Isabel I,la Católica. Reina de Castilla (1451-1504)
Reina de Castilla (1474-1504), nacida en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) el 22 de abril de 1451, y muerta en Medina del Campo (Valladolid) el 26 de noviembre de 1504. Conocida como Isabel la Católica, se trata probablemente de la reina más importante de la Historia de España.
Vida
En esta biografía se tratará realizar una aproximación a la Reina Católica en su devenir puramente vital, evitando en lo posible la relación de los acontecimientos políticos de su reinado. Es evidente que en la época en que vivió Isabel I, la otoñal Edad Media que dejaba paso al incipiente Renacimiento, resultaba de todo punto imposible separar, en cuanto a una reina, los ámbitos público y privado, así que en ocasiones se remitirá a estos mismos acontecimientos que, no obstante, se pretenden evitar. El énfasis de este recorrido biográfico, también dentro de las máximas posibilidades que las fuentes dispongan, pretende ser la rica, compleja y desbordante personalidad de Isabel como mujer y como reina, tan loada como vilipendiada, tan defendida como presa de furibundos ataques, tan estudiada como desconocida, intentando estar lo más cerca que se pueda del arquetipo virtuoso del término medio aristótelico para analizar a una de las figuras capitales de nuestra Historia.
Infancia y primeros años (1451-1461)
Isabel fue hija del rey de Castilla, Juan II, y de la segunda mujer de éste, la princesa portuguesa Isabel de Avís. En este matrimonio también engendraría Juan II al infante Alfonso, llamado el Inocente. Pero en lo que respecta a la sucesión al trono, ambos hermanos, Isabel y Alfonso, tenían por delante al primogénito de Juan II, habido en el primer matrimonio del monarca con María de Aragón: el futuro Enrique IV de Castilla, que entonces ostentaba el título de Príncipe de Asturias como sucesor de Juan II. Por esta razón, el primer rasgo a destacar en la biografía de Isabel la Católica es que no estaba destinada a reinar por no ser primogénita, sino que su futuro se encaminaba más bien a ser entregada a un matrimonio ventajoso con algún miembro de alta alcurnia, tal como solía ser costumbre entre las familias de la realeza medieval. Por ello, si Isabel consiguió reinar fue, en primer lugar, por un cúmulo de diversas circunstancias, aunque también, qué duda cabe, por su decidida actuación en pos de gobernar cuando ese abanico de sucesos le puso en bandeja la posibilidad de ser reina de Castilla y León.
El lugar de su nacimiento, la villa abulense de Madrigal, se convertiría rápidamente en el lugar donde la infanta Isabel pasó su más tierna infancia. En este sentido, los primeros lugares ligados su devenir debieron de ser el Palacio de Madrigal, construido por su padre, Juan II, así como la pequeña iglesia de San Nicolás de Bari, donde la infanta fue bautizada. Sin embargo, cuando Isabel apenas contaba con tres años de edad, falleció su padre (1454), quedando ella y su hermano Alfonso al cuidado de su madre, Isabel de Avís, quien había sido investida como tutora de los pequeños infantes a través del testamento del fallecido monarca. También en estas disposiciones paternas quedaban nominados los tres personajes que se encargarían de la educación de los pequeños: dos clérigos, fray Lope de Barrientos y el prior Gonzalo de Illescas; y un laico, el camarero Juan de Padilla. A todos ellos se le unió Gonzalo Chacón, antiguo criado del Condestable Álvaro de Luna como administrador de esta recién nacida corte de la reina viuda, que, al contrario de la habitual itinerancia de las cortes medievales, contó con una sede fija en otra villa abulense: Arévalo. Allí fue donde Isabel tomó contacto con el que sería su preceptor: fray Martín de Córdoba, que escribió después de 1468 el Jardín de nobles doncellas, un tratado que, como el mismo autor explica, estaba dirigido a la «generación e condición, compusición de las nobles dueñas; en especial, de aquellas que son o esperan ser reinas» (ed. cit., p. 68). Resulta complejo saber hasta qué punto influyeron las ideas de fray Martín en la princesa Isabel, pero, desde luego, muchos de los puntos aconsejados en el Jardín fueron luego puestos en práctica por la reina, en especial los relativos a la piedad y a la caridad, como se verá más adelante.
