdaguer comenzó a involucrarse en actividades que lo apartaron aún más de su vocación literaria. Se dedicó con ahínco a realizar exorcismos públicos y a fomentar una serie de actividades religiosas que no fueron bien recibidas por las autoridades eclesiásticas catalanas. Esta excesiva devoción no solo comprometió su reputación, sino que también lo sumió en una espiral de deudas económicas y de tensiones con la iglesia, que finalmente intervinieron en su vida sacerdotal.
La crisis personal y la polémica pública
La vida de Jacint Verdaguer, una de las figuras más grandes de la literatura catalana, fue marcada no solo por su espléndida carrera poética, sino también por una serie de controversias personales y espirituales que lo llevaron al centro de una tumultuosa polémica pública que involucró a las más altas esferas religiosas y sociales de Cataluña a finales del siglo XIX. La última parte de su vida, marcada por su rebeldía y su lucha por la autonomía espiritual y literaria, representó un giro inesperado en la trayectoria de un hombre que, hasta entonces, había sido considerado como el poeta nacional catalán, el símbolo de la Renaixença.
La crisis de Verdaguer comenzó a gestarse a fines de la década de 1880, tras su regreso de Tierra Santa. Este viaje, en apariencia espiritual, supuso un verdadero punto de inflexión en la vida del poeta. Mientras estaba en los Santos Lugares, Verdaguer comenzó a sentir un agudo conflicto interno. Experimentó una crisis de conciencia que le llevó a preguntarse sobre su dedicación literaria y su distanciamiento de su ministerio sacerdotal. Este sentimiento de culpa por haber priorizado la poesía sobre sus deberes religiosos fue tan profundo que Verdaguer decidió dedicarse de manera intensiva a la caridad y a diversas obras religiosas.
Pronto, el poeta comenzó a involucrarse en un sinfín de actividades religiosas, buscando redimir de alguna forma su aparente alejamiento de la vida sacerdotal. En este afán de sacrificarse, Verdaguer se dedicó a una serie de obras caritativas que lo llevaron a acumular graves deudas. La gran pasión que sentía por ayudar a los más necesitados, a la que se sumó una práctica intensa de exorcismos y otros ritos religiosos, se convirtió en un terreno resbaladizo que lo alejó aún más de su vocación literaria y lo hizo caer en un comportamiento cada vez más controversial.
Su dedicación a estos actos, que fueron vistos como excesivos y fuera de lugar por las autoridades eclesiásticas, culminó en la intervención de la iglesia. En 1892, el obispo de Vic, en medio de las crecientes tensiones y escándalos que rodeaban a Verdaguer, decidió intervenir de manera firme en su vida. Le ordenó un retiro forzoso en el santuario de La Gleva, situado en el municipio de Les Masies de Voltregà, en la provincia de Barcelona. Este retiro fue el resultado de una decisión tomada por la jerarquía eclesiástica, que veía las acciones de Verdaguer como una amenaza a la autoridad de la iglesia y a la disciplina religiosa. Además, los excesivos gastos derivados de sus actividades caritativas y los conflictos con los que se encontraba a raíz de sus prácticas religiosas incomodaron profundamente a la alta sociedad y a la iglesia catalana.
Este periodo de reclusión no fue, sin embargo, un retiro pasivo para Verdaguer. Aunque estaba alejado de la vida pública, su creatividad literaria no se apagó. Durante su estancia en La Gleva, continuó escribiendo, y de este periodo nacieron algunos de sus textos más importantes, como Roser de tot l’any (1894) y Veus del Bon Pastor (1894). Estas obras reflejaban un profundo deseo de redención espiritual y un retorno a sus raíces religiosas. En ellas, Verdaguer se adentró en los aspectos más místicos de su fe, reflejando una especie de reconciliación con su propio ser y con las creencias que habían marcado su vida desde la infancia.
No obstante, el carácter obstinado y rebelde de Verdaguer, que siempre había estado presente, emergió con fuerza durante este periodo de reclusión. En 1893, después de haber sido sometido a una humillante reclusión, Verdaguer decidió abandonar el santuario de La Gleva y regresar a Barcelona sin el permiso de las autoridades eclesiásticas. Esta acción desobediente fue interpretada por muchos como un acto de desafío, una rebelión contra la jerarquía de la iglesia y un clamor por recuperar su libertad literaria y espiritual.
