Teresa de Jesús, Santa (1515-1582).
Escritora y religiosa española, nacida en Ávila el 28 de marzo de 1515, y muerta en Alba de Tormes en 1582. Fue bautizada con el nombre de Teresa Cepeda y Ahumada.
Vida
Era hija de Alonso Sánchez de Cepeda, que se había casado en segundas nupcias con Beatriz de Ahumada y Tapia en 1507, con la que tuvo doce hijos, de los cuales Teresa fue la tercera. Su padre era hijo del converso don Juan Sánchez de Toledo, casado con doña Inés de Cepeda, cristiana vieja. Don Juan, que había judaizado, fue penitenciado por la Inquisición de Toledo en junio de 1485, y tuvo que ir en procesión con los reconciliados. A pesar de ello, consiguió en 1500 una ejecutoria que lo emparentaba con un caballero de Alfonso XI. Teresa, por su sexo, se enfrentó a una gran limitación cultural: a las mujeres no se les consentía fácilmente que aprendieran a leer y escribir. Sin embargo, Teresa de Ahumada tuvo una cultura superior al resto de las mujeres de su época y a la gente de su grupo social; en el Libro de la vida recuerda que «era mi padre aficionado a leer buenos libros, y así los tenía de romance para que leyesen sus hijos éstos«. Por lo tanto, Teresa se educó en su hogar; fueron las lecturas que se hacían voz alta, seguidas de los comentarios de los adultos, las que, en gran parte, conformaron su acervo cultural; ella afirma siempre: «he oído y leído«. En estas circunstancias es comprensible que no tuviera conocimientos filosóficos o teológicos, y que no aprendiera latín. Cuando tenía dieciséis años fue enviada por su padre al convento de las monjas agustinas, que se encontraba a las afueras de las murallas de Ávila; allí pasó los años 1531 a 1533. Durante estos años no tenía intención de ser monja; se confesaba «enemiguísima de ser monja«, aunque tampoco mostraba interés por el otro camino que tenían las mujeres en su época, el matrimonio: «también temía el casarme«.
En el otoño de 1532, por razones de enfermedad, hubo de abandonar el convento, enfermedad que dejaría secuelas que la acompañarían el resto de su vida: fuertes dolores de cabeza e insomnio. Durante su reposo, leyó una gran cantidad de libros; entre ellos, las obras de san Jerónimo, san Agustín y san Gregorio, autores citados en sus obras. Fue en esta época cuando decidió tomar los hábitos; en 1535, y contra la voluntad de su padre, ingresó en el convento de la Encarnación, de la Orden de la Virgen Santa María del Monte Carmelo, donde asumió el nombre de sor Teresa de Jesús, y en noviembre de 1536 recibió el hábito. En 1538 volvió a caer enferma, y su padre decidió sacarla del convento, contra la voluntad de la monja, para que fuera vista por los médicos de la ciudad de Ávila. En 1540 volvió a ingresar en el convento, aunque todavía no estaba recuperada de su enfermedad. A partir de la década de 1550 empezó a sentir sus pexperiencias místicas. Una visión que tuvo de las penas del infierno produjo en ella una crisis que la estimuló a iniciar la tarea de reformación de la orden carmelitana, retornándola a su pureza y severidad primitivas. En 1562 recibió la autorización para fundar un convento y ese mismo año fundó el de San José de Ávila bajo la regla de los Carmelitas Descalzos. Cinco años después fundó un nuevo convento en Medina del Campo; en estos años su actividad fue incansable, creando seis nuevos conventos: Valladolid (1568), Malagón (1569), Toledo (1569), Pastrana (1569), Salamanca (1570), Alba de Tormes (1571) y Segovia (1572). Pero los carmelitas no aceptaron la reforma y denunciaron a la Inquisición el Libro de la vida, consiguiendo que su autora fuera procesada. La persecución se intensificó con el nombramiento de monseñor Sega como nuncio del Papa, que movió los hilos necesarios para que fuera confinada en Toledo. Pero pudo seguir con la ayuda de su director espiritual, Domingo Báñez, y contando también con el apoyo de fray Luis de León, fray Juan de la Cruz y de los jesuitas. El conde de Tendilla intercedió a su favor delante de Felipe II, que consiguió que el Papa permitiera a los carmelitas descalzos convertirse en provincia independiente, lo que supuso el triunfo de la reforma Descalza. Con posterioridad fundó dos conventos más en Beas y en Sevilla (1575) y otro en Villanueva de la Jara (1580). Sin embargo, la oposición no cesó y le fue negado el permiso para fundar una nueva casa en Madrid. Sus últimas fundaciones fueron las de Soria (1581), Granada (1582) y Burgos (1582).Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582 en Alba de Tormes y tal y como mandaba la tradición fue enterrada al día siguiente. El dato curioso es que, en 1582, al cuatro de octubre le siguió el quince de octubre, debido a que fue precisamente esa la fecha elegida para realizar el paso del calendario juliano al gregoriano y, por tanto, intercalar los diez días de desajuste que se habían acumulado a lo largo de los siglos.
Santa Teresa fue beatificada en 1614 y canonizada en 1622.
