Alfonso de Palencia (1424-1492).
Humanista y literato español, nacido en la población soriana de Burgo de Osma (otras fuentes indican que en Palencia) el 21 de julio de 1424 y fallecido en Sevilla a finales de marzo de 1492. Educado en las cortes eclesiásticas de destacados eruditos religiosos, Palencia residió la mayor parte de su vida en Sevilla al servicio de varios señores laicos y eclesiásticos. Asimismo, fue cronista y secretario de cartas latinas de Enrique IV el Impotente y del hermano de éste, el conocido como Alfonso el Inocente, mostrándose siempre como detractor del primero y partidario del segundo. Su obra, amplísima y muy notable, puede ser clasificada de humanista y representa una de las cumbres de la literatura castellana del siglo XV, en especial lo que se refiere a las Décadas, fuente historiográfica fundamental para el conocimiento de los sucesos peninsulares en la segunda mitad del Cuatrocientos.
Vida
Los datos de que se disponen para trazar el devenir vital de Alonso de Palencia proceden, en su inmensa mayoría, de las alusiones autobiográficas que el propio cronista realizó en sus obras. Durante largos siglos se pensó que era natural de Sevilla, ciudad a la que elogió en uno de sus escritos, pero, a finales del siglo XIX, el agustino fray Tomás Rodríguez halló en el archivo de la catedral de Osma varias cartas autógrafas de Palencia en las que declaraba haber nacido en esa ciudad soriana el 21 de julio de 1423. Robert Brian Tate, el hispanista que más ha profundizado en el conocimiento del cronista castellano, precisó que la fecha era 1424 basándose en el colofón autógrafo de una de las obras del cronista. También fue Tate quien sospechó que el literato había nacido en la ciudad que lleva por apellido, a la que califica de mea ciuitatis en algunas de sus epístolas.
Su padre se llamaba Luis González de Palencia y había sido secretario de García Álvarez de Toledo, conde de Alba de Tormes. Vista la dedicación paterna y también el destino que tomó Alonso de Palencia, puede concluirse que había nacido en el seno familiar de ese incipiente estamento de letrados cuya formación intelectual, universitaria o eclesiástica, habría de prestarse en el entorno de la corte regia, que comenzaba en aquel entonces a desarrollarse como el embrión de lo que, organizativamente, se conoce con el nombre de Estado moderno. Durante años se especuló también con su origen converso, pero tal extremo no ha podido ser demostrado.
A temprana edad formó parte del séquito de Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, y una de las figuras más incipientes del Humanismo castellano del Cuatrocientos. Seguramente fue en ese entorno donde Alonso de Palencia conectó con el ambiente letrado del que habría de aprender los rudimentos de su formación cultural, en el que coincidiría con otros destacados literatos de la época, como Rodrigo Sánchez de Arévalo, Hernando del Pulgar o Diego Rodríguez de Almela. En 1441 tuvo lugar uno más de los episodios de enfrentamiento entre Álvaro de Luna, privado del rey Juan II de Castilla, y los famosos infantes de Aragón, el rey de Navarra Juan I y su hermano el maestre de Santiago, Enrique de Aragón, dirigentes de las dos facciones que se disputaban la hegemonía del poder en la época. El condestable Luna fue asediado en su fortaleza de Maqueda por las tropas de los infantes, con lo que el obispo Alonso de Cartagena fue enviado allí por el rey Juan II para intentar mediar en el conflicto. Al obispo burgalés le acompañó el joven Palencia junto a otros destacados letrados eclesiásticos de la época, como Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca, o Juan de Padua, nuncio apostólico del Papa, para intentar poner paz entre los belicosos nobles. El encuentro de Palencia con el nuncio Padua fue óptimo para su devenir, ya que al año siguiente, debido a las buenas relaciones que mantenía Alonso de Cartagena con los humanistas italianos eclesiásticos, a quienes había conocido en el concilio de Basilea (1434-1437), Palencia fue enviado a Italia para completar su formación.
