Miró, Joan (1893-1983)


Joan Miró.

Pintor y escultor español nacido en Barcelona el 20 de abril de 1893 y fallecido en Palma de Mallorca el 25 de diciembre de 1983. Su figura y producción han sido de gran importancia en el curso de la vanguardia internacional del siglo XX, tanto por el peculiar énfasis y equilibrio que puso su obra en la expresión y la experimentación, como por su singular significación, especialmente respecto al movimiento surrealista, del que Miró formó parte activa, y al posterior desarrollo de la abstracción expresionista, que se vio inspirada por sus creaciones.

Primeros contactos con la pintura

Libélula de alas rojas persiguiendo a una serpiente que se desliza en espiral hacia la estrella cometa, de Joan Miró.

Aunque sus dibujos iniciales datan de 1901 (El callista), sus primeros estudios en este terreno no llegaron hasta 1907, fecha en la que, a un mismo tiempo, se matriculó en Barcelona en la Escuela de Comercio y en la Escuela de Bellas Artes de la Lonja, en la que tuvo como maestro al paisajista simbolista Modest Urgell y a Josep Pascó Merisa, que le enseñó artes aplicadas. A los diecisiete años, tras finalizar los estudios de comercio, comenzó a trabajar como contable en una empresa de metalurgia y química, lo que le terminó ocasionando una leve crisis nerviosa y fiebres tifoideas, situación de la que se fue recuperando en la masía que, por esas fechas, su familia adquirió en Montroig (Tarragona), pueblo de sus abuelos paternos al que Miró acudió periódicamente, y que resultó ser un lugar importante en su trayectoria. Así, abandonadas por la familia las expectativas como contable del futuro pintor, en 1912 (y hasta 1915), éste se inscribió en Barcelona en la Escola d’Art Galí, academia de enseñanza poco convencional en la que coincidió con Enric C. Ricart, Josep F. Ràfols y Josep Llorens Artigas, con quienes guardó siempre una gran amistad. Al año siguiente se matriculó en los cursos de dibujo del Cercle Artístic de Sant Lluc, que también daba a sus miembros la oportunidad de exponer, a los que asistió hasta 1918.

Ese mismo año Miró, que tiempo atrás había alquilado un estudio con Ricart y había conocido al galerista Josep Dalmau, exhibió su primera muestra individual en la galería barcelonesa de este último, una exposición compuesta de más de sesenta y cuatro obras cuyo interés descriptivo, vivos colores e inquietas líneas dejaban sentir significativas influencias fauvistas y cubistas. También ese año, por otro lado, fundó dentro del citado Cercle de Sant Lluc (junto a Ricart, Ràfols, F. Domingo, R. Sala y, luego, Llorens Artigas) la Agrupació Courbet, pintor cuyo radicalismo admiraban y querían trasponerlo al avance en la intensidad y vigor del color y la línea (véase Jean Courbet). Para el barcelonés, a partir de aquí, se inició una nueva fase, llamada por su amigo Ràfols “fase detallista” (1918-1923), que iba a caracterizarse por llevar al lienzo una singular realidad, tocada de una gran poética, conseguida por el artista a través de una cuidada y minuciosa factura, una gran minuciosidad ante el detalle, una lírica geométrica y un delicado colorido, al modo que dejó claramente reflejado en una de las obras culminantes de este momento, La masía, lienzo realizado entre 1921 y 1922, a medio camino entre las enseñanzas de Montroig y París, que fue luego adquirido por el escritor Ernest Hemingway.

Con todo, cuando Joan Miró tomó su primer contacto con París, en 1919, su producción más interesante apenas contaba con unos cuantos paisajes de su Cataluña de origen. En ellos había conseguido sintetizar las lecciones del fauvismo y el cubismo, yuxtaponiendo los detalles realistas precisos y el tratamiento geométrico. La combinación de lo real y lo abstracto, que ya asomaba en estas obras, no tardaría en madurar al contacto con el surrealismo, fijando con ello el característico estilo mironiano, tan cargado de pintura como de poesía.

