Lozano Pérez, Fernando (1963-VVVV).


Matador de toros español, nacido en México D. F. el 23 de junio de 1963. Miembro de una extensa saga familiar de profesionales taurinos, es hijo del lidiador Pablo Lozano Martín («La muleta de Castilla»), sobrino del también torero Manuel Lozano Martín y hermano del novillero Luis Manuel Lozano (que pronto dejó los trastos de matar para consagrarse a los negocios taurinos de la familia).

Alentado por el ejemplo de sus mayores, se inició en los primeros pasos del oficio taurino apoyado por las buenas relaciones que mantenían su padre y sus tíos con los empresarios, ganaderos y apoderados de la época, lo que le permitió dar algunos capotazos en 1982. Pero, interesado en completar sus estudios, relegó las prácticas taurinas a mero entretenimiento de aficionado privilegiado y no intervino en su primera novillada picada hasta el día 18 de agosto de 1985, cuando, ya con veintidós años de edad, se vistió de luces para hacer el paseíllo a través del redondel de Pontevedra.

En la temporada siguiente, ya firmemente decidido a labrarse un nombre de prestigio entre los jóvenes novilleros del momento, Fernando Lozano Pérez ganó fama y popularidad merced a su inclusión en uno de los carteles de principiantes que hacían furor a mediados de los años ochenta, formado -además de él- por otros dos hijos de célebres toreros retirados: los novilleros Rafael Camino Sanz («Rafi Camino») y Miguel Báez Spínola («Litri»), vástagos -respectivamente- del genial espada sevillano Francisco Camino Sánchez («Paco Camino») y del no menos inspirado lidiador valenciano Miguel Báez y Espuny («Litri»). Así, llegó a participar durante aquel año de 1986 en veintidós novilladas con picadores, que hubieran sido muchas más de no haber resultado herido por un toro el día 7 de abril en Guadalajara, y de haber sufrido poco después una molesta intervención quirúrgica en un hombro, que le hizo perder muchos contratos.

Curtido en estas lides que le permitieron poner en práctica en muchas ocasiones todas las lecciones aprendidas de sus mayores (o, como se dice en el argot taurino, sobradamente placeado), afrontó la temporada de 1987 dispuesto a ingresar en la nómina de los matadores de toros. Sin embargo, aún tuvo tiempo de intervenir durante la primera mitad de dicha campaña en otras diecinueve novilladas, entre ellas una celebrada en Sevilla, donde fue recompensado con una oreja. Por fin, el día 30 de julio de 1987 se enfundó la taleguilla en Valencia para recibir la alternativa de manos de su padrino, el afamado espada sevillano Juan Antonio Ruiz Román («Espartaco»); el cual, bajo la atenta mirada del diestro valenciano Vicente Ruiz Soro («El Soro»), que comparecía en calidad de padrino, cedió al toricantano la muleta y el estoque con los que había de trastear y despachar a mejor vida a Cigarrero, un burel negro, de quinientos cinco kilos de peso, marcado con el hierro de Sepúlveda. Anduvo fino y valiente Fernando Lozano en la lidia de este toro, así como en la faena enjaretada al astado que cerraba plaza (procedente de la vacada de don Marcos Núñez), y abandonó el coso de la Ciudad del Turia con una oreja de cada uno de sus dos enemigos. Las reseñas periodísticas de aquella corrida hablan de un Fernando Lozano vestido de blanco y oro que, con una serenidad impropia de tan emotiva ceremonia, exhibió una pasmosa quietud que impresionó al público levantino.

Fueron éstas -apuntadas ya en su andadura novilleril- las principales señas de su particular concepción del toreo. Serenidad, quietud, valentía para arrimarse mucho al toro y firmeza para mantener airosa la figura en tan comprometida proximidad a las astas, sin olvidar un limpio y eficaz manejo de la muleta que, como las virtudes anteriores, había heredado directamente de su progenitor. Pero, para compensar tantas ventajas recibidas por herencia, pronto hubo de pechar también con la malicia de quienes achacaban sus triunfos a la destacada implicación de sus mayores en todos los círculos taurinos profesionales; para vencer estas reticencias, el joven Fernando Lozano optó por la vía más corta y honrada, pero también la más peligrosa: jugarse la vida, sin tapujos, cada tarde que pisaba un ruedo, vergüenza torera que le acarreó cinco cornadas graves en apenas tres años de alternativa.