El investigador que más se ha aproximado a la educación de Isabel, el profesor N. Salvador Miguel, sostiene con razonables argumentos que, por influencia materna, la futura Reina Católica debió de aprender a hablar portugués, destacando este bilingüismo por encima de las escasas noticias de que disponemos durante los años de formación de la reina. Así pues, hasta el traslado de Isabel y Alfonso a la corte de Enrique IV en 1461, por orden de su hermano el rey (y parece que por influencia de la esposa de Enrique IV, la reina Juana), en Arévalo fue donde Isabel aprendió los rudimentos educativos, es decir, lectura, escritura y cálculo; quizá esta enseñanza se viese acompañada de algunas otras materias bien consideradas para la educación femenina medieval, como eran la música y la danza. Y, en cualquier caso, el conocimiento de la doctrina cristiana formó parte esencial de esta primera etapa en la vida de la futura reina.
Las turbulencias en la corte de Enrique IV (1461-1465)
Como ya se ha comentado en el apartado anterior, en el año 1461 los dos pequeños infantes, Isabel (con 10 años de edad) y Alfonso (7 años), pasaron a residir en la corte itinerante de su hermano, el Rey Enrique IV de Castilla y León. Acostumbrada a la tranquilidad y reposo de Arévalo, los primeros contactos de Isabel con el entorno cortesano regio que más adelante presidiría no debieron de ser demasiado positivos. 1461 fue el año en que comenzó la andadura política de un personaje clave en la época: Beltrán de la Cueva, Mayordomo mayor de la casa regia. En ese mismo año la reina Juana, segunda esposa de Enrique IV, anunció que se encontraba encinta; no tardaron en precipitarse todo tipo de habladurías palaciegas y cortesanas acerca de que era el Mayordomo don Beltrán, el supuesto amante de la reina Juana, el verdadero padre de aquella criatura. Isabel seguramente conoció estos rumores en los corrillos de la corte, aunque no se puede saber a ciencia cierta qué podía pensar entonces la infante de su sobrina Juana, más conocida con el apelativo de La Beltraneja, a la que pocos años más tarde la propia Isabel acabaría apartando del trono castellano en su propio beneficio.
Juana fue reconocida como hija legítima de Enrique IV y jurada como heredera del trono en 1462. Las tensiones políticas y cortesanas se elevaron al establecerse una facción contraria a los intereses de Juana, encabezada por el antiguo privado del rey, el intrigante Juan Pacheco, Marqués de Villena, ayudado por su hermano, el Maestre de Calatrava Pedro Girón. Tras dos años de constantes tiras y aflojas, en 1464 varias entrevistas nobiliarias acaecidas en Cigales y Cabezón acabaron por delimitar dos bandos políticos en Castilla: uno, a favor de Enrique IV, encabezado por don Beltrán y por el poderoso linaje Mendoza; otro, en contra de Enrique IV, que dirigían precisamente los citados hermanos, Pacheco y Girón, ayudados por su tío, Alonso Carrillo, el todopoderoso Arzobispo de Toledo. Resulta complejo averiguar el impacto que todos estos sucesos políticos tuvieron en la infanta Isabel, y en especial qué tipo de tratos, qué tipo de conversaciones pudiera Isabel haber tenido con estos personajes citados, que se convertirían en claves, a favor o en contra, de su posterior candidatura al trono de Castilla.