El desarrollo de su arte en París

Efectivamente, a partir de 1921 Miró comenzó a relacionarse con André Masson, su vecino de taller en la calle Blomet, y, a través de él, con los poetas y pintores del grupo surrealista venidero. Entre tanto, iba produciendo y exponiendo (importantes fueron en estos momentos sus individuales parisienses de la galería La Licorne, en 1921, y el Caméléon Club, en 1923) obras como la citada La masía (1921-1922), Tierra labrada (1923-1924) o Paisaje catalán (1923-1924), aun presurrealistas, aunque su sucesión no sólo revelaba una clara evolución personal, que abarcaba desde la conciliación primera de la geometría cubista y el detalle naturalista hasta la ulterior unión de espontaneidad y fantasía, sino también una no menos evidente prefiguración estilística. De hecho, en 1924, Miró se integró plenamente en el grupo surrealista parisino y, al año siguiente, no sólo celebró (en la galería Pierre) una exposición individual, que se convertiría en uno de los primeros hitos plásticos de la actividad surrealista, sino que también participó en la primera muestra colectiva organizada por el grupo.

Las obras que presentó en estas exposiciones, como Maternidad (1924), El gentleman (1924) o La siesta (1925), dieron a conocer una nueva concepción de la representación del espacio y las formas en el lienzo, así como pusieron de manifiesto su cercanía a lo literario y a la experiencia onírica. Es decir, en sus telas, un fondo liso y casi monocromo hospedaba un mundo prodigioso de formas y figuras significantes y esquemáticas, próximas muchas veces a la ideación y fantasía infantiles. Unas y otras se agrupaban en composiciones que, a modo de imágenes-poema, por lo general dejaban translucir, de un lado, su referencia o cercanía literaria o plástica (cierta evidencia aporta la frecuente presencia de palabras, letras, números o conocidas imágenes y símbolos) y, de otro, su sensibilidad al flujo de la imaginación y los sueños.

Hombre con pipa (1925).

Animado por el éxito de las citadas muestras, desde 1925, sin perder su peculiar estilo, Miró avanzó por el camino de la investigación, aunque en una doble vertiente: la del automatismo, por una parte, y la de la simplificación de las formas y el lenguaje de signos, por otra. De este modo, en ciertas obras, como El nacimiento del mundo (1925), donde (además de los trazos rápidos) las distintas capas de veladura del fondo fueron obtenidas con gran libertad técnica y creativa (frotación con esponjas, salpicaduras resultantes de las sacudidas con el pincel y derrames de pintura fluida), la experiencia del automatismo fue claramente dominante; sin embargo, en otras, como Personaje lanzando una piedra a un pájaro (1926), en la que hasta la línea que describe la trayectoria de la piedra se convierte en un elemento narrativo, la principal investigación se produce en torno al valor de sugestión de las formas y los signos extraídos de ellas.

Por esta senda investigadora, al pintor catalán tanto le servirá inspirarse en las onduladas formas orgánicas de la escultura de Hans Arp, para aplicarlas al contorno y simplificación de las figuras de la última obra citada o las de Perro ladrando a la luna (1926), Paisaje (liebre) (1927), etcétera. Como, modificando el proceso, al modo que puede verse en sus Interiores holandeses (1928), le aprovechará partir de la pintura de los viejos maestros holandeses del siglo XVII y tomar sus detalles de preciso realismo para transformarlos en un nuevo mundo de formas fantásticas. Todo ello, de una u otra manera, quedará englobado a su estilo espontáneo y onírico. No obstante, obras como Bailarina española (1928), donde Miró incorporó la indagación con el colage cubista, muestran que, a finales de los años veinte, la doble vertiente de sus exploraciones tiene también otra cumbre, cuyo desarrollo estará en la base de su producción de la década de los treinta.

Bailarina española (1928).