En Roma pasó Palencia sus años de juventud, entrando al servicio de otro destacado humanista, el cardenal Bessarión. El futuro cronista desempeñó el cargo de racionero de la diócesis de Burgos en la ciudad capitolina, pero su aprendizaje humanista absorbió la mayor parte de esta estancia en Italia. Tuvo como maestro de Humanidades a otro erudito griego, Giorgos Trapezuncio, más conocido por su nombre latinizado de Jorge de Trebisonda, con quien aprendió latín, retórica y gramática. La educación italiana, como posteriormente se demostrará en su obra literaria, fue clave en el devenir intelectual de Alonso de Palencia, que siempre guardó un excelente recuerdo de su estancia en el país transalpino y donde se impregnó de la idea humanista de los estudios literarios. Además de los ya citados, Palencia coincidió en el ambiente cultural de Roma con Paulo Giovio, Vespasiano da Bisticci, Lorenzo Valla o Leonardo Bruni, figuras capitales del Humanismo con las que el cronista compartió tertulias y veladas.
Palencia regresó a Castilla en 1454, último año del reinado de Juan II. En este retorno definitivo, entró como contino al servicio del noble andaluz Alfonso de Velasco, aunque en 1456 ya había abandonado este puesto para formar parte del séquito de otro destacado magnate eclesiástico: Alonso de Fonseca el Viejo, obispo de Sevilla y uno de los principales consejeros del nuevo monarca, Enrique IV. Desde esta época, Palencia vivió en Sevilla y, salvo esporádicos viajes, ya no abandonaría Andalucía hasta su fallecimiento. Precisamente la notable influencia de Fonseca el Viejo en el entorno político de Enrique IV hizo posible que Alonso de Palencia, pupilo dilecto del obispo Cartagena y con una sólida formación letrada, fuese nombrado el seis de septiembre de 1456 cronista oficial de la corte y secretario de cartas latinas, con una amplia ración de treinta y cinco maravedíes diarios como sueldo. Palencia sustituyó al fallecido Juan de Mena, otro notable humanista que le había precedido en el oficio.
A pesar de este nombramiento, al menos en los primeros años de su desempeño, Palencia continuó ligado al devenir de Alonso de Fonseca el Viejo, por lo que vio inmiscuido en los turbulentos sucesos de la biografía política de este personaje. En 1457, el cronista asistió impertérrito a la encerrona que el arzobispo hispalense, en connivencia con el otro gran dominador de la política del reinado de Enrique IV, el poderoso marqués de Villena, Juan Pacheco, realizó sobre Juan de Somoza, noble castellano al que correspondía el priorato de la Orden de San Juan, para que esta prebenda fuese otorgada a Juan de Valenzuela, favorito del marqués de Villena. La cárcel, prisión y hastío por hambre a que los intrigantes Pacheco y Fonseca sometieron al ya veterano Somoza provocó las protestas de Palencia, aunque poco pudo hacer al respecto. Por ello, sobre todo en sus Décadas, si bien el cronista modera sus juicios al arzobispo sevillano por agradecimiento y por el obligado servicio, no ocurre lo mismo con el marqués de Villena, al que Palencia no duda en criticar hasta la saciedad considerándole como el culpable de los males de Castilla.
Todavía tuvo que vivir Alonso de Palencia, entre los años 1463 y 1465, una de las más complicadas polémicas del siglo XV: el enfrentamiento entre Alonso de Fonseca el Viejo y su sobrino homónimo, Alonso de Fonseca el Mozo, por la disputa de la sede arzobispal de Sevilla, que tanto quebranto habrían de causar a la capital del Guadalquivir. Aparentemente, ambos habían llegado a un acuerdo para permutar las sedes de las que eran titulares: el Viejo cedería al Mozo la de Sevilla a cambio de la de Santiago, para cambiarlas posteriormente en una maniobra que tendía a despistar la observancia de la Santa Sede en este tipo de provisiones. Ya en 1463 las diferentes visiones que sobre la operación tenían ambos familiares había concitado la polémica, manteniendo una reunión los dos Fonseca en la que Alonso de Palencia, plenamente imbuido en sus ideales de concordia, medió para lograr una tregua. Sin embargo, a finales de ese año comenzaron los tumultos en Sevilla entre los partidarios de uno y otro, por lo que el monarca Enrique IV envió a uno de sus capitanes, Juan Fernández Galindo, para hacer prisioneros tanto al tío como al sobrino.
