Cervantes, Magdalena de (1553-1611).
Hermana menor del escritor Miguel de Cervantes, nacida en Valladolid en 1553 y fallecida en Madrid el 28 de enero de 1611. Durante toda su vida mantuvo una espléndida relación con el autor del Quijote, con el que compartió vivienda, ya fuera del hogar familiar, en Madrid y Valladolid. La complicidad establecida entre ambos llevó incluso a Magdalena a prohijar a la joven Isabel de Saavedra, al parecer «hija natural» de las relaciones adúlteras mantenidas hacia 1854 entre Miguel de Cervantes y la tabernera madrileña Ana Franca de Rojas. Este gesto de Magdalena cobraba, en la época, un valor mucho más apreciable del que pudiera haber tenido en la actualidad, ya que no faltaron voces maliciosas que consideraron a Isabel de Saavedra como hija secreta de Magdalena.
Nacida durante la desastrosa aventura que había llevado a su padre, el modesto cirujano Rodrigo de Cervantes, hasta la ciudad de Valladolid en busca de una clientela solvente que le permitiera mantener a su extensa familia, a los dos años de edad regresó con los suyos a Alcalá de Henares, donde pasó el resto de su infancia en compañía de su madre y casi todos sus hermanos. A los diecisiete años de edad, con el domicilio de los Cervantes ya instalado en Madrid, Magdalena empezó a seguir los pasos de su hermana mayor, Andrea, quien tiempo atrás había obtenido una reparación económica del gentilhombre Nicolás de Ovando, padre de su hija natural Constanza. Y así, a pesar de su juventud, en la misma línea que casi todas las mujeres de la familia, Magdalena se vio envuelta junto a Andrea en los pleitos que exigían sendas reparaciones a los hermanos Alonso y Pedro, hijos del desventurado gobernador de La Goleta don Pedro de Portocarrero. Durante varios años, ambas hermanas reclamaron ante la justicia que dichos caballeros les hicieran entrega de sendas donaciones con las que compensarían su incumplimiento de las promesas de matrimonio que habían hecho a las dos mujeres. Según parece desprenderse de los documentos que se refieren a este episodio escasamente honroso en la familia Cervantes, ni Andrea ni Magdalena obtuvieron en este caso grandes beneficios (a pesar de que Andrea se reveló, a lo largo de toda su vida, como una consumada especialista en la obtención de recompensas de esta índole).
A partir de entonces, Magdalena entró en la misma dinámica de promesas incumplidas que venía jalonando la peripecia vital de su hermana mayor. Entre 1578 y 1580, al menos dos sujetos (un tal Fernando de Lodeña y un hidalgo vasco llamado Juan Pérez de Alcega) consiguieron sus favores a cambio de sendas promesas de matrimonio que nunca llegaron a hacerse realidad. Al parecer, con el segundo de ellos, escribano de la reina Ana de Austria, llegó a mantener relaciones aparentemente estables, disfrazadas detrás de una capa de honorabilidad que la llevaron a hacerse llamar, por aquellas fechas, doña Magdalena Pimentel de Sotomayor. El desenlace de este episodio no fue novedoso para los Cervantes: por medio de un acta notarial otorgada el día 12 de agosto de 1581, Juan Pérez de Alcega se obligaba a compensar su incumplimiento de palabra con la entrega a Magdalena de trescientos ducados.
A partir de entonces, Magdalena pareció entrar en una fase de discreción al lado de sus hermanos, sin protagonizar otras relaciones amorosas que pudieran ser tachadas de «escandalosas» por la moral de su tiempo. Hacia finales del siglo XVI, tras la muerte de Ana Franca de Rojas, volvió a ocupar un primer plano en la saga de los Cervantes, pues reclamó a su lado a la entonces quinceañera Isabel de Saavedra, con el pretexto de necesitarla como criada. Por vía de un contrato notarial, Magdalena se comprometía a darle alojamiento y manutención durante al menos dos años; a ensañarle a coser, organizar y administrar una casa; y a abonarle en concepto de salario por su trabajo la cantidad de veinte ducados. Lógicamente, Isabel -que en dicha acta notarial quedaba reconocida como descendiente de Juan de Cervantes, el abuelo del escritor- nunca ejerció como criada en casa de su tía.
El traslado de la Corte a Valladolid impulsó al clan de los Cervantes a desplazarse también a la ciudad castellana, debido en parte a que las labores de costura emprendidas tiempo atrás en Madrid por Magdalena y -sobre todo- Andrea les habían granjeado una adinerada clientela que ahora se marchaba detrás del rey Felipe III. En Valladolid, ante la casa que ocupaba los Cervantes, tuvo lugar el luctuoso episodio protagonizado por Gaspar de Ezpeleta, un caballero navarro que, tras haber sido herido de muerte, recibió unas urgentes atenciones de socorro -a la postre, inútiles- por parte de Magdalena. La muerte de Ezpeleta dio pie a un enojoso proceso judicial que, instigado por un celoso pesquisidor, el alcalde Villarroel, dio con los huesos de Miguel de Cervantes en presidio. Con el paso del tiempo, la crítica cervantina ha podido averiguar numerosas informaciones referidas al escritor y su familia a través de las declaraciones tomadas a todos los implicados en este proceso.
En otoño de 1606, Andrea y Magdalena volvieron a dejar estampados sus nombres en documentos oficiales, esta vez para reclamar las retribuciones que se habían dejado a deber a su hermano Rodrigo, fallecido seis años atrás en el transcurso de la batalla de las Dunas (2 de julio de 1600). Poco después, regresó a Madrid en compañía de los suyos, de nuevo siguiendo los vaivenes de la Corte, donde, antes de abandonar el clan de los Cervantes para entrar en la religión, prestó su ayuda a Isabel de Saavedra en las reclamaciones de ésta destinadas a recuperar parte de la herencia de su madre, Ana Franca de Rojas. Hacia finales de 1608 o comienzos del año siguiente, Magdalena hizo sus votos de obediencia, pobreza y castidad en el convento madrileño de la Orden Tercera de San Francisco, donde poco después habrían de ingresar también su hermana Andrea y su cuñada Catalina, esposa de Miguel de Cervantes.
Con el nombre religioso de Magdalena de Jesús, la hermana menor del «Manco de Lepanto» dictó su testamento el día 11 de octubre de 1610, para declarar su deseo de ser inhumada «con la menos pompa que pareciere a mis testamentarios«, y dejar a sus deudos los únicos bienes que a la sazón poseía: el cobro pendiente de los trescientos ducados que su seductor, Fernando de Lodeña, se había comprometido a entregarle un cuarto de siglo atrás, y la parte que le debía el erario público de las soldadas atrasada que no cobró en su día su difunto hermano Rodrigo. Gravemente enferma, continuó recluida en el citado convento hasta el día de su óbito, sobrevenido el 28 de enero de 1611.
Bibliografía
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J. R. Fernández de Cano.