Efectivamente, Miró, en dicha década de los treinta, no hizo, pues, sino ensanchar las posibilidades artísticas de ese doble fermento investigador, antes descrito, y, con ello, se afirmó como uno de los más destacados y personales exponentes del arte surrealista. En esta evolución, la serie pintada en 1933 en Barcelona, compuesta de dieciocho grandes lienzos en los que partió de la base del colage, sin duda está entre lo más representativo de su inquietud. Miró reunió reproducciones, tomadas de catálogos y revistas, de objetos mecánicos, herramientas, utensilios cotidianos y, en general, de productos deliberadamente exentos de poesía, para conformar inacabados colages o ensamblajes, que guardaba hasta que la inspiración “automática” les daba forma. Como en el caso de los citados cuadros barceloneses, el punto de partida de estas sugestiones, la cuidada composición y la aplicación de una limitada gama de colores luminosos, característica de su pintura, era cuanto necesitaba el imaginativo Miró para incorporar aquellas formas a su mundo de figuración orgánica.

A pesar de que el proceso seguido por Miró en la elaboración de sus obras parece alejarlo de los motivos reales de inspiración, lo cierto es que el pintor nunca llegó a perder la relación con el mundo real (el de la tecnología, por ejemplo, en las últimas obras). La pintura de Miró, ciertamente, fue haciéndose menos rica en detalles anecdóticos durante los años treinta y, paralelamente, sus signos se fueron simplificando y su vocabulario continuó ensanchándose; no obstante, el pintor siguió siendo accesible.

Por otro lado, en cuanto al mundo exterior, aunque Miró siempre se mantuvo bastante apartado de la política, de los compromisos militantes y de las querellas de grupo (algo nada fácil ni frecuente entre los surrealistas), la situación de la España de los años treinta le provocó una gran inquietud que trascendió hasta su obra. En sus creaciones de 1933 ya habían hecho aparición la agresividad y los personajes monstruosos o deformes y, a partir del año siguiente, Miró comenzó su serie de cuadros “salvajes”: Mujer (1934), Cuerda y personas I (1935), La comida del campesino (1935), Hombre y mujer ante un motón de excrementos (1936), etcétera. Esta última obra, pongamos por caso, que fue considerada por el pintor como una especie de premonición inconsciente del desastre que se avecinaba (los conflictos bélicos español y mundial), muestra a un par de personajes con el sexo bien marcado y unas desproporcionadas extremidades, activamente resaltadas por las sugerentes dimensiones y el contrastado cromatismo. Situados, además, en una atmósfera de fuertes claroscuros (lo que contribuye a dar cierto carácter trágico e irreal a la escena), los signos y formas del cuadro, provenientes de asociaciones casi infantiles de la percepción y de la distorsión emocional de los elementos, se adecuan de forma espontánea al tenso presentimiento que embarga al autor.

Caracol, mujer, flor, estrella (1934).

La Guerra Civil española y su repercusión en la obra de Miró

Su preocupación por el momento que se vivía, con todo, no quedó aquí. Al iniciarse en 1936 la guerra española, Miró regresó a París, donde permaneció hasta 1940. Comenzó a pintar en aquella capital Naturaleza muerta con zapato viejo (1937), una de las obras que luego consideró más importantes. Utilizó una serie de objetos cotidianos (una manzana con un tenedor clavado, una botella de ginebra envuelta, un trozo de pan negro y un viejo zapato), cercanos tanto a la iconografía del mendigo como a la del bohemio, y retomó el realismo de sus primeras obras para plasmarlo. Parecía querer un cuadro profundo, pero de fácil comprensión, con objetos habituales, pobres, y conectados con la gente llana. Sin embargo, la sencillez de estos objetos parece arder en la oscuridad de unas circunstancias apocalípticas. Y es que, los contrastes entre la intensidad del negro y el verde que los cierne y la propia incandescencia, que parece emanar de la pureza del color de los objetos, sin duda les proporciona, cuanto menos, un especie de halo inquietante.