Fonseca el Viejo, avisado por el marqués de Villena (que quería hacer el doble juego a ambos, tío y sobrino), consiguió escapar a Béjar ayudado por el conde de Plasencia, Álvaro de Estúñiga. Hacia allí viajó el cronista, que atendió la suplicación de su señor para comandar una delegación que viajaría a Roma, donde se habría de dirimir la cuestión. Allí, en presencia de su viejo amigo, el cardenal Bessarión, y el otro legado pontificio, el cardenal Guillermo de Ostia, Alonso de Palencia, en calidad de procurador de Fonseca el Viejo, y Suero de Solís, en calidad de procurador de Enrique IV, protagonizaron un duro enfrentamiento dialéctico para que los legados pontificios pudiesen discernir a quién asistía la razón en el conflicto de la sede hispalense. Palencia debió de ser convincente en sus razonamientos, ya que los legados pontificios ordenaron la restitución arzobispal tal como estaba planteada de antemano: Fonseca el Viejo sería arzobispo de Sevilla y Fonseca el Joven lo sería de Santiago.
De regreso a Castilla, Alonso de Palencia también fue el encargado de que tío y sobrino se entrevistasen para apaciguar los ánimos y llegar a un reparto equitativo de rentas y cargos, sobre todo para finiquitar la época de asedios en Sevilla, de desórdenes y de desacuerdo entre la nobleza. Todos estos sucesos quedaron reflejados en las Décadas con absoluta solvencia por el cronista, plenamente dedicado durante estos años a la redacción de la crónica del reinado de Enrique IV, aunque bien pronto abandonaría Palencia la causa del monarca legítimo para militar en el bando opositor.
La primera acción del cronista favorable a Alfonso de Trastámara tuvo lugar en 1464, cuando Beltrán de la Cueva, conde de Ledesma y nuevo favorito de Enrique IV en detrimento del marqués de Villena, renunció al maestrazgo de Santiago a favor del príncipe Alfonso; el Papa exigió entonces el pago de un impuesto, la anata, a lo que Alonso de Palencia, actuando como delegado regio, respondió con firmeza realizando una declaración de los males que afectaban a Castilla por la liviandad de Enrique IV, una liviandad que, según el cronista, debía ser sancionada por el papado. Es obvio decir que el monarca se disgustó gravemente con esta perorata, pero en esencia, Palencia no demostraba sino estar plenamente imbricado en los graves problemas internos del reino, escindido prácticamente en dos bandos: enriqueños y alfonsinos.
Finalmente, el 5 de junio de 1465 estas tensiones provocaron la deposición de un muñeco simulando a Enrique IV en el cadalso abulense y la consiguiente entronización de su hermano Alfonso como rey de Castilla. A pesar de que los nobles participantes en la llamada Farsa de Ávila tenían muy claras sus intenciones, en los días siguientes a la entronización la batalla se libró en el seno de las ciudades de Castilla, en las que los agentes afines a uno u otro monarca intentaron por todos los medios el apoyo a aquellos que representaban. Palencia, que a la sazón residía en Sevilla, fue pieza clave para que la ciudad hispalense declarase, en la junta de regidores, su obediencia por Alfonso XII, así como para que el principal noble de la ciudad, Juan de Guzmán, duque de Medinasidonia, también se pronunciase a favor del monarca entronizado en Ávila. A través de las Décadas escritas por el cronista, es palpable que Palencia puso todas sus esperanzas en Alfonso XII, harto de las licenciosas costumbres palaciegas de Enrique IV y sus secuaces; el ataque al que Palencia somete al monarca y a sus más adeptos nobles, principalmente Beltrán de la Cueva y Juan Pacheco, es absolutamente despiadado, lo que, obviamente, repercute en la parcialidad con que el cronista redactó su crónica.
