Navarro, Pedro, Conde de Oliveto (ca. 1460-1528).


Marino, militar e inventor español, nacido en Garde (Navarra) hacia 1460 y muerto en Nápoles el 28 de agosto de 1528. Su biografía es una de las más pintorescas de la época de transición entre el siglo XV y el XVI, ya que tuvo un protagonismo esencial en las diversas luchas militares acontecidas en el sur de Italia entre las tropas de Fernando el Católico y sus enemigos franceses e italianos. Su verdadero nombre era el de Pedro Bereterra.

Origen y primeros oficios en Italia

Nacido en el seno de una familia de labriegos de Roncal, Pedro Bereterra (también llamado en ocasiones Pedro de Roncal) emigró hacia Sangüesa buscando una mejor posición económica; en la ciudad navarra conoció a unos mercaderes genoveses que le propusieron que les acompañara hacia sus tierras. Una vez en Italia, hacia el año 1478 entró al servicio del cardenal Juan de Aragón, hijo del rey de Nápoles, Ferrante I. En la corte napolitana conoció Pedro de Roncal el ambiente suntuoso y refinado propiciado por la presencia del séquito de Isabel de Claramonte, esposa de Juan de Aragón. Sin embargo, los oficios que desempeñó siempre tuvieron que ver con cuestiones de intendencia militar (caballerizo y palafrenero), o bien como mozo de espuelas del cardenal. En octubre de 1485, con la temprana muerte de Juan de Aragón, Pedro Bereterra emigró hacia Florencia y se enroló en el ejército florentino como simple soldado. Durante las guerras que enfrentaron en 1487 a florentinos y genoveses por la posesión de la ciudad de Serezana, Pedro demostró su habilidad militar a las órdenes del general Pedro Montano, ya que el soldado navarro fue uno de los pioneros en el manejo de bombas de pólvora, con las que los florentinos pretendían volar el asentamiento genovés en Serezana. Durante estas campañas, denominadas por la historiografía italiana como las guerras de Lunigiana, Pedro Bereterra trabó amistad con micer Antonello de la Trava, ingeniero militar que fue quien le inició en el manejo de tan revolucionarios métodos de guerra.

Poco tiempo después, hacia 1489, Pedro Bereterra entró al servicio de Antoni de Centelles i Ruffo, uno de los más importantes señores del reino de Nápoles merced a su matrimonio con Leonor de Centelles, marquesa de Cotrón (la actual Cotrone, en Calabria). Aunque se desconocen las habilidades marineras de Pedro Bereterra con anterioridad a esta época, lo cierto es que se puso al mando de la flota corsaria de los marqueses de Cotrón, que vigilaba, bajo obediencia a la Corona de Aragón, las costas napolitanas de los temidos ataques de piratas otomanos, cuyas correrías eran frecuentes por la zona. Como es lógico pensar, en diversas ocasiones, la costumbre de los reyes de Nápoles en delegar estas funciones de vigilancia costera en las naves privadas derivó en violentos enfrentamientos entre flotas que servían a intereses nobiliarios (como era el caso de la de los marqueses de Cotrón) y las que lo hacían a ciudades-república, como la genovesa o veneciana. Precisamente en 1490 tuvo lugar una de estas enconadas pugnas, cuando la flota de Venecia, al mando del prestigioso capitán Andrea Loredano (hijo del dux Leonardo) realizó una maniobra que pretendía destruir a toda la armada de los marqueses de Cotrón, debido a que las correrías de Pedro Bereterra por aguas mediterráneas causaba graves perjuicios a los venecianos. No obstante, el marino hispano, a quien ya se le comenzaba a conocer como Pedro Navarro, aguantó los envites de la flota de Andrea Loredano hasta forzarle a una retirada honrosa.

