Miguel VIII Paleólogo. Emperador de Bizancio (1224-1282).
Emperador de Bizancio nacido en 1224 y muerto el 11 de diciembre de 1282. Reconquistó Constantinopla a los latinos e inauguró una dinastía que habría de reinar en Bizancio durante casi doscientos años, en los cuales se aceleró el declive del Imperio. Bajo su reinado se firmó la sumisión de la Iglesia griega hacia la latina, proyecto que quedó en papel mojado. Miguel VIII pudo sortear su mayor amenaza, encarnada en los angevinos de Nápoles.
Síntesis Biográfica
Hijo de Andrónico Paleólogo y de Irene Ángel, fue también nieto del emperador Alejo el Ángel. Ocupó los más altos cargos en la corte de Nicea, lo cual le hizo ganar algunas enemistades. Casó con Teodora, descendiente del emperador Vatatzes. En 1253, el emperador Juan III Ducas lo acusó de traición, pero MIguel pudo demostrar su inocencia. Su sucesor, Teodoro II Lascaris, que en un principio confiaba en él y, durante las guerras contra los búlgaros le nombró gobernador de Nicea, le retiró después su favor y lo retuvo prisionero. Sin embargo, logró justificarse y ganar de nuevo toda la confianza del emperador, por lo que a la muerte de éste (agosto de 1258) pudo arrebatar la regencia del joven Juan IV Lascaris al patriarca Arsenio y a Murzalón, que no contaban con el apoyo del pueblo. Miguel, como regente, Tomó el título de Déspota y fue encargado del tesoro real, que usó para comprar fidelidades entre el clero y el ejército. Su puesto de privilegio le permitió ser proclamado emperador en Nicea, en diciembre de 1258 y, probablemente el día de Navidad, fue coronado por el patriarca, junto con su joven pupilo. Aquel mismo mes, envió embajadores a Miguel de Epiro, Manfredo de Sicilia y Guillermo de Achaea, intentando romper su coalición, pero la diplomacia fracasó, aunque finalmente, Juan Paleólogo, hermano de Miguel, venció por sorpresa a Miguel de Epiro en Castoria y se acordó el matrimonio entre Manfredo de Sicilia y Elena, hija de Miguel VIII. La victoria definitiva de Juan Paleólogo sobre Miguel de Epiro en Pelagonia abrió las puertas para la reconquista de Constantinopla.
Su coronación levantó los recelos del emperador latino, Balduíno II, que para reconocerle, exigió en compensación la entrega de varios territorios. Miguel, no solo no accedió a entregarlos, sino que, a su vez, pidió a Balduíno un tributo equivalente al obtenido por el comercio constantinopolitano. Estalló la guerra entre ambos y Miguel se apresuró a asegurar su retaguardia, renovando las alianzas con los mongoles, con el sultán Kaykawus II y con Constantino de Bulgaria. El mayor problema para la toma de Constantinopla lo constituía entonces la defensa de la ciudad por parte de la poderosa flota veneciana, pero el basileo resolvió esto firmando con los genoveses el tratado de Nimphea (13 de marzo de 1261), que les prometía, a cambio de la colaboración de su flota, todos los privilegios comerciales de que habían disfrutado los venecianos en Constantinopla, además de libre acceso a los puertos del Mar Negro. La toma de Constantinopla por parte de Miguel, fue un fruto de la casualidad: el general Alejo Strategopulus descubrió que la ciudad no estaba guarecida y el 25 de julio de 1261 consiguió cruzar sus muros y, casi sin lucha, apoderarse de las fortificaciones; Balduíno II huyó, dejando en el palacio la diadema y el cetro real; todos los venecianos que pudieron escaparon de la ciudad. El 15 de agosto, Miguel VIII entró en Constantinopla en solemne procesión y fue coronado, por segunda vez, por el patriarca, Arsenio, aunque en esta ocasión en solitario; Juan IV había sido olvidado en Nicea. En menos de un año, Miguel VIII hizo sacar los ojos a Juan IV, que fue confinado en un castillo del Mar Negro. Éste acto provocó la ira de los súbditos, que se levantaron para destronar a Miguel. El patriarca Arsenio lo excomulgó, pero el emperador logró deponerlo en 1265 y gracias a su firme gobierno pudo conservar la diadema imperial. Durante su reinado, Miguel VIII avanzó posiciones contra las potencias balcánicas, evitó los envites de Carlos I de Anjou y firmó la sumisión de la Iglesia griega hacia el Papado, proyecto que no llegó a prosperar. Fue sucedido por su hijo Andrónico II Paleólogo.
