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HistoriaPolíticaBiografía

Fernando II. Rey de Aragón y V de Castilla (1452-1516)

Rey de Sicilia (Fernando II, 1468-1474), Rey de Castilla y León (Fernando V, 1474-1504), Rey de Aragón (Fernando II, 1479-1516), Rey de Nápoles (Fernando III, 1503-1516), y regente de Castilla y León (1506-1516) en nombre de su hija, la reina Juana I. Nació en la villa zaragozana de Sos (hoy llamada por tal motivo Sos del Rey Católico), el 10 de mayo de 1452, y murió en Madrigalejo (Cáceres), el 23 de enero de 1516. Apodado el Rey Católico, se trata de uno de los más poderosos monarcas de la Historia.

Fernando V, el Católico, Rey de Castilla y Aragón. Palacio Real. Madrid.

Vida

Primeros años de lo infant comú (1452-1460)

Fernando fue el primer hijo del rey Juan I, entonces Rey de Navarra (posteriormente también sería Juan II de Aragón), y de la segunda esposa de éste, la dama castellana Juana Enríquez. El primogénito de Juan I era Carlos de Aragón, Príncipe de Viana, engendrado en su primer matrimonio con la reina Blanca de Navarra, de forma que, en el instante de su nacimiento, Fernando no estaba destinado a reinar, sino a formar parte de la nobleza del reino pirenaico, seguramente al frente de un destacado título nobiliario, o bien gozando de alguna rica prebenda eclesiástica. Pero la coyuntura política en la que nació el infante Fernando era realmente complicada y el desarrollo posterior de los acontecimientos posibilitó que finalmente llegase a reinar. Por de pronto, si Fernando nació en Sos, villa perteneciente a Aragón pero muy cercana a la frontera con Navarra, fue porque su madre, Juana Enríquez, pese a su avanzada gestación, tuvo que salir huyendo de Sangüesa por culpa de la guerra civil que enfrentaba a dos facciones políticas, los agramonteses y beaumonteses, que apoyaban respectivamente al rey Juan I y a su hijo Carlos. Al menos en Sos fue acogida por un linaje de la hidalguía local, la familia Sada, partidarios de su esposo, en cuya casa-palacio tuvo lugar el parto del futuro Rey Católico. En la comarca del Jalón debió pasar sus primeros meses de vida, pues su padre esperó a que la situación bélica se calmase para hacerle bautizar en la Seo de San Salvador, en la capital maña, el 11 de febrero de 1453, casi al año de haber nacido, algo nada usual en la época.

Poco después, partió hacia Barcelona, donde residió hasta marzo de 1457, en que partió hacia Castilla para asistir con el séquito de la corte a la firma de una paz entre Castilla y Aragón al respecto del conflicto entre agramonteses y beaumonteses. Los escrupulosos conselleres barceloneses se referían a él en la documentación como lo infant comú, para distinguirlo de su hermano Carlos y enfatizando que era hijo de Juana Enríquez. En 1458 falleció su tío, Alfonso el Magnánimo, rey de Aragón y de Nápoles, por lo que su padre fue coronado como Juan II de Aragón, de forma que el 25 de julio de 1458 el infante Fernando quedó investido con los títulos de Duque de Montblanc, Conde de Ribagorza y Señor de Balaguer, así como algunos títulos italianos en Nápoles y en Sicilia que pertenecían a la Corona de Aragón. Estas prebendas le permitieron disponer de un patrimonio económico importante que fue administrado durante su minoría de edad por Pedro de Vaca, a quien Juan II había designado como preceptor del joven Fernando. Durante esta época, la relación de Fernando debió de ser cordial con sus hermanos mayores (los bastardos de su padre), Juan de Aragón y Alfonso de Aragón, el Duque de Villahermosa, así como con su primo, apodado Enrique Fortuna, hijo póstumo del maestre Enrique de Aragón, con quienes debió de compartir vivencias en la corte itinerante de Juan II. Tradicionalmente, se ha mantenido que el futuro Rey Católico no fue objeto de una cuidada educación al estilo de la época, siguiendo al pie de la letra lo expresado por el cronista Marineo Sículo, que estuvo durante los siglos XV y XVI al servicio de Fernando:

Siendo de edad de siete años, en la cual convenía aprender letras, dio señales de excelente ingenio y de gran memoria. Mas la maldad de los tiempos y envidia de la fortuna cruel, impidieron el gran ingenio del Príncipe, que era aparejado para las letras, y lo apartaron de los estudios de las buenas artes; porque comenzando a enseñarse a leer y escribir, como en España se acostumbra, y entrando ya en Gramática, movióse la guerra que Don Carlos, mal persuadido de algunos, hizo cruelmente contra su padre; y así fue quitado de las letras y estudios.
(Marineo Sículo, Vida y hechos..., p. 21).

Pero no conviene hacer de esta afirmación un absoluto, puesto que, como en otros casos similares, se conoce el nombre de los maestros que el entonces príncipe de Aragón tuvo, todos ellos muy prestigiosos y de procedentes de distintas partes de Europa, como los catalanes Miguel de Morer y Antoni Vaquer, el castellano fray Hernando de Talavera, el siciliano Gregorio de Prestimarco y, sobre todo, dos personajes de mucha importancia: el italiano Francisco Vidal de Noya, humanista de gran prestigio, traductor de Salustio y poeta destacado, que fue maestro de lectura y de artes del príncipe; por último, hay que señalar en esta nómina de maestros al cardenal Joan Margarit, obispo de Girona, autor de una obra (hoy perdida) Epistola seu Libellus de educatione Ferdinandi Aragoniae principis, escrita como guía de la educación del futuro Rey Católico. Así pues, y tal como se verá a continuación, las circunstancias históricas concretas que rodearon su infancia no fueron las más apropiadas para que el príncipe Fernando recibiese una educación al uso, pero no porque se escatimasen medios o preceptores para ello, o porque él no quisiera, si bien se intuye, por los gustos del monarca cuando adulto, que ya de niño debió de sentirse más inclinado a las disciplinas militares y caballerescas que a los hábitos de lectura. O, incluso, como relata Pulgar, a otras ciertas actividades que sin duda debieron distraerle de sus obligaciones educativas:

Plazíale jugar todos juegos, de tablas e axedrez e pelota; en esto, mientra fue moço, gastava algund tiempo más de lo que devía.
(Pulgar, Crónica..., I, p. 75).

Las primeras lides del Duque de Montblanc (1460-1468)

Como ya se ha visto en la narración de Marineo Sículo, entre 1459 y 1460 el conflicto que mantenían Juan II de Aragón y su hijo primogénito, Carlos de Viana, se reanudó de nuevo. Si el príncipe Fernando, que apenas contaba con ocho años de edad, se vio involucrado en el conflicto fue porque los rumores apuntaban a que su padre Juan II, hostigado por su segunda esposa, Juana Enríquez, y ante la rebeldía de Carlos de Viana, quería nombrar primogénito a su hijo Fernando con todo lo que conllevaba: heredar Navarra y Aragón. La inquietud de esta decisión la expresaba así Melchor Miralles, capellán de Alfonso el Magnánimo y autor de un dietario de gran valía para los historiadores:

En lo dit any [...], lo senyor rey e senyora reyna [...] volentse coronar; e açó la terra no u consentí, per sguart com lo primogènit don Carles no hera en lo regne, per la qual rahó hac grans congoxes que lo senyor rey volia que los regnes e terres e gents juraren don Fernando, son fill e fill de la senyora reyna doña Johana. E en açó, lo regne de Aragó e totes les altres terres li contradigueren [...], de què lo dit senyor rey pres molt congoxa, e la senyora reyna molt magor, en tanta manera que no’s poria dir la grandìssima congoxa e ennug de la dita senyora.
(Dietari del capellá..., pp. 240-241).

Esta noticia de Miralles representa el punto de partida de cierta leyenda negra relacionada con Fernando el Católico, o mejor dicho, la leyenda negra de su madre, Juana Enríquez, a quien algunos historiadores (incluso de nuestros días), han visto como la malvada maquinadora del plan por el que Juan II apartó a Carlos de Viana de la primogenitura en beneficio de Fernando, el hijo de ambos. Lo cierto es que en aquella época las relaciones entre Juan II y su primer hijo estaban muy deterioradas, pues Carlos supo hacerse un hueco en el conflicto que mantenían por el poder en Barcelona dos facciones políticas, la Busca y la Biga, para ser apoyado por los buscaires en su lucha contra la autoridad del rey. En diciembre de 1460 Juan II ordenó la prisión del príncipe de Viana, lo que encendió la sublevación de los catalanes y la reanudación de la guerra en Navarra. El príncipe Fernando, en el séquito real, fue trasladado de un sitio a otro, de Fraga a Zaragoza, pues el peligro le acechaba.

El 22 de septiembre de 1461 fallecía el príncipe de Viana y apenas un mes más tarde Fernando era jurado primogénito y sucesor real en Cataluña y en Aragón. Se acababan así las relaciones entre ambos hermanos, inexistentes en realidad, pues sólo coincidieron dos veces en toda su vida, pese a que algunos textos falsearon esta realidad queriendo presentar a Carlos como exegeta de la grandeza de su hermano Fernando, quien, por su parte, desde entonces abandonó definitivamente la senda de los estudios humanistas para permanecer al lado de sus progenitores en los diferentes acontecimientos del reinado. Contaba ya con una casa propia de sirvientes, donde ya aparecieron muchos de los personajes que iban a ser claves en su reinado, como su ayo, Gaspar de Espés, su mayordomo mayor, Ramón de Espés, el camarero Diego de Torres, el tesorero Diego de Trujillo, el canciller Pedro de Santángel, el contador Luis de la Cavallería, el notario Miquel Climent, el escribano Juan Sánchez... Pero a pesar de que fue recibido con entusiasmo en Barcelona en 1461, en marzo de 1462 el príncipe Fernando y su madre, Juana Enríquez, debieron salir apresuradamente de Barcelona para refugiarse en Girona, donde fueron cercados por las tropas del Conde de Pallars en otro de los episodios del conflicto entre los catalanes y Juan II. Tradicionalmente, se tiene a este cerco de Girona como el "bautismo de fuego" del príncipe Fernando, que contaba con 10 años de edad y que participó en la defensa de Girona como uno más, hasta que su cuñado Gastón, Conde de Foix, llegó con tropas francesas para liberar la ciudad del asedio. Desde entonces, durante los años 1463 y 1466, ayudó militarmente a su padre en la lucha que éste mantenía contra algunos nobles catalanes, destacando su victoria en la toma de Tortosa (1466) y su derrota en Vilademat (1467) contra los franceses. Por si fuera poco, Fernando hubo de sufrir el primer gran revés personal, como fue la muerte de su madre, el 13 de febrero de 1468, lo que significó unirse todavía más a su padre, Juan II de Aragón, que ya con 70 años y enfermo de cataratas, necesitaba de su hijo para continuar rigiendo con acierto los destinos de Aragón.

La boda con la princesa Isabel y sus consecuencias (1469-1473)

Ya en 1459, durante la negociación de Enrique IV y Juan II de las treguas con respecto al conflicto de Navarra, el monarca aragonés había sugerido el enlace entre Fernando e Isabel, pero su homólogo castellano tenía otros planes al respecto. Después de la derrota de Vilademat, Fernando de Aragón, que ya contaba con 16 años (la mayoría de edad oficiosa en la época), vio que el conflicto entre Juan II y los rebeldes se complicaba muchísimo con la entrada de Francia en su contra, de modo que decidió que necesitaba más aliados. El matrimonio con la princesa castellana proporcionaría, desde el punto de vista político y militar, los refuerzos necesarios para acabar con la compleja guerra civil en Cataluña. Desde una perspectiva personal, Fernando también estaba capacitado para abandonar la soltería; no en vano, ya mantenía relaciones con Aldonza Roig de Iborra y Alemany, dama natural de Cervera y primera amante conocida del recientemente nombrado (1468) Rey de Sicilia, quien en aquellos años debía ser el joven apuesto y el caballero virtuoso, en definitiva, el mejor mozo de España que inmortalizaría un siglo más tarde Lope de Vega en su famosa comedia así titulada. La descripción física que realizó Pulgar es bien ilustrativa al respecto de la fisonomía del príncipe Fernando:

Era ome de mediana estatura, bien proporçionado en sus miembros, e en las façiones de su rostro bien compuesto, los ojos reyentes, los cabellos prietos e llanos; ome bien complisionado. Tenía la habla igual, ni presurosa ni mucho espaçiosa. Era de buen entendimiento, muy templado en su comer e beber, e en los movimientos de su persona, porque ni la yra ni el plazer fazía en él grand alteraçión. Cavalgaba muy bien a cavallo, en silla de la guisa e de la jineta; justava, tirava lança e fazía todas las cosas que ome deve fazer, tan sueltamente e con tanta destreza que ninguno en todos sus reynos lo fazía mejor. Era gran caçador de aves, ome de buen esfuerço e gran trabajador en las guerras. De su natural condiçión era muy inclinado a hazer justiçia, y también era piadoso e compadeçíase de los miserables que veýa en alguna angustia. Tenía una graçia singular: que qualquier que con él hablase, luego le amava e deseava servir, porque tenía la comunicaçión muy amigable.
(Pulgar, Crónica..., I, p. 75).