En 1495, aprovechando la confusión ante la muerte del rey de Nápoles, Ferrante I, el monarca francés Carlos VIII esgrimió sus derechos al trono, en tanto descendiente de Carlos de Anjou. En la consiguiente reorganización política de todos los señores feudales italianos, el marqués de Cotrón abrazó la causa angevina en contra de los intereses de Fernando el Católico, por lo que es de suponer que Pedro Navarro, al mando de las galeras calabresas de Cotrón, prestase apoyo bélico a los invasores franceses. No obstante, desbaratada la primera intentona de invasión francesa por las tropas aragonesas, el marqués Antoni de Centelles tuvo que hacer frente a la desposesión de sus tierras por orden del furibundo Rey Católico. El pleito fue largo y obligó al marqués a ausentarse del territorio, lo que redundó en que la marquesa doña Leonor, al cuidado de su joven hijo Enric, designase a Pedro Navarro como comandante de la flota y de las tropas señoriales. Casualmente, este designio, junto con otro curioso acontecimiento militar, fue el que provocó que Pedro Navarro abandonase el servicio de los marqueses de Cotrón, tal como relata el cronista Fernández de Oviedo en sus Batallas y Quinquagenas (ed. cit., p. 199):

E en una nao suya [i.e., de los marqueses] en que andaua por capitán Pedro Nauarro como corsario, quiso tomar vna nao de portugueses el año de 1500, cerca de Çiuita Vieja [Civitavecchia], e peleando las dos naos con vn tiro de póluora le llevó la pelota parte de las nalgas [i.e., a Pedro Navarro], a causa de lo qual e del viento fauorable, la nao portuguesa se fue e el capitán Pedro Nauarro llegó a punto de muerte. E desque sanó se fue al campo del Gran Capitán en la segunda guerra de Nápoles, e siruió tan bien, e salió tan mañoso e esforçado que se señaló en algunos trançes quel Gran Capitán le onrró e fauoresçió mucho e hizo dél mucha cuenta.

La conquista de Nápoles

Una vez llegado al puerto romano de Civitavecchia, Pedro Navarro se unió a las tropas hispanas del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que defendían los intereses del Rey Católico en la lucha italiana. En septiembre del mismo año de 1500, Pedro Navarro ya se encontraba al mando de las cuatro galeras con tripulación vizcaína que el Gran Capitán dispuso para la flota aliada (Aragón, el Papado, Venecia y Francia) que iba a combatir contra los turcos en el Mediterráneo. Haciendo gala de su tradicional bravura, Pedro Navarro guió a sus naves antes de que se les uniera el grueso de la flota aliada, acampando en la isla de Zante, que quedó convertida en cuartel general. Desde allí, las operaciones se dirigieron a Cefalonia, donde los otomanos dominaban el estratégico castillo de San Jorge y desde donde partían todas las operaciones navales de la zona. Pedro Navarro volvió a demostrar su pericia con el manejo de explosivos, pues encabezó la escuadrilla que preparó la dinamita con que, el 24 de diciembre de 1500, los aliados volaron las murallas de San Jorge y accedieron a la conquista de tan importante enclave costero. Como recompensa, tras el regreso a Sicilia de las tropas hispanas, Fernández de Córdoba nombró a Pedro Navarro capitán de infantería; seguramente, el Gran Capitán también tuvo en cuenta que en uno de los momentos previos a la toma de San Jorge, Pedro Navarro había desactivado una bomba secreta mediante la que los agarenos habían intentado acabar con la vida del militar cordobés.

Como capitán de la armada, al militar navarro le correspondió encargarse, hacia el año 1502, de la defensa de Canosa di Puglia, una de las ciudades que controlaban las tropas hispanas cuando se produjo la invasión francesa, después del desacuerdo habido entre Fernando el Católico y Luis XII para el reparto de Nápoles y Sicilia. La llegada de tropas francesas a la zona hizo que los hispanos se replegasen hacia aquellas fortalezas que dominaban, murallas que pasaron a ser asediadas de inmediato por los franceses. Fue el caso de Canosa, en la que el duque de Nemours realizó un duro asalto que fue rechazado continuamente por los 400 soldados que dirigía Pedro Navarro. No obstante, la situación era demasiado grave, de tal forma que el hispano tuvo que capitular ante el duque y entregar la fortaleza, encaminándose con sus maltrechos hombres hacia Barletta, donde el Gran Capitán le honró públicamente por la valentía demostrada en el asedio.

