Mendoza y de la Cerda, Ana de. Princesa de Éboli (1540-1592).
Aristócrata española, más conocida como la Princesa de Éboli; nacida en Cifuentes (Guadalajara) en junio de 1540 y muerta en Pastrana (Guadalajara) en 1592. Perteneciente a la influyente familia Mendoza.
La historia ha tejido en torno a su persona diversas leyendas que le han valido fama mundial. Mujer de gran belleza, acentuó su originalidad colocándose un parche en el ojo derecho, hecho que se explicó por la pérdida del mismo en un duelo de espadas; sin embargo, Marañón puso de manifiesto que se trataba de algún defecto de nacimiento que doña Ana ocultó, incrementando con ello su fama de extravagante: «¿Qué traerá hoy el ojo de la princesa?«, era uno de los maliciosos comentarios de la corte.
Fue hija única de Diego Hurtado de Mendoza, segundo Conde de Mélito, y de Doña Catalina de Silva, pertenecientes ambos a dos de las casas nobiliarias más importantes de España. Se crió junto a sus padres, hecho que marcó profundamente su carácter, ya que fue un matrimonio infeliz, lleno de odios, persecuciones y calumnias.
Como hija única y heredera de dos de las primeras casas nobiliarias de España, la casaron en 1553 con Ruy Gómez de Silva que, aunque perteneciente a la aristocracia menor portuguesa, era, desde hacía tiempo, favorito y ministro de suma confianza del entonces príncipe Felipe. El clan Mendoza planeó esta boda para asegurarse como aliado político al favorito del futuro rey, al tiempo que el príncipe la propició para que su amigo pudiese unirse a uno de los linajes más poderosos de España. Doña Ana contaba en ese momento trece años, por lo que se estipuló que el matrimonio se consumara dos años más tarde.
Ruy Gómez permaneció ausente de España los siguientes cinco años, acompañó al futuro rey a Inglaterra para su casamiento con María Tudor, y luego a Flandes. Pasados los dos años estipulados, el contrato matrimonial se concluyó en Zaragoza sin la presencia del esposo. Como regalo, el padre de doña Ana, entonces virrey de Aragón, cedió a su hija y a su esposo, todos los estados que le pertenecían en el reino de Nápoles, juntamente con el título de condes de Mélito.
Durante este tiempo doña Ana permaneció en Valladolid, sede del gobierno de doña Juana, hermana del rey y regente de España durante sus cinco años de ausencia. Allí se movió en un ambiente cortesano y fue el centro de atención por su juventud, su belleza, y la posición de su esposo respecto al ya rey Felipe II.
En 1557 Ruy Gómez regresó a España, por escasos meses, para resolver asuntos del rey. Visitó a su esposa en Valladolid y cuando partió ésta estaba embarazada. Hasta la vuelta definitiva de su esposo, doña Ana vivió uno de los muchos momentos tristes de su vida. Su padre abandonó su puesto de virrey de Aragón y, enamorado escandalosamente de una de las damas de la corte, se separó de su esposa. Tras una guerra de persecuciones y odios, el duque acabó retirándose a Pastrana con su amante, deshizo su casa y dejó a su hija y a su esposa en una situación económica crítica. Éstas se refigiaron en la fortaleza de Simancas, donde permanecieron encerradas, y donde doña Ana cayó enferma. Su madre escribió a Ruy Gómez «[…] es melancolía la tristeza que trae […]». Años más tarde la ruptura de la princesa con sus padres es total: su madre murió veinte años después abandonada por su hija; su padre, alejado del reino, ocupó los cargos de Presidente de Consejo de Italia y el de Virrey de Cataluña, por influencia de Ruy Gómez, y por la petición de su esposa de mantenerlo distanciado.
En 1558, nació su primer hijo, y dieciséis meses más tarde, en 1559, Ruy Gómez volvió a España, momento en el cual el rey le concedió el título de Príncipe de Éboli. Los esposos no se volvieron a separar durante los catorce restantes años que duró su matrimonio.
