Alfonso XII. Rey de Castilla (1453-1468)
Pretendiente al trono castellano, hijo del rey Juan II y de su segunda mujer, la princesa Isabel de Portugal. Por ende, Alfonso de Ávila fue hermano de la futura reina católica, Isabel de Castilla, y hermanastro de Enrique IV, sucesor de su padre en el trono castellano y a quien, con la anuencia y el apoyo de gran parte de la nobleza castellana, suplantó como rey en el año 1465, en el episodio conocido con el nombre de Farsa de Ávila.
Alfonso de Ávila nació en Tordesillas (Valladolid) el día 15 de noviembre de 1453. Pocos meses después, el 22 de junio de 1454, Juan II falleció y dejó por heredero del trono a su primogénito Enrique. Sin embargo, en el testamento del finado monarca quedaba establecido que el infante Alfonso sería el administrador de la poderosa orden de Santiago, vacante desde la muerte de Álvaro de Luna, y que, al cumplir los catorce años, el infante sería nombrado maestre de la orden. Hasta ese instante, y teniendo en cuenta la minoría de edad del heredero, varios nobles de la confianza regia fueron tutores de éste, entre los que hay que destacar al caballero Juan de Padilla, camarero de Juan II, que enseguida fue nombrado ayo de Alfonso. Sin embargo, el tutor del infante y quien más se preocupó en protegerle, pero también en utilizarle a favor de sus intereses particulares, fue el intrigante y poderoso marqués de Villena, Juan Pacheco, personaje clave de Castilla en el último tercio del siglo XV. Otra de las disposiciones testamentarias de Juan II para con su hijo fue la de nombrarle condestable de Castilla; otro de los nobles afines a su padre, Ruy Díaz de Mendoza, disfrutaría tal potestad hasta la mayoría del infante (14 años). Asimismo, también gozó Alfonso de un extenso patrimonio territorial, centrado en la provincia de Ávila, en el que destacaban posesiones como Huete, Maqueda, Escalona, Sepúlveda, Soria y Arévalo. Como pone de relieve D.C. Morales (op. cit., pp. 16-25), el patrimonio, tanto en tierras como en cargos, heredado por el joven Alfonso se asemejaba mucho al que anteriormente era propiedad de Álvaro de Luna, lo cual podría convertirle en el árbitro del reino castellano que, bajo la dirección de Enrique IV, se aprestaba a vivir una complicada situación en el ya de por sí turbulento siglo XV. Ajeno a todos estos acontecimientos futuros, el infante Alfonso residió en la corte de su hermano Enrique, situada con mayor asiduidad en la ciudad de Segovia, al menos hasta el año 1462.
Pocos meses más tarde, la situación sufrió un vuelco radical, puesto que el valido y favorito de Enrique IV, Beltrán de la Cueva, entonces titulado conde de Ledesma, comenzó su ascenso hacia la cúspide de la corte enriqueña, lo que desplazó de ella al preceptor de Alfonso, el marqués de Villena. Desde ese mismo momento comenzaron las conspiraciones, dirigidas por Pacheco, su tío Alfonso Carrillo (arzobispo de Toledo), y el hermano del marqués, Pedro Girón, maestre de la orden de Calatrava. El carácter del infante Alfonso, bondadoso, cordial y afable, hizo concebir esperanzas de cambio a muchos miembros de la nobleza disconformes con las acciones del rey Enrique IV, cuya personalidad arisca y huidiza le hizo caer en manos de intrigantes como el propio Beltrán de la Cueva. Así pues, muchos de los grandes del reino, como el almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, el conde de Paredes, Rodrigo Manrique, su hermano Gómez Manrique, el conde de Benavente, Rodrigo de Pimentel, el conde de Plasencia, Álvaro de Estúñiga, o el entonces conde de Alba, García Álvarez de Toledo, se unieron a los planes urdidos a favor del príncipe Alfonso: deponer a Enrique IV y elevarle al trono castellano como Alfonso XII. Hacia mediados de septiembre de 1464 comenzaron las hostilidades, pequeños conflictos entre tropas nobiliarias de uno y otro bando, que representaban, en realidad, una situación de guerra civil encubierta. En octubre del mismo año, el marqués de Villena, como tutor del joven príncipe, mantuvo varias reuniones con los nobles para presentar un programa político alternativo. Posteriormente, y en medio de grandes presiones nobiliarias, Enrique IV aceptó a su hermano Alfonso como príncipe heredero, invistiéndole con el título de Príncipe de Asturias (4-XII-1464) aunque algunos días antes (30-XI-1464), el príncipe ya había sido proclamado como tal por sus incondicionales. Como colofón a la concordia, prácticamente todos los nobles de uno y otro bando firmaron la famosa Sentencia de Medina del Campo (16-I-1465), documento considerado por L. Suárez, entre otros, como una verdadera constitución nobiliaria para el reino de Castilla (op. cit., p. 211). Pese a ello, en los meses siguientes la situación contraria al rey Enrique y favorable a la entronización de Alfonso conoció un nuevo aumento debido, principalmente, a la nulidad decretada por parte del primero sobre la constitución nobiliaria de Medina.
