Verdaguer i Santaló, Jacint (1845-1902).


Poeta y prosista español en lengua catalana nacido en Folgueroles (cerca de Vic, en la provincia de Barcelona) el 17 de mayo de 1845, y fallecido en Vallvidrera (Barcelona) el 10 de junio de 1902. Autor de una deslumbrante producción poética que parte de los modelos satíricos del legado clásico para adentrarse en los temas y las formas populares y acabar creando un universo mítico que pretende reflejar la identidad nacional catalana, está considerado como la figura cimera del movimiento cultural catalanista denominado Renaixença, así como el creador de la moderna lengua literaria catalana. En este sentido, el poeta y ensayista barcelonés Joan Maragall lo identificó como «el Dante» de las Letras catalanas contemporáneas.

Vida

Nacido en el seno de una modesta familia de payeses (campesinos catalanes) en la que la escasez de recursos económicos no empañaba las inquietudes culturales de sus progenitores, recibió desde niño una severa formación religiosa en el seno de la doctrina católica, inspirada por las firmes convicciones de su madre. Tras asistir a la escuela pública de su localidad natal y demostrar en ella una asombrosa capacidad intelectual y una precoz curiosidad humanística, a los diez años de edad ingresó en el Seminario de Vic, al que tenía que acudir diariamente recorriendo a pie el largo trecho de distancia que le separaba del hogar familiar de los Verdaguer. Fue allí donde, al socaire de las enseñanzas religiosas, estableció sus primeros contactos con los grandes clásicos universales de las literaturas greco-latina, castellana y catalana, y donde empezó a sentir el despertar de su innata vocación literaria, pronto manifiesta en su precoz habilidad para la composición e improvisación de unos poemas y canciones de tono popular en los que quedaba bien patente su interés por las costumbres y tradiciones de su tierra.

Hacia 1860, cuando el joven Jacint contaba quince años de edad, conoció en el Seminario de Vic a mosén Jaume Colell, un poeta menor -aunque muy celebrado en su reducido ámbito local- que compartió amistad con el seminarista adolescente y, consciente de su talento poético, orientó decisivamente sus pasos hacia la creación literaria. Estimulado por el aliento de Colell, Jacint Verdaguer se entregó de lleno a la escritura de poemas y comenzó a difundir algunas composiciones primerizas a través de diferentes publicaciones de su región, hasta que, en 1865, participó en los Juegos Florales de Barcelona y fue recompensado con dos galardones, lo que le dio pie para asistir a la entrega de premios vestido de payés, en una insólita reivindicación de la cultura autóctona que causó asombro en el panorama cultural catalán de mediados del siglo XIX. Tras la publicación, en el transcurso de aquel mismo año de 1865, de «Dos màrtirs de ma pàtria» -un poema que aumentó su ya creciente prestigio literario y le consolidó como una de las grandes revelaciones de la poesía escrita en su lengua vernácula-, siguió cultivando el género poético y relacionándose con otros escritores afines que, en 1867, fundaron el grupo literario L’Esbart de Vic, caracterizado por su defensa entusiasta de la estética romántica. Por aquellas fechas comenzó a frecuentar también el trato con otras figuras destacadas de la Renaixença, como el poeta y erudito de Villafranca del Penedès Manuel Milà i Fontanals y el escritor y humanista mallorquín Marià Aguiló i Fuster, y empezó a concebir un largo poema épico centrado en la figura de Cristóbal Colón y el Descubrimiento de América, primer esbozo de lo que, años después, habría de convertirse en su obra maestra, el extenso poema épico titulado L’Atlàntida (1877).

En 1868 conoció al célebre escritor provenzal -futuro premio Nobel de Literatura- Frédéric Mistral, quien, deslumbrado por las primeras muestras del talento poético del joven Jacint Verdaguer, le dedicó unas proféticas palabras de VirgilioTu Marcellus eris!«), con las que daba a entender que el precoz poeta de Folgueroles estaba llamado a coronar las cimas del Parnaso, una vez que hubiera logrado superar todas las dificultades que habrían de cruzarse en su camino. No descuidaba Verdaguer, entretanto, esa formación religiosa que le había conducido a los diez años hasta el Seminario de Vic; y en 1870, cumplido el primer cuarto de siglo de existencia, recibió las órdenes sacerdotales en medio de una crisis -más intelectual que espiritual- que le aconsejó, contra todo pronóstico, abandonar el cultivo de la creación poética para consagrarse de lleno a sus labores pastorales.