Tras perder Canosa, la batalla quedaba centrada en Tarento, donde combatían las tropas dirigidas por Luis de Herrera, sobrino de Fernández de Córdoba. Hacia allí corrió Pedro Navarro con las tropas de refuerzo hispanas, al mismo tiempo que se convertía en la referencia obligatoria para que el todavía algo bisoño Luis de Herrera aprendiese el oficio de estratega. La astucia natural de Pedro Navarro hizo posible que los muros de Tarento resistiesen la embestida de las tropas galas hasta que el Gran Capitán pudo conseguir más tropas y pasar a la ofensiva. De esta forma, el grueso del ejército hispano partió desde Barletta hacia Ceriñola, donde se encontró con los hombres del duque de Nemours, superiores en número y en jinetes. Pedro Navarro avanzó desde Tarento para ponerse al mando de la artillería, que quedó desbaratada al prenderse fuego el polvorín del Gran Capitán ante el aluvión de bombas francesas. Pese a ello, Pedro Navarro, junto al propio Fernández de Córdoba y al mariscal García de Paredes, encabezó uno de los escuadrones de infantería que detuvo al ejército del duque de Nemours, que pereció en la refriega. Perdido su estandarte militar, los franceses apenas opusieron resistencia, de tal modo que en la primavera de 1503, después de este triunfo hispano en la batalla de Ceriñola, el dominio de Nápoles quedó consolidado. Sólo resistían dos fortalezas napolitanas, las de Castillnuovo y Castilluovo, que fueron dinamitadas por el experto militar navarro a modo de guirnalda de su oficio.

Pedro Navarro, conde de Oliveto

Todavía hubo un premio mayor para Pedro Navarro; como citan las crónicas de la época, el Gran Capitán pronunció una de sus frases lapidarias después de la voladura de los castillos partenopeos: «Señor Pedro Navarro, no será menester alabar vuestro esfuerzo; mas vuesa merced es desde hoy conde y yo sé de dónde» (recogido por Del Campo Jesús, op. cit., p. 15). El sitio elegido fue Olivetto, un extenso territorio condal situado en los Abruzzos, por lo que el humilde militar navarro había alcanzado la cima de la preeminencia, al ser encumbrado al rango nobiliario por su pericia bélica. El mismo Rey Católico bendijo esta concesión pocos meses más tarde, en una entrevista celebrada en el alcázar de Segovia, tras lo cual ambos regresaron a tierras napolitanas para afianzar el dominio.

Grata impresión debió de causar el nuevo conde a Fernando de Aragón, ya que después de las muertes de la reina Isabel (1504) y de Felipe el Hermoso (1506), además de la conocida enajenación mental de la reina Juana, el monarca requirió los servicios de Pedro Navarro para apaciguar a los nobles castellanos reticentes a que Fernando volviese a gobernar el reino. De esta forma, el conde de Oliveto regresó a la península desde su solar italiano para encabezar a las tropas afines a la nueva regencia del Rey Católico sobre Castilla. Así, desbarató la resistencia de Juan Manuel, señor de Belmonte, que se había hecho con el dominio de Burgos; Pedro Navarro dio muestras una vez más de su habilidad artillera y obligó a claudicar al belicoso noble castellano. Poco más tarde, recibió la orden de dirigirse hacia Santo Domingo de la Calzada, donde Pedro Manrique, duque de Nájera, también se había alzado defendiendo los intereses borgoñones. De nuevo el conde de Oliveto solucionó la tensión a cañonazos, reduciendo al peligroso enemigo. Por todas estas acciones, Pedro Navarro se ganó la confianza no sólo del Rey Católico, sino también de su mano derecha en Castilla, el cardenal Cisneros. De esta forma, en 1508 la flota castellana se puso a disposición del conde de Oliveto para realizar una serie de campañas por las Islas Canarias, cuyos puertos estaban tomados por piratas berberiscos que no dejaban de atacar a las naves comerciales, con el consiguiente quebranto de los negocios y de la paz en la zona.

