Juan Antonio Ruiz Román “Espartaco” (1962–VVVV): El Hijo del Viento que Redefinió el Toreo en España

Los orígenes de un torero predestinado

Contexto familiar y primera vocación

Nacido el 3 de octubre de 1962 en Espartinas, un pequeño municipio sevillano, Juan Antonio Ruiz Román venía marcado por una herencia taurina que condicionaría su destino desde la cuna. Hijo del torero Antonio Ruiz Rodríguez, su identidad en el mundo de la tauromaquia quedaría inexorablemente ligada al sobrenombre de “Espartaco”, legado que el padre había utilizado modestamente en su breve carrera y que el hijo convirtió en estandarte. La elección del apodo no solo evocaba su lugar de origen, sino que transmitía ya una carga simbólica de resistencia, orgullo y lucha, atributos que definirían su trayectoria en los ruedos.

Criado en una familia profundamente vinculada al toreo, donde además su hermano menor, Francisco José Ruiz Román, seguiría sus pasos bajo el alias de “Espartaco Chico”, Juan Antonio fue educado en un entorno en el que la lidia era tan natural como el aire que se respiraba. Desde niño, mostró una inclinación clara hacia la tauromaquia, alentada por un ambiente donde los capotes y las faenas eran parte del día a día. No tardaría en llamar la atención incluso fuera del entorno familiar.

Un antiguo documental televisivo dejó registrada la temprana promesa que suponía aquel niño de mirada decidida, que, con sorprendente aplomo, declaraba ante la cámara su anhelo de convertirse en una gran figura del toreo. Lejos de la fanfarronería infantil, esas palabras resultaron proféticas: “Espartaco” no solo alcanzaría ese estatus, sino que, durante varios años, dominaría por completo el escalafón taurino español.

Los inicios en América y la expectación en España

La precocidad de Espartaco quedó demostrada no solo en su actitud, sino también en sus actos. Con apenas trece años, cuando la legislación española impedía a los menores actuar profesionalmente, cruzó el Atlántico hacia Colombia, país donde comenzó a torear en diversos festejos. Este temprano debut internacional no solo reflejaba su madurez anticipada, sino también la determinación con la que se disponía a conquistar el planeta de los toros.

A su regreso a España, el 19 de marzo de 1975, se presentó con su primer terno de luces en la localidad sevillana de Camas, encendiendo el interés de los críticos y aficionados más exigentes. En el ambiente taurino comenzaba a gestarse la idea de que una nueva figura estaba en camino. Su estilo, todavía en formación, ya mostraba temple, decisión y una rara conexión con el animal. A lo largo de tres temporadas toreó numerosas novilladas sin picadores, etapa formativa que le dotó de la experiencia y el aplomo necesarios para dar el salto a las grandes plazas.

El 29 de enero de 1978, en Ondara (Alicante), debutó oficialmente en novilladas con picadores, señal de que su evolución era imparable. Aquel mismo año, el 27 de julio, participó en la plaza de toros de Barcelona, enfrentándose a reses de la ganadería de Baltasar Ibán, junto a Manuel Rodríguez Blanco “El Mangui” y José Aguilar Álvarez “Aguilar Granada”. Espartaco deslumbró al público: cortó una oreja a cada uno de sus toros y fue sacado a hombros. El impacto fue tan contundente que cerró la temporada como líder del escalafón novilleril, con 57 actuaciones. Había nacido una estrella.

De promesa a realidad: alternativa y primeras campañas

La temporada de 1979 comenzó con Espartaco ya consolidado como la gran promesa del toreo, respaldado por un equipo de apoderados de renombre, los hermanos Lozano, que supieron proyectar su imagen y cerrar compromisos estratégicos. La madurez de su toreo, unida a su capacidad para conectar con el público, lo llevaron rápidamente a recibir la alternativa.

El 1 de agosto de 1979, en la ciudad de Huelva, se convirtió en matador de toros de la mano de una figura histórica: Manuel Benítez Pérez “El Cordobés”, en presencia de Manolo Cortés como testigo. Aquella tarde marcó un hito en su carrera: desorejó al toro de la alternativa —bautizado como Anonimado y perteneciente a la ganadería de los herederos de Carlos Núñez— y también a su segundo enemigo, lo que le valió una clamorosa salida a hombros por la puerta principal. Aunque la temporada estaba avanzada, toreó 22 corridas hasta su finalización, demostrando su disposición para aceptar retos y su pasión por los ruedos.

Esa misma temporada viajó a América, toreando en Perú y Colombia, donde reforzó su imagen de torero universal. A su regreso en 1980, mantuvo una notable actividad con 35 actuaciones, y en la siguiente campaña, la cifra subió a 59 corridas en suelo español. En esos primeros años, Espartaco tejía un equilibrio entre faenas espectaculares y una constancia que comenzaba a convertirse en su sello personal.