Después de haber tomado parte en trece corridas en su primer año como matador de toros, durante la campaña siguiente firmó treinta y dos ajustes, cifra que se habría incrementado considerablemente si el espada nacido en México no hubiese continuado sometido al duro castigo de las astas de los toros, que le alcanzaron con gravedad en el mes de junio en Barcelona y en septiembre en las arenas vallisoletanas. Su mejor actuación en aquella campaña de 1988 tuvo lugar en el coliseo taurino de Burgos, donde enjaretó una soberbia faena a un pupilo de la vacada de Galache.

En la misma plaza castellana estaba toreando a finales de junio de 1989 cuando un burel marcado con la señal de don Gabriel Rojas le cogió con tan certera saña que le propinó, en unos segundos que parecieron siglos, tres graves cornadas en los muslos. Este nuevo tributo de dolor y sangre no le impidió reaparecer con bríos renovados en el coso santanderino, antes de que hubiera transcurrido un mes, para volver a enfrentarse sin merma de valor con toros de la misma vacada de Rojas. Fruto de este tesón, al término de dicho año Fernando Lozano había cumplido, a pesar del grave percance sufrido en el redondel burgalés, treinta y seis ajustes.

Desde el ya lejano día 30 de julio de 1987 en que tomara la alternativa, Fernando Lozano Pérez no había comparecido en la Monumental de Las Ventas para confirmar ante la afición madrileña -como es de rigor- la validez de ese título de doctor en Tauromaquia. Pero en 1990 se estrenaban sus familiares en el cargo de gerentes del coliseo capitalino, lo que le permitió anunciar para el día 17 de mayo -en pleno ciclo ferial y frente a quienes veían en esta su inclusión en el abono isidril un claro signo de favoritismo- su confirmación de alternativa. Fue su padrino en esta ocasión el lidiador vallisoletano Roberto Domínguez Díaz, quien le facultó para dar lidia y muerte a estoque a Voluntario, un morlaco negro, de quinientos sesenta y dos quilos de peso, perteneciente a la divisa de Sepúlveda. Hizo las veces de testigo de confirmación el espada cartagenero José Ortega Cano.

Lo cierto es que aquella tarde no estuvo afortunado en la lidia de su primer enemigo, al que no supo sacar todo el partido que ofrecía. Esta falta de acoplamiento a las virtudes del toro incrementó los recelos de quienes tachaban de nepotismo su inclusión en los carteles isidriles, circunstancia que ponía en un serio compromiso a Fernando Lozano de cara a su próxima comparecencia en Las Ventas, anunciada para unos días después. Pero el joven espada acalló cualquier atisbo de protesta tan pronto como se puso delante de un pupilo castaño de Aldeanueva, al que aplicó una lidia tan densa en conocimientos técnicos y sobrada de coraje que le valió el título honorífico de triunfador indiscutible de la isidrada de 1990. Este resonante triunfo le permitió torear, aquel año, la admirable cifra de setenta y dos corridas, para pasar a continuación a Hispanoamérica y difundir su toreo por tierras mejicanas.

En la capital azteca, Fernando Lozano confirmó su alternativa el día 9 de diciembre de dicho año, apadrinado por Francisco Rivera Agüero («Curro Rivera») y ante el testigo Jorge Gutiérrez Argüelles. El toro de la confirmación, un burel negro bragado de cuatrocientos ochenta y ocho kilos de peso, pertenecía al hierro de don Javier Garfias y atendía a la voz de Roncito.

Su fugaz racha de éxitos comenzó a venirse abajo en la temporada de 1991, año en el que no triunfó en la sevillana Feria de Abril y tampoco destacó en el abono ferial madrileño (aunque protagonizó el valiente gesto de no pasar a la enfermería después de haber resultado herido de cierta consideración). Así, los contratos firmados durante dicha campaña se redujeron a treinta y dos, y en los años siguientes la cifra fue menguando de forma alarmante, hasta el extremo de que en 1994 sólo se vistió de luces en dos ocasiones.

Bibliografía.

  • – ABELLA, Carlos y TAPIA, Daniel. Historia del toreo (Madrid: Alianza, 1992). 3 vols. (t. 3: «De Niño de la Capea a Espartaco«, págs. 192-194).

– COSSÍO, José María de. Los Toros (Madrid: Espasa Calpe, 1995). 2 vols. (t. II, pág. 553).