Este clima desasosegado es el habitual en las obras de esos años. En 1937, de hecho, Miró no sólo realizó un enérgico cartel (y sello) antifranquista, Aidez l’Espagne, en el que una poderosa figura levanta un robusto puño clamando por la libertad, sino que también ejecutó, para el pabellón de la República Española en la Exposición Universal de París, un gran mural con la figura monumental de un campesino catalán con la hoz en alto. Esta obra, titulada El segador (El payés catalán en rebeldía), hoy perdida, aparte de las implicaciones nacionalistas (la figura del segador representaba desde el siglo XVII la perdida de las libertades catalanas), guarda una estrecha relación con el citado cartel y la pintura “salvaje” de estos años. Se trataba, además, de un gran símbolo revolucionario (los tableros de “celotex” sobre los que estaba pintado ocupaban dos pisos), acorde con la función propagandista, en torno a la trágica situación de España, que tenía todo el pabellón y la mayor parte de sus obras. El famoso Guernica, realizado en similares circunstancias, sin duda es el ejemplo más conocido sobre tal intencionalidad, pero no debe olvidarse el intenso mural mironiano, aunque su mismo autor consideró que su Naturaleza muerta del zapato viejo guardaba mayor relación de analogía con la aclamada obra del malagueño que El segador (véase Pablo Picasso).

Mientras los horrores del conflicto civil continuaron en España, la figura humana ofreció una imagen cruel en la pintura de Miró. La hembra, como muestran Cabeza de mujer (1938) o Mujer sentada (1938), se transformó así en un ser trágico, deforme y agresivo. No obstante, en 1939 se instaló en Varengeville-sur-Mer, junto a otros artistas, y allí comenzó una nueva fase de su producción inspirada en la música y la naturaleza. Se trató de una sorprendente serie de veintitrés aguadas, que inició en enero de 1940 y terminó (ya en Palma de Mallorca) en septiembre de 1941, con el título genérico de Constelaciones. Luego, instalado en la capital catalana, realizó en 1942 la serie Barcelona, de cincuenta litografías. La primera serie fue una huida de los horrores de la guerra hacia el interior, articulando una compleja red de estrellas, soles, figuras y símbolos imbricados, cuyas formas, alejadas de los asuntos humanos, son dinamizadas por el cambio de color sistemático que se produce cuando se cruzan las líneas y las figuras. La segunda, por el contario, se centró especialmente en la temática de la mujer y el pájaro, rodeados (eso sí) de signos solares, estrellas y curvas ondulantes. Su colorido, por lo demás, es menos luminoso que las Constelaciones y refleja una agresividad más cercana al período “salvaje”. La primera serie, en cualquier caso, fue la que resultó más trascendente, pues se expuso en Nueva York poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Resaltaba en ella una pensada distribución de formas por la superficie del cuadro y una refrescante improvisación dibujística, que ejerció gran influencia sobre la nueva escuela pictórica neoyorquina y, especialmente, en las figuras pioneras de Arshile Gorky y Jackson Pollock.

Por otro lado, no conviene olvidar la obra escultórica de Miró, con la que, gracias a una desbordante imaginación, apoyada en la intuición, la experimentación y la asociación poética de elementos en principio extraños, aunque por lo común tomados del inmediato entorno del artista, supo crear su propio y reconocible mundo artístico. La escultura de Miró, no obstante, hay que ponerla en relación con el rápido desarrollo que tuvo en el ámbito surrealista la nueva mirada y concepción del objeto, tanto el llamado “objeto surrealista” (que incluye al de orientación “plástico-poética” y al de “funcionamiento simbólico” definido por Dalí), como el “objeto encontrado”, ya que ofreció a los artistas del movimiento un impagable medio creativo con capacidad para fijar y hacer tangible, de una manera rápida, todo el mundo de los sueños, la fantasía, los aspectos obsesivos y la ideación surrealista. Máxime en un período como el del segundo lustro de los años treinta, en el que, ante la complicación de los asuntos socio-políticos internacionales, se tendía a descalificar a cualquier arte exclusivamente apoyado en ideas. De ahí que, en la muestra internacional que marcó en 1938 la apoteosis del surrealismo, celebrada en la galería de Beaux Arts de París y en la que, tras la ambientación concebida por Duchamp, todas las experiencias y manifestaciones surrealistas estuvieron presentes, los “objetos” predominaran sobre cualquier otra creación. Así, este nuevo uso creativo del objeto, del que también participó amplia y destacadamente Miró, fue una aportación fundamental del movimiento surrealista, a la que, además, éste supo dar gran difusión que tentó a muchísimos artistas, teniendo unas amplísimas repercusiones en todas las manifestaciones posteriores de arte objetual.