De la Farsa de Ávila (1465) al Pacto de los Toros de Guisando (1468)
El 5 de junio de 1465 tuvo lugar el incidente que la historiografía conoce con el nombre de Farsa de Ávila: ciertos miembros de la nobleza castellana, principalmente los tres mencionados arriba como directores del bando contrario al monarca legítimo, llevaron a cabo en un cadalso de la capital abulense una escenificación figurada de un monigote vestido con los atributos regios (corona, cetro y estoque), deponiéndole como rey de Castilla y alzando en su lugar al infante Alfonso, que quedó convertido en Alfonso XII, Rey de Castilla, a quien enseguida muchas ciudades reconocieron como legítimo monarca respondiendo afirmativamente a la rebelión. Se inauguraron así tres años de guerra civil promovidos por la bicefalia en la monarquía, puesto que otros nobles y bastantes ciudades permanecieron leales a Enrique IV. La segunda batalla de Olmedo (1467), librada entre ambos bandos, no solucionó el conflicto desde el punto de vista militar, sino que todo se trataba de solucionar a base de pactos, acuerdos y negociaciones entre los principales implicados, sobre todo el intrigante Marqués de Villena, que jugó siempre a dos bandas. Durante este conflicto, Isabel permaneció al lado de su joven hermano, pero en teoría ajena a los derroteros políticos y a las conspiraciones efectuadas. Pero, desde luego, cuando su nombre saltó al primer plano de la controversia fue tras el 5 de julio de 1468, después de que falleciese su hermano Alfonso en Cardeñosa (Ávila), víctima de la peste (aunque fueron muy grandes las sospechas por envenenamiento).
En 1468 la infanta Isabel tenía 17 años; había quedado huérfana de padre a los 3 años y había sufrido con paciencia y comprensión, durante su vida en Arévalo, las crisis de su madre, afectada de problemas de salud mental. Asimismo, conoció durante este tiempo los vaivenes de la corte de Enrique IV, las luchas políticas y la tensión cortesana, siendo una segunda madre para su hermano, el tristemente fallecido Alfonso. Por ello, cuando tras el verano de 1468 todas las miradas del bando contrario a Enrique IV se dirigieron hacia la infanta Isabel, la joven princesa dio muestras de una madurez encomiable en todas las decisiones tomadas, además de poner sobre la mesa de las negociaciones sus virtudes personales. Así, ante la escandalosa vida de la reina Juana (que, en aquellos momentos, como ejemplo de su licencioso devenir, se acababa de fugar de su residencia-prisión de Alaejos con su último amante, Pedro de Castilla), Isabel representaba el recato y la sencillez de una doncella con profundas convicciones morales y espirituales. Ante los diferentes rumores que afectaban a la paternidad de la infanta Juana, Isabel mostraba siempre su devoción (y la demostraría durante toda su vida) hacia sus progenitores, Isabel de Avís y Juan II. Y, por supuesto, ante las continuas dudas, vacilaciones y vaivenes de Enrique IV con respecto a la sucesión, Isabel, aun con toda su prudencia, mantuvo una firme voluntad de gobernar, presentándose como garantía de la paz social ante aquellos miembros de la nobleza castellana enemigos de Enrique IV, especialmente el Arzobispo Carrillo y el Marqués de Villena. Tras algunas reuniones de tanteo entre ambas partes, finalmente la princesa Isabel se trasladó desde Cebreros hasta Toros de Guisando: ante los milenarios astados ibéricos, Enrique IV declaró a su hermana Isabel como su legítima sucesora en los reinos de Castilla y León (véase: Pacto de los Toros de Guisando).
La boda con Fernando del Católico (1469)
Aunque todo parecía favorecer la sucesión de Isabel en el trono, la Contratación (como la denominó el profesor J. Torres Fontes) de Toros de Guisando, los reveses sufridos por Enrique IV en las Cortes de Ocaña (1469), y quizá también sus propios arrepentimientos personales, devolvieron la inseguridad a la medida, sobre todo por la carta que quiso jugar Enrique IV: el matrimonio de Isabel, que no podía casarse sin el consentimiento de su hermano. No era cuestión novedosa: ya en 1466, en plena confrontación entre alfonsinos y enriqueños, Enrique IV había pactado con el Marqués de Villena, Juan Pacheco, el matrimonio entre sus propios hermanos, es decir, la infanta Isabel y Pedro Girón, Maestre de Calatrava. En esta ocasión, conforme a las noticias proporcionadas por las crónicas castellanas, Isabel aceptó su destino a regañadientes, pasando