El invierno de 1981–82 lo encontró nuevamente en América, ahora también en México, país clave en la internacionalización de cualquier torero. Pero el verdadero punto de inflexión llegaría con la temporada de 1982, que lo consagró como una figura sólida del toreo español. El 10 de abril de 1982, en Zamora, cortó cuatro orejas a toros del marqués de Albayda, y el 27 de abril, durante la feria de Sevilla, fue sacado a hombros por la Puerta del Príncipe tras cortar tres orejas a un lote de Jandilla, compartiendo cartel con dos colosos: Curro Romero y Paquirri.

El 25 de mayo de 1982 llegó otro momento crucial: su confirmación de alternativa en Las Ventas, la plaza más exigente del mundo. Apadrinado por Paquirri y acompañado por Julio Robles, enfrentó a un toro llamado Frutero de la ganadería de José Matías Bernardo. Aunque no cortó orejas, su actuación fue valorada positivamente por la crítica madrileña, que destacó su técnica, actitud y el potencial que aún le quedaba por desarrollar.

Al final de esa temporada, Espartaco lideraba el escalafón con 69 actuaciones. No era un fenómeno efímero. El mundo taurino comenzaba a entender que ese joven torero andaluz, criado entre sueños y capotes, no solo había cumplido con las expectativas: estaba a punto de imponer un nuevo paradigma en el arte de lidiar.

El reinado absoluto en los ruedos

El dominio del escalafón (1985–1991)

La segunda mitad de la década de 1980 estuvo marcada por el dominio absoluto de Espartaco en el escalafón taurino. Si ya había demostrado su capacidad de convocatoria, técnica y constancia, a partir de 1985 se convirtió en el número uno indiscutible del toreo español, alcanzando una hegemonía que no se veía desde hacía décadas. Esa supremacía se reflejaba tanto en el número de festejos en los que participaba como en los éxitos artísticos y estadísticos que acumulaba año tras año.

En 1985, tras una potente actuación en la plaza de toros de Sevilla el 25 de abril, en la que desorejó a un toro de Manuel González y fue llevado a hombros por la mítica Puerta del Príncipe, Espartaco selló un año de gloria. Compartió cartel con Emilio Muñoz y Tomás Campuzano, y su dominio en el ruedo fue incuestionable. Apenas un mes después, en la plaza de Las Ventas, protagonizó otra faena memorable ante un toro de Atanasio Fernández, consolidando su reputación incluso entre la exigente afición madrileña.

Ese mismo año, cerró su temporada en España con 89 corridas y extendió su éxito a América, actuando en México, Ecuador, Colombia y Venezuela. Lo mismo ocurriría en los años siguientes: en 1986 toreó 88 veces, en 1987 alcanzó las 100 actuaciones, y en 1990 estableció su récord con 107 festejos, cifra que lo convertía en el torero más activo del momento.

En estos años de plenitud, Espartaco no solo acaparaba los contratos más importantes, sino que encabezó el escalafón taurino durante ocho temporadas, siete de ellas consecutivas, algo que ningún torero había conseguido desde Domingo Ortega, a quien superó en esta marca. Entre 1985 y 1991, la tauromaquia giraba en torno a su figura: era el diestro que todos querían ver, el que más entradas vendía y el que más trofeos cortaba.

Sus actuaciones en Sevilla durante estos años son particularmente recordadas. El 13 de abril de 1986 volvió a abrir la Puerta del Príncipe tras una imponente faena a un toro de Carlos Núñez, en compañía de Curro Romero y José Antonio Campuzano. En 1987, repetiría la gesta el 28 de abril, cortando orejas a un toro de Juan Pedro Domecq, con Antoñete y Manolo Cortés como testigos. Ese mismo año protagonizó una hazaña que muchos consideraron épica: se encerró en solitario con seis toros de Miura en la Real Maestranza de Sevilla, gesto de torería y valor que evocaba el romanticismo del toreo clásico.

Estilo, técnica y controversias

Durante su época dorada, Espartaco destacó por su poderío técnico, regularidad y control de la lidia. Era un torero de gran oficio, que sabía adaptarse a reses de cualquier condición y que ejecutaba la suerte suprema con una efectividad admirable. Su temple y sentido del ritmo en la faena, sumados a una preparación física envidiable, lo convertían en un torero casi imbatible en el ruedo.

Sin embargo, su supremacía también trajo consigo críticas, especialmente entre los aficionados más puristas. Comenzaron a surgir voces que señalaban ciertas prácticas ventajistas en su forma de torear, como el uso reiterado de suertes de alivio, el citar fuera de cacho, y el desplazar la embestida al hilo del pitón, evitando el toreo ceñido y comprometido. Estas estrategias, aunque efectistas ante el público general, fueron vistas por los entendidos como concesiones al espectáculo que empobrecían la pureza del arte.