En mayo de 1465 Enrique IV y sus nobles afines comenzaron a estrechar el cerco, de manera solapada pero tenaz y constante, sobre Alfonso y sus aliados, refugiados en la que villa abulense de Arévalo que, a la postre, se convertiría en la capital de la corte alfonsina. Sin embargo, el príncipe Alfonso, guiado por los consejos del marqués de Villena y del arzobispo de Toledo, simuló escapar hacia Salamanca para girar en dirección hacia Ávila, ciudad en la que, el 5 de junio de 1465, tuvo lugar la llamada farsa de Ávila, en la cual los nobles, montando un cadalso en los muros de la villa, elevaron un muñeco que representaba al rey Enrique IV y, atendiendo a su pésimo gobierno y a otras graves acusaciones, le despojaron de la corona y del resto de los símbolos del poder regio, elevando en su lugar al joven Alfonso XII, que entonces contaba con tan solo 12 años. Desde Ávila, la noticia se expandió primero a las ciudades del reino cuyos dirigentes, urbanos, nobiliarios o eclesiásticos, estaban a favor del nuevo rey, especialmente Toledo, Sevilla, Jerez, Salamanca o Zamora; sin embargo, otras muchas ciudades, territorios y nobles permanecieron leales a Enrique IV, con lo que de nuevo la espoleta de la guerra civil amenazaba con estallar.
Desde ese instante, y hasta la muerte de Alfonso XII, Castilla vivió desgajada en dos, puesto que cada rey contaba con la obediencia de parte de los súbditos, el trabajo a su favor de parte de la nobleza y la obediencia de distintos colaboradores eclesiásticos. El rey Alfonso instaló su corte en Arévalo, y muy pronto comenzó a emitir pagos económicos a sus colaboradores, a disponer de las recaudaciones de alcabalas, tercias reales y otros impuestos, además del resto de las labores inherentes a un monarca. Entre 1465 y 1467 sobresalió, entre las citadas peticiones, una de ellas: la petición de que las tropas nobiliarias y concejiles le prestasen ayuda en la guerra contra su hermano. En cualquier caso, Alfonso XII siempre dejó la vía abierta para la negociación entre los bandos que desgajaban Castilla, como lo prueba un intento de concordia auspiciado por él en septiembre de 1465. Sin embargo, muchos de sus nobles no tuvieron tantos anhelos pacificadores como el monarca al que, teóricamente, servían. De entre ellos destacaba Pedro Girón, el maestre de Calatrava, que estaba enzarzado en violentas disputas contra Beltrán de la Cueva al albur de los territorios andaluces. Éste fue el motivo principal de que Andalucía se mostrase, en general, partidaria del rey Alfonso, pero también tuvo como consecuencia negativa la imposibilidad de establecer treguas con duración extensa. En enero de 1466 los alfonsinos perdieron Valladolid, lo que, unido a un incremento de la agitación en las filas enriqueñas, pareció disponer a las dos partes hacia una negociación que saldase el conflicto fratricida. En febrero de 1466, bajo la anuencia del arzobispo de Sevilla, Alonso de Fonseca el Viejo, alfonsinos y enriqueños se reunieron en Coca para establecer la paz. Entre los asuntos espinosos uno se llevó la palma: el plan alfonsino de casar a la infanta Isabel de Castilla con Pedro Girón, el belicoso maestre de Calatrava.