Siguiendo este proceso, las indagaciones de Miró respecto a la introducción de nuevos materiales en sus obras, que el artista comenzó a finales de los años veinte, fueron rápidamente en aumento en la nueva década de los treinta, durante la cual, además de aplicar a su pintura las posibilidades que iba hallando en sus experiencias con el colage, el relieve, los ensamblajes y los objetos, este tipo de creación fue tomando entidad en sí misma. De este modo, cuando la inspiración le sugería la forma, combinó, adaptó o ensambló objetos encontrados, herramientas, desechos, piedras y utensilios cotidianos, ayudándose incluso del modelado si era preciso. De esta suerte, en 1931, creó trabajos como Hombre y mujer u Objeto con red, en los cuales utilizó materiales encontrados como maderas, cadenas, clavos o redes de alambre; pero tales objetos (que a su vez le sirven de soporte para dibujar al óleo diversas figuras de su fantasía) aún parecen estar más en función del contexto pictórico.

No ocurre así con su Personaje, objeto que fue reproducido en 1931, junto a un famoso texto de Dalí sobre los objetos surrealistas (pese a haber sido destruido, el objeto se volvió a reconstruir en 1977); aunque, pese a todo (y frente a los objetos de funcionamiento simbólico dalinianos), estaba trabajado con un gran distanciamiento y una evidente plasticidad. Se trataba de una escultura-objeto, de tamaño natural y realizada en madera, que a modo de imaginativo retrato, presentaba a un caballero (del que sobresalían una redonda nariz y un largo falo) portando un paraguas y un ramo de follaje. Y difícilmente permitía la manipulación objetual de esta pieza, como ocurre con la mayoría de los ensamblajes mironianos, una adecuación a otro funcionamiento que no fuera el plástico.

Este sentido poético y simbólico siguió en aumento en posteriores piezas, como muestra su Objeto poético, de 1936, construido con una gran variedad de objetos encontrados: un bombín (acompañado de un pez y un mapa) sobre el que se instala un bloque de madera, vaciado para contener una pierna de muñeca vestida con liga, media y zapato, que a su vez soporta un loro disecado en una percha de madera, de la cual cuelga una bola de corcho. Este conjunto de chocantes objetos no era, pues, más que una metáfora, un vehículo que servía a la objetivación del sentimiento, la imaginación y los sueños. No obstante, el lado de la fantasía pronto cedería ante la inquietud y los malos presentimientos, pues, como se dijo antes, los conflictos del momento no dejaron impasible a Miró. Así, al igual que en su pintura, piezas como El objeto del ocaso (1937), que muestran tanta aspereza y pesadez en los materiales elegidos, como violencia y evidencia en las referencias femeninas, hay que ponerlas en relación con la crueldad con la que trató a la figura humana en su creaciones de estos momentos.