El principal puerto pirata canario estaba situado en el peñón de Vélez de la Gomera, y hacia allí se dirigieron las tropas castellanas para intentar poner fin a las razzias piratas. Pedro Navarro dio muestras una vez de su innata sagacidad militar y de su inventiva: aprovechó un movimiento de los buques piratas para cortarles la retirada e impedir que ayudaran a los que permanecían en tierra. Pedro Navarro diseñó para la ocasión unas grandes barcazas flotantes, llenas de soldados, mediante las que desembarcó en la fortaleza del peñón y lo asedió hasta rendirlo. Posteriormente, reedificó las murallas y convirtió lo que había sido un nido de piratas en tal vez la posición estratégica más avanzada de la lucha de Castilla contra la piratería del Mediterráneo occidental. Apenas tuvo tiempo de gozar con la victoria, ya que enseguida partió hacia Arcila (la actual Asilah, en Marruecos), donde el rey Manuel de Portugal se encontraba asediado por los moriscos. Las galeras del conde de Oliveto llegaron a tiempo para obligar a los enemigos a levantar el cerco, aumentando con ello su prestigio también a ojos de los portugueses. Todos estos factores posibilitaron que en 1509, el cardenal Cisneros y Fernando el Católico le diesen el mando del ejército que partió hacia Orán para seguir cercenando el dominio naval de los musulmanes en el Mediterráneo. La empresa culminó con éxito, pero el empeño del cardenal Cisneros en acompañar la expedición y en dictar las órdenes de ataque, desoyendo a los verdaderos expertos militares como el conde de Oliveto, hicieron que comenzasen a surgir tensiones entre ambos, sobre todo después de un altercado entre soldados que acabó con la muerte de uno de los sirvientes del cardenal a manos de un marino de Pedro Navarro. Pese a ello, el conde continuó con las campañas en el norte de África, apuntándose con éxito las toma de Bujía y, especialmente, la conquista de Trípoli, el 24 de julio de 1510. Desde esta posición, solicitó refuerzos al Rey Católico para emprender la conquista de Túnez, pero el cardenal Cisneros se negó a que fuerza ninguna fuera puesta bajo el mando del conde de Oliveto. Aunque en principio Fernando el Católico estaba dispuesto a aceptar la petición de Pedro Navarro, la derrota de sus hombres en la isla de Djerba a manos de los moriscos aconsejó la prudencia y, por consiguiente, no fueron enviados sino unos pocos soldados, ya que empresas más importantes se vislumbraban para el año siguiente.

De la prisión al cambio de bando

Tras el desafortunado incidente de la isla de Djerba, donde el conde de Oliveto sufrió una de sus escasas derrotas militares, buscó refugio para él y su ejército en la isla de Lampedusa. Allí fue donde recibió los escasos refuerzos y las órdenes de Fernando el Católico: debía preparar un ejército para acompañarle de nuevo a Italia, donde el monarca hispano había firmado un tratado con Venecia y el Papado (la Liga Santa), con el fin de recuperar algunas posesiones del pontificado que habían sido ocupadas por los franceses. Históricamente, se tiene por veraz el rumor acerca de que Fernando el Católico quiso nombrar a Pedro Navarro como comandante en jefe de las tropas españolas de la Liga Santa, y que si finalmente se echó atrás fue por una razón: la ausencia de prosapia en el linaje del conde de Oliveto. Al no ser de origen noble, el rey Fernando pensaba que las tropas hispanas quedarían en inferioridad con respecto a las de venecianos (guiadas por Fabrizio Colonna) y del Papado (al mando de Francesco María della Rovere, duque de Urbino y sobrino del papa Julio II). Por ello, finalmente el mando recayó en Ramón de Cardona, virrey de Sicilia, aunque Pedro Navarro fue nombrado comandante en jefe de las tropas de infantería.