Destinado, en calidad de coadjutor, a la parroquia de Vinyoles d’Onís (Tarragona), empezó a ejercer con gran fervor su ministerio en medio de unas penosas condiciones de vida que pronto se vieron agravadas por los primeros síntomas de una seria dolencia que contribuyó, accidentalmente, al cumplimiento de su propósito de abandonar el trato con las Musas. El diagnóstico de los facultativos, concretado en lo que la ciencia de su época conocía como «anemia cerebral», implicaba necesariamente la búsqueda de los efectos balsámicos de la brisa marina, por lo que Jacint Verdaguer se instaló en Barcelona y, poco después, solicitó el puesto de capellán en el buque Guipúzcoa -perteneciente a la «Compañía Transatlántica»-, que cubría el periplo regular entre Cádiz y La Habana. Paradójicamente, la misma enfermedad que le había apartado de la poesía le vinculó nuevamente a ella, pues los viajes transoceánicos entre Europa y América fueron un estímulo irrefrenable para la reanudación de su poema L’Atlàntida.

Tras dos años de constante navegación a bordo del Guipúzcoa, Jacint Verdaguer obtuvo el cargo de capellán de Antonio López y López de la Madrid, un financiero y naviero cántabro, propietario de la «Compañía Transatlántica» y ennoblecido con el título de primer Marqués de Comillas. Cómodamente instalado en el palacio barcelonés del marqués, pronto fue nombrado limosnero de la Casa de su protector, cargo que le permitió conocer in situ la miseria del proletariado urbano y -sin tan siquiera sospecharlo por aquel entonces- prepararse en cierto modo para los graves problemas económicos por los que habría de atravesar a finales de la década siguiente. Gozaba, empero, a mediados de los años setenta de una seguridad y una tranquilidad tan beneficiosas para el restablecimiento de su salud como para el cultivo de la creación poética, como quedó bien patente en 1877, cuando en los Juegos Florales de Barcelona obtuvo el Primer Premio de la Diputación por su ya mencionado poema épico L’Atlàntida, felizmente concluido en el palacio de los marqueses de Comillas. Durante los años comprendidos entre 1876 y 1886 -que fueron, sin lugar a dudas, los más felices y apacibles de su existencia-, Jacint Verdaguer se consagró definitivamente como el gran poeta de las Letras catalanas de su época y publicó la mayor parte de su obra poética, integrada por algunos títulos tan relevantes como Idil.lis i cants místics (Idilios y cantos místicos, 1878), Llegenda de Montserrat (Leyenda de Montserrat, 1880), Lo somni de sant Joan (El sueño de San Juan, 1882), Collecció de cantics religiosos per al poble (Colección de cantos religiosos para el pueblo, 1882), Oda a Barcelona (1883), Caritat (Caridad, 1885) y Canigó (1886).

En 1886, un viaje Tierra Santa junto a la familia de su mecenas le sumió en una nueva crisis, esta vez profundamente espiritual, ya que regresó a España con el convencimiento culposo de haber relegado su ministerio sacerdotal en beneficio del éxito literario. Se entregó entonces de lleno a unas obsesivas obras caritativas que le llevaron a acumular onerosas deudas, al tiempo que, excediéndose gravemente en sus misiones pastorales, se daba a la práctica de públicos exorcismos que no eran bien considerados por las autoridades eclesiásticas catalanas. Mas no por ello lograba sustraerse a su innata vocación creativa, que le impulsó a escribir y publicar nuevas obras como Excursions i viatges (Excursiones y viajes, 1887) y Patria (1888), títulos que redundaron -en medio del escándalo religioso y social que comenzaba a rodearle- en pro de su ya inmenso prestigio literario. Poco después, fruto de su reveladora peregrinación a los Santos Lugares, salieron a la luz otras obras suyas como Dietari d’un pelegrí a Terra Santa (Dietario de un peregrino a Tierra Santa, 1889), Jesús Infant (Jesús Niño, 1890), Nazaret (1890), Betlem (Belén, 1891) y La fugida a Egipte (La huida a Egipto, 1893).