En 1466, durante una entrevista en Portillo con Alfonso XII, Palencia relata el carácter reformador del nuevo monarca, ya que le habría encargado al cronista que hablase con el otro factótum de la entronización, el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, para que estas licenciosas costumbres palaciegas se extinguiesen. Cabe dudar no de la realidad de la entrevista, que sin duda debió de ocurrir, sino de que Alfonso XII tuviera estas ideas; seguramente fue el propio Palencia quien advirtió al joven rey de la necesidad de reformar las costumbres. A partir de esta época, Palencia abandonó la estela del arzobispo Fonseca, totalmente fuera de juego en lo referente a cuestiones políticas, para alinearse con los planes del arzobispo Carrillo, sobre todo los contrarios al marqués de Villena, su enemigo íntimo. De hecho, existen indicios más que razonables de que Pacheco, después de una acalorada discusión con Palencia en 1466, intentó asesinarle junto a otros nobles. El motivo de esta reacción fue el apoyo que Palencia mostró a la creación de las Hermandades en Andalucía, única solución, según su perspectiva, para que el constante dominio de los nobles castellanos no fuese siempre en menoscabo del pueblo. Azuzados por el marqués de Villena, los hijos de Juan Ponce de León, conde de Arcos y afín a Enrique IV, intentaron matar al cronista y sólo la intervención del duque de Medinasidonia logró que se respetase su vida a cambio de un breve destierro, por el cual Palencia tuvo que ausentarse de su hogar sevillano.
Entre 1467 y 1468, los viajes de Palencia hacia Castilla la Vieja fueron constantes, sobre todo a casa del arzobispo Carrillo. A través de la narración de las Décadas, se hace patente la intención que tenía el cronista de intentar que el marqués de Villena fuese apartado del estrecho cerco al que sometía a Alfonso XII; en una de estos viajes, Palencia, según él a petición del monarca, se había entrevistado con el obispo de Coria, Íñigo Manrique, para que le prestase ayuda. En los primeros meses de 1468, Palencia continuó realizando su labor de consejo y mediación para la causa alfonsina; en este caso, se entrevistó con la nobleza toledana, a la que convenció en principio para que respetasen la autoridad de Alfonso XII. Sin embargo, todo se vino abajo con la muerte de Alfonso en Cardeñosa, el 5 de julio de 1468, oficialmente por causa de la peste que había contraído en Arévalo durante el mes anterior. Palencia, con su fustigante y acostumbrada verborrea, señaló implícitamente como culpable al marqués de Villena, a quien acusó de haber envenenado al joven monarca.
Tras la muerte de Alfonso XII, la situación del reino quedó abocada a un nuevo gobierno de Enrique IV, aunque ya totalmente sujeto a las múltiples discordias e intrigas de quienes debían ser sus nobles y sólo lo eran de sí mismos. Por esta razón, a Palencia no satisfizo en demasía la concordia a la que llegaron Enrique IV y la infanta Isabel, conocida en la historiografía como Pacto de los Toros de Guisando, ya que la pretensión del cronista era que Isabel, como había ocurrido tres años atrás con su hermano, fuese proclamada reina. La desconfianza, la poca estima que la figura de Enrique IV, y sobre todo la de sus privados, el marqués de Villena y el duque de Alburquerque, levantaba entre Palencia es notoriamente visible en los escritos del cronista. En cambio, a través de las páginas de las Décadas es igualmente visible la admiración que despertó el entonces príncipe Fernando de Aragón en Palencia, ya que prácticamente es el único soberano que se salva de sus críticas. Ni que decir tiene, pues, que desde 1468 Palencia se convirtió en uno de los más acérrimos partidarios del matrimonio entre la heredera de Castilla según lo pactado en Guisando, Isabel, y Fernando de Aragón, como medio de acabar con las discordias reinantes.
Este apoyo no sólo fue moral, sino que el cronista participó directamente en las negociaciones previas al matrimonio de ambos príncipes, celebrado finalmente en 1469. Fue Palencia el encargado de limar las asperezas entre los nobles andaluces, recelosos de que el linaje Enríquez, al que pertenecía la madre del futuro Rey Católico (Juana Enríquez), acaparase el prestigio y el protagonismo en Castilla cuando éste fuese legítimo monarca. También fue el cronista, enviado por el arzobispo Carrillo, el alma mater del enlace regio, quien viajó hacia Tarragona para entrevistarse con el monarca aragonés, Juan II, y hacerse con el famoso collar de perlas y piedras preciosas que habría de entregarse a unos prestamistas valencianos con el fin de que el entonces quebradizo erario de la Corona de Aragón obtuviese la dote económica que se soliticaba para la realización del matrimonio. El historiador Vicens Vives realizó una reconstrucción crítica de estos sucesos previos a la boda y, aunque puso en duda algunos de ellos (sobre todo el mito de la entrega del collar), no hay merma en el protagonismo de Palencia, que expuso su vida en constantes viajes hacia Aragón, dado que la facción enriqueña era sabedora de estas maniobras y tenía a sus agentes al acecho para, llegado el caso, asesinar a aquellos que, como el cronista, trabajaban para que el enlace llegase a buen puerto.