Una vez en Barcelona, Verdaguer comenzó a escribir una serie de artículos para el periódico El Noticiero Universal, en los que atacaba directamente tanto al Obispo de Vic como al Marqués de Comillas, quien había sido su mecenas y protector, pero que, en su opinión, lo había abandonado en el momento de mayor necesidad. En estos artículos, recopilados más tarde en el volumen En defensa pròpia (1895-1897), Verdaguer lanzó duras críticas contra aquellos que consideraba responsables de su desgracia y de su confinamiento en La Gleva. Los artículos provocaron una gran polémica en la sociedad catalana, que se dividió entre quienes apoyaban al poeta y quienes consideraban que su actitud era una afrenta a la iglesia y a la moral pública.
Los defensores de Verdaguer, entre los que se encontraban muchos intelectuales liberales y políticos progresistas, se unieron para respaldar su causa, acusando a la iglesia de perseguir a un hombre que había dedicado su vida al servicio de la cultura y la fe. Sin embargo, el bando contrario, compuesto por conservadores y clérigos, defendió la actuación del obispo de Vic y consideró que el poeta debía ser castigado por su comportamiento desobediente y su falta de respeto hacia la institución religiosa.
La controversia alcanzó su punto álgido en 1896, cuando Verdaguer publicó el poema Flors del Calvari (Flores del Calvario), una obra profundamente religiosa que, paradójicamente, fue vista por muchos como una especie de «victoria moral» sobre sus detractores. Este poemario, que reflejaba una vez más su devoción a la fe cristiana, terminó por consolidar la imagen de Verdaguer como una figura trágica, víctima de la persecución de la iglesia, pero también como un mártir literario que había sido injustamente reprimido. La reacción pública ante la publicación de Flors del Calvari fue positiva, y los sectores más progresistas de la sociedad catalana empezaron a reclamar la rehabilitación de Verdaguer como sacerdote, una demanda que se materializó en 1898, cuando, tras una retractación pública, el Obispo de Vic levantó la suspensión a divinis que le había sido impuesta.
Este episodio culminó en una especie de rehabilitación, aunque parcial, de Verdaguer. Regresó a la parroquia de Belén, en Barcelona, donde continuó ejerciendo su ministerio sacerdotal. A pesar de las tensiones pasadas, la vida de Verdaguer en esta etapa estuvo marcada por un retorno a sus labores pastorales, aunque sin renunciar a su pasión por la poesía. Durante los últimos años de su vida, continuó publicando obras como Santa Eulalia (1899), Aires del Montseny (1901) y Flors de María (1902), que reflejaban su espiritualidad madura y su conexión con la naturaleza y la tierra catalana.
Últimos años y legado
Los últimos años de Jacint Verdaguer fueron una mezcla de reconciliación, reflexión, y finalmente, una muerte que marcó un hito en la historia de la literatura catalana. Tras la turbulencia de los años previos, que incluyeron sus conflictos con la jerarquía eclesiástica y su exitosa, aunque polémica, recuperación de la figura de sacerdote, el poeta encontró un tipo de paz, aunque nunca completamente exento de tensiones. A partir de la década de 1890, Verdaguer vivió sus últimos días en Barcelona, pero los ecos de la controversia que lo había acompañado durante su vida nunca desaparecieron por completo. A pesar de los altibajos de su salud, de la complejidad de sus relaciones con la iglesia y la sociedad, su legado literario fue asegurado de manera definitiva, y su nombre se consolidó como uno de los más grandes exponentes de la literatura catalana de todos los tiempos.
El hecho de que Verdaguer continuara publicando hasta poco antes de su muerte le permitió cerrar un ciclo en su vida de producción literaria, con una obra que fue transformándose a medida que sus circunstancias cambiaban. Santa Eulalia (1899), Aires del Montseny (1901) y Flors de María (1902) son algunos de los títulos que le permitieron reafirmar su papel como un poeta profundamente religioso, pero también profundamente ligado a la tierra y la cultura catalana. Estos últimos trabajos eran una continuación de su pasión por la espiritualidad popular y la exaltación de los paisajes catalanes, que siempre fueron un tema central en su obra. En ellos, se encontraba la mezcla entre el fervor religioso y la nostalgia por una patria que, a pesar de los obstáculos, continuaba siendo el alma de su poesía.