En el primer mes de 1469 se firmó el Acuerdo de Cervera entre los embajadores castellanos y mosén Pierres de Peralta, condestable de Navarra, que representó a Aragón por orden de Juan II; en Cervera se pactaron las condiciones económicas del enlace, ventajosas para los castellanos, mientras que el rédito político esperaban obtenerlo los aragoneses. Poco después, el Rey de Sicilia se puso en camino hacia Valladolid, realizando un complejo viaje desde Valencia a Zaragoza, para pasar a Castilla por Ariza, Monteagudo, Burgo de Osma y Berlanga. Y es que se dio la curiosa circunstancia de que el entonces Rey de Sicilia, que habría de convertirse en el más poderoso monarca de la cristiandad, viajó hacia Castilla de incógnito, acompañado tan solo por sus más fieles colaboradores (los hermanos Espés, Pedro Vaca, Guillén Sánchez y su maestro, Vidal de Noya), además de Gutierre de Cárdenas y Alonso de Palencia, enviados por Isabel la Católica como legados. Ya en Castilla, un pequeño contingente de tropas al mando de Gómez Manrique le sirvió de escolta hasta Valladolid, protegiendo a Fernando de Aragón de la vigilancia fronteriza ordenada por Enrique IV de Castilla, que trató de impedir la entrada a su reino del que iba a convertirse en su cuñado. Finalmente, después de haber visto por vez primera a su futura esposa tres días antes, el 19 de octubre de 1469, la actual chancillería de Valladolid, entonces palacio de la familia Vivero, fue testigo de un enlace decisivo en la Historia de España, pero que en su tiempo se celebró casi en la clandestinidad, con pocos invitados de relumbrón y gracias a una dispensa papal falsificada por Alonso Carrillo, Arzobispo de Toledo, pues los cónyuges eran primos en segundo grado.

Un año más tarde, Fernando de Aragón fue padre por partida doble: su esposa Isabel parió en Dueñas a la primogénita, Isabel, y casi al tiempo nació Alonso de Aragón, hijo de la amante del Rey, doña Aldonza. La situación en Castilla se volvía complicada, toda vez que Enrique IV, en Valdelozoya, había vuelto a nombrar a heredera a su hija, Juana la Beltraneja, en detrimento de su hermana Isabel, a quien acusaba de haberse casado con Fernando sin su consentimiento. El Rey de Sicilia optó por la prudencia y se retiró a Medina de Rioseco, feudo de los Almirantes de Castilla, los Enríquez, sus parientes por línea materna. A través de emisarios, embajadas, conversaciones y maniobras diplomáticas, poco a poco los futuros Reyes Católicos fueron granjeándose las simpatías de la nobleza castellana, sobre todo el apoyo del linaje Mendoza. Así, con la situación de Castilla en una tensa calma, el príncipe Fernando inició el viaje de regreso hacia Aragón, donde, en octubre de 1472, se firmó la Capitulación de Pedralbes, poniendo fin al conflicto civil entre los catalanes y Juan II, conflicto que había acompañado a Fernando desde el mismo instante de su nacimiento.

El reinado de los Reyes Católicos.

Fernando V de Castilla y León (1474-1479)

Si al firmar varios acuerdos con la nobleza castellana antes de su partida Fernando de Aragón ya había dado muestras de esa tremenda sagacidad política que se convertiría en proverbial con el paso del tiempo, en la reanudación de su actividad como primogénito aragonés comenzó a vislumbrarse su capacidad militar como director de las campañas. Su padre, Juan II, era ya un hombre de 75 años, con diferentes achaques de salud, en especial unas cataratas que apenas le permitían la visión, por lo que Fernando, en calidad de lugarteniente general de la Corona de Aragón, fue el encargado de socorrer a su padre en el intento de reconquistar el Rosellón y la Cerdaña al rey francés Luis XI, que las había ocupado en el transcurso de la guerra. Durante 1473 Fernando fue recibido con honores por las antaño ciudades rebeldes a su figura y a la autoridad paterna, como Barcelona y Girona, además de dirigir personalmente el asedio de Perpiñán. Sin embargo, los franceses pasaron a la ofensiva en 1474 y obligaron a los aragoneses a retirarse de tan avanzadas posiciones, lo que implicó que el príncipe Fernando pactase una defensa de la zona. Además, en esta retirada hubo otra poderosísima razón: la muerte de Enrique IV, lo que convertía al Rey de Sicilia en Rey de Castilla y León. La recepción de la noticia por parte de Fernando fue desalentadora, pues tanto el Arzobispo Carrillo como Gaspar de Espés le escribieron sendas alertas para que se personase en Castilla de inmediato, ya que su esposa había decidido coronarse sin esperar a su marido. Este momento debió de ser uno de los más problemáticos de la pareja, pues Fernando temió sin duda que Isabel hubiese llegado a algún acuerdo con la nobleza castellana para apartarlo del poder. Con una celeridad inusitada, el aragonés entró en Segovia en los primeros días de 1475 para llevar a cabo una negociación entre todos los implicados. El acuerdo se conoce como Sentencia Arbitral de Segovia (1475), por el que se constituyeron las bases contractuales de gobierno de los Reyes Católicos: ninguno de los dos ejercería el poder en solitario, sino siempre tras mutua concordia; Isabel aceptó que su esposo, en tanto hombre, le antecediese en la titulación, pero a cambio de que el reino de Castilla figurase antes que el de Aragón. Poco más tarde se optó por la fórmula conjunta "el rey e la reyna", utilizada para hacer alusión a la fortaleza e indivisibilidad de la recién nacida diarquía aragonesa-castellana. Un jurista de toda la confianza de Fernando de Aragón, Alfonso de la Cavallería, fue el garante de la posición aragonesa en este acuerdo.

Tras la Sentencia Arbitral, Fernando podía titularse Rey de Castilla y León con todas las de ley, si bien esta legalidad no se correspondía con una situación idílica para imponer su gobierno. Por de pronto, la entrada en liza de los Mendoza a favor de los nuevos reyes provocó la ruptura entre éstos y su antiguo aliado, el Arzobispo Carrillo, tal vez la persona que más había trabajado para que se celebrase el enlace. Además, Fernando recibió en Castilla las tristes noticias que afectaban a los asuntos aragoneses: los franceses habían tomado Perpiñán. Teniendo por casi seguro que la defección de Carrillo auguraba problemas, Fernando decidió tomar las riendas de la política castellana, golpe de timón perfectamente visible a lo largo del año 1475, cuando Alfonso V, Rey de Portugal, decidió invadir Castilla para defender los derechos al trono de su mujer, Juana la Beltraneja, con quien poco antes se había desposado siguiendo las directrices del Arzobispo Carrillo. En la guerra civil encubierta que Castilla libró bajo la apariencia de una invasión portuguesa, Fernando comenzó a erigirse en el astuto y valiente militar con que ha pasado a la posteridad, haciendo buena toda esa experiencia vivida en la guerra catalana cuando apenas era un mozalbete. Aun con la ayuda de los nobles castellanos afines a su programa, y también el enorme esfuerzo prestado por sus hermanos bastardos, Fernando dirigió personalmente el asedio de Zamora y la decisiva batalla de Toro, al mismo tiempo que, en unión con su esposa, dictaba las normas de Hermandad en las Cortes de Madrigal (1476). El militar y el político, el decidido monarca, acabó triunfando no sólo sobre los enemigos portugueses, sino también sobre todos aquellos nobles que habían osado desafiar su autoridad, que fueron poco a poco aceptando el perdón ofrecido por los Reyes Católicos, fuertemente impresionados por el carácter del monarca. A este respecto, las palabras que Gómez Suárez Figueroa, Conde de Feria, escribió a Juan II sobre su hijo Fernando en 1478 parecen significativas de lo que había supuesto el talante del nuevo rey de Castilla en la época de la guerra:

Creo que Natura no puede fazer príncipe en quien más el saber, la grandeza del ánima, la gentileza y la humanidad reluzcan ni quepan como en Su Majestad, ni es cosa creedera el saber suyo, que más parece divina que humana [...], pues toda la Spaña ni todo el mundo d’él fablarán syno dezir grandezas y virtudes.
(Recogido por Sesma Muñoz, Fernando de Aragón..., p. 111).

Fernando II de Aragón (1479-1490)

En 1478 nació el príncipe Juan, hijo varón de los Reyes Católicos y que andando el tiempo se convertiría en heredero de ambas coronas, lo que parecía cohesionar aún más la legalidad de Fernando como rey de Castilla. Pero cuando todavía se hallaba pacificando este territorio y solventando los últimos rescoldos de la invasión portuguesa, le llegó la noticia del fallecimiento de su padre, Juan II (19 de enero de 1479), por lo que Fernando unía a las coronas que ya poseía, las de Sicilia y Castilla y León, la inmensa Corona de Aragón, convirtiéndose en el monarca más poderoso de su tiempo. Al igual que sucediese un lustro atrás cuando fue proclamado rey de Castilla, la situación era ciertamente complicada en la relación entre el nuevo monarca y sus súbditos de la Corona de Aragón, aunque por razones contrarias: en efecto, pasados los estertores del conflicto civil catalán, nada afectaba a la legitimidad de Fernando, pero la tradicional idiosincrasia corporativa y pactista de los reinos que formaban la Corona de Aragón no casaba demasiado bien con el carácter rígido, autoritario y absolutista de Fernando II, que ya comenzaba a vislumbrar, mediante la acaparación de coronas, el convertirse en ese Emperador de las Españas al que se aludía en la época mediante la profusión de textos y escritos de carácter exegético e incluso mesiánico.

Una vez ordenadas las exequias de su padre, y después de haber derrotado a los portugueses en la decisiva batalla de la Albuera, Fernando II de Aragón viajó hacia Zaragoza, donde fue coronado el día 28 de junio después de jurar los Fueros de Aragón. Allí permanecería durante dos meses, ordenando asuntos concernientes a la gobernación y poniendo al frente del reino de a sus hombres de confianza, como el tesorero Luis Sánchez, el baile Juan Fernández de Heredia y, en especial, a su hijo bastardo, Alonso de Aragón, a quien intentó promover a la archidiócesis cesaraugustana en un intento de mantenerlo a salvo de las hipotéticas intrigas de Castilla, pues Alonso, en tanto hijo varón del rey, aun con su ilegitimidad, podía llegar algún día a reinar; como arzobispo de Zaragoza, Alonso quedaba fuera de las reglas de sucesión y prestaría a su padre un apoyo político fundamental, como se verá más adelante. Pero las disposiciones pactistas de las Cortes de Aragón, así como la bancarrota de la Hacienda regia, continuó lastrando las relaciones entre Fernando y sus súbditos, quienes siempre trataron de asegurarse sus privilegios forales en contra del fortalecimiento monárquico pretendido por el rey. Quizá el punto de mayor fricción fuese el establecimiento del Tribunal de la Inquisición en Zaragoza (1484), a imagen y semejanza del ordenado en Castilla en 1482, siguiendo las instrucciones dadas para toda la cristiandad por el papa Sixto IV mediante su bula Exigit sinceras devotionis affectus (1478). Procuradores y diputados se quejaron por doquiera acerca de la vulneración que este tribunal realizaba sobre los fueros, usos y costumbres judiciales del reino, pero el rey se mantuvo constante en su intento por mantener su hegemonía ante estos asuntos. El asesinato del Inquisidor General de Aragón, Pedro de Arbués en 1485, y los subsiguientes enfrentamientos entre cristianos viejos y judíos en la aljama de Zaragoza, supusieron un momento de elevadísima tensión en el reino, vencida por la incuestionable autoridad del rey, que no dudó un ápice en castigar severamente a los culpables de tan impío crimen.