un día y una noche sin comer y en contemplación, pidiendo a Dios que o el Maestre o ella muriesen, antes que se verificase el casamiento.(Palencia, Crónica de Enrique IV, I, pp. 203-204, nota)
Las plegarias de la princesa fueron favorables para su destino, toda vez que el Maestre Girón falleció de una inesperada postema y liberó a Isabel de un compromiso que no deseaba. Por estos motivos, se adivina un cambio de actitud en ella a partir de esos momentos, puesto que tomó personalmente la decisión de su matrimonio, entendiendo que el Pacto de los Toros de Guisando únicamente le obligaba a consultar con su hermano Enrique IV quién sería el elegido, pero reservándose ella la decisión final. No es de extrañar, pues, que Isabel rechazase los matrimonios propuestos por su hermano, tanto con Carlos Berry, Duque de Guyena y hermano del rey de Francia, como con Alfonso V, Rey de Portugal, que fue el que más empeño puso en realizar Enrique IV. Por ello, el monarca montó en cólera cuando tuvo constancia de que dos embajadores del Arzobispo Carrillo, Gutierre de Cárdenas (criado de la infanta Isabel) y Alonso de Palencia (el famoso cronista, enemigo encarnizado de Enrique IV), habían viajado hacia Aragón para negociar con el rey Juan II el matrimonio entre la princesa de Castilla y su hijo, Fernando. En enero de 1469, Juan II firmó con los embajadores castellanos el Acuerdo de Cervera por el cual quedaba comprometido el matrimonio en ventajosas condiciones para ambos cónyuges, reservándose a Isabel la sucesión legítima en los reinos de Castilla y León. Fernando de Aragón tuvo que viajar casi de incógnito a Castilla y, tras sortear algunas dificultades, llegaría a Valladolid, donde por fin ambos futuros esposos se conocieron. El 19 de octubre de 1469, en el palacio que la familia Vivero poseía en la villa vallisoletana, se celebró un enlace casi en secreto, con escasos asistentes y con muy poco apoyo de las familias de la nobleza del reino. La importancia de este acontecimiento en el devenir de la historia peninsular se demostró a posteriori, puesto que en su época el suceso pasó a las crónicas sin demasiada incidencia, como se puede apreciar en la parca información que suministra del regio enlace el cronista Alonso de Palencia:
Retiróse aquella noche D. Fernando a las casas del Arzobispo, y al día siguiente, 19 de octubre, volvió a las de Juan de Vivero, morada de la Princesa, donde antes de celebrar el sacrificio se leyeron nuevamente las capitulaciones de los esponsales y la protestación ya hecha; pasóse el día en danzas y públicos regocijos, y al fin se dispersó la multitud para dejar que los Príncipes se recogiesen a su cámara. Siete días duraron las fiestas y fuegos, acudiendo juntos los Príncipes a la colegial de Santa María, para recibir las bendiciones, según costumbre católica.(Palencia, Crónica de Enrique IV, I, p. 297).
El reinado de los Reyes Católicos.
Isabel y Fernando se casaron casi en secreto, pues Enrique IV, hermano de la princesa, no habría autorizado la boda, por lo que el novio llegó a Castilla oculto y escoltado por Gómez Manrique, uno de los caballeros leales a la causa isabelina. Pero además, es obligado referirse a la dispensa pontificia necesaria para el enlace, puesto que el Papado tenía que autorizar el matrimonio de Isabel y Fernando al ser los contrayentes primos en segundo grado; para ganar tiempo y que la boda pudiera realizarse, el Arzobispo Carrillo, el verdadero artífice de esta boda por su decidido enfrentamiento con Enrique IV, no tuvo el menor inconveniente en manipular una bula falsa que fue la que dio validez legal al matrimonio. La auténtica bula de dispensa pontificia llegaría algún tiempo más tarde, quizás para dejar sin argumentos a quienes pensasen acusar al matrimonio de ilegítimo. Todos los implicados en las alianzas políticas que conllevaba la boda estuvieron de acuerdo en que la rapidez en su celebración era clave, en especial el Arzobispo Carrillo. Isabel, por el contrario, debió de permanecer ajena a este tipo de disposiciones legales y, en especial, a la falsificación de la bula.