El trabajo de Verdaguer no se limitó únicamente al ámbito literario. Su capacidad para revitalizar la lengua catalana y utilizarla como vehículo de expresión literaria es otro de los aspectos clave de su legado. En una época en la que el uso del catalán estaba relegado en muchos aspectos de la vida cultural y política, Verdaguer se erigió como un defensor incansable de su lengua, llevando el catalán a las más altas esferas de la literatura. Este hecho no solo lo convirtió en el poeta más destacado de la Renaixença, sino que también le otorgó el título simbólico de «poeta nacional» de Cataluña.
En el año 1902, la enfermedad de Verdaguer, una tuberculosis fulminante, lo alcanzó de manera drástica. La noticia de su grave estado de salud se propagó rápidamente, y la ciudad de Barcelona, que durante años había sido el centro de su vida y de su carrera, se preparó para una despedida histórica. La noticia de su enfermedad y su inminente fallecimiento provocó una gran ola de tristeza en la población catalana, que sentía que el poeta, a pesar de sus conflictos, era uno de los pilares fundamentales de su cultura. El 10 de junio de 1902, Jacint Verdaguer falleció en la finca Vil.la Joana, en Vallvidrera, un tranquilo suburbio de Barcelona, rodeado de su familia y allegados.
El sepelio de Jacint Verdaguer fue uno de los más multitudinarios de la historia de Barcelona. Más de trescientas mil personas asistieron al funeral del poeta, un hecho que reflejaba el profundo respeto y la admiración que la sociedad catalana tenía por él. Este acto de despedida no solo fue un homenaje a su vida, sino también un testimonio del legado cultural que dejó a su pueblo. Su muerte marcó el fin de una era, pero su obra, tanto en el ámbito literario como en el nacionalista, seguiría viva a través de las generaciones futuras.
El legado de Verdaguer no fue solo literario; su influencia en la construcción de la identidad catalana contemporánea fue también decisiva. Si bien su obra está marcada por la exaltación de la fe católica y la espiritualidad, también es una llamada a la unidad y a la grandeza de Cataluña. En obras como Canigó y L’Atlàntida, el poeta fusionó la historia, la mitología y la religión en un tejido narrativo que proponía una visión del mundo en la que Cataluña, como nación, jugaba un papel central en la evolución del destino universal. La figura de Cristóbal Colón y el mito de la Atlántida, por ejemplo, se entrelazan en sus textos como una representación del destino divino y providencial de la nación catalana.
Además, su capacidad para combinar lo épico con lo místico y lo popular con lo culto hizo de su obra un referente para la literatura catalana. Verdaguer también mostró una gran capacidad para hacer accesible la poesía a través de la lengua popular, llevando el idioma catalán a sus máximos niveles de expresión literaria. Su estilo, cargado de simbolismo y de imágenes que evocan la naturaleza de su tierra, ayudó a redefinir la literatura catalana moderna. A través de su obra, el catalán dejó de ser una lengua relegada a lo vernacular, para convertirse en un instrumento de expresión artística de alto nivel.
Después de su muerte, muchos de sus seguidores y admiradores continuaron defendiendo su figura, y su nombre se consolidó no solo como un emblema de la literatura catalana, sino también como un símbolo de la resistencia cultural frente a las imposiciones externas. La imagen de Verdaguer se fundió con la del «poeta nacional», y la figura de Jacint Verdaguer quedó inscrita en la memoria colectiva de Cataluña como un ícono de la identidad y la cultura catalana.
A lo largo de los años, la crítica ha reconocido en Verdaguer no solo a un poeta de gran renombre, sino también a un intelectual comprometido con su tiempo, que, a pesar de las dificultades que atravesó en su vida personal y religiosa, nunca dejó de luchar por la dignificación de su lengua y su cultura. El legado de Verdaguer es ahora indiscutible, y su obra sigue siendo un referente esencial para entender el romanticismo catalán y la evolución de la literatura en la lengua catalana.
La obra de Jacint Verdaguer es, en definitiva, un monumento a la identidad nacional de Cataluña, a la belleza de su lengua y a la profundidad de su religiosidad, marcada siempre por un fuerte sentimiento de pertenencia a su tierra y a su pueblo. El poeta dejó un legado que perdura más allá de su tiempo, y su nombre sigue siendo una referencia en el panorama literario y cultural de Cataluña. Su figura, ya mítica, se erige como el símbolo de una época dorada para la literatura catalana, y su influencia perdura hasta el día de hoy.
MCN Biografías, 2025. "Jacint Verdaguer i Santaló (1845–1902): El Poeta Nacional Catalán que Convirtió su Lengua en Arte". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/verdaguer-i-santalo-jacint [consulta: 17 de octubre de 2025].