Las numerosas deudas que había contraído y la práctica abusiva e indiscriminada de exorcismos comprometieron el buen nombre de los marqueses de Comillas y enojaron a las autoridades eclesiásticas catalanas, que decidieron intervenir con firmeza en los excesos cometidos por Verdaguer en el ejercicio de su misión sacerdotal. En 1892, el obispo de Vic lo reclamó a su diócesis y le ordenó permanecer recluido por un tiempo en el santuario de la Mare de Déu de La Gleva, sito en el municipio barcelonés de Les Masies de Voltregà. En este forzoso retiro espiritual, el escritor catalán continuó desplegando una intensa actividad literaria, plasmada en nuevas obras como Roser de tot l’any (Rosal de todo el año, 1894), Veus del Bon Pastor (Voces del Buen Pastor, 1894) y Sant Francesc (San Francisco, 1895).

Tras un período de sumisa obediencia a sus superiores eclesiásticos, el carácter terco e indómito de que había hecho gala desde sus ya lejanos tiempos en el Seminario de Vic le impulsó a rebelarse contra el ostracismo al que había sido relegado. Sin solicitar el pertinente permiso de las autoridades religiosas, abandonó el santuario de La Gleva y se afincó en Barcelona, donde empezó a publicar en las páginas del rotativo El Noticiero Universal una serie de artículos en los que arremetía con saña contra el obispo de Vic y el marqués de Comillas, a los que hacía culpables de su forzosa reclusión monacal. Estos virulentos escritos periodísticos, recopilados en un volumen que vio la luz bajo el elocuente título de En defensa pròpia (1895-1897), suscitaron una tensa polémica en la opinión pública catalana de finales del siglo XIX, que quedó dividida entre los defensores del escritor y los que consideraban justo su castigo. Partidarios del sacerdote rebelde fueron los sectores más liberales de la política catalana, así como algunos progresistas radicales entre los que se contaban -paradójicamente- no pocos ciudadanos conocidos por su feroz anticlericalismo; al lado del obispo y el marqués militaron los conservadores y los defensores a ultranza de la jerarquía eclesiástica. Implicados todos ellos en un escándalo que no dejaba indiferente a nadie, extendieron la polémica a casi todos los rincones del país, en medio del ominoso silencio de gran parte de los escritores catalanes, muchos de los cuales aprovecharon el clima hostil creado alrededor de Verdaguer para vengarse mezquinamente de los celos derivados del enorme éxito literario que el autor de Folgueroles había cosechado entre la crítica y los lectores.

Lo cierto es que el «caso Verdaguer» -como llegó a ser denominado en su tiempo- alcanzó unas proporciones desorbitadas en los medios políticos, sociales, religiosos y culturales de toda la nación; y que el pueblo llano, especialmente indignado por la suspensión a divinis que, como castigo a su desobediencia, había decretado contra él el obispo de Vic, tomó partido a favor de la causa del poeta, quien poco a poco fue nimbando su ya inmenso prestigio literario con la aureola que adorna a las víctimas injustamente perseguidas por quienes ostentan cualquier clase de poder. En el punto culminante de la polémica, la aparición de un espléndido poemario religioso del autor catalán, Flors del Calvari (Flores del Calvario, 1896), otorgó finalmente la «victoria moral» al bando de sus defensores, y algunas voces precipuas de la cultura española del momento -como la del benemérito escritor y erudito agustino Manuel Fraile Miguélez (1864-1928)- empezaron a reclamar airadamente su rehabilitación como sacerdote, que fue otorgada a regañadientes por el obispo de Vic en 1898, no sin antes haber forzado la retractación pública de Jacint Verdaguer.