En el verano de 1479 Fernando II entró en Barcelona, ciudad de la que no guardaba demasiado buen recuerdo pese a vivir allí algún tiempo de su infancia, debido al ahínco con que se habían levantado contra su padre. El pulso entre los dos organismos más importantes de Cataluña, el Consell de Cent y la Generalitat, continuaba lastrando la política del principado por su virulencia, agravando la vida diaria con el conflicto de los payeses de remensa. El nuevo monarca, aun situando de nuevo a sus hombres de confianza en el entorno de la gobernación, como su primo, Enrique Fortuna, Conde de Ampurias y lugarteniente de Cataluña, siempre tuvo que lidiar con la crisis catalana de finales del siglo XV. Sólo sirvieron como nimios paliativos algunas disposiciones personales de Fernando II, como la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486), con la que se pretendía poner fin al conflicto entre los dos bandos políticos catalanes, la Busca y la Biga, y al secular problema de los remensas. Ni siquiera los intentos de recuperación del Rosellón y la Cerdeña fueron motivo suficiente para aunar los esfuerzos de Cataluña alrededor de la política de su nuevo rey, como frustrados resultaron los intentos del hombre de confianza de Fernando en Cataluña, Jaume Destorrent, por canalizar favorablemente los recursos económicos del principado. La política intervencionista (redreç) del Rey Católico en el nombramiento de cargos y procedimientos de elección en el Consell y en la Generalitat fue la causante de esta mala relación, constante aunque con altibajos, entre el monarca y las instituciones catalanas.

La más plácida y feliz relación con todos los territorios que formaban parte de la Corona de Aragón la mantuvo Fernando II con el reino de Valencia, que, al contrario que Aragón y Cataluña, vivía una época de gran auge económico debido al comercio, prosperidad tan sólo alterada por algunos rescoldos de las terribles banderías que habían asolado el territorio durante la primera mitad del siglo XV. Los nobles valencianos no dudaron en prestarle todo su apoyo en las campañas militares (de Italia o de Granada), mientras que sus hombres de confianza, como los Cabanilles o Diego de Torres, baile general, aseguraron la estabilidad del gobierno fernandino en las instituciones valencianas, si bien en los años finales del siglo XV y en los primeros del XVI se asistió a una crisis económica de tremenda envergadura, que ni siquiera el sucesivo nombramiento de agentes del rey como racionales de Valencia (Gaspar Amat, Bertomeu Cruilles, Joan Figuerola), logró solucionar, pues el endeudamiento para financiar las empresas de Fernando el Católico había cercenado gravemente el crecimiento del reino.

Fernando II, en tanto rey de Aragón, nunca se sintió cómodo entre las austeras y reticentes Cortes aragonesas, de muy distinto funcionamiento a las castellanas y mucho más reticentes a aceptar la voluntad real que las de Castilla. Por esta razón, la política del Rey Católico en su reino natural fue la de establecer una estrecha red de colaboradores eficaces en las instituciones del reino, además de contar con la nobleza del reino apaciguada y siempre dispuesta a servir a sus intereses, como contrapunto al gran poder que en la Corona de Aragón tenían municipios y Cortes. Al contrario que la política expansionista practicada por Fernando como rey de Castilla, en Aragón tuvo mucha más importancia el intentar un equilibrio entre todos los estamentos del reino, única manera de fortalecer la autoridad regia y acabar con la crisis que golpeó con fuerza a la Corona durante el siglo XV. A veces con firmeza autoritaria, a veces mediante la cesión y el pacto, puede decirse que Fernando II logró su cometido, si bien el equilibrio siempre fue bastante precario.

El camino hacia el año mágico (1480-1492)

Objetivos y logros de la actuación real.

La conquista de Granada (véase Guerra de Granada), aun con su alto coste económico y temporal, no fue sólo uno de los pilares fundamentales de la época de los Reyes Católicos, sino también uno de los ámbitos donde con más precisión puede observarse el ansia de Fernando II por convertirse en ese solícito emperador que restaurase la unidad de España, perdida desde tiempo de los godos. Al contar con los recursos de Aragón desde 1479 y una vez pacificada y ordenada Castilla desde las Cortes de Toledo de 1480, en la reanudación de la empresa granadina vio Fernando una doble oportunidad: por un lado, arreciar la belicosidad de las noblezas hispanas (castellana y aragonesa) en pos de un objetivo militar común; por otro lado, continuar obteniendo ingresos extraordinarios de sus reinos e incluso sonsacarlos a la Iglesia, so pretexto de la cruzada contra el secular enemigo cristiano. Por ello, la toma de Alhama por los musulmanes en 1480 fue la chispa que encendió el conflicto, y que tuvo a Fernando de Aragón como principal protagonista al erigirse en general de las tropas que iban a luchar contra los musulmanes. Dejando atrás la conquista de Alhama, el monarca tuvo que hace frente a un primer revés, como fue el fracasado asedio de Loja (1482), donde su excesivo ímpetu motivó tanto la retirada de las tropas cristianas como la muerte de algunos famosos caballeros, en especial la de Rodrigo Téllez Girón, Maestre de Calatrava. Pero, según el cronista,

Fue escuela al Rey este cerco primero de Loxa, en que tomó lición y deprendió ciencia con que después fizo la guerra e con ayuda de Dios ganó la tierra.
(Bernáldez, Memorias..., p. 125).

Y, ciertamente, a partir del año siguiente las campañas cambiaron de signo: en 1483 tuvo lugar la batalla de Lucena, en la que fue hecho prisionero Boabdil el Chico, rey de Granada, que no tardó en aceptar un pacto con los Reyes Católicos. En 1484 fueron conquistadas Álora y Setenil, y en 1486 lo fue Loja, vengando los sucesos de 1482. Las sucesivas conquistas de Málaga (1487), Baza y Almería (1489) estrecharon el cerco sobre Granada, que lo fue mucho más en 1491, cuando se construyó el campamento de Santa Fe prácticamente al lado de la urbe musulmana. Además de atender los asuntos relacionados con la gobernación de Aragón y de Castilla, Fernando II dirigió personalmente todos los grandes movimientos de tropas, lo que fomentó las alabanzas a su carácter de rey justo, piadoso y extraordinario militar, como las contenidas en este sermón anónimo:

¿Quién nunca vido rey tan cristianíssimo y tan humano, tan extrenuo en las armas, que usase de la guerra no como rey mas como igual y conpañero?
(Delgado Scholl y Perea Rodríguez, ed. cit., p. 25).

Desde un plano más personal, alejado de las alabanzas populares, no es de extrañar que el propio monarca se sintiera exultante ante el hecho de finalizar la secular empresa de reconquista y de convertirse, ahora sí, en el gran unificador de España. El mismo día que se produjo la entrada de los Reyes Católicos, Fernando II escribía de su puño y letra esta carta a casi todos los reinos y estados europeos, anunciando al mundo la consecución de tan gran empresa:

Ha plazido a Nuestro Senyor, después de muchos y grandes trabajos, gastos y fatigas de nuestros reynos, muertes e derramamientos de sangre de muchos de nuestros súbditos e naturales, dar bienaventurado fin a la guerra que he tenido con el rey e moros del reyno e çibdad de Granada; la qual tenida e ocupada por ellos más de seteçientos e ochenta años, oy, dos días de enero d’este año de noventa e dos, es venida a nuestro poder e señorío...
(Recogido por Sesma Muñoz, Fernando de Aragón..., p. 211).

Desde el comentado asesinato de Pedro de Arbués en 1485, la tensión entre judíos y cristianos se había elevado muchísimo en el reino de Aragón, aun demostrada la inocencia de los hebreos en el magnicidio. En este sentido, la conquista de Granada obró en contra de la minoría judía, puesto que la presentación popular de Fernando de Aragón como el paladín de la fe hizo que se acelerase el plan de conversión obligatoria al cristianismo de los judíos. En esencia, y por lo que respecta a la Corona de Aragón, los judíos mantenían un lugar importante en el comercio, pero la inmensa mayoría de ellos se había convertido mucho antes, y de hecho, linajes de conversos se dejan ver en el organigrama de colaboradores del rey Fernando (los Santángel, los Sánchez, los de la Cavallería...) Por ello, el decreto de expulsión, que contó con distinta versión en Aragón que en Castilla, oficializó una situación que ya se daba en diversos ámbitos de la Corona, aunque significó el desmantelamiento de importantes juderías del reino, algunas de ellas de honda raigambre, como las de Huesca o Tortosa. Pero Fernando II se mantuvo firme en su decisión, convencido de sus ventajas autoritarias y propagandísticas sobre su persona (véase: Expulsión de los judíos).

El tercer gran hito del año 1492, el descubrimiento de América, supone un motivo de profunda controversia en el análisis de Fernando II de Aragón. Por un lado, su apoyo a la entonces temeraria empresa colombina se realizó por consejo de un nutrido grupo de colaboradores de su séquito, como Alfonso de la Cavallería, Felipe Climent, Juan de Coloma o Gabriel Sánchez, al tiempo que fue una familia de mercaderes valencianos, los Santángel, también estrechos colaboradores del rey de Aragón, quienes se encargaron de encontrar las vías financieras para la expedición del almirante genovés. Para prestar su apoyo a la misma, en el ánimo del rey pesó casi tanto como la consecución de nuevas rutas comerciales el hecho de la extensión del cristianismo por otros pueblos, doctrina mesiánica que el propio Cristóbal Colón se encargó de presentar como ingrediente atractivo de su expedición en las distintas entrevistas que mantuvo con ambos monarcas. Una vez recibidas las noticias del descubrimiento, Fernando II se apresuró a respetar lo pactado con su esposa, al mismo tiempo que emitía un dictamen en el que, oficialmente, se apartaba de la evangelización, comercio y aprovechamiento de América a todos aquellos reinos extranjeros a Castilla, que obtenía el monopolio del Nuevo Mundo en todos sus aspectos. A pesar de que este hecho le haya valido a Fernando el Católico muchos reproches, en sus tiempos y en los siguientes, la decisión es perfectamente lógica desde la perspectiva de la época: no se trataba de arrinconar a Aragón, sino de impedir que otras potencias marítimas, como Portugal, Inglaterra y, principalmente, Francia, compitiesen con Castilla en la consecución de beneficios americanos. Además, a título individual, aragoneses, navarros, catalanes, valencianos y baleares participaron con las mismas condiciones que el resto de españoles en la empresa americana, que también ha de ser incluida como hito principal del reinado de Fernando II de Aragón por méritos exclusivamente propios. El monarca siempre tuvo a la administración del Nuevo Mundo como una de sus prioridades, no sólo por los lógicos motivos financieros, sino también por sus deseos expansores; esta preocupación es visible incluso en la época de su regencia castellana, cuando creó la Junta de Navegantes (1508) o ratificó las Ordenanzas de la Casa de Contratación (1510), además de la preocupación expresada en las Leyes de Burgos (1512) por la situación jurídica, laboral y personal de los indígenas de las tierras conquistadas. América siempre fue importante para el Rey Católico.

El atentado (1492)

Tras la firma de las Capitulaciones de Santa Fe (1492), el nivel de popularidad de Fernando e Isabel creció hasta límites insospechados, sobre todo el del Rey Católico, el gran conquistador de Granada, no dudándose de que, si se lo propusiera, incluso sería capaz de proseguir el espíritu de las cruzadas y recuperar el Santo Sepulcro, como cantaban algunos poetas:

Fállase por profecía
de antiguos libros sacada
que Fernando se diría
aquél que conquistaría
Jherusalem y Granada.
El nombre vuestro tal es,
y el camino bien demuestra
que vós lo conquistarés;
carrera vays, no dudés,
sirviendo a Dios, que os adiestra.
(Cancionero de Pero Marcuello, ed. Blecua, p. 51).