En estas operaciones, Palencia contó con la ayuda de diversos caballeros aragoneses, como Pero Vaca, Luis de Antezana o Tristán de Villarroel, así como castellanos, en especial Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Chacón (criados de Isabel), y el caballero Gómez Manrique, que fue quien escoltó la llegada a Castilla de Fernando de Aragón con una comitiva en la que el cronista estaba presente. Desde el mismo momento de la boda, Palencia se convirtió en agente predilecto del príncipe Fernando, no así de la reina Isabel, a la que el cronista, en una memorable sentencia, calificó como «maestra de engaños». En la mente del erudito humanista, que aceptaba sin resquemor el gobierno de un príncipe fuerte y poderoso como Fernando, no tenían buena cabida las sagaces astucias de la reina, de ahí el juicio sin paliativos de su comentario. Bien es cierto que en esta sentencia desagradable también pudieron influir otro tipo de causas más humanas: mientras que la futura Reina Católica repartía larguezas económicas a Chacón y a Cárdenas, sus criados, ninguna de estas dádivas y prebendas alcanzaba al cronista, pues no se ha encontado rastro documental de que los servicios que realizó para este empeño fueran, cuando menos, tan ampliamente compensados ecónomicamente como sí lo estuvieron los de otros personajes implicados en la concreción de la boda.
Nada más acabar las celebraciones del enlace, en el que Palencia actuó como testigo, recibió el encargo del príncipe Fernando de volver a Aragón, para pedir a su padre dinero con que sostener a su séquito. En 1470, en cambio, Palencia residió la mayor parte del año en Valladolid, en el seno de la precaria corte de los todavía príncipes de Castilla y Aragón. No tardó en regresar a Sevilla, donde el cronista se estableció durante 1471 y retomó su participación en los asuntos políticos de la ciudad, sobre todo en calmar el ansia intervencionista de los nobles andaluces, terriblemente inquietos durante la última fase del reinado de Enrique IV. En las luchas de bandos acontecidas en la ciudad andaluza Palencia apoyó siempre al duque de Medinasidonia (Enrique de Guzmán desde 1468), en detrimento del bando del marqués de Cádiz, Rodrigo Ponce de León, suegro del marqués de Villena, parentesco éste que, como puede suponerse, era motivo principal de esta filiación política del cronista.
Aun desde Sevilla, no dejó Palencia de trabajar para la causa de los Reyes Católicos. En 1472 volvió a entrevistarse con el arzobispo Carrillo, insinuándole la necesidad de que la pareja principesca abandonase su continua estancia en Medina de Rioseco, feudo solariego de los Enríquez, y comenzase a preparar la sucesión mediante diferentes visitas a las ciudades castellanas para alcanzar una paz que era absolutamente necesaria. En 1473, año en que se recrudecieron las pugnas nobiliarias y banderías, Palencia, como legado del duque de Medinasidonia, obtuvo el encargo de viajar hacia Castilla la Vieja para solicitar la presencia de los futuros Reyes Católicos en Sevilla, en un intento de que la autoridad real calmase las tremendas luchas de bandos de la capital hispalense. Cuando Palencia llegó hacia Talamanca, se encontró con la para él desagradable noticia de que el príncipe Fernando había regresado a Aragón, ante la solicitud paterna de ayuda militar en la guerra que Aragón sostenía contra Francia, por lo que únicamente la princesa Isabel le recibió. Allí, una vez que ésta tuvo conocimiento de la misión del cronista, se mostró totalmente resuelta a ir a Sevilla y cumplir lo solicitado por el duque de Medinasidonia, a lo que Palencia, mostrando todas las dotes de su persuasiva diplomacia, se negó pretextando los riesgos de tamaño viaje, estando los campos llenos de salteadores y de ladrones… Sería mejor esperar a que llegase Fernando, que era, desde luego, el integrante del binomio principesco que Palencia estaba interesado en que viajase hacia Sevilla, y no la princesa Isabel. Al menos, tuvo el cronista tiempo de asistir al debate sobre la conveniencia de que Isabel fuera a residir a Guadalajara, feudo de los Mendoza; Palencia, conocedor de las simpatías que el linaje alcarreño tenía sobre Enrique IV, desaconsejó por completo esta idea, que fue rechazada por el arzobispo Carrillo, sin el que los entonces príncipes no daban un paso. Como puede verse, el ascendente y los conocimientos de Palencia eran muy apreciados por Carrillo, cabeza visible de la oposición política a Enrique IV desde el fallecimiento de Alfonso XII.