Asimismo, se le acusó de elegir ganado más dócil, reclamando toros que se adaptaran a su estilo más que enfrentar las reses más duras o encastadas. Esto fue especialmente polémico en una época en la que se denunciaba la creciente presencia del afeitado —la práctica fraudulenta de recortar los cuernos de los toros para disminuir su peligrosidad—, y muchos consideraron que un torero de su talla no necesitaba de esas ventajas.

A pesar de estas críticas, incluso sus detractores reconocían su dominio absoluto de los terrenos, su capacidad de conectar con el público y su incansable dedicación. Su regularidad durante tantos años, sin apenas interrupciones ni bajones significativos, lo convertía en una rareza dentro de un mundo tan volátil como el taurino.

Giras internacionales y expansión de su figura

La carrera de Espartaco no se limitó a los ruedos españoles. Desde sus primeras incursiones en Colombia y Perú en 1979, su relación con América fue constante y fructífera. Su toreo, aunque más efectivo que plástico, tenía una expresividad que calaba en públicos diversos. En México, país exigente y amante del toreo clásico, supo ganarse el respeto gracias a su entrega y su conocimiento de la lidia.

En países como Venezuela y Ecuador, se convirtió en un ídolo popular, y sus giras eran recibidas como acontecimientos de masas. Esta proyección internacional contribuyó a forjar su imagen de torero global, uno de los pocos capaces de triunfar en escenarios tan distintos y con públicos tan variados.

No se trataba únicamente de cantidad de actuaciones, sino de una presencia continua en los grandes carteles, tanto en ferias europeas como americanas. Esta versatilidad le permitía no solo diversificar su carrera, sino también mantener una frescura competitiva que se reflejaba en su rendimiento.

En sus actuaciones en el extranjero, Espartaco solía combinar su dominio técnico con una actitud abierta al espectáculo, entendiendo que los públicos internacionales respondían a otros códigos y emociones. Su inteligencia para leer el contexto de cada plaza y adaptarse sin renunciar a su estilo fue clave en su longevidad.

Por otra parte, su popularidad se extendió más allá del mundo taurino. Durante esos años se convirtió en una figura mediática, entrevistado en programas de televisión, seguido por revistas del corazón, y convertido en símbolo de la España triunfadora y moderna de los años 80. Su rostro aparecía en campañas publicitarias y era habitual en eventos sociales, convirtiéndose en un personaje público tan conocido como los grandes futbolistas o actores del momento.

Este fenómeno de popularidad masiva era raro en el mundo taurino, tradicionalmente más circunscrito a los ruedos y las tertulias especializadas. En el caso de Espartaco, su perfil carismático, su juventud, y su constancia en el éxito le valieron una proyección transversal, más allá del aficionado ortodoxo. Por unos años, parecía encarnar una versión moderna del héroe taurino: competitivo, mediático y omnipresente.

Declive, resurgimiento y legado duradero

Cambios de ritmo y crisis personales

Tras una década de dominio incontestable, Espartaco comenzó a experimentar un cambio de ritmo en su carrera a partir de 1992. El torero sevillano decidió apartarse momentáneamente del vértigo competitivo que lo había llevado a liderar el escalafón durante años, optando por una temporada más contenida en la que pudiera recuperar energía y reflexionar sobre su trayectoria. En un ambiente taurino marcado por el desgaste físico y emocional de los coletudos que toreaban más de 100 corridas anuales, la pausa de Espartaco parecía un gesto de madurez y autocuidado.

Sin embargo, ese respiro no marcó el final de su carrera. En 1994, reapareció con fuerza y ambición renovadas, aceptando la mayoría de los compromisos que se le ofrecían y participando en 74 festejos a lo largo de la temporada. No obstante, fue entonces cuando el azar trágico del destino se interpuso en su camino. Durante un partido de fútbol benéfico, sufrió la reactivación de una vieja lesión en la rodilla, una dolencia que venía arrastrando silenciosamente y que se agravó de forma repentina.

Lo que en principio parecía una lesión manejable se transformó en un verdadero calvario médico: múltiples intervenciones quirúrgicas, rehabilitaciones prolongadas, recaídas y una incertidumbre constante sobre su futuro profesional. Alejado de los ruedos por periodos prolongados, el cuerpo de Espartaco comenzaba a mostrar las consecuencias de una carrera exigente y de una entrega física sin concesiones.

Esta etapa, marcada por el dolor físico y el ostracismo mediático, supuso un desafío humano tan grande como las faenas que había lidiado en las plazas. Sin embargo, lejos de retirarse definitivamente, Espartaco mantuvo el vínculo con su mundo y preparó, con paciencia y determinación, su retorno.

