Cervantes, Juan de [abuelo] (ca. 1470-1556).
Abogado español, nacido en Córdoba hacia el año de 1470 y fallecido en su ciudad natal el 11 de marzo de 1556. Hijo del pañero Ruy Díaz de Cervantes, fue padre del cirujano Rodrigo de Cervantes y abuelo paterno del escritor complutense Miguel de Cervantes Saavedra.
Merced a la buena marcha del negocio textil de su progenitor, Juan de Cervantes pudo salir de este ámbito mercantil para mezclarse entre los hijos de los miembros de las clases privilegiadas del país y recibir una formación universitaria. Cursó, en efecto, estudios superiores de Derecho en la prestigiosa Universidad de Salamanca, y, de nuevo instalado en su Córdoba natal, hacia finales del siglo XV o comienzos de la siguiente centuria contrajo nupcias con Leonor de Torreblanca, la hija de un respetado médico cordobés. De este enlace conyugal nacieron cuatro vástagos: Juan (que murió, de forma prematura, hacia 1540), María (célebre por sus relaciones amorosas con un destacado personaje de una de las grandes casas nobiliarias de la época), Rodrigo (el padre del escritor, que vivió hasta 1585), y Andrés (fallecido hacia 1587).
Este ascenso social y cultural tras el paso por las aulas salmantinas, así como la repercusión local de tan ventajoso matrimonio, pronto permitieron al hijo del humilde pañero Ruy Díaz ejercer altos cargos dentro de la administración municipal y provincial. Ascendido, poco después, hasta el puesto de «teniente de corregidor», durante más de dos decenios ostentó la representación del poder central en diferentes poblaciones, en una de las cuales, Alcalá de Henares (adonde había sido llamado en calidad de auxiliar de uno de sus tíos), vino al mundo en 1509 el citado Rodrigo de Cervantes, su segundo hijo.
Hacia 1512 hay noticias de la estancia de Juan de Cervantes en su Córdoba natal, donde se encargó de los trámites de liquidación del negocio de paños paterno. Poco después fue destinado a la ciudad imperial de Toledo, y de allí pasó a trabajar para la administración de Cuenca, en donde dejó un reguero de quejas entre quienes tuvieron que requerir sus servicios (al parecer, para ser un simple funcionario era demasiado caprichoso y arbitrario en sus decisiones). Pero sus mayores problemas le llegaron con la vejez, cuando, hacia finales de la década de los años veinte, había ascendido hasta la envidiable condición de miembro del Consejo del duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza. La confianza que éste había depositado en Juan de Cervantes convirtió al abuelo del escritor en el principal blanco de las iras del hijo y heredero de don Diego, quien, tras la muerte de su padre -sobrevenida en 1531-, descubrió con sorpresa e indignación que el viejo duque del Infantado -y primer conde de Mélito- se había casado en secreto, un año antes, con una vulgar amante llamada María de Maldonado. El furor del segundo Conde de Mélito cobró proporciones insospechadas cuando fue informado de que su plebeya madrastra, que había sido dotada por su secreto esposo con la generosísima cantidad de dos millones de maravedíes, se convertía así en la beneficiaria de la quinta parte de la herencia del difunto duque.
En su calidad de consejero -e, incluso, parece ser que confidente- del anciano don Diego Hurtado de Mendoza, Juan de Cervantes hubo de estar al tanto de este enlace entre el aristócrata y su amante desde sus primeros preparativos, lo que en parte explica el enojo del segundo conde de Mélito contra su persona. Pero ocurría, además, que el heredero legítimo del difunto duque estaba ferozmente enfrentado con un hermano suyo, don Martín de Mendoza, fruto bastardo de las relaciones ilícitas mantenidas entre el finado y una mujer gitana; y que, para acabar de complicar la vida del anciano hombre de leyes cordobés, este bastardo de su antiguo señor -que ostentaba, además, la dignidad de archidiácono- era, desde hacía varios años, el amante de su hija María, a la que al parecer había seducido con la promesa de hacerla beneficiaria de una riquísima dote.