Pero este esplendor del año 1492 estuvo a punto de convertirse en tragedia debido al que, sin duda, fue uno de los momentos críticos del reinado de Fernando II y, por supuesto, episodio clave en su propia vida: el intento de asesinato del que fue objeto, obra de un visionario llamado Juan de Cañamares o de Canyamás, que le asestó una puñalada tremenda cuando el monarca paseaba con algunos miembros de su séquito por los alrededores de la catedral de Barcelona. La narración de Bernáldez es buena prueba del dramático suceso, ocurrido el 7 de diciembre de 1492:

E allegóse a cerca d’él [i.e., del rey], por detrás, aquel traidor e dapñado onbre; e así como el rey acavó de departir con el tesorero, abaxó un paso para cavalgar en su mula, e él que tenía , e el traidor que tirava el golpe con un alfange o espada cortancha como de fasta tres palmos. E quiso Nuestro Señor milagrosamente guardarlo; que si le diera antes que se mudara, tajárale por medio la cabeça fasta los honbros; e como se mudó, alcançóle con la punta de aquel mucrón una cuchillada desde encima de la cabeça, por cerca de la oreja, el pescueço ayuso fasta los honbros, en que le dieron siete puntos. E como el rey se sintió herido, púsose las manos en la cabeça e dixo: "¡Ó, Santa María, y valme!" E començó de mirar a todos e dixo: "¡Ó, qué traición! ¡Ó, qué traición!"
(Bernáldez, Memorias..., p. 266).

Fernando II pensó en que, en efecto, un complot de alguno de sus enemigos había sido el culpable de aquel intento de asesinato, del que sólo se salvo por unas décimas de segundo, como narró Bernáldez. El revuelo armado en Barcelona por saber quién era el autor no duró demasiado, pero significó la existencia de ataques entre gentes de uno y de otro reino, por ver de dónde era el autor. Finalmente, el campesino confesó que había realizado el crimen por estar trastornado y pensar que reinaría él si matase a Fernando II, aunque su enajenación mental no le libró de sufrir una aparatosa condena. Los enfrentamientos en Barcelona fueron calmados mediante la noticia de que el rey se había salvado de morir, aunque estuvo convaleciente durante seis meses de sus heridas. En la primavera de 1493, la ciudad de Barcelona obsequió al Rey Católico con una de las más grandes fiestas de toda la Edad Media hispana, con justas y torneos, invenciones y cimeras, toros, cañas y todo tipo de entretenimientos cortesanos. Todo era poco para demostrar la alegría popular emanada de la fortuna de Fernando II, ileso tras el brutal atentado.

De Tordesillas a las empresas en Italia (1494-1503)

Poco antes de acabar 1493, ya recuperado de sus heridas y de regreso a los asuntos de la gobernación, el rey de Aragón pudo sonreír definitivamente al pactar con Carlos VIII la solución al pleito entre franceses y aragoneses: la entrega de los condados de Rosellón y Cerdaña a Fernando, en cumplimiento de lo pactado, con lo que se alcanzaba uno de los deseos más perseguidos por el monarca, como era el de recuperar estos territorios, perdidos durante entre el conflicto entre su padre y su hermano. Antes de afrontar en todo su esplendor los negocios transalpinos, Fernando se halló presente en la famosa firma del Tratado de Tordesillas entre Castilla y Portugal, en que ambas coronas trazaron una línea mediante la cual se repartían las áreas de influencia en los Nuevos Mundos, descubiertos al albur de sus expediciones científicas y colonizadoras.

La acción exterior.

Pocos días más tarde, en enero de 1494, la muerte de Ferrante I, rey de Nápoles, provocó que le sucediera su hijo, Alfonso II el Guercho, príncipe odiado por su pueblo merced a su carácter tirano. La debilidad de este gobernante encendió la mecha de la intervención aragonesa en Italia, en pugna con los intereses de Francia. Cabe recordar que la otra hermana del Rey Católico, Juana de Aragón, se convirtió en el brazo diplomático para enraizar sus intereses en Italia, como esposa del fallecido Ferrante I. Pero en febrero de 1495, cuando Alfonso II de Nápoles abdicó en su hijo, Ferrante II, con el ejército francés entrando en Nápoles, Fernando II de Aragón pudo entonces iniciar su ofensiva, al haber roto el monarca galo los pactos firmados con ocasión del Rosellón y la Cerdaña. Aliado con Venecia, Génova y el Papado, el Rey Católico tuvo en la conquista de Nápoles su punto principal de acción en los años bisagra que separan los siglos XV y XVI, si bien no dirigió las operaciones militares sino que las encomendó al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, el principal artífice de la conquista aragonesa de Nápoles. De forma paralela, y amparado en su ideal de recuperación de Tierra Santa, Fernando II dio el visto bueno a varias expediciones en el norte de África, como la conquista de Melilla (1497), si bien la teórica expansión quedó frenada por otros motivos. Años más tarde, con la sublevación de los moriscos de las Alpujarras granadinas (1499-1500), el Rey Católico se dio cuenta de lo mucho que convenía tener a favor los territorios norteafricanos, pero otras empresas de mayor envergadura reclamaron su atención (véase: Sublevación de las Alpujarras).

Fernando II planteó una clara consigna política durante estos años: aislar a Francia, el tradicional rival de la Corona de Aragón y en aquellos momentos enemigo en Italia, en el contexto internacional, de ahí que durante estos años el monarca se esforzase en realizar diversas alianzas con los reyes circundantes mediante la negociación de los matrimonios de sus hijos. Especialmente importante fue el pacto matrimonial confirmado en 1496: el doble enlace hispano-imperial mediante el cual el príncipe Juan casaría con la Archiduquesa Margarita, hija del emperador Maximiliano I, mientras que la princesa Juana casaría con el Archiduque Felipe el Hermoso. Al tiempo, la primogénita, Isabel, que enviudó en 1491 de Alfonso de Portugal, volvió a casarse en 1497 con Manuel I, nuevo rey luso, manteniendo la alianza entre los reinos ibéricos. Pero la cadena de muertes dio al traste con estos planes: Juan falleció en 1497, mientras que Isabel lo hizo en 1498, en Zaragoza, justo en el momento en que Fernando II trataba por todos los medios de que las Cortes de Aragón la jurasen como heredera. El hijo de Isabel, el príncipe Miguel, que sí fue jurado como heredero, falleció en 1500, dando otra vez al traste con los planes de sucesión. El Rey Católico intentó reaccionar a estas adversidades en el plano político mediante nuevos pactos: atado el emperador con el enlace entre Felipe y Juana (que se convertían en herederos de Castilla), la infanta María sustituyó a su hermana Isabel como esposa de Manuel I de Portugal en 1499, mientras que la pequeña, Catalina, fue prometida al Príncipe Arturo de Gales, heredero de Inglaterra. Pero estas adversidades auguraban malos presagios para el futuro. Únicamente la victoria del Gran Capitán en Ceriñola (1503) ante los franceses, que permitió al rey coronarse como Fernando III de Nápoles, supuso un motivo de alegría durante estos oscuros tiempos.

Muerte de Isabel y boda con Germana de Foix (1504-1506)

Después de soportar una grave enfermedad que deterioró su salud durante bastantes meses, el 26 de noviembre de 1504 falleció Isabel I de Castilla en el castillo de la Mota, de Medina del Campo. El rey Fernando se dolió muchísimo de esta muerte, pues no en vano guardaba un profundo sentimiento amoroso por su esposa, con la que llevaba casado treinta y cinco años. El recuerdo de su primera mujer siempre estaría muy presente en el monarca, como se demuestra en estas líneas escritas por el propio monarca en su última voluntad:

Item considerando que entre las otras muchas y grandes mercedes, bienes y gracias que en Nuestro Señor, por su infinita bondad y no por nuestros merecimientos, avemos rescibido, una e muy señalada ha sido en avernos dado por mujer e compañía la Serenísima Reyna Doña Ysabel, el fallescimiento de la cual sabe Nuestro Señor quánto lastimó nuestro corazón y el sentimiento entrañable que d’ello ovimos, como es justo, que allende de ser tal persona y tan connjunta a Nos, merescía tanto por sí en ser doctada de tantas e tan singulares excelencias, que ha sido en su vida exemplar en todos abtos de virtud e del temor de Dios, y amaba y celaba tanto nuestra vida, salud e honra que nos obligaba a querer e amarla sobre todas las cosas de este mundo.
(Testamento de Rey Católico, año 1516, f. 22r).

Muerta Isabel, los herederos de Castilla y León, con todo el imperio colonial americano, pasaban a ser su hija Juana, casada con el Archiduque de Austria, Felipe el Hermoso, un yerno sumamente incómodo que ya en 1498 había intentado diversas maniobras para ceñir la corona castellana. Ante esta tesitura, el rey Fernando intuyó rápidamente el peligro de la sucesión en la Corona de Aragón, que podría acabar en manos de Juana y de su marido, o del hijo de ambos, por lo que, pese a sus 52 años de edad, no tuvo reparos en casarse en segundas nupcias con una princesa de 18 años, que pudiera engendrar hijos para que fuesen enseguida reconocidos como herederos de Aragón. La dama elegida fue Úrsula Germana de Foix, sobrina del rey de Francia, en virtud del Tratado de Blois, firmado el 12 de octubre de 1505 y mediante el cual, a través sobre todo del citado matrimonio, Fernando el Católico se aseguraba una tregua con sus antaño enemigos galos que iba a servir para acometer una reorganización interna de sus territorios ibéricos y mediterráneos. Tal fue la esencia de este "matrimonio por razón de estado", como lo bautizó en su día y lo analizó con detenimiento el erudito José Mª Doussinague.

Desde la perspectiva castellana, y gracias a una cláusula testamentaria de la Reina Católica, Fernando II quedaba investido como regente de Castilla en ausencia de Juana, situación que se dio entre la muerte de Isabel I en noviembre de 1504 y la llegada a la península de Juana I y Felipe I, en abril de 1506. Esta primera regencia fernandina fue harto difícil y siempre estuvo bajo sospecha: al aragonés los castellanos siempre le reprocharon que utilizase los recursos económicos de Castilla para financiar las empresas militares de Aragón en el Mediterráneo. Además, la celebración de la boda con Germana de Foix, apenas un año más tarde de enviudar, fue tomada con muchísimo desagrado por los castellanos, muy disgustados porque, en su opinión, se había faltado a la memoria de la Reina Católica con semejante enlace nupcial, celebrado en Dueñas (Palencia) el 15 de marzo de 1506. Si la boda se celebró en Castilla fue porque Fernando se hallaba de camino de entrevistarse con su hija Juana y con su yerno Felipe. La cita aconteció en las cercanías de Villafáfila (Zamora), y en ella se pactó un traspaso de poderes basado en la legalidad, pues en ningún caso el Rey Católico pecó de ambición y cedió sin ningún problema (aunque seguramente con resquemor) la corona castellana a sus legítimos posesores. Sin embargo, muy amarga debió de ser aquella jornada para Fernando II, que vio cómo, aunando el disgusto ante su segundas nupcias y el teóricamente esperanzador futuro que se presentaba en forma de mercedes y dádivas de un nuevo monarca, casi toda la nobleza castellana le dio la espalda para pretender causar grata impresión a Felipe I. El testimonio de Bernáldez vuelve a ser ilustrativo:

Mostró sentimiento el rey don Fernando allí de aquellos grandes y nobles de Castilla, cómo sin cabsa lo aborreçieron y mostraron enemiga; y pensaron que de otra manera se ovieran allí con el rey don Felipe.
(Bernáldez, Memorias..., pp. 499-500).