Regreso a España

La citada vuelta a España del catalán resultó definitiva. Durante la dictadura franquista Miró llevó una vida bastante reservada y dedicada a su trabajo en Montroig, Palma de Mallorca y Barcelona. Paralelamente, su producción posterior a 1945 se fue diversificando. El artista se interesó vivamente por el mural, la escultura, la estampa y la cerámica con la intención de ampliar sus experiencias. Llegaron, además, los grandes encargos de murales, como los del Terrace Hilton Hotel de Cincinatti (1947), el comedor de la Harvard University Graduate School (1950-1951), la sede de la UNESCO en París (1955-1958), la Ecole Supérieure de Sciencies Économiques de Saint Galle (1964), la Fondation Maeght de Saint-Paul-de-Vence (1964-1968), el aeropuerto de Barcelona (1970), el Pabellón de Cristal de la Exposición Universal de Osaka (1970), el edificio barcelonés de la IBM (1976), el Wilhelm-Hack-Museum de Ludwigshafen (1976) o el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid (1980).

Muchos de estos murales fueron realizados en cerámica, ayudado por su amigo Josep Llorens Artigas, con quien comenzó a realizar sus primeros trabajos cerámicos en 1944; pero, al mismo tiempo, a Miró también le interesó (por ejemplo) la construcción de ensamblajes a partir de objetos de desecho o la escultura de formas opulentas, por no citar ya las esculturas gigantes, instaladas en varias plazas europeas y americanas; las series de dibujos y grabados o los vestuarios de decorados para ballet. A pesar de ello, su arte nada tiene de decorativo. Fue más instintivo y experimental que racional y exquisito, llevando como nadie el sentimiento humano y la visión de las formas al conjunto de los símbolos esenciales, de denso significado y duradera permanencia.

No es extraño, pues, que tan admirable trayectoria e influencia fuera reconocida con diferentes galardones y distinciones obtenidas por Miró, como, entre otros, el Gran Premio Internacional del Grabado de la Bienal de Venecia (1954); el Gran Premio de la Guggenheim Foundation (1959); el Premio Carnegie de Pintura (1967); los nombramientos de doctor honoris causa por las universidades de Harvard (1968) y Barcelona (1979); o la concesión de la Medalla de Oro de la Generalitat de Catalunya (1978) y la Medalla de Oro de las Bellas Artes del Estado Español (1980). Igualmente, tampoco sorprende que, para la preservación y estudio de su obra, en 1975 se inaugurara en Barcelona la Fundació Joan Miró, Centre d’Estudis d´Art Contemporani, o que en 1979 se creara la Fundació Pilar i Joan Miró de Palma de Mallorca. Pero, además de estas instituciones, numerosos museos y colecciones de diferentes lugares del mundo se han ocupado de tener bien representada la obra de Miró, como ocurre, además de en los específicos ya citados, en Nueva York (Museum of Modern Art, Solomon R. Guggenheim Museum), París (Musée National d’Art Moderne-Centre George Pompidou; Musee de la Ville; Musée Picasso; Musée d’Orsay); Madrid (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia; el Museo Thyssen-Bornemisza); Saint-Paul-de-Vence (Fondation Maeght); Londres (Tate Gallery); Washington (National Gallery); Filadelfia (Philadelphia Museum of Art); Chicago (Art Institute of Chicago); Cleveland (Cleveland Museum of Art); Estocolmo (Moderna Museet); o San Petersburgo (Museo del Hermitage), entre otros. En febrero de 2004 el Centro Pompidou de París acogió una gran retrospectiva de la obra del artista bajo el título «Joan Miró 1917-1934: la naissance du monde» (‘el nacimiento del mundo’) que incluyó más de 240 piezas entre pinturas, dibujos, collages, objetos y esculturas.

Sin título III (1973).
Personajes, pájaros, constelaciones (1976).

En enero de 2006 la Fundación Pilar y Joan Miró publicó un manifiesto de seiscientas páginas en el que se presentó el catálogo completo de la obra del artista barcelonés, con el título de Miró, en el que se incluyen mil setecientas obras de su legado.

Enlaces en Internet

http://www.bcn.fjmiro.es; Fundación Joan Miró. http://www.artchive.com/artchive/ftptoc/miro_ext.html; Algunas obras del autor.

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