Fernández de la Cueva Enríquez, Francisco. Duque de Alburquerque (¿-1733).
Administrador colonial español, nacido en Génova (Italia) en fecha desconocida y muerto en Madrid el 23 de octubre de 1733. Fue duque de Alburquerque, marqués de Cuéllar y el trigésimo cuarto virrey de Nueva España (1702-11).
Nacido en Génova (Italia), era hijo de Melchor de la Cueva Enríquez, a su vez hermano del que fuera virrey Francisco Fernández de la Cueva de Nueva España (1653-1660) y de Ana Rosalía Fernández de la Cueva, hija de aquel virrey y heredera de sus títulos. Francisco recibió muy pronto el de Marqués de Cuéllar, por autorización paterna. De su madre heredó los de marqués de Cadereyta y conde de la Torre. Fue Grande de España, capitán general del reino de Granada y capitán general del reino de Andalucía y de las costas del Mar Océano.
En el enfrentamiento sucesorio, se inclinó a favor de la causa de Felipe V, quien en agradecimiento a su fidelidad le nombró virrey el 28 de abril de 1702. A pesar de las dificultades existentes para la travesía del Atlántico, embarcó en la flota francesa que mandaba el almirante Ducas y salió de La Coruña el 30 de junio con destino a Veracruz.
Su llegada a Nueva España, el 6 de octubre de ese año, fue saludada con repique general de campanas en los templos de la capital, tanto por su feliz arribo como por los rumores según los cuales llegaba “con dos mil gallegos para ponerlos en diferentes partes de guarnición”; tal era la inquietud generalizada a causa de la guerra en Europa, pero que tanto repercutía en los virreinatos de ultramar. Se prepararon celebraciones y festejos en honor del virrey y de su esposa, doña Juana de la Cerda y Aragón, hija del duque de Medinaceli y heredera de numerosos títulos por parte de padre y madre. Se dice que fue una de las virreinas “más linajudas de Nueva España”.
En el puerto, su primera decisión fue aprobar la continuidad de una factoría francesa, establecida por el llamado “Asiento de los negros”, concesión acordada por la corte en el primer tratado con Francia y por el que, en un periodo de diez años, se comprometían los franceses a proveer al continente y a las islas de cierto número de esclavos negros a buen precio.
Tras permanecer algo más de un mes en Veracruz, fue recibido en Otumba por el arzobispo Ortega y Montañés, virrey interino, el 19 de noviembre y tres días después llegaron ambos a Guadalupe. El duque se retiró a Chapultepec, donde residió hasta su traslado definitivo al palacio virreinal el 8 de diciembre. Previamente, el 27 de noviembre por la noche, “se reunió la Audiencia en Real Acuerdo, hizo el juramento el virrey y tomó posesión”. El cronista Robles describe con todo lujo de detalles la decoración y el desarrollo de tan solemne ceremonia.
Se dice que el duque de Alburquerque fue muy exigente en el cumplimiento de las reglas de etiqueta. El historiador Alamán cuenta que “volviendo a Palacio en su coche, se encontró con el Chantre de la Catedral que iba a pie y al observar que no se detenía y quitaba el sombrero, luego que llegó al Palacio pasó recado al Arzobispo, para que antes de 24 horas hiciese salir al Chantre desterrado, como se verificó”.
Gobernó Nueva España durante un largo periodo de nueve años, coincidentes con la guerra de Sucesión. Su preocupación inmediata fue la defensa de los territorios, la reparación y reconstrucción de la armada de Barlovento con buenos capitanes y marineros, en un difícil esfuerzo por mantener la colonia alejada de las repercusiones de la guerra. Muy pronto publicó un decreto por el que eran confiscados los bienes de holandeses, ingleses y portugueses, alineados en el bando del pretendiente austríaco.
Como consecuencia de la guerra en Europa, no era de extrañar el aumento del número de barcos holandeses y británicos que recorrían las costas del Golfo, especialmente Campeche y Yucatán, y trataban de defenderse buscando el apoyo del virrey. Se confirmó por entonces la existencia de una colonia inglesa, de cortadores y comerciantes de palo de tinte y otros aventureros, fundada por Peter Wallace en la desembocadura de un río que se llamó inicialmente Walix (actual Belice) y los españoles nombraron río Valis.
