Sulayman al-Musta’in bi-llah (958–1016): El Califa de Córdoba entre la Guerra, la Fragmentación y el Ocaso del Califato

Orígenes, formación e irrupción en la fitna andalusí

Contexto político de al-Andalus a finales del siglo X

A finales del siglo X, el Califato de Córdoba, que había alcanzado su apogeo con Abd al-Rahman III y su hijo al-Hakam II, comenzaba a mostrar grietas profundas en su estructura política y social. La centralización del poder en manos del visir Almanzor (m. 1002) y su dinastía amirí había marginado al linaje omeya legítimo, generando tensiones que estallarían poco después de su muerte.

Este periodo crítico coincidió con la conocida fitna de al-Andalus, una prolongada guerra civil que desgarró al califato entre 1009 y 1031. Esta contienda no solo fue una lucha dinástica, sino también una confrontación entre diversas facciones étnicas y militares del territorio: los beréberes, reclutados masivamente por Almanzor; los eslavos de la guardia palatina y las antiguas élites árabes urbanas. A medida que las alianzas fluctuaban y los califas se sucedían en medio del caos, Córdoba se convirtió en un campo de batalla continuo.

Ascendencia, entorno y formación de Sulayman

En este contexto nació Sulayman al-Musta’in bi-llah, en el año 958, en la misma Córdoba que lo vería morir asesinado décadas más tarde. Su linaje no era menor: bisnieto de Abd al-Rahman III, pertenecía al núcleo de la familia omeya que, al menos en teoría, seguía legitimada para ejercer el califato. No obstante, en la práctica, sus derechos hereditarios estaban muy lejos de traducirse en poder efectivo.

Desde joven, Sulayman fue conocido por su formación intelectual refinada. Se destacaba por su habilidad como poeta, su gusto por las artes y una cultura literaria superior al promedio de los aristócratas de su época. Sin embargo, estos dones no bastaban para prosperar en un entorno marcado por la inestabilidad y el pragmatismo militar. Al igual que otros miembros de la casa omeya, vivió bajo la sombra del poder creciente de los amiríes y la constante vigilancia de Almanzor y sus descendientes.

Primeras maniobras en la guerra civil (fitna)

La oportunidad política para Sulayman surgió en 1009, cuando la muerte de Almanzor y el desprestigio de su hijo Abd al-Malik al-Muzaffar desencadenaron una serie de levantamientos. Muhammad II al-Mahdi, otro miembro de la familia omeya, logró inicialmente hacerse con el trono, pero su política de represión contra los beréberes encendió la mecha de una nueva insurrección.

Sulayman se erigió como líder alternativo, aprovechando el resentimiento de los jefes beréberes perseguidos por Muhammad II. Tras un primer intento fracasado de rebelión, que lo obligó a refugiarse en el valle del río Guadalmellato, los beréberes lo proclamaron califa e imán del “partido beréber”, envolviendo su revuelta en un barniz de legitimidad islámica.

El siguiente paso fue el avance militar: se hizo con las ciudades de Calatrava y Guadalajara, apenas sin resistencia, lo que revelaba la debilidad estructural del poder califal. Sin embargo, sufrió una grave derrota cerca de Medinaceli frente al general eslavo Wadih, uno de los pilares del régimen de Muhammad II. Este revés demostró que Sulayman carecía de fuerza suficiente para sostener una ofensiva duradera sin apoyo externo.

Consciente de esta limitación, Sulayman recurrió entonces a una solución audaz: negoció una alianza con el conde castellano Sancho García, al que ofreció plazas fuertes fronterizas del valle del Duero como moneda de cambio. Este pacto —inusual pero estratégico— marcó el inicio de una interferencia cristiana sistemática en las guerras internas de al-Andalus.