El camino hacia la coronación (1470-1474)
En una reunión celebrada con sus notables en Valdelozoya durante 1470, Enrique IV volvió a declarar como su legítima heredera a su hija Juana, a quien planeó casar con varios de los candidatos rechazados por Isabel. Pero la lógica reacción del rey en contra de la boda celebrada por su rebelde y díscola hermana no sorprendió al bando isabelino, que contratacó de la manera más favorable a sus intereses, esto es, volviendo a la representación de Isabel como una virtuosa dama, en contra de la ilegitimidad de Juana la Beltraneja, la vida licenciosa de la reina Juana y, por supuesto, la impotencia de Enrique IV para engendrar hijos. En este sentido, la princesa Isabel continuaba ofreciendo a sus partidarios, con generosidad nada calculada, los mimbres necesarios para aquilatar esta imagen de doncella devota y virtuosa: en Dueñas (Palencia), el 1 de octubre de 1470, la futura Reina Católica fue madre por vez primera, de una niña a la que llamó también Isabel. Entre las sombras que teñían de oscuridad las decisiones políticas y la vida familiar de Enrique IV, Isabel apareció como una luz a ojos de las familias de la nobleza castellana, que poco a poco fueron prestando su apoyo a la princesa. Igual sucedió con los diversos reinos europeos cuyos legados fueron visitando al Arzobispo Carrillo entre 1471 y 1472, como Borgoña, Francia e Inglaterra. Pero tal vez el acontecimiento cumbre fue la llegada de Rodrigo de Borja (futuro Papa Alejandro VI) como legado pontificio en el año 1473; a su llegada a Valencia fue recibido por el propio Fernando el Católico, mientras que en Alcalá de Henares tanto la princesa Isabel como el Arzobispo Carrillo se desvivieron por alcanzar lo que finalmente lograron: el apoyo del Papado a los planes de Isabel para reinar. Lo más digno de destacar es que la pretensión de la infanta no se hizo de forma belicosa y bajo la ambición sin medida de la nobleza, como en otras ocasiones, sino que Isabel hizo oídos sordos a las propuestas de sedición violenta para preferir una prudencia realmente asombrosa, que fue, a la postre, lo que provocó que su causa ganase las voluntades nobiliaria y popular al tiempo. Andrés de Cabrera, futuro Marqués de Moya y entonces alcaide del Alcázar de Segovia a favor de Enrique IV, describía a la perfección esta prudencia, tan innata como calculada, de Isabel:
La virtud y modestia de la Infanta nos obligan a esperar que os será muy obediente y que no tendrá más voluntad que la vuestra, ni alentará la ambición de los Grandes, pues a no tener este deseo no hubiera rehusado el título de Reina, que la ofrecían, conociendo que fuera sin razón quitaros lo que os toca, contentándose con el de Princesa, que a su entender la pertenece.(Paz y Melia, El cronista Alonso de Palencia…, p. 322).
El 11 de diciembre de 1474 Enrique IV, que ya había pasado el último año muy enfermo, falleció en la villa de Madrid. Isabel se hallaba en Segovia, ciudad enriqueña por antonomasia y en cuyo alcázar descansaba la cámara del Tesoro Real, y no tuvo reparos en representar una maniobra parateatral con respecto a su coronación, que ya llevaba algún tiempo preparando pues Isabel era consciente en grado sumo que el golpe de efecto sobre el reino se incrementaría en proporción directa a la rapidez con que la coronación se llevase a cabo. El 13 de diciembre, debajo de los ropajes de luto por las exequias de su hermano, Isabel llevaba los vestidos de gala, con los que poco después comenzó la ceremonia como recoge el acta notarial del acontecimiento, registrada por Pedro García de la Torre:
Estando en la plaza Mayor d’esta dicha ciudad la dicha señora Reina, en un cadalso de madera que estaba hecho en el portal de la dicha iglesia contra la dicha plaza, y sentada en su silla real, que ende estaba puesta […] declaró ciertas razones, por donde decía pertenecer a la dicha señora Reina la sucesión y herencia y derecho de reinar en estos dichos reinos de Castilla y de León; y la propiedad d’ellos como a legítima hermana y universal heredera del dicho señor Rey don Enrique, por haber pasado de esta presente vida sin dejar hijo ni hija que pueda heredar estos dichos reinos, como dicho es. Y el dicho señor Rey, reconociendo aquesto, la hubo intitulado y jurado por Princesa y su legítima heredera de estos dichos Reinos, para después de sus días, en un día del mes de setiembre del año que pasó del Señor de mil quatrocientos sesenta y ocho […] Y echada la confesión del dicho juramento, respondió Su Alteza: «Sí, juro». Amén.(Proclamación de la Reina Isabel…, f. 2r).