La leyenda forjada en torno a la Princesa arranca de estos momentos. Se la supuso amante del rey, asunto que quedó perfectamente desmentido en el estudio de don Gregorio Marañón. Doña Ana amaba y respetaba celosamente a su esposo y los años que duró su matrimonio fueron los más felices y estables de toda su vida. Todo el mundo en la corte sabía que, habiendo estado separado el matrimonio durante tantos años, doña Ana se había convertido en una mujer celosamente posesiva de su esposo. En diversas ocasiones evitó separarse de él acompañándolo en las misiones y viajes a los que era enviado por el rey.
Lo poco que actualmente se sabe de este tiempo, es que visitaba regularmente a la joven reina Isabel de Valois y que era amiga personal de doña Juana, hermana del rey.
En 1562 su esposo compró el rico señorío de Pastrana, que había pertenecido a la abuela de la princesa, también llamada Ana; el rey le concedió el título de Duque de Pastrana e inició la labor de mejora y engrandecimiento de sus estados. Entre sus realizaciones se cuenta el haber llamado a la reformadora Santa Teresa de Jesús para que fundara dos conventos en Pastrana. La permanencia de la santa en el palacio ducal provocó el choque de los caracteres de ambas mujeres, e incluso la princesa cometió la indiscreción de comentar el contenido del Libro de su vida que estaba escribiendo Santa Teresa, lo que dio lugar a las sospechas de la Inquisición que recogió el manuscrito y lo retuvo durante diez años.
En julio de 1573 el príncipe de Éboli falleció súbitamente en Madrid, a los 57 años de edad. El carácter turbulento de la princesa se desató. El mismo día de la muerte decidió dejar el mundo. Partió inmediatamente al convento de carmelitas descalzas fundado en Pastrana, donde ingresó con el nombre de Sor Ana de la Madre de Dios. Tenía entonces 33 años y varios hijos vivos. Antonio Pérez escribió a Felipe II sobre la muerte de Ruy Gómez: «[..].su mujer ha tomado, en expirando su marido, el hábito de monja de las Descalzas de las Carmelitas y se parte esta noche a su monasterio de Pastrana con un valor y resolución extraño […] Vuestra majestad sabe mejor que nadie lo que pierde en Ruy Gómez […]».
El dolor de la princesa era sincero, aunque muestra, como lo define Marañón, «un claro acento teatral e histérico«. En los primeros momentos la princesa respetó las normas del convento, pero, cinco o seis semanas después de la muerte de Ruy Gómez, el prior le rogó que abandonara la comunidad a causa de la vida mundana que introducía en él. El propio rey le ordenó que abandonara el convento y que se ocupara de sus estados y sus rentas. Finalmente las monjas carmelitas tuvieron que dejar una noche, a escondidas, su convento de Pastrana.
Durante varios años doña Ana permaneció en Pastrana, sumida en su dolor, administrando su ducado y ocupándose de asegurar un futuro brillante a sus hijos.
De su matrimonio nacieron once hijos, de los que llegaron a edad adulta cinco. El primogénito fue Rodrigo de Silva y Mendoza (1562-1596), que murió en la campaña de Flandes y fue enterrado en Pastrana. El segundo hijo vivo fue Diego de Silva y Mendoza (1564-1630), que tras una alocada juventud, se dedicó a la poesía y la política. El tercero fue Pedro González de Mendoza (1570-1639), Arzobispo y Obispo de Sigüenza, se hizo cargo del señorío de Pastrana tras la muerte de su hermano. La hija mayor, Ana de Silva y Mendoza, se casó con Alonso Pérez de Guzmán, séptimo Duque de Medina-Sidonia (ella fue quien dio nombre al Coto de Doñana). Su hija pequeña también llamada Ana, permaneció con ella hasta su muerte, y luego ingresó en el convento de monjas concepcionistas de Pastrana, refundado por su madre tras el abandono de las carmelitas.
En abril de 1576 la princesa se trasladó nuevamente a Madrid. Aquí comienza la etapa novelesca de su vida, cuando se forja la leyenda de sus amores con Antonio Pérez, secretario de Felipe II, que se había quedado como jefe efectivo del partido ebolista. Lo cierto, tal como puso de manifiesto Marañón, es que la princesa tenía intereses en todas direcciones y centró todas sus energías en el engrandecimiento de sus descendientes, y no en la persona de Antonio Pérez.