Simultáneamente, Sulayman intentó ganarse al propio Wadih, proponiéndole una traición contra Muhammad II. El general eslavo rechazó de inmediato la oferta, reforzando aún más su posición defensiva en la Marca Media. La negativa de Wadih condujo inevitablemente a un nuevo enfrentamiento: en agosto de 1009, las fuerzas aliadas de Sulayman y Sancho García derrotaron sin paliativos a Muhammad II cerca de Alcalá de Henares. Esta victoria fue decisiva.

Apenas tres meses después, el 8 de noviembre de 1009, Sulayman entraba triunfalmente en Córdoba, mientras Muhammad II huía hacia Toledo, donde aún conservaba apoyos. En un último intento desesperado por deslegitimar al nuevo califa, el régimen depuesto resucitó públicamente a Hisham II, el anterior califa que muchos creían muerto. Sin embargo, este gesto simbólico no logró frenar la coronación de Sulayman.

En su primer mandato, Sulayman adoptó el título califal de al-Musta’in bi-llah (“el que busca el auxilio de Alá”). Como prueba de su alianza con los beréberes, les cedió el palacio de Medina al-Zahara, símbolo máximo del poder omeya, y permitió al conde castellano instalarse en una almunia de lujo en Córdoba.

Pero esta convivencia de intereses resultaría explosiva. Las tropas beréberes, ahora en el corazón de la capital, comenzaron una serie de saqueos y matanzas, ensañándose con la población civil, a menudo con la acquiescencia de Sulayman. El apoyo popular se erosionó con rapidez, y su posterior intento de nombrar a su hijo como sucesor solo avivó el rechazo entre los notables cordobeses.

La reacción no se hizo esperar. Muhammad II, desde Toledo, consiguió reagrupar fuerzas con el apoyo renovado del general Wadih y el refuerzo de tropas cristianas lideradas por Ramón Borrell III de Barcelona y Armengol de Urgel. Esta coalición militar cristiano-musulmana enfrentó directamente a Sulayman, que no logró cumplir su promesa al conde castellano de entregarle las plazas prometidas. Como consecuencia, Sancho García retiró su apoyo, debilitando aún más al califa.

Primer califato (1009–1010) y caos político-militar

Alianzas y conflictos con actores cristianos y musulmanes

El poder de Sulayman como califa, obtenido a través de alianzas militares y promesas territoriales, se reveló pronto como extremadamente frágil. Su autoridad dependía casi por completo de la fidelidad de sus aliados, especialmente de los beréberes, y de su capacidad para cumplir lo prometido a los cristianos del norte. Esta debilidad estructural se hizo patente cuando, tras no poder entregar al conde castellano Sancho García las plazas fronterizas acordadas, este retiró sus tropas, dejando a Sulayman sin respaldo cristiano.

En paralelo, sus adversarios reorganizaban sus fuerzas. Muhammad II, desde su refugio en Toledo, reunió un imponente ejército con la colaboración de Wadih, su leal general eslavo. Además, recibió apoyo externo de los condes catalanes, como Ramón Borrell III de Barcelona y Armengol de Urgel, quienes vieron en esta contienda una oportunidad para expandir sus propias influencias en el sur.

Estas complejas alianzas reflejaban la creciente interdependencia entre los reinos cristianos del norte y las facciones internas de al-Andalus. Las luchas dinásticas califales ya no eran conflictos exclusivamente musulmanes; se convirtieron en guerras híbridas donde los intereses peninsulares y locales se entrelazaban peligrosamente.

Entrada en Córdoba y primer reinado como califa

La entrada de Sulayman en Córdoba fue inicialmente celebrada como una victoria de la legitimidad omeya. No obstante, muy pronto, el entusiasmo se transformó en temor y rechazo. Sus aliados beréberes, instalados con todos los honores en Medina al-Zahara, comenzaron a actuar como conquistadores en territorio enemigo. Con el beneplácito del nuevo califa, saquearon propiedades, incendiaron barrios y llevaron a cabo represalias contra sus antiguos opresores. Córdoba, centro intelectual y político de al-Andalus, se convirtió en un escenario de caos.