Esperando el regreso de Fernando, Palencia volvió a Sevilla, pero antes de que pasasen dos meses caminó de nuevo hacia Segovia, donde, ante la mayúscula sorpresa de todos, los príncipes habían decidido aceptar el hospedaje de Enrique IV precisamente en la ciudad castellana más afín al monarca legítimo. En la narración de las Décadas, Palencia transmite la crudeza de estos tensos momentos y los peligros que él mismo tuvo que sortear: en caso de ser reconocido por Enrique IV, posiblemente hubiera sido hecho prisionero por traidor, por lo que, de común acuerdo con el futuro Fernando el Católico, hubo de pasar a Segovia disfrazado de despensero del príncipe de Aragón. Gracias a esta mascarada, pudo escuchar una conversación secreta en la que varios nobles conspiraban para entregar la ciudad al marqués de Villena, enemigo del matrimonio y del arzobispo Carrillo. Palencia se apresuró a descubrir la celada y, en unión de Andrés de Cabrera, alcaide de Segovia, puso sana y salva a la comitiva, que incluía a una pequeñísima infanta Isabel, la primogénita de los príncipes.
En 1474, la actividad de Palencia fue febril en pos de la causa de Fernando e Isabel: fue el promotor de que el duque de Medinasidonia se reconciliase con Fernando de Aragón, que le ofreció el maestrazgo de Santiago, por el que también pugnaban el marqués de Villena, Juan Pacheco, y el conde de Paredes, Rodrigo Manrique. El apoyo del arzobispo Carrillo a la candidatura del marqués de Villena provocó el primer distanciamiento entre él y Palencia, que se dirigió a Zaragoza y a Castellón para mantener dos entrevistas con Fernando de Aragón y con Juan II, respectivamente. Cuando el príncipe aragonés había decidido enviar a Palencia y a Gómez Suárez de Figueroa como emisarios suyos ante el duque de Medina Sidonia, el 24 de diciembre de 1474 falleció en Madrid el rey Enrique IV, precipitando los acontecimientos hacia la entronización de Isabel. De nuevo a través de la narración del cronista se puede entrever la sorpresa de Fernando de Aragón ante la inusual ceremonia de coronación de Isabel llevada a cabo en Segovia, en la que se entronizó sin esperar a su marido, con las consiguientes dudas surgidas en Aragón acerca de las intenciones verdaderas de la ya reina de Castilla.
Desde el mismo momento de la coronación, Palencia se mostró como un firme partidario del aumento de las atribuciones del monarca y en contra del excesivo protagonismo que en esos primeros meses tuvo la reina Isabel, a la que consideraba demasiado afecta a las adulaciones de su grupo de cortesanos. En la corte aragonesa, Palencia era considerado como un leal consejero, no así en la corte castellana, donde siempre contó con numerosos enemigos. Pese a ello, el 15 de julio de 1475 los Reyes Católicos le nombraron secretario de cámara y notario de la corte, aunque a buen seguro fue por la intercesión de Fernando y no de Isabel; el hispanista Tate ha encontrado indicios documentales de que esta relación de Palencia con la secretaría de los Reyes Católicos podría remontarse, cuando menos, a 1469. Poco tiempo más tarde del nombramiento oficial, tuvo lugar la ruptura del arzobispo Carrillo con los Reyes Católicos, a pesar de los esfuerzos de Palencia por hacer entrar en razón al prelado. La ruptura, que significó la invasión portuguesa de Castilla, en la que Alfonso V hizo esgrimir los derechos al trono de Juana la Beltraneja, encendió la mecha de las discordias civiles en el reino, pero para Palencia, además, significaba perder a aquel que consideraba un ejemplo y con quien había compartido tantas jornadas:
¡Tristes y amargas resonaron en mis oídos las locuras del Arzobispo, neciamente expuestas ante su joven y católico Soberano! Lloré amargamente y me condolí del rebajamiento de aquel hombre con quien me había unido gran intimidad, viendo seguir tan torcidos caminos al que antes conocí tan amante de la justicia y del remedio de los males.