Política Exterior
Los griegos encontraron una Constantinopla en ruinas y esquilmada, al fin y al cabo, reconstruíble; pero Miguel VIII se hizo cargo de un imperio imposible de reconstruir. Muchas de las provincias que antes habían sido bizantinas, permanecían ahora en manos de franceses o italianos o, peor aún, de griegos que no reconocían el poder de Miguel VIII, como los emperadores de Trebisonda, que habían formado un microcosmos bizantino a orillas del Mar Negro. Los déspotas de Epiro también lucharon por sus derechos perdidos y aprovecharon cualquier ocasión para firmar alianzas con los enemigos de Bizancio. El norte de la península de los Balcanes albergaba los estados búlgaros y serbios, que habían crecido a expensas del Imperio Bizantino. La cuarta Cruzada aceleró el proceso de descentralización del Imperio, de tal manera que los emperadores no pudieron hacer frente a los poderes del este, en especial, los turcos selyúcidas.
Miguel VIII pareció partir con ventaja en sus relaciones con los francos de Grecia, gracias a que, durante la batalla de Pelagonia, Guillermo de Villehardouin había caído prisionero. Éste hizo un juramento de fidelidad al emperador, le cedió importantes fortalezas y recibió el título honorífico de Gran Doméstico. Pero, en cuanto fue liberado, Villehardouin logró que el papa lo absolviera del juramento de fidelidad hecho en Constantinopla y obtuvo el apoyo de los venecianos, cuyos beneficios habían resultado seriamente dañados por la caída del Imperio Latino. En consecuencia, Miguel VIII lanzó una expedición contra el Peloponeso, a la vez que las flotas genovesa y bizantina atacaban las islas griegas con gobiernos francos. La guerra contra los déspotas de Epiro comenzó con derrotas, pero en 1264 una victoria definitiva de los bizantinos obligó al Déspota, Miguel II, a reconocer la soberanía del emperador. La paz se cerró con el matrimonio de una nieta de Miguel VIII con Nicéforo, heredero de Miguel II. El mismo año, la guerra del Peloponeso cambió de signo. Tras las victorias iniciales de los griegos, las tropas mercenarias de turcos selyúcidas abandonaron el lado imperial y se pasaron al lado de los francos, infligiendo una severa derrota a los bizantinos en Makri-Plagi.
Los aliados genoveses también vieron menguar su poder tras la derrota contra los venecianos (1263) y Miguel VIII cambió su política de alianzas, buscando el amparo del mayor poderío de los venecianos, con los que, en julio de 1265, firmó un tratado que les garantizaba todos los privilegios anteriormente cedidos a los genoveses. El cumplimiento del tratado se retrasó y el emperador, temeroso del creciente peligro en el oeste, volvió a pactar con Génova, a la que ofreció la libertad de comercio en el Imperio. Ante la presencia de naves genovesas en Constantinopla, el dux de Venecia ratificó el tratado con el Imperio (4 de abril de 1268), en cuyo texto se omitió la cláusula de la expulsión de los genoveses. La alianza de Miguel VIII con las dos potencias italianas le permitió una mayor fuerza negociadora y la posibilidad de utilizar a la una contra la otra.
El mayor peligro contra el Imperio Bizantino provenía entonces del reino de Sicilia. En 1266 el reino cayó bajo el control de los angevinos. El rey Carlos de Anjou, con el apoyo del Papado, firmó en Viterbo un tratado con el expulsado Balduíno II, en el que se proyectaba la conquista y división del Imperio. Guillermo de Villehardouin también firmó el documento y puso el principado de Morea bajo la soberanía de Carlos de Anjou, por lo que a la muerte de Guillermo pasó a manos angevinas. Miguel VIII, para conjurar el peligro, entabló negociaciones con el Papado en las que se trató el tan traído tema de la unión de las Iglesias de Oriente y Occidente. Tras la muerte de Clemente IV hubo una larga vacancia en la silla de San Pedro y el basileo giró su política hacia Luis IX de Francia. San Luis consiguió evitar que su hermano, Carlos de Anjou, prosiguiese con sus planes de conquista y lo llevó consigo en su expedición de Túnez de 1270. De esta forma el peligro siciliano se dispersó y las alianzas de Carlos se mantuvieron estáticas.