El desprestigio de Sulayman aumentó drásticamente con el nombramiento de su hijo como sucesor. Esta decisión dinástica fue interpretada como un acto de arrogancia y nepotismo, incompatible con el delicado equilibrio de poderes que sostenía su mandato. Las élites locales, especialmente las aristocracias árabes y urbanas, vieron en ello una amenaza directa a su autonomía e influencia.

La tensión acumulada pronto se tradujo en rebelión.

Caída y recuperación del trono tras el interludio de Hisham II

Aprovechando la debilidad del régimen de Sulayman, Muhammad II lanzó una ofensiva militar en la primavera de 1010, al frente de su coalición multiconfesional. La batalla del 22 de mayo de 1010 resultó catastrófica para Sulayman, quien fue derrotado y expulsado de Córdoba. Muhammad II recuperó el trono, pero no logró estabilizar la situación. Sus propias tropas, al igual que las beréberes antes, cometieron atrocidades en la ciudad.

El conflicto alcanzó entonces niveles inéditos de violencia. Apenas un mes después, el 21 de junio, las tropas beréberes reorganizadas por Sulayman dieron un golpe mortal al ejército de Muhammad II en el valle alto del Guadiana, aniquilando a más de tres mil hombres, en su mayoría catalanes. Esta aplastante victoria debilitó la coalición cristiano-musulmana, provocando que los condados catalanes rompieran la alianza y se retiraran del conflicto.

Muhammad II, en fuga desesperada, regresó a Córdoba, donde su incapacidad para proteger a la población se hizo evidente. Su general Wadih, decepcionado, lo mandó ejecutar el 23 de julio, y en su lugar repuso al califa Hisham II, el cual había sido utilizado como figura simbólica en diversas ocasiones. Este movimiento pretendía restaurar el orden, pero fue en vano.

En un último intento de reconciliación, Wadih envió la cabeza de Muhammad II a Sulayman, invitándolo a reconocer a Hisham II como califa legítimo y poner fin a las hostilidades. Sin embargo, Sulayman, apoyado por los beréberes, rechazó el ofrecimiento. Esta negativa prolongó la guerra civil y reflejó la profunda ruptura entre facciones y la ausencia de un liderazgo unificador.

Segundo califato (1013–1016), declive y legado político

Reconquista de Córdoba y consolidación del poder

Después de rechazar la oferta de paz de Wadih, Sulayman reorganizó su ofensiva, decidido a retomar Córdoba y consolidar su posición como único califa legítimo. En noviembre de 1010, sus tropas tomaron al asalto Medina al-Zahara, la ciudad palatina que en tiempos de Abd al-Rahman III había simbolizado el esplendor omeya, ahora transformada en bastión militar.

La capital andalusí fue entonces sometida a un severo asedio, acompañado de bloqueos sistemáticos de provisiones. La población de Córdoba sufrió las consecuencias del hambre, la sed y la peste, mientras los líderes locales se enfrentaban a un dilema imposible: resistir o rendirse. En ese contexto de desesperación, Wadih intentó escapar, pero fue capturado y ejecutado por los propios cordobeses, convencidos de que Sulayman era la única salida a su sufrimiento.

Finalmente, el 9 de mayo de 1013, Córdoba capituló. Sulayman volvió a ingresar como califa por segunda vez, aunque ahora su autoridad era, más que nunca, una ficción sostenida por el poder militar beréber. Su primera decisión fue pragmática: apresar a Hisham II, símbolo viviente de la debilidad del califato. Según las crónicas, fue su propio hijo, Muhammad, quien ordenó el estrangulamiento de Hisham en prisión, eliminando así la última carta simbólica que sus adversarios podían jugar.

Impotencia del poder central y surgimiento de los reinos de taifas

En un esfuerzo por restaurar el orden, Sulayman reorganizó la administración y delegó el poder en varias provincias. Otorgó el control de ciudades estratégicas como Elvira, Zaragoza, Jaén, Sidonia, Morón, Ceuta y Tánger a los líderes de las familias aliadas. Esta medida, aunque destinada a consolidar su gobierno, fomentó la fragmentación del territorio andalusí, inaugurando de facto la era de los reinos de taifas (muluk al-Tawaif).