Martín de Urzúa y Arizmendi, gobernador de Yucatán, que desde 1699 había venido reforzando las defensas de Mérida, Campeche y Valladolid de Yucatán, ordenó numerosas expediciones a la Laguna de Términos, próxima a Campeche, ocupada por los ingleses, así como al territorio de Zacatán o Belice, sin conseguir el desalojo de sus invasores. La preocupación de la corona se confirmó en una Real Cédula de 28 de abril de 1703, en la que el rey notificaba al virrey: “Hallándome con noticias ciertas y repetidas de que ingleses y holandeses tienen resuelto y hecha alianza para pasar a la conquista de la América…”. Aunque en 1705 una expedición mandada por el gobernador de Yucatán logró desalojar definitivamente a los ingleses de la Laguna de Términos, la falta de recursos para establecer en ella un presidio o población, obligó al virrey a ordenar la destrucción de todas las instalaciones y regresar a Campeche.
En las provincias del noroeste continuaron las misiones y la exploración de la California, confirmada como península unida al continente, gracias a la labor de los padres Kino y Salvatierra. Ante el incumplimiento por el virrey de la entrega de los dineros prometidos, los jesuitas recurrieron nuevamente al apoyo de nobles y empresarios privados, dispuestos a financiar la expansión colonial. Separados otra vez, Kino recorrió y descubrió nuevos espacios al norte de California, mientras Salvatierra y Ugarte proseguían su labor en la península, fundando nuevas misiones. El padre Salvatierra, que había pensado abandonar la empresa misionera escribió: “Hasta aquí hemos hecho cuanto alcanzaban nuestras débiles fuerzas para conservar a Dios y al Rey la conquista de estos países. Se han hecho repetidos informes al virrey y Audiencias de México y Guadalajara y aun a la corte de Madrid; pero la Europa está muy lejos y muy perturbada la monarquía para que puedan llegar nuestras voces al trono…”; pero sus colaboradores le impidieron renunciar.
Desde la corte de Felipe V la mayor preocupación residía en la recepción de fondos y contribuciones que permitieran financiar el esfuerzo de guerra, tanto interior como internacional. Se ordenó al clero de América que entregase el diezmo de sus rentas para ayudar a los gastos públicos, lo que originó un claro enfrentamiento entre el arzobispo y el cabildo. También se obligó a retraer a la corona las rentas y productos de la Real Hacienda previamente enajenados, así como la entrega de un impuesto especial sobre el sueldo de los funcionarios y los beneficios de los hacendados.
Este esfuerzo contributivo contó con el apoyo del virrey que, por su parte, consiguió obtener donativos y contribuciones, calificadas de voluntarias, de más de un millón de pesos, tanto en 1706 como en 1708, lo que el rey le agradeció prorrogando el mandato virreinal por algunos años, además de la concesión del Toisón de Oro al duque de Alburquerque.
En política interior, sin embargo, la situación del país se deterioraba gravemente. Los caminos y pueblos estaban plagados de bandidos y ladrones; las sublevaciones en tierras de indios se hicieron cada vez más frecuentes, como protesta frente al pillaje y las exacciones por la fuerza de los colonos; los precios de las mercancías crecieron hasta alcanzar niveles insoportables y se extendió por doquier la miseria y el hambre. Para hacer frente a esta situación el virrey dictó instrucciones muy severas, expulsó a maleantes y vagos, publicó listas de precios oficiales, consiguió traer a Nueva España importantes partidas de azogue y se preocupó por el fomento de las obras de desagüe y las obras públicas en general.
El famoso Tribunal de «la Acordada», quedó establecido en 1710 por acuerdo de la Audiencia, previo conocimiento del rey, pero dependía exclusivamente de la voluntad del virrey. Estaba dedicado a la persecución del bandidaje en todo el territorio y su jefe, llamado capitán o juez de la Acordada, disponía de las más amplias facultades de conocer cualquier causa y ejecutar las resoluciones adoptadas. Sus errores y excesos se hicieron evidentes muy pronto.
A Fernández de la Cueva se le ha calificado de “afable, moderado y hábil gobernante, que mantuvo el virreinato tranquilo y seguro”. En realidad, abrumado por la magnitud de los problemas, tanto internos como externos, el duque logró sortear los mayores peligros por medio de una política de dureza y rigor en el ámbito de la policía, mientras descuidaba la moralidad y el buen orden en los procedimientos administrativos, la compra de puestos de gobierno y de autoridad mediante prebendas y cohechos, lo que provocó una situación generalizada de corrupción.
Conocido el nombramiento del duque de Linares para sucederle, le entregó el mando el día 13 de noviembre de 1710 y partió para España. Su esposa falleció en 1724 y unos años más tarde, el 23 de octubre de 1733, moría en Madrid.
Bibliografía
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ALAMÁN, L. Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana. México, 1844.
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OROZCO y BERRA M. Historia de la dominación española en México. México, 1938.
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RIVA PALACIO, V. El Virreinato. Tomo II de México a través de los siglos, México, Compañía General de Ediciones, 1961.
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DE ROBLES, A. «Diario de sucesos notables», en Documentos para la historia de México. México, 1853.
M. Ortuño