Al-Hakam o Alhakem II, Rey de Granada (915-976).


Segundo califa omeya de al-Andalus (961-976), hijo de Abd al-Rahman III, nacido el 20 de noviembre de 915 en Córdoba y muerto en la misma ciudad el 1 de octubre de 976. Su breve reinado representó la época más esplendorosa del califato y de todo al-Andalus en general. Gracias a su gran experiencia política y al asentado y estructurado Estado que heredó de su padre, fue capaz de imprimir un período fructífero de paz en la Península y mantener intacta la hegemonía de Córdoba sobre el resto de reinos peninsulares. Con su patronazgo personal, las artes y las ciencias cultivadas en al-Andalus alcanzaron su edad de oro.

Ascenso al trono

Cuando subió al trono cordobés con el título o laqab de al-Mustansir Bi-llah (‘el que busca la ayuda victoriosa de Alá’), al-Hakam II continuó la política emprendida por su padre, consistente en enfrentarse a los gobernantes cristianos y reforzar la presencia del Estado cordobés en el norte de África. No siguió la línea paterna para elegir a sus auxiliares de confianza en las tareas de gobierno, pues confió más y más en sus funcionarios, principalmente en el chambelán al-Mushafi, en el visir Ibn Abi-Amir (Almanzor) y en el general Galib, hombres de sobrada competencia pero que, a la postre, contribuyeron al declive definitivo de la dinastía por el craso error del califa de no nombrar con antelación un sucesor adecuado y capaz.

Relaciones y enfrentamientos con los reinos cristianos

Desde el inicio de su reinado, al-Hakam II apenas tuvo dificultad para seguir la política emprendida por Abd al-Rahman III con los reinos establecidos al norte de la Marca Superior, ya que al acceder al trono contaba con 46 años de edad y una dilatada experiencia en las tareas de Gobierno conseguida al lado de su progenitor.

Convertido en árbitro de los sucesivos pleitos dinásticos surgidos en el seno de los reinos cristianos del norte, la primera tarea que tuvo que resolver el nuevo califa fue la negativa del rey astur-leonés Sancho I el Craso (956-958; 960-966) y del navarro García Sánchez I (926-970) a entregar las fortalezas estipuladas en el tratado que ambos monarcas firmaron con el califa precedente para asegurarse el apoyo militar de Córdoba en la guerra que sostenían contra Ordoño IV (958-960) y conde castellano Fernán González. Al-Hakam II realizó varias reclamaciones en vano, tras lo cual no le quedó más remedio que amenazar con las armas a sus antiguos aliados, que siguieron haciendo oídos sordos a las peticiones del omeya. El panorama se tornó más tenso cuando el rey navarro decidió liberal al conde castellano y formar con él y con Sancho I una coalición para enfrentarse a al-Hakam II. El defenestrado rey Ordoño IV optó por pedir ayuda militar, en el año 962, al califa, quien no tuvo ningún reparo en acogerlo en su propio palacio de Medina al-Zahara. Al-Hakam II se comprometió a reponerle en el trono a cambio de condiciones bastantes onerosas que el depuesto rey se vio obligado a aceptar: el compromiso de mantener relaciones de amistad con Córdoba, el pago anual de impuestos y el no tomar ninguna decisión en política exterior que no fuera adoptada por un consejo de tutelaje cordobés. Ante el cariz de semejante alianza, Sancho I se retractó ante al-Hakam II y le envió una embajada de paz a Córdoba que aceptó. Pero, una vez eliminado de la escena política Ordoño IV, el monarca astur-leonés cambió su decisión y volvió a concertar una alianza mucho más poderosa contra Córdoba, integrada por astur-leoneses, castellanos, navarros y varios condes catalanes.