Descubiertos estos amoríos en un momento en que la casa de Mendoza andaba harto revuelta y enfrentada entre sí por las consecuencias que habían traído los escarceos venusinos del difunto duque, al punto fueron expulsados del alcarreño Palacio del Infantado tanto Juan de Cervantes como su burlada hija María. A pesar de su edad -que frisaba, por aquel entonces, los sesenta años-, el experto abogado no se amilanó ante la grandeza de sus antiguos protectores e interpuso un pleito contra el bastardo don Martín de Mendoza, con la exigencia de que, para restaurar en parte la honra mancillada de su hija, cumpliera al menos con la obligación de satisfacer la dote prometida. En un principio, los poderosos tentáculos políticos de la casa de Mendoza se ciñeron sobre el viejo abogado y dieron con sus molidos huesos en esa prisión vallisoletana que, muchos años después, sería también «visitada» por su hijo Rodrigo y su nieto Miguel. Sin embargo, sus buenos oficios como hombre de leyes le permitieron poner de manifiesto la conjura que, a través de un complejo entramado de falsas acusaciones, habían urdido los Mendoza contra él y su hija; logró, pues, frente a tan poderosos rivales, probar la existencia de las relaciones entre don Martín y María, obligar al bastardo a cumplir su promesa monetaria y, lo que es más importante, que su recién nacida nieta Martina, fruto de los amores que habían generado tantos pleitos, fuera honrada a partir de entonces como un vástago de la casa del Infantado, ya que su madre había pasado a llamarse legalmente, tras la sentencia favorable, María de Mendoza.
Tras esta victoria judicial sobre una de las familias más poderosas del reino, la fortuna de Juan de Cervantes volvió a encauzarse por los derroteros de la prosperidad económica y el buen tono social. Asentado, de nuevo, en Alcalá de Henares, hacia 1532 era propietario de al menos dos casas en la floreciente ciudad universitaria, donde frecuentó el trato con los miembros más destacados de la elite local e hizo gala de su esplendor y liberalidad en la adquisición de los lujos más suntuosos de la época (coches, caballos, ricas galas y un nutrido número de criados). Seguía, no obstante, a pesar de su avanzada edad y de haber alcanzado esta envidiable posición, desempeñando diferentes cargos públicos que, durante aquella década de 1530, le condujeron -entre otros lugares- a Ocaña, Madrid y Plasencia; y tal vez a consecuencia de estos continuos desplazamientos descuidó su hacienda y desatendió a su familia, que solía quedar en Alcalá mientras él salía a desempeñar sus funciones. Así las cosas, en 1538 se instaló nuevamente en la ciudad de Córdoba, pero esta vez en solitario, pues su esposa Leonor y sus dos hijos permanecieron en el hogar familiar de Alcalá de Henares, en medio de unas dificultades económicas difíciles de superar sin la contribución y el apoyo directo del cabeza de familia.
En su ciudad natal, Juan de Cervantes aceptó el cargo de abogado de la Inquisición, ocupación que debió de compaginar con los servicios prestados a diferentes casas nobiliarias de Andalucía. Dejó testimonios de su estancia en algunas localidades como Baena, Cabra y Osuna, para afincarse ya definitivamente en la Córdoba que le había visto nacer, donde, el 10 de enero de 1551, firmó un documento que autorizaba a su hija María de Mendoza a poner en venta una de las dos casas que había adquirido en Alcalá (concretamente, la ubicada en la calle de la Imagen). Honrado por sus convecinos y rodeado de una prosperidad de la que carecían por aquel entonces su mujer y sus hijos (residía en una cómoda vivienda, atendido por tres esclavos, un criado negro y una criada con la que, a sus ochenta y tantos años, aún mantenía relaciones íntimas), conservaba el vigor suficiente para mantener diversas disputas con sus compañeros de oficio, lo que hace pensar que estuvo desempañando cargos relacionados con la abogacía hasta el final de su longeva existencia.
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J. R. Fernández de Cano.