Liberado, pues, de la infamante suspensión a divinis, obtuvo un beneficio en la parroquia barcelonesa de Belén (ubicada, irónicamente, frente al palacio de Moja, residencia de los marqueses de Comillas), en donde continuó ejerciendo su ministerio sacerdotal -ya despojado de populacheras prácticas exorcistas e impulsivos arrebatos caritativos- hasta el final de sus días. Mantuvo bien despierta, por aquellas postrimerías del siglo XIX y en los comienzos de la siguiente centuria, su feraz inspiración literaria, que todavía habría de permitirle asomarse de nuevo a los escaparates de las librerías con otras obras originales como Santa Eularia (Santa Eulalia, 1899), Aires del Montseny (1901) y Flors de María (Flores de María, 1902). La fama de que gozaba entre el pueblo llano, un tanto aletargada tras la feliz conclusión del «caso Verdaguer», cobró nuevos bríos cuando circuló por la Ciudad Condal la alarmante noticia de que el poeta se hallaba gravemente enfermo, aquejado de un fulminante proceso tuberculoso; de ahí que al anochecer del día 10 de junio de 1902, tras haberse sabido que Jacint Verdaguer acababa de fallecer en la finca Vil.la Joana (sita en la localidad barcelonesa de Vallvidrera), se alzara en todas las calles de Barcelona un doloroso clamor popular que lloraba la pérdida del ya considerado «poeta nacional», a cuyo sepelio y honras fúnebres -los más multitudinarios de cuantos se han celebrado en la capital catalana- asistieron más de trescientas mil personas.

Obra

A pesar de la formación humanística que Verdaguer recibió durante sus años de estancia en el Seminario de Vic, no cabe rastrear en su poesía las huellas clásicas propias de un autor culto o erudito, aunque tampoco lastran su obra las limitaciones de los poetas meramente instintivos o intuitivos. En líneas generales, su producción poética es inequívocamente romántica, y dentro de esta vasta corriente estética e ideológica cabe situar algunas líneas estilísticas y temáticas comunes a toda su generación, como un cierto barniz de documentación histórica y literaria, una poderosa capacidad de absorción de la cultura popular, una afanosa búsqueda de un modelo de lengua literaria capaz de sintetizar las dos influencias anteriores (la culta y la popular), y, por encima de todo, una añoranza de una edad dorada o un paraíso perdido que, en su caso, se resuelve a la postre en la exaltación de su patria catalana y en la certeza de un providencialismo cristiano capaz de amalgamar, en la dimensión espiritual del hombre, esas notas comunes de identidad nacional. No es de extrañar, por ende, que el conjunto de su corpus poético compartan idéntico protagonismo la exaltación del sentimiento colectivo y el sincero apunte intimista; la épica de lo cívico y la lírica de lo privado; la hipérbole patriótica y la imagen sencilla y familiar; la solemnidad grandiosa de la narración y la descripción propias de la epopeya y, al mismo tiempo, la ternura recogida y humilde de la devoción religiosa y el sentir popular del poeta.

Primeros escritos

La irrupción de Jacint Verdaguer en la poesía catalana decimonónica coincide con los primeros intentos de consolidación del movimiento cultural e ideológico conocido como Renaixença, al que el poeta de Folgueroles habría de conferir solidez, plenitud y, por encima de todo, visos de continuidad en las obras de escritores posteriores. Sus composiciones poéticas primerizas, nítidamente deudoras de los temas y las formas del cancionero popular catalán (en el que no están ausentes los argumentos satírico-burlescos), habrían de quedar póstumamente recopiladas en los volúmenes titulados Jovenívoles (Juveniles) y Disperses (Dispersas), en cuyas páginas es fácil apreciar la pronta evolución de Verdaguer hacia motivos histórico-patrióticos y hacia el íntimo recogimiento religioso.

Desde su temprana juventud cultivó, asimismo, la prosa, en diferentes colaboraciones periodísticas que anunciaban ya la exquisitez de obras futuras como Excursions i viatges (Excursiones y viajes, 1897), En defensa pròpia (1895-1897) y Rondalles (1905), esta última -publicada también tras la desaparición de su autor- compuesta por magistrales versiones de cuentos populares y leyendas tradicionales catalanas.