Tras varias campañas militares exitosas por todos los frentes de la Marca Superior, conducidas magistralmente por los generales Muhammad al-Tuchibi, Galib y Said, que infligieron severas derrotas a la coalición cristiana, al-Hakam II ordenó la construcción del castillo de Gormaz, en el que estableció tropas permanentes bien entrenadas y dispuestas a frenar cualquier intentona enemiga. A partir de ese mismo momento, la superioridad militar del califato omeya dejó de ser contestada por los demás reinos peninsulares, hecho este en el que tuvo mucho que ver también el surgimiento de una serie de crisis dinásticas en los reinos cristianos. La muerte de Fernán González y de García Sánchez I, sucedidos por García Fernández y Sancho II Abarca (970-994), respectivamente, y la subida al trono astur-leonés de Ramiro III (966-984), de tan sólo tres años de edad, provocó que todos los reinos prestaran obediencia a al-Hakam II, además de las consabidas parias anuales que todos los años engordaban puntualmente las arcas del califato y con las que al-Hakam II pudo sufragar gran parte de sus costosísimas construcciones en la capital.

El período de calma militar tan sólo se rompió en el año 974, cuando el conde castellano García Fernández intentó aprovecharse de la ausencia del ejército omeya, que se encontraba pacificando el norte de África, para atacar la estratégica plaza omeya de Gormaz, llave para poder penetrar en territorio andalusí. Pero la intentona fue desbaratada por el general Galib, que había vuelto expresamente de África para tal fin.

Con el reino pacificado y las fronteras peninsulares bien aseguradas, al-Hakam II gozó de un reconocimiento y prestigio igual al que consiguió su padre. Córdoba recibió multitud de embajadas de todas partes de la Península, del norte de África e incluso de reinos más lejanos, destacando las que enviaron el emperador bizantino Juan Tzimisces, en marzo de 972, y el emperador germano Otón II, en julio de 974.

Nuevas invasiones normandas

Otro acontecimiento al que tuvo que enfrentarse al-Hakam II fue la reaparición en las costas peninsulares, en el año 966, de una poderosa flota de piratas daneses, a los que previamente Ricardo I, duque de Normandía, había rechazado en dirección sur. Los temibles piratas hicieron acto de presencia en el litoral de la comarca de Qasr Abi Danis (actual Alcacer do Sal, en Portugal), desde donde se aprestaron a invadir toda la llanura de Lisboa impunemente hasta que fueron frenados por las tropas de al-Hakam II. A su vez, al-Hakam II se apresuró a poner en el mar a todo el grueso de su escuadra, con la que consiguió dar alcance a los invasores en la desembocadura del río Silves, destruyendo gran parte de los 28 navíos y rescatando a los musulmanes cautivos.

Tras un período de tranquilidad, cinco años más tarde, en el 971, las naves danesas intentaron una nueva incursión por las costas peninsulares. Al-Hakam II, dispuesto a poner de una vez por todas las tentativas de tan molestos visitantes, ordenó a la flota del Mediterráneo reunirse en Sevilla con la del Atlántico, medida de fuerza que dio resultado positivo, ya que los piratas desistieron para siempre de sus propósitos invasores y de rapiña.

Política norteafricana

Los asuntos africanos constituyeron otra cuestión a la que al-Hakam II dedicó gran parte de sus esfuerzos, tanto por su especial relevancia como por seguir la línea emprendida por su padre en política exterior. Nada más subir al trono cordobés, el panorama político norteafricano no presagiaba nada bueno para Córdoba, con el prestigio omeya en sus momentos más bajos a consecuencia de las continuas campañas militares contra la tribu beréber aliada de Córdoba, los zanata, por parte del general fatimí Chawhar. Ceuta y Tánger eran las dos únicas plazas en las que el poder omeya era real, aunque desde hacía bastante tiempo la última se quería desligar de sus compromisos con Córdoba, lo cual logró finalmentte al poco tiempo del advenimiento al trono de al-Hakam II. Solamente la expansión territorial del califato fatimí hacia el este, iniciada en 969 cuando Chawhar fundó la ciudad de El Cairo (al-Qahira, ‘la victoriosa’), hizo posible que al-Hakam II recuperase gran parte del territorio occidental norteafricano, desde Ifriqiya hasta el actual Marruecos, para lo cual contó con la inestimable colaboración de los zanata, que estaban en pie de guerra contra la otra gran tribu de la zona, los sinhacha, convenientemente apoyados por el califa fatimí al-Muizz.