Miguel VIII también desarrolló una amplia red de alianzas matrimoniales, que no siempre aseguraron la paz. Trató de encerrar el anillo de potencias hostiles que amenazaban Bizancio con otro anillo exterior de potencias aliadas que lo contrarrestase. Durante algún tiempo, el basileo mantuvo amistosas relaciones con el poderoso kan de los mongoles, Hülegü, para que contrarrestase el poder del sultanato de Rum, en Asia Menor. El emperador entregó además a su hija ilegítima, Eufrosina, a Nogaj, líder de la Horda de Oro; la alianza con los tártaros evitó invasiones serbias al territorio bizantino. Tras la muerte del déspota Miguel II, el reino de los griegos del oeste se escindió y Miguel VIII concertó matrimonios con las respectivas casas reales; Nicéforo I de Epiro ya había casado con una nieta del emperador y ahora hizo Miguel que su sobrino, Andrónico Tarchaniotes, casase con una hija de Juan de Tesalia, hijo ilegítimo de Miguel II. Miguel VIII prefirió la alianza con los húngaros que con los serbios, favorecidos por los angevinos; así, casó a su hijo y heredero, Andrónico, con una princesa magiar (1273). A su vez, Hungría sería el contrapeso contra la amenaza serbia. Otra nieta del basileo casó con el zar de los búlgaros, Constantino Tich, pero como Miguel no entregó los puertos prometidos como dote, estalló la guerra con Bulgaria, que ocupó varias ciudades griegas; la presión de los aliados tártaros sobre Bulgaria permitió que esas ciudades fuesen recuperadas.
Negociaciones con el Papado y sus consecuencias
Gracias a las vagas promesas que Miguel VIII había hecho a la Curia durante una década, el Papado había presionado a Carlos de Anjou para que no llevase a cabo sus planes de conquista, inspirado en la deseada unión de las Iglesias. Gregorio X dio un ultimátum al basileo para que acelerase la unión y presionó a los venecianos, cuyo tratado con Bizancio acababa de expirar, para que no lo renovasen hasta que la unión estuviese concluida. La situación era realmente crítica para Bizancio. Carlos de Anjou había conseguido reunir bajo su mando a muchos de los enemigos del Imperio, latinos y griegos, eslavos y albanos, y preparaba una gran ofensiva contra Bizancio. Ante tales circunstancias, Miguel no tuvo más remedio que plegarse a los deseos papales. En el Segundo Concilio de Lyon (6 de julio de 1274), el gran logoteta Jorge Acropolites aceptó la fe romana y la superioridad del papa en nombre del emperador, culminando así un anhelo que habían tenido los papas durante más de doscientos años.
La sumisión eclesiástica trajo ventajas inmediatas. Los venecianos volvieron a firmar un tratado con Bizancio y Carlos de Anjou fue presionado por el Papado para que abandonase su campaña. De esta forma, el Imperio, que hasta hacía poco se había mantenido a la defensiva, pudo tomar la iniciativa en todos los frentes. Los imperiales atacaron a las tropas angevinas en Albania y ocuparon varias ciudades, pero fracasaron en su campaña (1275-1277) contra Juan el Ángel, que había hecho de Tesalia un centro de hostilidad al emperador. Sí triunfaron los bizantinos en las operaciones marítimas, que culminaron con la conquista de una serie de islas del Egeo y aseguraron el dominio de la ruta marítima entre Constantinopla y Monemvasia.
Los peores efectos de la unión de las Iglesias se dejaron sentir en el interior. Antes de la unión, el emperador conocía la oposición de los partidarios del patriarca Arsenio, depuesto en 1265, pero cuando se anunció públicamente la sumisión a Roma la indignación fue general. La gran mayoría del clero griego sentía la Ortodoxia como su más preciado bien y, después de la experiencia de las Cruzadas y el Imperio Latino, odiaba visceralmente a los latinos. Surgió un nuevo partido, los arsenitas, que mostraron su oposición al emperador, pero la más grave crisis vino cuando el patriarca José se negó a aceptar la sumisión, por lo que Miguel llegó a la ruptura total, nombrando a Juan Beccus patriarca y nueva cabeza de la Iglesia. Beccus aceptó la sumisión, lo que, lejos de resolver el cisma entre las Iglesias griega y romana, abrió un cisma dentro de la propia Iglesia bizantina.