Sin embargo, la intervención de las tropas francesas al mando del duque de Nemours, así como las tensiones acumuladas entre venecianos, italianos e hispanos, reinvirtieron el propósito inicial de la campaña hasta encender de nuevo la guerra por el control de Italia. Así fue cómo las tropas de la Liga Santa se enfrentaron el 11 de abril de 1512 a las francesas en la batalla de Rávena, jornada en la que la desastrosa dirección de Ramón de Cardona y del duque de Urbino acabó con una hecatombe de la Liga: el virrey Cardona huyó ante la primera acometida francesa y el duque fue hecho prisionero. Pedro Navarro intentó la hazaña al apoderarse de la artillería francesa, pero las fuerzas del duque de Nemours eran superiores en número, al haber abandonado todas las tropas aliadas el escenario. Por ello, el conde de Oliveto dio orden de retirada y emprendió camino hacia Forlí, pero en una emboscada fue hecho prisionero y conducido ante las autoridades galas. En el presidio de Loches (Francia) pasó tres largos años esperando un gesto de Fernando el Católico para ser liberado. En 1515, después de un cautiverio penoso y ante la ausencia de noticias, decidió aceptar la oferta del nuevo monarca francés, Francisco I, para dirigir las tropas galas en Italia. El testimonio del conde es rotundamente esclarecedor de los motivos que le llevaron a aceptar esta oferta (recogido por Del Campo Jesús, op. cit., p. 23):

Id a Castilla y decid al Rey Nuestro Señor que Dios se lo perdone en no querer avisarme ni hacer memoria de mí en todo el tiempo he estado preso. Porque si Su Alteza me avisara que tenía voluntad e procuraba mi libranza, e los tiempos no daban lugar a ello, yo nunca saliera de la cárcel e prisión ni sirviera al rey de Francia.

La primera intervención del conde de Oliveto al mando de tropas francesas tuvo lugar en la región de Béarne, donde Juan de Albret, el deshauciado rey de Navarra y príncipe de Béarne, intentaba en vano alzar un ejército para recuperar su antiguo reino. Pedro Navarro se limitó a instruir soldados, pues rápidamente fue llamado por Francisco I para ponerse al mando de las tropas francesas que cruzaron los Alpes para atacar el Milanesado. Así, el reencuentro entre el conde de Oliveto y los campos de batalla tuvo lugar en la célebre batalla de Marignano, en septiembre de 1515, donde los franceses alcanzaron la victoria que les abrió las puertas de Novara, Pavía y Milán. En la capital lombarda demostró Pedro Navarro que su pericia con la artillería no se había anquilosado tras los años en prisión, sino que continuaba siendo efectiva. Sin embargo, el posterior asedio de Brescia, en 1516, significó el primer revés en su carrera militar francesa, ya que, a pesar de que el gobernador de la ciudad, el catalán Luis de Icart, rindió la plaza, los daños causados por la artillería española fueron directamente apuntados en el debe del militar hispano: todavía había quien no le perdonaba su origen.

Últimos años y posteridad

A partir de 1517, su rastro desaparece de la documentación, salvo su presencia intermitente en algunas maniobras de la escuadra francesa en la Costa Azul. Sin embargo, en 1521, la reacción española, de la mano de Carlos I, había hecho que Milán, Parma y Piacenza volviesen a ser recuperadas para los españoles. De esta forma, Francisco I decidió enviar a Pedro Navarro a la defensa de Génova, la última plaza fuerte en que ondeaba la bandera con la flor de lis. Allí, en 1522, el conde de Oliveto fue apresado por el ejército hispano y llevado al castillo de Pavía, desde donde fue inmediatamente trasladado al Castilnuovo de Nápoles, aquel que él mismo había conquistado en sus gloriosos tiempos con el Gran Capitán. En el bando hispano, diversos personajes intentaron interceder para la libertad del conde, entre ellos curiosamente Luis de Icart, que envió a Carlos I un informe en que se ponía de relieve la valía militar de Pedro Navarro, los buenos servicios que podría prestar a la armada española a pesar de su veteranía (62 años tenía ya), y, sobre todo, su inmejorable historial en las campañas napolitanas. Pese a todo, permaneció cautivo en el Castilnuovo hasta la amnistía a los presos de guerra concedida a raíz de la firma del Tratado de Madrid (1526), en la que Francisco I y Carlos V establecieron un armisticio. De nuevo en libertad, Pedro Navarro viajó hacia Roma, donde trabaría amistad con el erudito Paulo Jovio, obispo de Nocera, a quien se debe el mayor caudal de información histórica sobre el conde de Oliveto ya que Jovio realizó una semblanza suya en sus Vidas de personajes célebres (1549).

