Salamanca y Mayol, José de. Marqués de Salamanca (1811-1883).


Financiero y hombre de negocios español nacido en Málaga en 1811 y muerto en Madrid en 1883. Fue uno de las figuras más singulares del siglo XIX español. Multimillonario, coleccionista de arte, inversor de riesgo, José de Salamanca se arruinó varias veces, pero presumió de no haber dejado nunca sin pagar una deuda. Su nombre ha quedado asociado a uno de los barrios más exclusivos de la ciudad de Madrid, donde hay una efigie dedicada a su persona.

Estudió leyes por imposición paterna, y se licenció en derecho por la Universidad de Granada. Simpatizante del Partido Liberal, estuvo enamorado de Mariana Pineda, aunque nunca le correspondió. Tras acabar sus estudios, ocupó el puesto de alcalde de la localidad de Monovar (Alicante), y fue también regidor del pueblo de Vera (Almería), donde se le eligió diputado a Cortes. En 1837, y para ocupar su puesto en el Congreso, José de Salamanca se trasladó a Madrid, donde se convirtió en miembro habitual de tertulias e invitado en los mejores salones de la capital. En esa época empezó a revelarse como un excelente financiero mediante algunas inversiones arriesgadas, lo que le hizo aumentar su modesto patrimonio personal.

La fama de Salamanca como negociador y hombre de negocios llegó a oídos del ministro de Hacienda, que le pidió que viajase a Londres para conseguir un aplazamiento en una deuda contraída por España con la bolsa londinense. La misión de Salamanca fue un completo éxito, pero él rechazó la compensación económica que se le ofreció a cambio de sus gestiones, con lo que adquirió una justa fama de caballero desinteresado. Para entonces, ya poseía una notable fortuna personal, cimentada gracias a inteligentes inversiones bursátiles. Se instaló en un palacete de la calle Alcalá, decorado con extremo gusto, y se rodeó de todo tipo de comodidades: por ejemplo, la suya fue la primera casa de Madrid en tener cuarto de baño completo. También en esos años ofreció al Estado arrendar y explotar durante cinco años el estanco de la sal, comprometiéndose a doblar los ingresos que hasta entonces generaba ese negocio. El Ministerio de Hacienda aceptó, y Salamanca incrementó su fortuna mientras aumentaba también los ingresos estatales.

Una operación bursátil demasiado arriesgada hizo que el patrimonio de Salamanca sufriese una merma notable. Pagó con rigor a todos sus acreedores, pero este contratiempo le hizo perder su amistad con Narváez, de quien era socio inversionista. Salamanca decidió pasar un tiempo alejado de España, y durante algunos meses viajó por Europa, empleando su tiempo en estudiar de cerca un negocio que iba cobrando fuerza en el continente: el ferrocarril. Cuando volvió a España aplicó todo lo aprendido en un proyecto que ya había acariciado: el establecimiento de una línea férrea entre Madrid y Aranjuez. El 7 de febrero de 1751, la reina Isabel II hacía el primer viaje en tren entre las dos localidades, cuya duración era inferior a hora y media. Fue el primero de otros prósperos negocios en el campo del ferrocarril, y de hecho Salamanca llegó a representar en Europa a la Sociedad de Ferrocarriles de Nueva York a California.

Desde su época como alcalde, Salamanca se sentía atraído por la vida política. Quizá por eso aceptó ocupar la cartera de Hacienda en el gobierno de Serrano. No fue un mal ministro, pero tras surgir algunas hostilidades entre él y la reina Isabel II, la llegada al gobierno de su antiguo socio y actual enemigo, Narváez, acabó con la carrera política del financiero. En esta ocasión dejó España para vivir una temporada en Francia, donde supo que en su país se le acusaba de estafa a la Hacienda pública. Volvió y se defendió ante el Congreso, y utilizó en su favor un argumento irrebatible: cuando entró en el Gobierno era un hombre rico, y en ese momento estaba prácticamente arruinado. El financiero se libró de la cárcel, pero supo que se había convertido en un cadáver político.