Poesía épica

L’Atlàntida (1877)

L’Atlàntida, grandiosa epopeya de la hispanidad escrita en lengua catalana, es un poema típicamente romántico de concepción y aliento colosales, regido por la influencia del historicismo de su tiempo y por la combinación -tan representativa del gusto decimonónico- de elementos procedentes del positivismo científico (como la plasmación de saberes geológicos) y de ingredientes pertenecientes a la esfera de lo espiritual (como el providencialismo cristiano o las aspiraciones míticas). Sirviéndose, a lo largo de casi todo el poema, de versos de Arte Mayor divididos en dos hemistiquios de seis sílabas -molde formal utilizado por Bonaventura Carles Aribau en su celebérrima Oda a la Pàtria (1832), considerada como el arranque literario de la Renaixença-, Jacint Verdaguer presenta la figura idealizada de un joven Colón que, tras haber naufragado frente a las costas lusitanas, es recogido por un ermitaño que le relata la leyenda mítica del hundimiento de la Atlántida y la subsiguiente separación de la Tierra en continentes. Consciente de que este episodio legendario augura la aparición providencial de una nueva nación encargada de asumir la grandeza de la civilización tragada por las aguas, Colón experimenta una visión en la que vislumbra un nuevo mundo que debe ser descubierto y cristianizado por la nación destinada a tomar el relevo de la Atlántida. Él se sabe llamado a convertirse en vehículo de este destino mítico, pero no encuentra apoyo alguno en los lugares que visita (Venecia, Génova y Portugal) en busca de las ayudas necesarias para llevar a cabo su epopeya. Una nueva premonición onírica, esta vez sobrevenida a la reina Isabel la Católica (1451-1504), le permitirá realizar su magno descubrimiento, interpretado por Verdaguer como la reunificación espiritual de los continentes y el surgimiento de ese pueblo elegido que, gracias a la Divina Providencia, supera en grandeza a la desaparecida Atlántida.

L’Atlàntida, galardonada con el premio de la Diputación de Barcelona en los Juegos Florales de Barcelona de 1877, supuso no sólo la definitiva consagración de Jacint Verdaguer como el gran poeta catalán de su tiempo, sino también el nacimiento de una opinión colectiva que estimaba que la literatura catalana, tras los titubeos iniciales de la Renaixença, «acababa de ser enriquecida con una aportación extraordinaria y trascendente» (A. Comas Pujol). En resolución, la crítica y los lectores catalanes tuvieron a partir de entonces la certeza de haber recobrado, merced a esta obra monumental, toda la fuerza expresiva de su lengua vernácula como vehículo de expresión literaria.

Canigó (1886)

Canigó es a la epopeya catalana lo que L’Atlàntida a la recreación mítica y épica del esplendor hispano. Considerado por la mayor parte de la crítica especializada como la obra maestra del poeta de Folgueroles, este poema épico compuesto de doce cantos y un epílogo ubica su acción en el siglo XI, en el momento en que Gentil, hijo del conde Tallaferro, es investido caballero por parte de su tío Guifre de Cerdeña en la ermita de Sant Martí del Canigó. En la fiesta que conmemora a este santo, Gentil cae rendidamente enamorado de la pastora Griselda, peligrosa pasión que amenaza con distraerle de sus graves responsabilidades militares (ha sido encargado, al frente de la vanguardia de las tropas de su tío, de detectar cualquier posible ataque de las fuerzas musulmanas). En medio del fascinante espectáculo de las fiestas, Gentil abandona su puesto de vigilancia y se topa con Flordeneu, reina de las hadas, que ha adoptado la apariencia externa de Griselda para enamorar al joven caballero. Ambos se pierden en un maravilloso recorrido por los Pirineos, lo que da pie al ataque de las huestes musulmanas contra los hombres de Guifre, que sufren una terrible derrota por culpa de la deserción de Gentil. Cuando el conde vuelve a encontrarse con su sobrino, le hace pagar con la muerte su vergonzoso comportamiento militar; luego, tras la victoria final de los cristianos, Guifre se retira a un monasterio para purgar su dolor, no sin antes haber ordenado erigir una solemne cruz en la cumbre del Canigó, símbolo de la posesión espiritual y territorial del cristianismo y, al mismo tiempo, de la derrota del paganismo encarnado en las hadas, que se ven forzadas a abandonar aquellos parajes.