También hubo repercusiones negativas de los juramentos de Lyon en el exterior del Imperio. Desde Bulgaria, Eulogia, hermana del emperador, y su hija, María, fueron acérrimas detractoras de la unión y se convirtieron en un foco de oposición a Miguel. Una guerra civil surgió en el país, que no cesó hasta que en 1279 los bizantinos tuvieron éxito en poner en el trono búlgaro a Juan Asen III. Nicéforo de Epiro conquistó Butrinto y se la entregó a Carlos de Anjou y Juan de Tesalia se erigió como campeón de la Ortodoxia y en 1277 acudió a un concilio en el que acusó a Miguel de herético.
El ascenso al trono de San Pedro del francés Martín IV, una herramienta en manos de Carlos de Anjou, cambió el orden de las cosas. El papa renunció a su derecho a intervenir en las disputas de las potencias y puso bajo su patronato al rey de Sicilia. El 3 de agosto de 1281, con la aquiescencia de Martín, Carlos de Anjou firmó en Orvieto un tratado con Felipe, heredero de Balduíno II, que había conseguido la ayuda de los venecianos para recuperar el trono de Constantinopla. Aún más, el papa acusó de cismático al emperador que precisamente había concretado la unión, proclamó su deposición y prohibió a todos los soberanos cristianos que mantuviesen ninguna relación con Miguel VIII. El proyecto de unión de toda la Cristiandad había fracasado e incluso el papa lo abandonó.
Si Bizancio se salvó de la embestida de Carlos de Anjou fue gracias a la diplomacia de Miguel VIII. A través del aventurero Juan de Procida, el emperador entró en contacto con Pedro III de Aragón, casado con una hija de Manfredo. Miguel le proporcionó medios para construir una flota, cuyo objetivo era atacar a Carlos por la retaguardia; el fin último era la conquista del reino de Sicilia. A la vez, los partidarios del emperador en Sicilia iniciaron una revuelta contra el dominio angevino (31 de marzo de 1282), que rápidamente se extendió por toda la isla, cuya población estaba cansada de los abusos cometidos por los oficiales de Carlos. La revolución triunfó y el dominio angevino de Sicilia terminó con las sangrientas Vísperas Sicilianas. La conquista de Bizancio quedaba ahora fuera de lugar: el reino de Sicilia estaba en ruinas; Carlos de Anjou perdió todo su poder; el Papado sufrió un duro golpe en cuanto a sus pretensiones de dominio universal; Felipe, titular del Imperio Latino fue abandonado por sus partidarios; Venecia cambió su política y firmó una alianza con Miguel VIII y Pedro III de Aragón.
Balance del reinado.
Desde comienzos de su reinado, Miguel VIII había comprendido la importancia de la reconstrucción de la flota y dedicó grandes esfuerzos en ese sentido. No obstante, la armada bizantina sólo fue usada como arma de guerra en colaboración con las grandes potencias italianas, Génova y Venecia, incapaz de competir con ellas y en previsión de que los italianos se aliasen con los enemigos del Imperio. Las continuas guerras de la época de Miguel VIII dejaron el Imperio totalmente exhausto. Sus recursos financieros y militares no permitieron, en adelante, hacer frente a los nuevos peligros exteriores. Bizancio dejó de ser una potencia de primer orden y en ocasiones quedó supeditada a poderes exteriores. Además, su estratégica posición hizo que siguiera siendo objeto de deseo para los poderes emergentes, en especial, los turcos selyúcidas. Sólo esta razón hizo que Bizancio siguiese teniendo cierto peso en el concierto internacional.
Sin embargo, Bizancio siguió siendo un importante centro de civilización. Durante la época de Miguel VIII y sus sucesores el arte y la enseñanza florecieron en Constantinopla. A éste emperador se debe la restauración de la Universidad de Santa Sofía, al frente de la cual puso a Acropolites. El reinado de Andrónico II, sucesor de Miguel VIII, se caracterizó precisamente por el contraste entre la pujanza cultural de Bizancio y su insignificancia política.
Bibliografía
-
CABRERA, E. Historia de Bizancio. Barcelona, 1998.
-
LEMERLE, P. Historia de Bizancio. Barcelona, 1956.
-
LILIE, R.J. Bizancio: Historia del Imperio Romano de Oriente, 327-1453. Madrid, 2001.
JMMT