(Crónica de Enrique IV, ed. cit., II. p. 166)
El propio Carrillo intentó que Palencia recibiese a sus embajadores en 1475, para que cambiase de parecer y apoyase a Alonso de Cárdenas en detrimento del duque de Medinasidonia en la pugna por el maestrazgo de Santiago, pero el cronista se mantuvo firme en su lealtad. Por esta razón, continuó prestando servicios a Fernando el Católico, esta vez en compañía del doctor Rodríguez de Lillo, entre los que cabe destacar la recaudación de fondos para la armada de Andalucía, la formación de la Hermandad en esta misma región (una de las antiguas pretensiones de Palencia), y la paz definitiva entre el duque de Medinasidonia y los reyes. En julio de 1476, mientras el cronista se dirigía hacia Vitoria para entrevistarse con el rey, cayó enfermo en Tordesillas de unas fiebres. La reina le obligó a guardar reposo pero, en prueba de la poca estima en que Palencia tenía las órdenes de Isabel, en cuanto ella marchó a Olmedo, él abandonó sus aposentos y se dirigió hacia Vitoria. En este mismo año, los monarcas le recompensaron con un privilegio de 60.000 maravedíes anuales «por los muchos e buenos e leales servicios que les avía fecho» (Gesta hispaniensia, I, p. xlii). Tras una breve estancia en Simancas, en 1477, regresó a Sevilla como comisionado de Fernando el Católico para el establecimiento de la Hermandad, labor que llevó a cabo no sin riesgos y de nuevo después de que uno de sus extraordinarios y eruditos discursos aplacase el temor de los nobles andaluces. En septiembre de 1477 viajó hacia Azuaga para prestar homenaje a los monarcas, aunque la noticia siguiente es su participación en 1478 en los preparativos de la conquista de Canarias junto al asistente sevillano Diego de Merlo. En 1480, con ocasión de las cortes celebradas en Toledo, la reina Isabel decidió obviar a Palencia en la redacción oficial del evento para dar cabida a Hernando del Pulgar, lo que significó, finalmente, el apartamiento del cronista de la corte, aunque no de su sueldo, que lo siguió cobrando, ni de su titulación, pues Palencia, herido en su orgullo más profundo, continuó firmando documentos como cronista de la corte.
Desde 1480 Palencia residió en Sevilla, avencidado en una casa de la collación de San Lorente y supuestamente dedicado a la redacción de su Cuarta Década y de otras obras. En 1485 aparece primeramente nombrado como clérigo en un documento del cabildo sevillano. En 1488, sensiblemente mermado de salud, viajó a Málaga para testificar a favor de Rodrigo de Ulloa. En la dedicatoria a Isabel la Católica de su traducción de Flavio Josefo, el cronista ya veía cercano el fin de sus días, aunque deseaba
en mi extrema vejez continuar el estilo de bien servir a Vuestra Alteza dentro de los umbrales de mi pobre morada, quando ya me viedan la edad y los acidentes della el exercicio que muchas vezes y en tiempo que era menester pude emplear en principales negocios tocantes a vuestra real corona, según soy cierto que vuestra excellentísimas gratitud tiene dello memoria.
(Gesta Hispaniensia, I, p. xlvii).
Con el recuerdo de los peligros pasados, con la conciencia de haber servido fiel y lealmente a la monarquía castellana, Alonso de Palencia falleció en marzo de 1492, apenas dos meses después de la conquista de Granada. El heredero universal de todos los bienes del cronista fue Diego Buitrago, del que se desconoce también cualquier dato para poder saber si era hijo suyo, ya que Palencia guardó silencio sobre su supuesto matrimonio. Sí hay constancia, en cambio, de que tuvo un hermano llamado Diego que, según sospechas de Paz y Melia, podría ser este Diego Buitrago, heredero del cronista.