Reinvención y permanencia en el mundo del toro

A pesar de las lesiones, Espartaco nunca se desvinculó del todo del universo taurino. Uno de los caminos que eligió durante su convalecencia fue el de la cría de reses bravas, fundando su propia ganadería y aplicando en ella el profundo conocimiento que había adquirido en sus años de torero. Esta nueva faceta le permitió mantener viva su pasión por el toro, aunque desde una perspectiva más serena y estratégica.

Además, su reaparición para la temporada de 1999 generó gran expectación. Los aficionados veían en su regreso una oportunidad para reconciliarse con un torero que había marcado una época, y que regresaba con la madurez del veterano y las cicatrices del guerrero. Aunque ya no era el torero incansable de los años 80, su presencia en los carteles aún despertaba interés y respeto.

A lo largo de esta etapa final de su carrera, Espartaco fue seleccionando cuidadosamente sus actuaciones, prefiriendo escenarios simbólicos y compromisos con valor emocional. Si bien sus faenas ya no tenían la regularidad técnica ni la frecuencia de antaño, en cada una de ellas dejaba entrever la maestría intacta, la elegancia de la experiencia y la compostura de quien conoce todos los secretos del ruedo.

Su rol en el toreo evolucionó: de figura dominante pasó a convertirse en referente moral y técnico para nuevas generaciones. Su testimonio fue buscado por medios especializados, tertulias taurinas y documentales que repasaban las grandes gestas de la tauromaquia contemporánea. A través de sus entrevistas y apariciones públicas, compartía su visión crítica del toreo moderno y defendía los valores clásicos que habían forjado su propia carrera.

Legado, impacto cultural y revisión histórica

Al hacer balance de la trayectoria de Juan Antonio Ruiz Román, resulta evidente que su impacto va mucho más allá de las estadísticas. Si bien es cierto que lideró el escalafón en más temporadas que ningún otro torero de su generación, y que alcanzó cifras récord en cuanto a número de actuaciones, su verdadero legado reside en la manera en que transformó el modelo de figura del toreo en España.

“Espartaco” fue el primer gran torero de la era mediática moderna, el que supo combinar la eficacia en la plaza con una imagen carismática fuera de ella. En los años 80 y 90, cuando la televisión, la prensa rosa y los grandes eventos comenzaban a influir en la percepción pública del toreo, él supo manejar su figura con habilidad. Sin renunciar a su seriedad profesional, logró convertirse en un icono cultural, presente tanto en los informativos como en las portadas de revistas.

Sin embargo, su caso también plantea reflexiones complejas. Su estilo, por momentos criticado por el uso de técnicas consideradas ventajistas, ha sido objeto de debate entre los estudiosos y aficionados más puristas. ¿Debía un torero tan poderoso y completo recurrir a esos recursos? ¿Fue su búsqueda de eficacia en detrimento de la pureza del arte? Estas preguntas siguen abiertas, y son parte del interés que su figura sigue despertando.

Lo que nadie pone en duda es su capacidad para leer el toreo como pocos, su inteligencia frente al toro y su resistencia ante la presión mediática. En un mundo tan exigente y efímero como el de la tauromaquia, mantenerse en la cima durante más de una década es una hazaña al alcance de muy pocos.

Su figura representa, además, el fin de una era: la de los toreros de calendario completo, que afrontaban más de 100 corridas al año, viajaban de país en país y aún conservaban una conexión casi ritual con la tradición taurina. Tras su retiro definitivo, el toreo español entraría en una fase de renovación, con figuras más esporádicas, estilos más estilizados y un contexto social cada vez más polarizado en torno al mundo taurino.

Hoy, Espartaco es visto como una figura bisagra entre dos mundos: el del toreo clásico y el del espectáculo contemporáneo. Su nombre sigue susurrándose con admiración en los tendidos, sus gestas se rememoran en peñas y tertulias, y su influencia se percibe en muchos jóvenes toreros que lo citan como inspiración.

En definitiva, Juan Antonio Ruiz Román “Espartaco” no solo fue el torero más destacado de su tiempo, sino también un símbolo de perseverancia, adaptación y profesionalismo. Su historia demuestra que el arte de torear no se limita al ruedo, sino que se extiende a toda una vida dedicada al toro, con sus glorias y sus dolores, sus luces y sus sombras. Un personaje clave en la historia de la tauromaquia contemporánea, cuya huella permanece indeleble en la memoria del arte más español de todos.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "Juan Antonio Ruiz Román “Espartaco” (1962–VVVV): El Hijo del Viento que Redefinió el Toreo en España". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/ruiz-roman-juan-antonio [consulta: 17 de octubre de 2025].