Fueron tiempos difíciles para Salamanca, y los que no le conocían aseguraban que estaba acabado. Pero se equivocaron, pues Salamanca invirtió el poco capital que aún conservaba en nuevos trazados ferroviarios. Una vez estuvieron terminados los vendió al Estado por quince millones de pesetas. Con esa cantidad, fabulosa para la época, comenzó nuevos negocios que no tardaron en florecer. También, y después de haber sido declarado por sus amigos soltero vocacional, se casó con Petronila Livermore. El suyo no fue un matrimonio demasiado feliz, y ella se limitó a dar dos hijos a su esposo y a sufrir con paciente resignación los devaneos sentimentales de Salamanca.

Cuando parecía que en cierta forma la vida de Salamanca iba ya por el buen camino, el estallido de la Vicalvarada volvió a poner su vida patas arriba. Se le acusó de seguir colaborando en la sombra con el gobierno recién caído, y el magnate tuvo que volver a salir del país, aunque volvió poco después cuando ya estaba establecida la regencia de Espartero. Fue entonces cuando Salamanca decidió que era hora de construirse una residencia a su medida, pues hasta entonces siempre había ocupado palacetes que otros le vendían. Inició así la construcción de un elegante palacio en el madrileño paseo de Recoletos, una zona inmediata a la Cibeles y a la puerta de Alcalá, y que entonces ni siquiera estaba urbanizada. Salamanca compró a bajo precio una gran cantidad de terreno en los alrededores de la que sería su casa. El palacio de Salamanca, una auténtica obra de arte de inspiración francesa, que fue decorada con valiosas obras de arte y cuadros de los grandes maestros de la pintura europea, fue el primero de una serie de edificios que conformaron un barrio al que se le dio su nombre. Salamanca acababa de convertirse en promotor inmobiliario, y construyó varias casas de varios pisos (enormes todos ellos) con el propósito de que se convirtieran en el lugar de residencia preferido para la nueva burguesía madrileña, ya en pleno ascenso.

El palacio de Salamanca asombró a sus contemporáneos. Estaba rodeado de un jardín donde se plantaron flores exóticas y árboles llegados de distintos países, tenía una excelente biblioteca donde había decenas de incunables y libros raros, y una pinacoteca privada que estaba considerada de las mejores de toda Europa. Había lienzos de Goya, de Velázquez, de Rubens o de Tiépolo, muchos de ellos adquiridos en casas de subasta de toda Europa.

Esta fue la época de mayor esplendor de José de Salamanca. En 1866, la reina Isabel II le había otorgado el título de marqués de Salamanca, con grandeza de España. Podía permanecer cubierto ante el rey. Su fortuna personal era superior a los 400 millones de reales. Su palacio era uno de los lugares favoritos para la alta sociedad madrileña. No podía pedir nada más, pero Salamanca no se conformaba. Por eso siguió arriesgando su capital en inversiones que los expertos desaconsejaban. En una serie de malas sesiones de bolsa que culminaron con la bajada de los valores ferroviarios, perdió más de cien millones de reales. El asunto no hubiera sido tan grave de no coincidir con otro descalabro económico. Porque las lujosas residencias que el marqués de Salamanca había hecho construir se vendían muy por debajo del precio previsto. Al parecer, las personas a quienes estaban destinadas consideraban que aquel barrio trazado por el propio marqués estaba demasiado lejos del centro (hay que decir que a día de hoy el barrio de Salamanca es una de las zonas más caras y codiciadas de Madrid, y en sus calles se encuentra la llamada «milla de oro» madrileña, donde se encuentran los establecimientos comerciales y las firmas más exclusivas). El caso es que con la venta de aquellos edificios, Salamanca estaba perdiendo dinero, pues la construcción de las viviendas se había llevado a cabo por medio de créditos a intereses muy altos.

Salamanca volvió a arruinarse. Acosado por sus acreedores, llegó incluso a pensar en suicidarse. Como ya su crédito en los principales bancos estaba agotado, tuvo que vender su palacio de Recoletos y su fabulosa colección de pintura para atender a sus acreedores.

Nunca dejó de trabajar y de arriesgarse en pequeños negocios cuyas ganancias se comían los intereses de sus pasadas deudas. Pagó prácticamente todas antes de morir en 1883 de una neumonía en su palacete madrileño de Vistaalegre, que estaba también hipotecado hasta el último ladrillo.

Marta Rivera de la Cruz