Todos aquellos caballeros con quienes había compartido jornadas militares en las guerras contra Portugal y Granada prefirieron a su nuevo y joven rey. Únicamente el Duque de Alba, el Conde de Haro y el Almirante de Castilla, unidos por lazos familiares a Fernando de Aragón, permanecieron tan leales como antaño en los nuevos y delicados tiempos. Después de Villafáfila, Fernando II emprendió viaje hacia Nápoles con la reina Germana, previo paso por Génova. Tras la muerte de Isabel la Católica, las relaciones entre Fernando II y el Gran Capitán no pasaban por un bueno momento, y el monarca quiso asegurarse por completo de la posesión de sus tierras italianas aun a costa de tomar una medida impopular, como era la de apartar a Gonzalo Fernández de Córdoba del mando napolitano y sustituirlo por nobles y burócratas aragoneses de su entera confianza. Esta caída en desgracia de Gonzalo Fernández de Córdoba ante el rey fue uno de los motivos, e incluso el principal, del descenso de popularidad del Rey Católico en Castilla; pero dejando aparte la decepción del militar y de sus compañeros de rango, el monarca se mantuvo siempre fiel a su habilidad como estratega político, pues enseguida percibió que era hora de abandonar las armas en Italia para pasar a la administración burocrática. Por ello, la realización de una entrada real en Nápoles el 1 de noviembre de 1506, acompañado de la reina Germana y con todo el ceremonial inherente a la propaganda ideológica de la dominación aragonesa de Italia, significó un hito de importancia en la madurez del tercer rey de Nápoles llamado Fernando.

La muerte de Isabel y las regencias.

Fernando, regente de Castilla y rey de Aragón (1506-1515)

Estando todavía en Génova, Fernando recibió la noticia de la muerte de su yerno Felipe, rey de Castilla, acontecida el 25 de septiembre de 1506. El inesperado suceso le obligó a improvisar sobre la marcha, pues aunque Italia era de su máxima preocupación, los mensajes que llegaban sobre Castilla eran alarmantes, dada la profundísima depresión en que cayó la reina Juana tras la muerte de su esposo y el caos gubernamental adyacente. Fernando reorganizó la fiscalidad y la tesorería de Nápoles y nombró como virrey a su sobrino, Juan de Aragón, Conde de Ribagorza, emprendiendo rápidamente el camino de regreso hacia España. Llegados a Valencia en julio de 1507, dejó a su mujer, Germana de Foix, como gobernadora de Aragón y cabalgó raudo hacia Castilla, alcanzando al cortejo fúnebre que trasladaba el cadáver de Felipe hacia Granada en la villa de Tórtoles de Esgueva (Burgos). Allí, el 29 de agosto de 1507, Fernando II pudo por fin ver a su hija; dejando al margen las lógicas palabras consolatorias paternofiliales, seguramente fue un momento poco agradable para Fernando al comprobar que la depresión hacía que Juana fuese inviable como reina de Castilla, por lo cual se había dado pábulo en el reino para que la facción borgoñona, encabeza por don Juan Manuel, valido del difunto Felipe, intentase anular la cláusula testamentaria de Isabel la Católica e impedir que Fernando II fuese regente de Castilla por la incapacidad de Juana, no dudando incluso en intentar secuestrar al infante Fernando, hijo de Juana y Felipe, que contaba con tres años de edad. El Rey Católico pactó una alianza con el emperador Maximiliano, mediante la cual quedaba investido como regente a cambio de comprometerse a respetar los intereses del heredero, el príncipe Carlos de Gante, residente en Bruselas. Con la anuencia de su hija Juana y del emperador Maximiliano, Fernando II comenzó su segunda época como regidor de los destinos de Castilla, aunque hubo algunos nobles, como el Duque de Nájera o el Marqués de Cenete, que se resistieron hasta 1509, año en que también, con la definitiva residencia de Juana I en Tordesillas, a cargo de Mosén Luis Ferrer, camarero de la reina y estrechísimo colaborador del Rey Católico, la Historia parecía pasar página sobre los truculentos sucesos anteriores y comenzar una nueva etapa. Las Cortes de Madrid (1510) marcaron la puesta en escena de la regencia de Fernando, caracterizada por la reanudación de la tradicional política expansionista castellana.

Fernando de Aragón, aun a sus 57 años, no había perdido ni un ápice de su carácter, por lo que en 1509 volvió a plantear una empresa de altos vuelos: la conquista de África. Para ello contó con la ayuda del Cardenal Cisneros, convertido en nuevo hombre fuerte del reino de Castilla, que había supervisado algunos logros de pequeño calado en los primeros años del siglo XVI, como la conquista de Mazalquivir (1505), Cazaza (1506) o el peñón de Vélez de la Gomera (1508). En 1509, y en teoría como previo paso al envío de una gran Cruzada contra los turcos, las tropas castellanas, siguiendo instrucciones del regente Fernando y dirigidas por el Cardenal Cisneros, conquistaron Orán. Algo más tarde, la armada castellano-aragonesa dirigida por Pedro Navarro, Conde de Oliveto, conquistó Bugía (1509) y Trípoli (1510), logrando el vasallaje de la provincia de Argel. El espíritu milenarista y cruzado que abanderaba Fernando el Católico seguía acompañando a sus mayores gestas, llegando a pensar incluso en acceder a Chipre y conquistar Alejandría, para después atacar a la propia Estambul, capital del sultán Bayaceto II. Pero la derrota de los españoles en Djerba (Túnez) durante 1510, así como la convocatoria de Cortes de Aragón en la ciudad de Monzón (1510), paralizaron los planes de conquista africana, y con ella los sueños milenaristas de Fernando II. En Monzón, si bien el rey logró la concesión de una elevada cantidad de dinero para financiar sus empresas, sus planes de intervención el gobierno y la administración locales (conocidos en Cataluña con el nombre de redreç) levantaron tremendas suspicacias y lastraron las relaciones entre el rey y los territorios de la Corona de Aragón hasta su muerte.

De 1510 a 1516 las desgracias parecían acumularse: aunque en 1511 Fernando el Católico logró la firma de una Liga entre Castilla, Aragón, el Papado, Venecia e Inglaterra con objeto de asegurar su dominio del sur de Italia, en 1512 los franceses inflingieron una severísima derrota a las tropas de la Liga en la batalla de Rávena, lo que obligó a Fernando II a replantearse algo que no era de su agrado, como fue volver a enviar al Gran Capitán a tierras napolitanas, aunque finalmente la expedición se echó hacia atrás. La muerte del Gran Capitán (1515) coincidió en el tiempo con la victoria del nuevo rey de Francia, Francisco I, en el Milanesado, lo que abrió de nuevo la conflictividad en Italia pero ya en época del emperador Carlos, sin el Rey Católico. Las últimas energías de éste se gastarían en un asunto ibérico que tuvo que solucionarse por la vía de las armas: la cuestión de Navarra.

La conquista de Navarra (1512-1515)

El reino de Navarra, que era propiedad del padre del Rey Católico, Juan II, pasó a la muerte de éste (1479) a Leonor de Aragón, hermana de Fernando, casada con Gastón de Foix; pero con la pronta muerte de Leonor (que ya era viuda) a los 24 días de ser coronada, fue su hijo Francisco Febo el rey de Navarra. A la muerte de Francisco Febo, en 1483, le sucedió su hermana Catalina, también sobrina de Fernando el Católico pero casada con Juan de Albret, pariente del rey de Francia. Por ello, aunque desde 1479 el rey de Aragón tuteló los sucesos de Navarra, amparado en su poder omnímodo no sólo como monarca hegemónico de la Península Ibérica, sino como pariente mayor del linaje, los conflictos entre Fernando II y Francia repercutieron negativamente en el devenir del pequeño reino pirenaico, hasta el punto de hacer insostenible la tradicional situación navarra de puente entre España y Francia. Ya en 1507, en unas escaramuzas alrededor de la fortaleza de Viana dentro del inacabable conflicto entre beaumonteses y agramonteses, había muerto César Borja, hijo del Papa Alejandro VI, cuñado del rey Juan de Albret y enemigo odiadísimo por Fernando el Católico, ya que ambos se habían enfrentado en las guerras de Italia. Pese a que la boda entre Fernando de Aragón y Catalina de Foix parecía calmar las relaciones entre Francia y España, la cuestión navarra estalló en el verano de 1512, en que los ejércitos castellanos, capitaneados por el Duque de Alba, el más fiel y estrecho colaborador de la política imperialista del Rey Católico, penetraron en el reino y tomaron Pamplona, obligando a los Albret a exiliarse hacia Francia. Entre 1513 y 1515 se verificó la incorporación de Navarra a los territorios dominados por Fernando II, que se convertía, ahora sí y con todas las de la ley, en el unificador de las Españas, en el más grandioso monarca de la Historia, pues había conseguido completar la unidad visigoda rota por los musulmanes en el año 711, como el mismo Fernando escribía, orgulloso y exultante, a su embajador ante el emperador Maximiliano en el año 1514:

Una sola cosa havéys de responder: que ha más de setecientos años que nunqua la corona d’España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora, assí en Poniente como en Levante; y todo (después de Dios), por mi obra y travajo.
(Recogido por Belenguer Cebriá, 1999, p. 365).

El problema más delicado de la conquista de Navarra fue precisamente su incorporación a la Corona de Castilla y León, y no a la de Aragón. Ni que decir tiene que esta decisión fue tomada desde la lógica más rotunda en términos de la época, al igual que nadie discutió que Nápoles fuese incorporada a la Corona de Aragón a pesar de ser empresa realizada por soldados de Castilla y financiada con recursos económicos castellanos. Si el Rey Católico, en el caso de Navarra, se decidió por su incorporación a Castilla fue para evitar a Francia, para que jamás volviese a estar bajo influencia francesa, asunto que no finiquitaría en caso de incorporarse a la Corona de Aragón. Obviamente, esta decisión encontró sus apoyos en la época (sobre todo los beaumonteses), pero también contó con sus detractores (los agramonteses), que reaccionaron llamando al monarca Fernando el Falsario. Tal problemática sobre Navarra ha pasado a la historiografía, donde partidarios y detractores han debatido sus diferentes perspectivas de forma vigorosa y pasional (como se observa en el estudio de Víctor Pradera), o bien de forma más argumentada (como puede verse en la obra de Luis Suárez Fernández). Faltos de un acuerdo entre todas las partes afectadas, habrá que contentarse con considerar a Navarra como la última gran empresa realizada por Fernando el Católico, pues sus días estaban próximos a finalizar.

La humilde muerte del más poderoso rey (1516)

En 1509, la reina Germana parió un hijo de Fernando el Católico, que fue llamado Juan en homenaje a su abuelo paterno; sin embargo, el bebé apenas sobreviviría unas horas. El interés del monarca por engendrar hijos en su segunda esposa constituyó la preocupación personal más visible en sus últimos años, sobre todo después de este suceso. Para conseguir tal fin, el rey llegó incluso a ingerir un preparado líquido con supuestos efectos vigorizantes, que, a decir de algunos, le fue suministrado por la propia reina Germana. La poción, sin embargo, obtuvo un resultado totalmente opuesto al pretendido, de forma que no sólo no sirvió para engendrar hijos sino que lastró gravemente la salud del rey en su último lustro de vida. Este rumor sobre el brebaje, que nació en la corte aragonesa y fue propagado por el pueblo llano, lo recogió el cronista Prudencio de Sandoval pocos años más tarde, al narrar en su crónica imperial la muerte del Rey Católico:

Falleció vestido en el hábito de Santo Domingo. Estaba muy deshecho porque le sobrevinieron cámaras, que no sólo le quitaron la hinchazón que tenía de la hidropesía, pero le desfiguraron y consumieron de tal manera que no parecía él. Y a la verdad, su enfermedad fue hidropesía con mal de corazón, aunque algunos quisieron decir que le habían dado yerbas, porque se le cayó cierta parte de una quijada; pero no se pudo saber de cierto más de que muchos creyeron que aquel potaje que la reina Germana le dio para hacerle potente le postró la virtud natural.
(Sandoval, Historia..., I, p. 63).