Por parte de Isabel, la cuestión estaba clara: Juana no era hija legítima del rey Enrique, y como tal éste lo había reconocido en Guisando, nombrándola a ella legítima heredera. Por ello, no tuvo reparos en coronarse con rapidez, exigiendo a todas las ciudades de Castilla que mandasen procuradores a Cortes y que la reconociesen como legítima reina. Andrés de Cabrera, el alcaide de Segovia, le abrió el alcázar para que Isabel dispusiese del tesoro regio. La maniobra había surtido efecto y poco a poco comenzó a escucharse por el reino el clamor habitual en este tipo de situaciones: «¡Castilla, Castilla por la reina Isabel!»
Pacificación del reino (1474-1480)
La rapidez de la coronación hizo brotar tensiones en el reino, pues algunas ciudades negaron su obediencia a Isabel hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Además, estas tensiones llegaron hasta el propio matrimonio, ya que Fernando de Aragón, enterado de la coronación de su mujer, cabalgó velozmente hacia Segovia, donde entró el 2 de enero de 1475 con el objeto de negociar contractualmente la situación. El acuerdo entre ambos esposos y sus asesores es conocido con el nombre de Sentencia Arbitral de Segovia, en la que básicamente todos salieron contentos: los castellanos, porque se aseguraban que Fernando de Aragón (que para ellos era un rey extranjero, no se debe olvidar) no ejercería el poder en solitario, sino siempre de acuerdo con Isabel. El rey, por su parte, se aseguró también que su esposa no pretendía apartarlo de la gobernación, sino que siempre la dirección de los asuntos políticos sería compartida. Isabel, por su parte, aceptó figurar detrás de su esposo en la intitulación oficial, pero a cambio de que el reino de Castilla antecediera al de Aragón. Además, poco después se abogó por la fórmula conjunta «el rey e la reyna», utilizada con profusión en la vida castellana para hacer alusión a la fortaleza e indivisibilidad de la monarquía. De hecho, como recoge Suárez Fernández (Fundamentos de la monarquía, p. 17), a Hernando del Pulgar se le atribuye una chistosa anécdota, pues fue severamente reprendido por no utilizar la frase «el rey e la reyna», de modo que el cronista se vengó de la regañina redactando años más tarde «en este día, el rey e la reyna parieron una hija».
Bromas aparte, y aun cuando los acontecimientos de Segovia (coronación y Sentencia Arbitral) habían supuesto un aldabonazo de confianza en la reina Isabel para comenzar su tarea de gobierno, los problemas muy pronto iban a trasladarse al campo de batalla. Alfonso V de Portugal (quien, como se ha visto, fue rechazado por Isabel como marido), decidió casarse con Juana la Beltraneja y esgrimir así sus derechos al trono castellano en contra de la Reina Católica. El monarca luso, además, contó con el apoyo de la nobleza contraria a Isabel, como los Pacheco y los Estúñiga, pero sobre todo con los nobles segundones, que aspiraban a un nuevo (y beneficioso para sí) reparto de mercedes tras una hipotética victoria del invasor. Con todo, lo que sin duda más debió de doler a Isabel fue que quien hasta entonces había sido su máximo valedor, su mejor consejero y su mentor en el campo político, el Arzobispo Carrillo, pasase a defender los intereses de Juana y Alfonso, en un inexplicable cambio de actitud que ni siquiera los ruegos de la Reina Católica pudieron variar. Pedro González de Mendoza, entonces Obispo de Sigüenza, sustituyó a Carrillo como cabeza rectora del partido isabelino, y no tardaría mucho tiempo más en alcanzar el mismo arzobispado toledano, a la muerte de su rival, el belicoso Carrillo. Durante aproximadamente cinco años, entre 1475 y 1480, bajo la apariencia de una guerra luso-castellana, en realidad Castilla vivió una guerra civil encubierta, una continuación de los problemas habidos durante el reinado de Enrique IV. La pericia militar del Rey Fernando, así como el progresivo abandono de la nobleza que apoyaba a Alfonso y a Juana, fueron los causantes de las progresivas victorias castellanas en las batallas de Toro (1476) y de La Albuera (1479). Finalmente, el Tratado de Alcaçovas-Toledo (1479) ponía fin al conflicto mediante la paz entre Portugal y Castilla.