Después de que Francisco I rompiera el Tratado de Madrid tras la elección de Carlos como emperador, Pedro Navarro (gracias a la intervención del obispo de Nocera, Paulo Jovio) volvió a combatir para el monarca francés en la Liga formada entre el país galo, Venecia, Milán y el Papado para aminorar el dominio español de Italia. Así, al mando de 10.000 soldados, el conde de Oliveto conquistó Savona en 1527, como previo paso al asedio de Génova. Sin embargo, las órdenes de los franceses fueron las de retomar la ruta napolitana y presentar batalla allí. A pesar de que Pedro Navarro conquistó, en el invierno de 1528, las plazas de Melfi y Roca Ventosa, además de controlar amplias regiones de la Apulia, finalmente acabó topándose con el inexpugnable Castillnuovo de Nápoles, donde fue de nuevo hecho prisionero en la primavera de 1528, mientras intentaba infructuosamente dinamitar las mismas murallas que él, mediante sus ingenios, había reconstruido treinta años antes.

La muerte del conde de Oliveto está rodeada de polémica. Para algunos historiadores, parece que fue la edad y el cansancio la causa de la misma, ya que se tiene por cierto que durante la última fase del asedio estaba enfermo y fue llevado en litera al campo de batalla. Para otros, fue sentenciado a muerte por el emperador Carlos V, aunque tal sentencia no se llevó a cabo por la generosidad de, casualmente, Luis de Icart, que aparece unido de forma inexorable a los últimos años de Pedro Navarro. Luis de Icart era el alcaide de Castillnuovo durante el asedio final del conde, por lo que, ante la afrenta que suponía ser ejecutado, el propio Icart le asfixió en su celda, para evitar la deshonra de aquel a quien admiraba por su prestigio militar. Lo único seguro es que, tras su muerte, sus restos fueron sepultados en la iglesia partenopea de Santa María la Nueva, donde años más tarde otro Gonzalo Fernández de Córdoba, nieto del Gran Capitán y virrey de Sicilia, hizo construir un sepulcro con un bello epitafio latino. Su villa natal, Garde, le honró en 1928 con una estatua de bronce situada en el parque sobre el río Esca. La tardanza de este homenaje se debe, en parte, a que el conde de Oliveto ha pasado un tanto desapercibido por la historiografía española, en parte por la mala fama que los cronistas afines al cardenal Cisneros han creado sobre su figura y, naturalmente, por esa pequeña traición que supuso combatir para Francisco I, el terrible y odiado enemigo francés del emperador Carlos. No obstante, su valía militar y su natural ingenio para las artes de la guerra sólo son comparables a su magistral interpretación de la evolución militar: fue de los primeros soldados en darse cuenta de que la pólvora y la artillería suponían una tremenda revolución en la guerra, y no dejó durante toda su vida de ingeniar diversos aparatos para rentabilizar este avance científico aplicado a las armas. Por esta razón, Pedro Navarro, conde de Oliveto, es uno de los mejores exponentes de la evolución militar habida entre la tardía Edad Media y la primera Edad Moderna, donde cañones y explosivos se impondrían definitivamente a espadas y lanzas.

El toledano Museo de Santa Cruz posee un óleo con un retrato del conde. En él, don Pedro Navarro aparece cincelado como el veterano e inteligente militar que fue, pese al estigma del mercenarismo con que habitualmente su figura ha pasado a la Historia de España.

Bibliografía

  • CAMPO JESÚS, L. DEL Pedro Navarro. Conde de Oliveto. (Pamplona, 1969).

  • FERNÁNDEZ DE OVIEDO, G. Batallas y Quinquagenas. (Ed. J. B. de Avalle-Arce, Salamanca, 1989).