La hidropesía o gota, enfermedad muy proclive a causar muertes en la clase dirigente por lo abusivo de su dieta, se vio agravada por la presencia de pústulas (cámaras), culpables con casi total seguridad de la desfiguración de su cuerpo. Con respecto a la caída de la quijada, se trata de una descripción simple de un episodio embólico o de parálisis parcial del sistema nervioso, seguramente producto de las derivaciones de un problema cardiovascular agudo. A los 63 años de edad, el monarca sufría las consecuencias de una vida plagada de excesos en todos los sentidos.

Fernando II tenía previsto pasar la primavera de 1516 en Andalucía, donde al parecer iba a supervisar la formación de una flota para reanudar la empresa norteafricana; pero a su paso por Extremadura, camino de Sevilla, se sintió muy enfermo y se hospedó en Madrigalejo, una humilde villa que fue testigo de su muerte, el 23 de enero de 1516, al igual que otra humildísima villa, Sos, lo había sido de su nacimiento. Siguiendo las noticias de Zurita, en su testamento el Rey Católico pidió ser enterrado en la capilla real de Granada, junto a su esposa la Reina Isabel I, al tiempo de que tuvo la tentación de nombrar heredero al infante Fernando en detrimento de Carlos, ya que Fernando se había criado en la Península Ibérica y no en Flandes. Fueron sus colaboradores, como Luis Zapata, Francisco de Vargas y el doctor Carvajal, quienes le persuadieron de embrollar más la cuestión sucesoria y ofrecer a la nobleza dos bandos claramente enfrentados para que las luchas civiles, que habían sido finiquitadas por los Reyes Católicos, regresasen como fantasmas del pasado. Así pues, en cuanto a la gobernación, el cardenal Cisneros quedaba nombrado regente de Castilla y León, mientras que su hijo ilegítimo, Alonso de Aragón, Arzobispo de Zaragoza, lo sería de la Corona de Aragón hasta la llegada de Carlos de Gante, finalmente heredero de ambos tronos. En las disposiciones testamentarias el fallecido monarca también incluía la formación de un fuerte patrimonio para el infante Fernando, así como aconsejaba al futuro Carlos I que cuidase de su viuda, la reina Germana. Y de esta forma humilde, austera y cristiana, acabó sus días el más poderoso de los monarcas del Renacimiento, como relata Mártir de Anglería en una de sus epístolas:

Mira lo poco que se debe confiar en los aplausos de la Fortuna y en los favores seculares. El señor de tantos reinos y adornado con tanto cúmulo de palmas, el Rey amplificador de la religión cristiana y domeñador de sus enemigos, ha muerto en una rústica casa y en la pobreza, contra la opinión de la gente. Apenas sí se encontró en poder suyo, o depositado en otra parte, el dinero suficiente para el entierro y para dar vestidos de luto a unos pocos criados, cosa que nadie hubiera creído en él mientras vivió. Ahora es cuando claramente se comprende quién fue, con cuánta largueza repartió y cuán falsamente los hombres lo tacharon del crimen de avaricia.
(Mártir de Anglería, Epistolario..., III, p. 217).

El legado de Fernando el Católico

La imagen del príncipe perfecto

En el que quizá sea el tratado político más famoso del Renacimiento, el teórico italiano Nicolás Maquiavelo escribía la siguiente descripción del más poderoso príncipe del que había tenido noticia, que constituye a su vez uno de los mejores resúmenes de la vida del Rey Católico:

Tenemos en nuestros tiempos a Fernando de Aragón, actual rey de España. A éste se le puede llamar casi príncipe nuevo, porque de rey débil que era se convirtió, guiado por la astucia y la fortuna más que por el saber y la prudencia, en el primer rey de la cristiandad. Si consideramos sus acciones, las encontraremos todas sumamente grandes y algunas extraordinarias. Al principio de su reinado, atacó Granada; y esta empresa fue el fundamento de su Estado. La comenzó sin pelear y, sin miedo de hallar estorbo en ello, tuvo ocupados en esta guerra los ánimos de los nobles de Castilla, los cuales, pensando en ella, no pensaban en innovaciones; por este medio, él adquiría reputación y dominio sobre ellos sin que ellos lo advirtieran. Con el dinero de la Iglesia y del pueblo pudo mantener ejércitos y formarse, mediante esta larga guerra, sus tropas, que le atrajeron mucha gloria [...] Bajo esta misma capa de religión atacó África, acometió la empresa de Italia, últimamente ha atacado Francia; y así siempre ha hecho y concertado cosas grandes, las cuales siempre han tenido sorprendidos y admirados los ánimos de sus súbditos y ocupados en el resultado de las mismas. Estas acciones han nacido de tal modo una de otra que, entre una y otra, nunca han dado a los hombres espacio para poder urdir algo tranquilamente contra él.
(Maquiavelo, El Príncipe, XXI, 1).

A Fernando II siempre se le ha presentado como hace Maquiavelo: como un gobernante sagaz, astuto, experto en la negociación, ávido de recursos y que jamás dudaría en obtener beneficio político a costa de sacrificar cuantos ideales fuesen menester. Sin llegar a ser extremista en el análisis, hay mucho de cierto en tal estereotipo, sobre todo en lo concerniente a adueñarse de la bandera religiosa, de la extensión del cristianismo, para su propio provecho. Por ejemplo, Fernando II siempre tuteló a las órdenes militares utilizando sus recursos, militares y económicos, en las guerras de Granada y de Italia. En 1506, en el trasvase de poderes con Felipe y Juana, el Rey Católico puso especial empeño en mantener para sí la administración de las órdenes militares. No es de extrañar, pues, que algunos eruditos, desde Gracián y Saavedra Fajardo, pasando por historiadores de todas las épocas, hayan visto a Fernando II como el primer príncipe secular, el primero en acabar con la tradicional unidad medieval de lo religioso y lo gubernativo, para separarlo en dos vertientes, tal como se hizo a lo largo de la Edad Moderna.

En otra de las cosas en que fue pionero el Rey Católico fue en la multifuncionalidad de su modelo de gobierno, que de tan gran utilidad sería a los Habsburgo para dirigir la marcha de la España imperial de la Edad Moderna. No es de extrañar que, como se dice, su bisnieto Felipe II, al observar el retrato de Isabel I y de Fernando II, exclamase "A ellos se lo debemos todo". Partiendo del sistema castellano del Consejo Real, Fernando el Católico fue añadiendo Consejos para cada uno de los asuntos a tratar: Órdenes Militares, Indias (para los asuntos de América), el de Aragón (creado en 1494)... El llamado sistema polisinodial, superpuesto a la autoridad del rey, fue copando las decisiones que antaño tomaban las Cortes, y si bien supuso un hito de importancia como organizador de los vastos territorios imperiales, también supuso apartar a las ciudades y a la burguesía urbana de los asuntos de gobierno. Y es que, al igual que su esposa Isabel, Fernando el Católico fue el paradigma de monarca con una inmensa creencia en la potestad absoluta del rey sobre leyes e instituciones, iniciando el camino hacia el autoritarismo absolutista de las monarquías de la Edad Moderna. No es de extrañar que la mayor parte de quejas de los procuradores de Cortes hacia el Rey sea que éste gobernaba a base de pragmáticas, sin contar con las Cortes, recurso el de las pragmáticas que fue en aumento constante para fundamentar el autoritarismo regio en detrimento del pactismo característico de las monarquías feudales. Además, se da la curiosa circunstancia de que Fernando era de Aragón, la más pactista de todas las monarquías hispanas y con cuyas autoridades tuvo más de un altercado debido a este carácter autoritario, como, entre otros ejemplos, la muerte de Gimeno Gordo, preboste zaragozano, el 19 de noviembre de 1474, en el mismo palacio de la Aljafería, debido a las supuestas relaciones que éste mantenía con el rey de Francia Luis XI y que Fernando el Católico no toleró, aun a costa de ganarse el oprobio de los procuradores de Cortes por no respetar el entonces príncipe de Aragón la inmunidad parlamentaria que correspondía a Gimeno Gordo.

Pero si el Fernando político y gobernante es bien conocido por multitud de estudios, antiguos y modernos, en cambio algunos otros aspectos de su personalidad todavía permanecen sumidos en una oscuridad nada deseable. Al contrario que su esposa la Reina Católica, a quien sí se le reconoce la cualidad de mecenas de empresas culturales, a Fernando de Aragón siempre se le ha visto como un príncipe más austero, al que la caza y los juegos ocupaban sus momentos de ocio. Es indudable que el monarca gustaba de la caza, bien fuese cinegética o bien de caza mayor, y a lo largo de toda su vida gastó ingentes cantidades de dinero en halcones, ballestas, paramentos, armas y oficiales del deporte de ocio caballeresco por excelencia en la Edad Media. Pero que amase más otras actividades no significa que, como buen rey, descuidase del todo el mecenazgo cultural, tal como era costumbre de los monarcas de la época. Así, los estudios de Tess Knighton, continuadora de los iniciados por Romeu Figueras en los años 60 del siglo XX, han demostrado la labor de gran patrono de la Capilla Real Aragonesa, una de las entidades musicales de mayor impacto en el temprano Renacimiento, lugar donde trabajaron músicos tan famosos como Juan de Urreda y Francisco de Peñalosa. De hecho, en 1539, más de cuatro lustros después de la muerte del monarca, el músico Mateo Flecha, en una humorística imitación de las inmortales coplas manriqueñas, ponía en boca de la Música lo mucho que se echaba de menos el mecenazgo fernandino:

¿Qué fue de aquel galardón?
Las mercedes a cantores
¿qué se hizieron?
Rey Fernando, mayorazgo
de toda nuestra esperanza
¿tus favores a dó están?
(Recogido por Knighton, op. cit., p. 21).

Otros estudios, como los del profesor Claramunt (en Fernando II de Aragón, el Rey Católico), también han demostrado la intercesión del rey a favor de las universidades, a las que protegió y fomentó su expansión, tanto en Castilla (la de Alcalá de Henares, fundada en 1503) como en Aragón (la de Valencia, fundada en 1499). Grandes literatos, como Marineo Sículo, Mártir de Anglería, Pere Miquel Carbonell, Antonio Geraldino, Juan Sobrarias, o artistas como Gil de Siloé y Antón Egas, encontraron acomodo en el entramado cortesano de Fernando de Aragón. Así pues, si la Reina Católica prestó un grandísimo apoyo al arte y a la cultura de su tiempo, el Rey Católico hizo lo mismo en la Corona de Aragón, inaugurando un mecenazgo artístico que en la Edad Moderna sería continuado no sólo por el emperador Carlos, sino por su hijo el Arzobispo Alonso de Aragón, conocido mecenas del siglo XVI.

Mesianismo y profecías alrededor de Fernando el Católico

En los meses centrales del año 1452, aproximadamente en la misma época en que nació el príncipe Fernando de Aragón, el cometa Haley realizó su cíclico recorrido por los cielos del planeta. En una época como la medieval, donde la astrología tenía tanta importancia y donde la interpretación de estos signos como presagios era harto frecuente, la coincidencia de ambos factores, nacimiento de Fernando y cometa Haley, no pudo ser más que interpretada como una señal de providencia, como lo hizo, entre otros ejemplos, Juan Barba en su Consolatoria de Castilla:

Y no pudo más de ser comprendido
estonçes del caso admirativo,
mas yo, que só viejo, agora lo escrivo,
qu’el espirençia lo da conoçido:
que no se mirava que era naçido
allá do venía la çeleste seña
aquel don Hernando que nos enseña
por obras divinas quánto á venido
.
(Cátedra, ed. cit., pp. 182-183).