Desde la perspectiva personal de la reina Isabel, los años de conflicto se caracterizaron por una frenética actividad viajera por todo su reino, queriendo estar al corriente de todo cuanto ocurría en primera línea de fuego; asimismo, cabe recordar que durante esta época Isabel fue madre por dos veces más: en Sevilla, el 30 de junio de 1478, nació el príncipe Juan, heredero de las Coronas de Aragón y de Castilla por ser hijo varón, mientras que en Toledo, el 6 de noviembre de 1479, nació doña Juana. El parto del príncipe Juan fue muy dificultoso y se temió incluso que la reina pudiese abortar, debido con toda seguridad a la fatiga acumulada por los viajes. Recuérdese que en Castilla y León, según norma adoptada por el rey Pedro I, era necesario que varios testigos estuviesen presentes en los partos de la reina; Isabel, que siempre se caracterizó por su pudor exquisito, acordó entonces una novedosa costumbre que relata el cronista Hernando del Pulgar:
Guardava tanto la continençia del rostro que aun en los tiempos de sus partos encubría su sentimiento, e esforçávase a no dezir ni mostrar la pena que en aquella hora sienten e muestran las mugeres.(Pulgar, Crónica…, I, p. 76)
El velo con que Isabel la Católica cubría su rostro en los partos fue una muestra de su fama de pureza, que sería recordada en la posteridad, así como su facilidad para los partos y la relativa ausencia de dolor con que los llevaba a cabo (cf. Junceda Avello, I, pp. 35-45). Isabel, cuando aún no había llegado a cumplir treinta años, tuvo que compartir las tareas propias de madre y de reina, y desde luego, con el paso de los años, da la impresión de que dispuso de energía suficiente como para desarrollar ambas funciones con éxito.
La reorganización interior (1480-1491)
La configuración de la nueva monarquía.
Seis años más tarde de su coronación en Segovia, las Cortes celebradas en Toledo durante 1480 suponen un hito histórico, al llevar a cabo todo un ejercicio de exaltación autoritaria de la monarquía isabelina. Además de visitar las obra de la Iglesia de San Juan de los Reyes, verdadero panegírico en piedra de la propaganda política isabelina, la reina realizó dos maniobras impecables: la primera, la jura solemne del príncipe Juan como heredero de los reinos de Castilla y León. Al legitimar la sucesión, el reino también estaba aceptando la legalidad de la Reina Católica como monarca. La segunda maniobra realizada por Isabel I en Toledo fue la de reorganizar la deuda pública y recortar los privilegios económicos que la nobleza tenía de la monarquía desde los tiempos de sus hermanos, Enrique IV y Alfonso XII. No fue la única acción tomada por Isabel para regular la proverbial belicosidad de la nobleza castellana: después de la guerra, ofreció el perdón a los nobles rebeldes, lo que muchos aceptaron; pero si no aceptaban, eran juzgados con todas las consecuencias. Por este motivo, Isabel acabó consiguiendo la obediencia de linajes como los Pacheco y los Estúñiga, y no tuvo reparos en desplazarse hacia Andalucía durante la década de los 80 para poner orden y finalizar las luchas de bandos entre los nobles de la región. Ora con cariñosas recomendaciones, ora con firme autoridad, Isabel acabó con las resistencias nobiliarias y con las luchas que mantenían el Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Cádiz. La política de Isabel no fue ni mucho menos antinobiliaria, pues enriqueció a muchos de ellos continuando con las mercedes donadas por sus antecesores, los otros monarcas de la dinastía Trastámara, pero siempre trató de mantenerlos al margen de la línea de gobierno, marcada por el fuerte autoritarismo de la monarquía. Este fortaleci