Como fácilmente se desprende de la lectura de este apresurado recorrido por el argumento del poema, Canigó es un canto de exaltación a la reconstrucción no sólo política, sino también espiritual de la nación catalana. El acierto de Verdaguer estriba, fundamentalmente, en su habilidad a la hora de combinar los temas y personajes históricos y legendarios (con la figura señera del abad Oliba a la cabeza, en una solemne evocación de su misión pacificadora y su labor de construcción de monasterios), con los tópico, motivos y figuras característicos de la literatura fantástica, hasta lograr un sugerente contraste entre los amores fantásticos de Gentil y Flordeneu y las rudas hazañas bélicas de los primeros condes catalanes. Esta feliz fusión de elementos tan disímiles como la historia, la fantasía, la espiritualidad religiosa, la intencionalidad político-nacionalista, la descripción de paisajes y el dramatismo de los personajes hace de Canigó un paradigma espléndido de la mejor literatura romántica.

Poesía religiosa

En los poemas religiosos de Jacint Verdaguer se aprecia la misma conjunción de tonos épicos y líricos que prevalece en el resto de su corpus poético. A grandes rasgos, sus inquietudes espirituales se manifiestan, dentro de sus composiciones poéticas, por tres vías bien diferenciadas entre sí: la teología, la mística y la devoción popular. El escaso interés de sus poemas teológicos no empaña los aciertos de sus versos místicos, recogidos sobre todo en el poemario Idil.lis i cants místics (Idilios y cantos místicos, 1879), en el que pueden rastrearse las huellas de la Biblia, de san Francisco de Asís, de Raimundo Lulio y de los místicos castellanos del Siglo de Oro. No hay, empero, en estos poemas místicos de Verdaguer la profundidad de conceptos espirituales que caracteriza a los citados modelos; sino más bien un dulce y melancólico sentimiento de gozo cristiano y efusión devota que triunfa, sobre todo, en sus piezas más ligadas a la expresión de la religiosidad popular (lo que no impide que, en sus momentos de mayor acoso social y soledad interior, Verdaguer se remonte a elevadas cotas de austero ascetismo). Cabe añadir, por último, que el sentimiento religioso del poeta se alía en numerosas ocasiones con su fervor nacionalista para glosar en verso algunos de los motivos más característicos de la espiritualidad de su tierra, como queda bien patente en Llegenda de Montserrat (Leyenda de Montserrat, 1880), Lo somni de sant Joan (El sueño de San Juan, 1882), Collecció de cantics religiosos per al poble (Colección de cantos religiosos para el pueblo, 1882), Veus del Bon Pastor (Voces del Buen Pastor, 1894), Flors del Calvari (1896), Santa Eularia (Santa Eulalia, 1899), Aires del Montseny (1901) y Flors de María (Flores de María, 1902).

Lengua y estilo

Al margen de los indudables méritos artísticos de la mayor parte de las obras citadas en parágrafos anteriores, Jacint Verdaguer hubiera pasado por sí solo a la historia de la literatura catalana gracias a su genial recuperación de su lengua vernácula como vehículo de expresión literaria, donde apenas había vuelto a desempeñar esta función desde finales de la Edad Media. Atento, sobre todo, al habla cotidiana y viva de su comarca natal, supo liberarla de arcaísmos léxico y construcciones sintácticas viciadas para elevarla a categoría de objeto artístico, conservando intacta toda su riquísima amplitud de vocabulario, su genuina sintaxis y -en lo que sus textos poéticos se refiere- su exquisito sentido del ritmo. Su aportación personal como creador -basada en metáforas de gran plasticidad, generalmente referidas al paisaje y la naturaleza de su entorno-, enriqueció además ese legado vivo que adoptó con mayor fortuna y acierto que cualquier otro poeta catalán de su tiempo, por lo que fue reconocido por sus propio coetáneos como el auténtico creador de la moderna lengua literaria catalana.

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