Desde su mismo nacimiento, a Fernando el Católico le acompañaron diversas profecías y textos providencialistas que, como en el caso de la Consolatoria de Barba, pretendidamente anunciaban los grandes triunfos logrados por el monarca. En este sentido, en el Rey Católico confluyeron dos tipos de tradiciones: por un lado, la castellana, construida por apologetas políticos y teóricos como Alfonso de Cartagena, Pablo de Santa María y Rodrigo Sánchez de Arévalo, según los cuales la monarquía Trastámara era la legítima heredera de la monarquía visigoda, pero sólo se vería completada cuando la pérdida de España ante los musulmanes efectuada por el rey don Rodrigo fuese recuperada, es decir, no sólo la conquista de Granada sino también la unidad de todos los reinos de la Península Ibérica. La otra tradición, más profética que política, enlazaba con los escritos de Arnau de Vilanova (1240-1311) y de Joan de Rocatallada (1315-1365) a favor de la monarquía siciliana, que fueron incorporados por los reyes de Aragón después de su dominio de Nápoles y Sicilia. La confluencia de ambas tradiciones hizo que Fernando el Católico fuese presentado como el Monarca Universal de las profecías bíblicas, aquel que reinaría en toda la tierra antes de la llegada del Milenio, y también como el Emperador Encubierto, el que, después de Granada, volvería a conquistar Jerusalén a los musulmanes, expandiendo la Cristiandad hasta límites insospechados, como hacía este anónimo poeta:

Que vos soys lexso vespertilión
qu’están esperando los reynos d’Espanya,
senyor noblescido de gran perfecçión,
remedio bastante del mal que les danya
.
(Recogido por Sesma Muñoz, Fernando de Aragón..., p. 80).

Los estudios de E. Durán, J. Requesens o J. Guadalajara, entre otros, han puesto de relieve toda esta ingente cantidad de textos que presentan a Fernando II de Aragón como una especie de Mesías prometido y de gran conquistador del mundo conocido, cualidades de las que, como es lógico pensar, el monarca se aprovechó para construir una imagen apologética a su medida, que funcionase como propaganda ideológica favorable a su causa. Desde hace algún tiempo, se tiene la sospecha más o menos cierta de que el Rey Católico no sólo estaba al tanto de estas profecías y signos apologéticos, sino que además estimuló su expansión a propósito, fomentando su presentación como Monarca Universal. Como muestra, valga uno de los tan caros a la Edad Media cálculos milenaristas, efectuado esta vez por el erudito hebreo Isaac Abravanel, según el cual en 1492 habría de llegar el Milenio, es decir, el triunfo sobre la Bestia y los mil años de paz y justicia previos al Juicio Final. La entrada en Granada estaba pactada desde algún tiempo antes y el Rey Católico, conociendo la aceptación que tenían los cálculos milenaristas de Abravanel, hizo efectiva la conquista en un momento en que, además de las inherentes, podía obtener ventajas propagandísticas, al hacer coincidir la entrada en Granada, la recuperación de la monarquía visigoda, el fin de la reconquista, con el inicio del Milenio de paz, volviendo a ser presentado como el Monarca Universal, como el Rey de los Últimos Días, como si Granada fuese un episodio predestinado desde el origen de los tiempos y, por supuesto, como un hito menor en el camino hacia Jerusalén. Que años más tarde de su muerte todavía apareciesen en la Corona de Aragón síntomas de este mesianismo profético, como el Encubierto de las Germanías de Valencia, es buena prueba de la vigencia que estas imágenes habían tenido durante los años de gobierno fernandino. Todavía unos días antes de fallecer Fernando II, una adivinadora extremeña que andaba siguiendo a la corte regia fue consultada, ante el empeoramiento de salud del Rey Católico, sobre qué ocurriría: la nigromante respondió que no había de morir, sino que todavía ceñiría la corona jerosolimitana al año siguiente. En aquella ocasión se equivocó, pero muchas de estas profecías, al ser cumplidas por el monarca, constituyeron gran parte del asombro con que niños y ancianos, pueblo llano y nobleza, prelados y damas, súbditos y extranjeros, vieron su figura durante el largo tiempo que permaneció como rey de Castilla y de Aragón.

Fernando el Católico como padre

La descendencia de Fernando de Aragón fue copiosa, pues nada menos que tuvo diez hijos, entre legítimos e ilegítimos. De su matrimonio con Isabel I la Católica nacieron, en primer lugar, Isabel, Princesa y Reina de Portugal (1470-1498); el príncipe Juan (1478-1497); Juana, Reina de Castilla y León (1479-1555); María, Reina de Portugal (1482-1519); y la benjamina, Catalina, Reina de Inglaterra (1485-1536). Aunque se conoce bastante bien la infancia y la vida de los hijos de los Reyes Católicos, lo cierto es que las fuentes no disponen prácticamente de información acerca de cuál fue la relación paternal de Fernando sobre sus hijos; dada la habitual separación por sexos de la educación en la época medieval, sus hijas se criaron en la corte castellana y fue la reina Isabel quien más se ocupó de ellas. En el caso del príncipe Juan, y aun con la parquedad de las fuentes, sí debió de ser Fernando el Católico un modelo y estímulo en su educación, con quien seguramente compartiría algunas veladas en su formación caballeresca y militar. Y, por supuesto, el monarca sintió muchísimo la muerte de su hijo y heredero, no sólo por los problemas que representaba desde la perspectiva política, sino por la intrínseca desgracia de un padre que pierde a su vástago. Al menos, así lo atestigua la memoria colectiva que se deriva de una de las más dramáticas piezas del romancero castellano, en la que el diálogo entre el príncipe Juan, el Doctor de la Parra y el Rey Católico acaba con el desmayo de este último, roto por el dolor del inminente fallecimiento de su hijo:

Estas palabras diziendo, siete dotores entravan;
los seis le miran el pulso, dizen que su mal no es nada;
el postrero que lo mira es el dotor de la Parra.
Incó la rodilla en el suelo, mirándole está la cara:
- «¡Cómo me miras, dotor! ¡Cómo me miras de gana!»
- «Confiésese Vuestra Alteza, mande ordenar bien su alma:
tres oras tiene de vida, la una que se le acava».
Estas palabras estando, el Rey, su padre, llegava:
- «¿Qué es aqueso, hijo mío, mi eredero de España?
O tenéis sudor de vida o se os arranca el alma.
Si vos morís, mi hijo, ¿qué hará aquel que tanto os ama?»
Estas palabras diziendo, ya caye que se desmaya.
(Recogido por Pérez Priego, op. cit., p. 47).

Quizá pueda parecer que se trata de un sentimiento estereotipado por el romance, pero la verdad es que Fernando II de Aragón, aun con toda la imagen de político sagaz, astuto y con pocos escrúpulos que muchos de sus panegiristas nos han legado, también mantuvo actitudes de cariño hacia su esposa, hacia sus hijos, y, por supuesto, hacia sus nietos. Por ejemplo, el propio monarca, de su puño y letra, escribía en 1498 al baile general de Valencia, Diego de Torres, esta carta, en la que le daba a conocer el estado de salud de la Reina Católica y de su nieto, el príncipe Miguel, tras otra triste muerte, la de Isabel de Portugal, madre del príncipe:

Lo que de presente vos podemos scrivir es que la dicha Serenísima Reyna, nuestra mujer, a Dios gracias está ya muy bien, y el ilustríssimo príncipe don Miguel, nuestro muy caro y muy amado nyeto, muy bonico.
(Archivo del Reino de Valencia, Real Cancillería, L. 596, fol. 208r).

Se puede señalar, anecdóticamente, que Fernando II deja traslucir su origen aragonés para denominar «bonico» a su nieto, demostrando con ello que, como cualquier padre y cualquier abuelo, el monarca tenía sus momentos afectivos hacia su familia. Por estas razones, entre otras, se debe poner en entredicho la acusación tradicional hacia Fernando el Católico de actuar sin escrúpulos en el asunto de los supuestos problemas de salud mental de su hija Juana, pactando con su yerno, Felipe el Hermoso, el ostracismo de la legítima reina de Castilla. Algunos datos objetivos desmienten tal actitud y que padre e hija mantuvieran una mala relación: en primer lugar, en Alcalá de Henares, en 1503, Juana parió a su segundo hijo, al cual puso el nombre de Fernando en claro homenaje a su progenitor. En segundo lugar, el memorial leído en las Cortes de Toro (1505), en que se daba cuenta de los problemas mentales de Juana I, fue enviado desde Flandes por Felipe el Hermoso y sorprendió tanto a Fernando como a los procuradores, quienes rápidamente le concedieron la regencia temporal alertados ante lo que se decía de la reina. En tercer lugar, durante la celebración de la citada entrevista de Villafáfila entre Fernando y Felipe, el monarca aragonés rogó en reiteradas ocasiones que quería ver a Juana, y si el encuentro no se produjo fue por los temores de Felipe, receloso ante un posible acuerdo entre padre e hija. Seguramente no fue hasta la terrible depresión sufrida por Juana a la muerte de Felipe, en 1506, cuando Fernando el Católico tuvo plena constancia de que a su hija le era imposible ceñir la corona de Castilla y León; quizá también el hecho de que, según la disposición testamentaria de Isabel I, fuera el propio Fernando quien rigiese el reino en calidad de regente ayudó a dejar correr la situación, pero no por falta de escrúpulos ante su hija sino porque el Rey Católico, al igual que su ya fallecida esposa, Isabel I, siempre antepuso la seguridad de sus reinos a sus propios intereses o sentimientos personales, de ahí que las acusaciones de falta de escrúpulos con respecto a Juana se deban a la supremacía de lo público con respecto a lo privado dentro de la vida de un rey como Fernando II de Aragón.

Las infidelidades matrimoniales del rey

Como podrá observarse en este apartado, desde luego no se puede considerar que Fernando II de Aragón fuese un esposo ejemplar, si bien se debe matizar que durante la Edad Media y la Edad Moderna, al realizarse los matrimonios entre los reyes de forma únicamente política, las infidelidades matrimoniales solían ser frecuentes y no demasiado mal vistas, tanto por parte de los reyes como de las reinas. No fue así el caso de Isabel I, ya que la Reina Católica amó profundamente a su esposo y sufrió terribles celos al tener conocimiento de que su marido "amava mucho a la Reyna, su muger, pero dávase a otras mugeres" (Pulgar, Crónica..., I, p. 75). No se sabe cómo reaccionaría el rey ante los celos de su esposa, pero por los testimonios que se poseen parece que no les prestó mucha atención o, en todo caso, que estos celos no le impidieron continuar con sus aventuras extramaritales. La prole bastarda del Rey Católico se inició incluso antes de que casase con Isabel I, pues ya en 1470 nació Alfonso de Aragón, el futuro Arzobispo de Zaragoza y regente del reino, fruto de las relaciones entre el entonces Rey de Sicilia y doña Aldonza Roig de Iborra y Alemany, dama de la nobleza catalana, natural de Cervera, que fue la amante más conocida del monarca durante la juventud de éste. Pero no fue la única, ya que de otra dama, si bien desconocida, Fernando el Católico engendró a su segunda hija bastarda, llamada Juana de Aragón, que fue entregada en 1492 como esposa a Bernardino Fernández de Velasco, Conde de Haro y Condestable de Castilla, recompensado por esta boda regia con el título de Duque de Frías. Además, Fernando tuvo otras amantes: una doncella bilbaína llamada doña Toda, de la que tuvo una hija llamada María, así como una dama portuguesa llamada María Pereira, en quien engendró otra hija llamada también María. Según informa Salazar y Mendoza (p. 376), ambas Marías profesaron hábitos religiosos en el monasterio agustino de Madrigal. De esta forma, hay que otorgar credibilidad al testimonio de Mártir de Anglería al respecto, pues el humanista italiano no duda en señalar a la lujuria como uno de los vicios del Rey incluso cuando ya era un hombre veterano. Teniendo en cuenta estos antecedentes, no debe extrañar la sorpresa que Mártir de Anglería ante un rey que, catorce meses antes de fallecer, no se contentaba con yacer con su joven esposa, la reina Germana, sino que continuaba buscando otras amantes:

Pongo por testigos a todos los espíritus celestiales: si nuestro Rey no se desprende de dos apetitos, muy pronto entregará su alma a Dios y su cuerpo a la tierra. Ya tiene sesenta y tres años y no se separa ni un instante del lado de su esposa. No tiene bastante con un respiradero -me refiero a la respiración del pecho-, sino que se empeña en utilizar el matrimonial más allá de sus fuerzas. La otra causa que le segará su vida es su afición a la caza.
(Mártir de Anglería, Epistolario, III, pp. 162-163).