Estos nuevos señores locales, aunque nominalmente fieles al califa, actuaban con autonomía política y militar. Así, lo que Sulayman presentó como una estrategia de gobernabilidad fue, en realidad, la señal inequívoca de que el califato como institución centralizadora estaba moribundo. Su autoridad se reducía a Córdoba y sus alrededores, mientras el resto del territorio se deslizaba hacia un mosaico de taifas independientes.

En paralelo, las tensiones internas continuaban creciendo. La preferencia sistemática por los beréberes en el reparto del poder y los recursos generó resentimiento entre las élites cordobesas. Incluso antiguos aliados de Sulayman comenzaron a conspirar contra él, añorando la estabilidad de tiempos pasados, y reclamando, sin saberlo, el regreso de un Hisham II que ya había sido ejecutado.

Rebelión de Alí ibn Hammud y fin de Sulayman

Entre los descontentos más destacados se encontraba Alí ibn Hammud, gobernador de Ceuta, designado originalmente por el propio Sulayman. A finales de 1013, Alí comenzó a reclamar el califato, argumentando que lo hacía en nombre del aún vivo (según él) Hisham II, cuya legitimidad no había sido anulada.

En realidad, Ibn Hammud preparaba una conquista militar de Córdoba. En la primavera de 1016, cruzó el estrecho desde Ceuta y desembarcó en Algeciras, donde lo esperaba Jayran de Almería, jefe de los eslavos amiríes del levante andalusí. Esta alianza, cuidadosamente planificada, reflejaba un nuevo giro en la fitna: ahora los enemigos de Sulayman ya no eran solo omeyas o cristianos, sino también exgobernadores musulmanes y facciones militares marginadas.

El ejército califal, reducido y desmoralizado, apenas opuso resistencia. Sulayman intentó huir, pero fue capturado rápidamente. El 1 de julio de 1016, Alí ibn Hammud entró triunfante en Córdoba, donde exigió a Sulayman la entrega de Hisham II. Al conocer la verdad sobre su muerte, Ibn Hammud ordenó la ejecución inmediata de Sulayman, cerrando así uno de los capítulos más oscuros del Califato de Córdoba.

Legado: el preludio de los reinos de taifas

La muerte de Sulayman no fue solo la caída de un califa impopular; marcó el punto de no retorno en la descomposición del Califato. Aunque aún se proclamaron varios califas más en los años siguientes, ninguno logró restaurar la unidad territorial ni la autoridad política que habían caracterizado al califato omeya.

En este contexto, la figura de Sulayman es interpretada de formas contrapuestas. Por un lado, fue un político frágil, sometido a los intereses de sus aliados militares y escasamente eficaz en la administración de la paz. Por otro, representó un intento desesperado de restaurar el orden omeya, enfrentado a un mundo que ya no respondía a los códigos tradicionales del linaje o la lealtad religiosa.

El efecto más perdurable de su paso por el poder fue la aceleración de la balcanización política de al-Andalus. Sus políticas de delegación territorial prepararon el terreno para el surgimiento de las taifas, donde gobernadores locales se convirtieron en reyes independientes, con cortes propias, ejércitos personales y ambiciones soberanas.

Así, Sulayman al-Musta’in bi-llah no fue simplemente un protagonista de la guerra civil andalusí: fue el catalizador de una nueva era, marcada por la fragmentación, la autonomía regional y el progresivo debilitamiento del islam andalusí frente a las crecientes presiones cristianas del norte.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "Sulayman al-Musta’in bi-llah (958–1016): El Califa de Córdoba entre la Guerra, la Fragmentación y el Ocaso del Califato". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/sulayman [consulta: 17 de octubre de 2025].