Pérez fue un mero instrumento para sus ambiciones. Por una parte, la princesa necesitaba dinero para financiar su ducado de Pastrana y continuar con los planes de engrandecimiento forjados por su esposo. A través de Antonio Pérez trató de conseguir todas las rentas del reino de Nápoles y otras dádivas importantes. Por otra parte, su ambición personal la llevó a idear un desorbitado plan de casamiento de uno de sus hijos con la Casa de Braganza, pretendiendo que recayera en este matrimonio la corona de Portugal y entorpeciendo los planes dinásticos del propio rey Felipe II en el vecino país. Para ello se alió con Antonio Pérez, sobornándolo y agasajándolo con dinero y regalos. El secretario informó a la princesa de todos los asuntos, violando así el secreto de estado y traicionando a su propio rey.
(Casi setenta años después las pretensiones de la princesa se hicieron realidad. Su bisnieta Luisa María Francisca de Guzmán, nieta de su hija Ana de Silva y del Duque de Medina-Sidonia, casada con el Duque de Braganza, tras la rebelión de Portugal de 1640, se convirtió en reina de Portugal como esposa del rey Juan IV).
La venta de secretos de estado que estaba realizando Antonio Pérez fue descubierta por Juan de Escobedo, secretario de Don Juan de Austria, esto dio origen al complot, urdido por Pérez y la princesa, que acabaría con su vida.
Dieciséis meses después de este crimen, durante la noche, la princesa de Éboli y Antonio Pérez fueron arrestados simultáneamente, cada uno en su casa. La leyenda explicó estos arrestos como producto de los celos del rey, anterior amante de la Éboli, enterado de sus nuevos amores con el secretario. Lo cierto es que el rey castigaba con estos encarcelamientos la muerte de Escobedo, pero, fundamentalmente, la traición a su persona y a la propia monarquía española; sólo así se entiende la dureza con que persiguió a ambos personajes hasta su muerte.
Los años que transcurrieron hasta la muerte de doña Ana fueron un continuo pesar. En 1579 el rey la encerró en la torre de Pinto, lugar aislado y cercado de guardias armados. Medio año después, le quitó la guardia y le permitió que se trasladara al castillo de Santorcaz, más amplio, y donde sus hijos pudieron reunirse con ella. Posteriormente, el rey consintió que volviese a su libertad, pero ésta limitada al territorio de su señorío de Pastrana.
En 1582, enterado el monarca de que la princesa, con su relativa libertad, había vuelto a su habitual vida ostentosa, la culpó de administrar mal sus estados, y puso un tutor sobre su hacienda. Doña Ana no pudo disponer de su propio dinero ni dirigir los asuntos de su ducado. Un año después fue tratada como demente y Felipe II mandó restringir sus movimientos a varias habitaciones del palacio ducal. Sus únicas salidas se reducían a una reja volada situada en una de las torres del palacio, desde donde únicamente podía contemplar la plaza. Las llaves de las puertas las guardaban sus carceleros, y la reclusa, acompañada de su hija menor, Ana, y de una criada, sólo podía comunicarse con el resto del palacio por un torno como el de los conventos.
En la primavera de 1590 se produjo la fuga de Antonio Pérez de su prisión. El furor que este hecho produjo en el rey fue descargado sobre la princesa. El número de sus aposentos se redujo a una habitación y a la gran ventana que daba a la plaza además, de la reja existente, se le añadió una celosía.
Ella misma describe su situación «[…] que nos ponen en cárcel oscura, que nos falta el aire y el aliento para poder vivir […]. Escribid a mis hijos, que suplique a su majestad el doctor Valles, que sabe de estos aposentos y que ha estado en ellos, declare que no se podía vivir en ellos estando como estaban con rejas, cuanto más ahora hechos cárcel de muerte, oscuros y tristes[…]». A partir de entonces doña Ana se entregó a su propia desesperación y, dos años después, murió, gravemente enferma, a la edad de 52 años.
Bibliografía.
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E. Alegre Carvajal