Y tanto que continuaba gozando de los placeres de la carne. En los primeros años del siglo XVI nació en Italia la última hija bastarda del monarca, Juana de Aragón, princesa de Tagliacozzo, fruto de las relaciones del Rey Católico con alguna dama de la nobleza napolitana durante su estancia en el reino partenopeo. Hay que hacer notar que posiblemente tanto furor sexual lo heredase Fernando II de su padre, Juan II, que también fue muy conocido por sus amoríos extraconyugales incluso durante sus últimos días, cuando ya se hallaba muy enfermo. La búsqueda de intensa actividad sexual parece ser una cualidad de los varones Trastámara aragoneses, pues también fue heredada por el hijo del Rey Católico, el príncipe Juan, a quien el gusto por la cópula frecuente se reveló fatal en combinación con su frágil salud. Para concluir, se puede decir que el profundo amor que sintió Fernando de Aragón por Isabel de Castilla no fue óbice para que mantuviese frecuentes relaciones extramaritales, incluso en su época de senectud, cuando además estaba casado con Germana de Foix, una princesa mucho más joven que él. El apetito sexual del último monarca Trastámara en la península fue, como mínimo, tan amplio como lo fueron los territorios que cayeron bajo su gobierno y dirección.

La deuda historiográfica con el Rey Católico

En 1516, en el texto que ya se ha citado más arriba, Mártir de Anglería realizó una defensa de las virtudes del monarca cuya muerte alababa, inaugurando de esta forma los juicios de valor efectuados sobre su persona por la historiografía posterior. Pero casi al tiempo que el italiano presentaba a un rey fallecido en la pobreza como ejemplo de muerte virtuosa y cristiana, no faltaron aquellos que, ante idéntico suceso, presentaron esta pobreza como síntoma de la ruindad y tacañería del último monarca Trastámara de la Península Ibérica. Y eso que el Rey Católico contó con un excepcional historiador dedicado a glosar su vida y hechos, labor además efectuada muy cercana a su muerte. En efecto, tanto los Anales de Aragón (1562) como la Historia del Rey don Hernando (1580), obras de Jerónimo Zurita, son consideradas como fuentes indispensables para el conocimiento de su reinado y, por extensión, de la vida del rey.

Durante el siglo XVI, y concretamente en la primera mitad del siglo XVII, Fernando II fue presentado, en la línea del pensamiento de Maquiavelo, como el político perfecto, el modelo ideal para todo monarca, el "oráculo mayor de la razón de estado", como lo denominase Baltasar Gracián en su obra El político don Fernando el Católico (1640). No es de extrañar tampoco que en el mismo año otro teórico, Diego Saavedra Fajardo, alumbrase su Política y razón de Estado del Rey Católico don Fernando, o que seis años más tarde Blázquez Mayoralgo entregase a las prensas su Perfecta razón de Estado, deducida de los hechos del señor rey don Fernando el Católico. Sin embargo, el contexto en que se insertan estas aportaciones historiográficas tiene que ver con la crisis en el reinado de Felipe IV, lo que provocó que personajes ilustres de su corte, como el más tarde vilipendiado Conde-Duque de Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel, sacasen a la palestra al rey de Aragón y de Castilla y León como unificador territorial. Pero a los eruditos como Gracián o Saavedra Fajardo sólo les preocupaba, en la línea de Maquiavelo, la presentación de Fernando de Aragón como el príncipe perfecto.

En el siglo XVIII, con la entrada de los Borbones en el trono español, el modelo político representado por el Rey Católico se difuminó un tanto, pues el respeto de tradiciones forales, de leyes y de costumbres de los pueblos que el Trastámara gobernó, no casaba demasiado bien con el centralismo borbónico; además, desde la perspectiva historiográfica, comenzó la homologación de Isabel la Católica con su esposo, lo que fue en detrimento de éste: las obras del Padre Flórez (1790) y, en especial, la de Diego Clemencín (Elogio de la Reina Católica doña Isabel, 1820), comenzaron a subrayar los aspectos negativos del monarca, como su austeridad, su insaciable apetito sexual, su enemistad con algunos de los hombres más decisivos de su época (Hernando de Talavera, el Gran Capitán, Cristóbal Colón). Si la preocupación por la crisis del Estado en el siglo XVII había fomentado la imagen positiva de Fernando el Católico, la preocupación en los siglos XVIII y XIX por prestigiar a otra reina, esta vez a Isabel II, dio pábulo a que en los estudios prevaleciese la imagen de Isabel I sobre la de Fernando II.

Para colmo de males, en la misma época comenzó la propagación de esa especie de leyenda negra sobre el Rey Católico, iniciada por la historiografía catalana de la Renaixença, en especial los estudios del archivero Antoni de Bofarull, los de Sempere i Miquel y los de Carreras Candi. A Fernando lo veían como el introductor del centralismo en Cataluña por su matrimonio con Isabel la Católica y por haber sido el instigador de la ley que apartaba a los no castellanos del suculento negocio comercial de América. Hoy día, diversos estudios actuales han demostrado con solvencia ejemplar que en ningún caso hubo centralismo oficial en el matrimonio de Fernando, sino que cada corona continuó conservando sus leyes, fueros y costumbres, al tiempo que el apartamiento de los no castellanos en el negocio de Indias se hizo pensando en franceses y flamencos, no en súbditos de Aragón quienes, en la práctica, colaboraron estrechísimamente, aunque no de forma oficial, con las redes comerciales del Nuevo Mundo. Pero pese a esta demostración, es difícil derribar tópicos y mitos creados al albur de un sentimiento tan personal como el nacionalismo, de manera que han sido necesarios muchos años de investigación para que el Rey Católico ocupe el lugar en la historiografía peninsular que debe, pues ninguna figura como la suya ha soportado tantos reveses en el análisis de su devenir y su legado.

A finales del siglo XIX, algunos historiadores como Ibarra y Rodríguez y, en especial, el aragonés Vicente de la Fuente, habían comenzado la recuperación de Fernando el Católico, labor continuada antes de la Guerra Civil Española por Serra Rafols, autor de un excelente análisis del conflicto remensa y de sus repercusiones en la política del rey de Aragón. Pero en los albores de la lucha fratricida de nuevo la historiografía se fragmentó alrededor del Rey Católico, presentándose quienes, por un lado, consideraban a Fernando II como el más nefasto rey de toda la historia, culpable no sólo de las calamidades de su tiempo, sino de las miserias de los años 30 en la península. De este grupo de historiadores sobresalen los continuadores de las tesis de la Renaixença, como Ferrán Soldevila ( Historias de Cataluña, vol. II, 1934) y Antoni Rovira i Virgili (Historias de Cataluña, vol. VII, 1935). En cambio, para otro grupo de historiadores, Fernando de Aragón era el verdadero artífice de esa primera España imperial, a modo de antecedente exegético del caudillo triunfante en la contienda civil. De entre estos historiadores hay que citar los estudios de Ricardo del Arco (1939) y de Andrés Giménez Soler (1941). Quizá los únicos intentos realizados en esta época por presentar a un Rey Católico medianamente objetivo fueron los efectuados por el diplomático José María Doussinague, si bien adolecían también de cierto idealismo espiritual.

Recién acabada la Guerra Civil, el profesor Ferrari Núñez realizó (1945) la primera gran aproximación a la política del Rey Católico, encauzando las opiniones de Maquiavelo, Gracián y Saavedra Fajardo, además de otras menores, y llegando a una cierta sistematización del significado de Fernando de Aragón como político. La senda de Ferrari Núñez fue continuada por los estudios sobre la política de época fernandina efectuados por Cepeda Adán (1954) y Maravall Casesnoves (1952). Desde la perspectiva de la Corona de Aragón, se continuó esta labor de recuperación primero por la recopilación documental del valenciano Manuel Ballesteros Gaibrois (1944), y, en especial, por los estudios de Jaume Vicens Vives, que pudo continuar su labor sobre Fernando el Católico después de presentar su tesis doctoral en 1936. Sin duda, la historiografía debe mucho a los estudios de Vicens Vives, que representaron en su momento el punto de equilibrio y de objetividad más altos en relación con el personaje estudiado. El siguiente hito en la recuperación historiográfica de la figura del Rey Católico tuvo lugar en 1952, con motivo del quinto centenario del nacimiento del Rey Católico, cuando se organizó el V Congreso de Historia de la Corona de Aragón, cuyos volúmenes fueron publicados entre 1954 y 1961. Todas las ponencias, conferencias y aportaciones de los asistentes conforman un caudal de datos asombroso y de obligada consulta para cualquier aspecto relacionado con la vida de Fernando II de Aragón.

Al igual que sucediera con la Reina Isabel, la producción historiográfica de los años 70 en relación con Fernando el Católico tuvo como principal protagonista al vallisoletano Instituto «Isabel la Católica» de Historia Eclesiástica, dirigido por Antonio de la Torre y del Cerro, autor asimismo de una ingente cantidad de trabajos sobre documentación de la época entre los años 50 y 60. Al abrigo de esta institución y de tal director crecieron los más reputados especialistas hispanos en los Reyes Católicos, como A. Rumeu de Armas, L. Suárez Fernández y M. A. Ladero Quesada. Pero en Cataluña, Aragón y Valencia, desde la desaparición de Vicens Vives y Ballesteros Gaibrois, los estudios sobre Fernando el Católico no han sido demasiado proclives, quizá por pensar que todo está escrito ya sobre este personaje de la Historia, o porque, como denuncia el profesor Belenguer Cebriá, ni medievalistas ni modernistas se sienten demasiado cómodos en una época tan compleja y de tantos matices como el tránsito entre el Cuatrocientos y el Quinientos. La escuela aragonesa, al abrigo de la Institución «Fernando el Católico» de Zaragoza, ha sido la que con más profusión ha investigado en la época, destacando los trabajos de Solano Costa, Solano Camón, Redondo Veintemillas y, en especial, Sesma Muñoz, autor de una biografía fernandina (1992) donde, por encima de otras consideraciones, el mito de la subyugación de la corona aragonesa a la castellana por parte del Rey Católico cae por completo debido a la documentación estudiada. Se trata de esta biografía de un completo y ameno estudio, donde la conjugación de rigor y amenidad lo convierten en lectura recomendable para la aproximación al renombrado Rey de las Españas nacido en Sos. Lástima que finalice en 1492 y no se adentre, por ejemplo, en los últimos quince años del monarca, verdaderamente decisivos en su devenir histórico.

En los últimos años del siglo XX y primeros del XXI, tres estudios más merecen ser destacados. En 1996, bajo el patrocinio de la Institución «Fernando el Católico» de Zaragoza, vio la luz otro trabajo colectivo presentado por Esteban Sarasa, donde diversos especialistas glosaban la figura del Rey Católico desde tan diversas como ejemplificantes perspectivas. Posteriormente, salió de las prensas la completísima, rigurosa y trabajada biografía fernandina efectuada por el profesor Belenguer Cebriá, cuya primera edición data de 1999 y que ha sido reeditada, ampliada y corregida en los años posteriores. Se trata de un estudio ejemplar sobre el monarca, y, lógicamente, también de obligada consulta para los interesados en ampliar su conocimiento sobre el Rey Católico. Por último, en el año 2004 el académico L. Suárez Fernández publicó una erudita biografía del monarca, centrándose en los aspectos políticos de su ejemplar gobierno sobre tantos y tan diversos territorios.

Lo cierto es que la historiografía en general, y la hispana en particular, no parece haberse portado demasiado bien con una figura que, en sus líneas maestras, presenta un amplio abanico de matices personales que deberían de ser observados desde su propia esencia, renunciando a obtener en el estudio del Rey Católico respuesta a ninguna de nuestras encrucijadas actuales, sino simplemente a disfrutar de toda la gama de comportamientos de uno de los monarcas más poderosos del mundo en todos sus tiempos.

Bibliografía

Fuentes

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Estudios biográficos

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Estudios sobre la época y el entorno del rey

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II.- Pensamiento político, política internacional y religiosa (1956).
III.- Fernando el Católico e Italia (1954).
IV.- Instituciones económicas, sociales y políticas (1962).
V.- Fernando el Católico y la cultura de su tiempo (1961).
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Enlaces en Internet

http://www.aragob.es/pre/cido/fernand2.htm; Página web oficial del Gobierno de Aragón sobre Fernando el Católico (en español).

Autor

  • Óscar Perea Rodríguez