El traslado definitivo de la corte fatimí a El Cairo en 971, desencadenó la guerra por la posesión de al-Magrib entre Córdoba y el nuevo poder representado por el idrisí al-Hasam Ben Gannun, señor de Arcila y de varias plazas más, que albergaba desde hacía tiempo deseos de liberarse de cualquier tipo de tutelaje político y había ampliado sus dominios por toda la llanura marroquí, ejerciendo un mando efectivo sobre Tánger y Tetuán. Al-Hakam II no quiso, bajo ningún concepto, dejar de escapar la magnífica oportunidad que le había deparado la retirada fatimí para rehabilitar el prestigio omeya en el norte de África, por lo que, en el año 972, mandó la flota del Mediterráneo, al mando de Ibn al-Rumahis, con el propósito de reconquistar Tánger. Pero, el general Muhammad ben Qasim, que había pasado a Ceuta con un gran contingente de tropas, fue severamente derrotado el 22 de diciembre de 972 por las tropas de al-Hasam ben Gannun. Al-Hakam II decidió cortar por lo sano, así que envió a lo más selecto de sus generales, Galib y Yahya ben Muhammad, a la zona del conflicto, acompañados de un gran número de tropas reclutadas al efecto, ante las que el idrisí no tuvo más remedio que rendirse y prestar juramento de fidelidad al califa cordobés, lo que daba comienzo a un nuevo período de protectorado omeya en Marruecos.

La sucesión al trono

A finales del año 974, al-Hakam II sufrió un ataque de apoplejía que le dejó prácticamente inutilizado para gobernar. Al-Hakam II se apresuró en nombrar públicamente a su sucesor -pues presentía su próxima muerte-, elección que recayó en su único hijo varón, el príncipe Hisham, que tenía apenas once años de edad, al que nobles y plebeyos prestaron juramento de lealtad.

La elección de Hisham dejó un amplio margen para el forcejeo entre los poderosos y ambiciosos jefes que ocuparían el poder después de la muerte de al-Hakam II. Tras la muerte de al-Hakam II el 1 de octubre de 976, Hisham II ocupó el trono y, a continuación, se formó un Consejo de Regencia dominado por Abu al-Hasam Chafar y Ibn-Amir Muhammad (Almanzor), quienes no tardaron mucho tiempo en convertirse en los auténticos dueños de todo al-Andalus.

Al-Hakam II: protector de las artes y de la cultura

Poseedor de una gran cultura y amor por todo tipo de conocimientos y saberes, al-Hakam II llegó a tener una biblioteca con más de 400.000 volúmenes, de los que había leído una gran parte. En la biblioteca del palacio fundó una escribanía y un taller de encuadernación. Todos los ejemplares los pagaba a un precio bastante alto, como por ejemplo el Libro de los Cantares de Abu al-Farach al-Isfahani, por lo que no le fue difícil hacerse con todos los ejemplares más preciados o raros que había en el mercado del libro, para lo cual mandó a un nutrido grupo de sabios a recorrer todos los rincones del mundo islámico en busca de tan preciados tesoros. Su corte se convirtió en un auténtico nido de intelectuales, literatos, científicos y todo tipo de personas dispuestas a dar grandeza y colorido al califato.

Al-Hakam II también se tomó gran interés por las capas sociales más desprotegidas de al-Andalus y por la enseñanza pública, para lo cual ordenó construir un centro de caridad cerca de la mezquita y veintisiete escuelas públicas donde los eruditos enseñaban a pobres y huérfanos totalmente gratis. Su deseo de darle a Córdoba el aspecto de una auténtica metrópoli le indujo a llevar a cabo un gran número de obras públicas, entre las que destacaba por encima de todas la ampliación que hizo en la Mezquita Aljama y la construcción de su magnífico mihrab (para la construcción del mihrab hizo venir de Bizancio a varios maestros artesanos).

Por último, al-Hakam II hizo empadronar a toda la población de las grandes urbes del califato, benefició la extracción de las minas, fomentó la agricultura con la construcción de un buen número de acequias en Granada, Murcia, Valencia y Aragón, además de importar plantas exóticas para aclimatarlas en la Península.

Bibliografía

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