La muerte inesperada del maestre Girón frustró los acuerdos de Coca y acabó por precipitar los acontecimientos. El rey Alfonso, a pesar de la inmensa cantidad de documentos expedidos a las villas y nobles de su partido, se vio incapaz de detener las banderías, escaramuzas y, en general, el inicio de nuevos conflictos, lo que revelaba la vulnerabilidad de su posición como rey. Pese a ello, algunas de estas revueltas le beneficiaron hondamente, como la que realizó Toledo el 30 de mayo de 1467, que dejó la ciudad imperial bajo control alfonsino. Sin embargo, la entrada en la escena política de Juan Pacheco, que unió el maestrazgo de Santiago, una de las perlas nobiliarias más codiciadas, a su marquesado de Villena, inició la guerra de nuevo. El rey Alfonso pasó varios días en Ávila, con su séquito de leales y los hombres de confianza de su cámara, hasta que llegó el enfrentamiento de Olmedo, el día 20 de agosto de 1467. La batalla finalizó con un empate inesperado, pues ni dio la victoria total a Alfonso ni derrotó por completo a Enrique; en cualquier caso, y siguiendo la opinión de D.C. Morales (op. cit., pp. 223-227), se trató esta época del apogeo de Alfonso XII como rey de Castilla, apogeo cristalizado el 16 de septiembre de 1467 cuando los alfonsinos tomaron Segovia, tradicional feudo y corte de Enrique IV.
La existencia de dos reinados, dos reyes y dos cortes castellanas finalizó el 5 de julio de 1468, cuando Alfonso XII falleció en Cardeñosa (Ávila) de manera repentina. Los cronistas se dividen a la hora de ofrecer la causa de su muerte: pestilencia, es decir, la enfermedad de la peste para Enríquez del Castillo (cronista oficial de Enrique IV), y envenenamiento según la opinión de Alonso de Palencia, cronista oficial del finado monarca. La autora del mejor estudio sobre la figura del rey Inocente, D.C. Morales, también se muestra partidaria de la teoría del envenenamiento, además de dejar abierta la posibilidad de que dos personajes del entorno regio, el omnipresente marqués de Villena pero también, sorprendentemente, la futura reina católica Isabel, hermana del fallecido, tuviesen algo que ver en el asunto, si bien en el caso de la reina no tanto participación directa como conocimiento de unos hechos que corrían el peligro de producirse. No había cumplido aún los quince años el que fue, para muchos nobles, villas y ciudades de Castilla, la esperanza para acabar con los problemas del reino. En la figura de Alfonso XII, no obstante, converge la esperanza de quien pudo ser un buen rey, pero la nobleza, contrariamente a otras minoridades de monarcas anteriores (como la de su propio padre, Juan II), acabó por utilizarle para conseguir sus propias pretensiones, dejando de lado el interés general de la monarquía. En el estudio de la citada D.C. Morales se pone de relieve que dentro de las acciones del monarca abulense parecían adivinarse ciertas aptitudes de gobierno conforme a derecho; sin embargo, la evolución de los acontecimientos posteriores parecen afirmar que, al menos para la mayoría de la nobleza de la época, Alfonso XII no fue sino algo parecido al rey Enrique de la Farsa de Ávila. Se perdió con ello una oportunidad de finalizar con la lucha monarquía-nobleza en Castilla. En la parte positiva de su reinado merece destacarse su organización de las estructuras regias, tanto privadas como públicas, caracterizada por su funcionalidad y su buena organización, algo que, sin duda, sería recogido para la organización estatal de la monarquía de los Reyes Católicos.
Bibliografía
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MORALES MUÑIZ, D.C. Alfonso de Ávila, Rey de Castilla. (Ávila, Institución Gran Duque de Alba: 1988).
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PALENCIA, A. de Crónica de Enrique IV. (Madrid, BAE [t. CCLVII, CCLVIII]: 1973).
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SUÁREZ FERNÁNDEZ, L. Nobleza y monarquía. Puntos de vista sobre la historia castellana del siglo XV. (Valladolid: 1975).
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TORRES FONTES, J. El príncipe don Alfonso, 1465-1468. (Murcia: 1971).