Obra
Santa Teresa no fue una escritora vocacional, no existe en ella la necesidad de escribir para pasar a la posteridad. Según Emilio Orozco Díaz, fueron tres los motivos que llevaron a la monja carmelita a escribir: el primero de ellos fue la obediencia a sus confesores, que la animaban a referir el proceso de su vida religiosa y las gracias sobrenaturales que había recibido; el segundo, como respuesta a las necesidades y peticiones de sus monjas, a las que como priora tenía la obligación de enseñar y guiar en las formas de la nueva disciplina del Carmelo reformado y en la concepción de la oración como centro de la actividad conventual; la tercera, es la necesidad de expresar y comunicar «porque incluso escucha una voz en su interior, la voz del Señor, que se lo estaba pidiendo desde hacía tiempo, e incluso piensa que es Él el que a veces le ha dicho lo que escribe; o porque espontáneamente movida por su instintiva tendencia a la oración, experimenta en su alma una imperiosa necesidad incontenible y desbordante de hablar con Él«. Estos motivos ya indican cuáles eran los destinatarios a los que la escritora quería llegar: en primer lugar, a sus confesores que la obligaban a escribir; en segundo lugar, a las monjas a las que la Santa quería instruir en las nuevas reglas y en la necesidad de la oración; en tercer lugar, a un grupo reducido de lectores (los religiosos carmelitas o familiares y allegados) que podían tener acceso a estas obras, y, por último, al propio Dios, a quien se dirige directamente.
El estilo de Santa Teresa viene exigido por los principales destinatarios de sus obras y por su interés en expresar y comunicar sus vivencias, sin ninguna intencionalidad literaria. Su lenguaje es coloquial y popular, con fenómenos morfológicos y sintácticos propios de estos niveles: leísmos, arcaísmos, complementos internos, antítesis y alteraciones de vocales («melencolía«, «piadad«, «regucijo«, «naide«, «cativa«) y de consonantes («relisión«, «disbarate«, «perlado«, «dotor«, «dotrina«, «ilesia«). También aparecen alteraciones en la conjugación («trayo«, «tray«). Una característica importante del estilo de la Santa es la profusión de diminutivos con los que perseguía varios fines: quitar énfasis y gravedad a la situación; dar un clima de afectividad a su doctrina y hacer penetrar los consejos por vía de cordialidad. Para conseguir efectos de intensificación recurre a la repetición y acumulación de adjetivos y adverbios; por el mismo motivo recurre a la repetición de palabras. Santa Teresa escribía con rapidez, sin corregir lo escrito; por ello se dan en sus obras una serie de referencias y concordancias muy laxas. Por esta misma razón el periodo oracional no acaba lógicamente, sino que como afirma Rafael Lapesa: «la frase se pierde en cambios repentinos de construcción, concordancias mentales y abandono de lo que ha comenzado a decir«. Consecuencia de la rapidez con que escribía es el desorden de los elementos de la oración y la falta de concordancia entre adjetivos y sustantivos. Un recurso retórico muy utilizado por la escritora es la antítesis, de la cual se servía para expresar los estados de ánimo difíciles y complicados de la experiencia mística. Otro recurso muy utilizado es el de las comparaciones extraídas de la observación de la vida cotidiana y de los oficios populares. Quizás el mejor resumen sea el de fray Luis de León en el prólogo a la edición de las obras de la Santa: «en la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada, que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale«.
Obra poética
Santa Teresa cultivó la poesía y la prosa. Su producción en verso es bastante más reducida que en prosa; sólo se conservan siete composiciones suyas, alguna de ellas de discutible atribución. El metro utilizado en estas composiciones es el tradicional de la poesía española del siglo XV. Una de sus poesías, «Caminemos para el cielo / monjas de Carmelo«, tiene la estructura de un himno, en la que la autora avisa a sus monjas para que sigan el camino del cielo. La glosa, con ocho estrofas, es una lección de la actitud que deben seguir los hombres para llegar a Dios: mortificación, humildad, privación de consuelo, obediencia, pobreza. En el poema les dice a sus monjas que respeten los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Compuso también algunos villancicos, en los que demuestra su compenetración con la tradición popular y con la culta, pues se dan reminiscencias de tradiciones trovadorescas, como la de las albas («Mi gallejo, mira quién llama«). Los más importantes poemas son aquellos que reflejan su misticismo. El primero de ellos es «¡Oh Hermosura que excedéis«, que envió a su hermano Lorenzo. En el poema, la Santa describe el amor místico entre Dios y el hombre, para el cual éste debe desprenderse de los lazos que lo unen a la tierra para llegar a la unión última: «Juntáis quien no tiene ser / con el ser que no se acaba«. El poema más conocido de Santa Teresa es la glosa al «Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero / que muero porque no muero«. El poema original, glosado por otros escritores, trata del amor humano, pero en este caso es convertido en la expresión del amor místico: el poema expresa el deseo de morir por parte de la amada para unirse para siempre con el amado. En la segunda estrofa aparece el tópico, tan repetido en la poesía cancioneril, de la prisión de amor; en este caso, Dios es el prisionero del corazón de la Santa. Otro de los poemas místicos es aquel que comienza «Yo toda me entregué y di«. En este poema, un motivo de la lírica amorosa, las flechas de amor, vuelve a aparecer a lo divino: aquí es un ángel el que lanza las flechas que hieren a la Santa y producen el amor, la unión mística reflejada en los dos versos siguientes: «y mi alama quedó hecha / una cosa con su Criador«.
Santa Teresa de Jesús, Libro de las fundaciones.
Obra en prosa
La obras más importantes de Santa Teresa fueron escritas en prosa. Según sus contenidos, pueden dividirse en dos grupos: las obras autobiográficas, y las propiamenete ascéticas y místicas. La división no es absoluta, pues en las de uno y otro tipo aparecen elementos del otro. Al primer grupo pertenecen: Libro de la vida, Libro de las fundaciones, Libro de las relaciones, y sus cartas; al segundo, Camino de perfección y el Castillo interior o Las moradas, y algunas otras obras menores.
El Libro de la Vida, llamado también por la autora Libro grande o Libro de las misericordias de Dios, tiene dos redacciones: la primera de ellas fue terminada en 1562; la segunda, y definitiva, con el añadido de sucesos posteriores a la primera fecha fue terminada después del 13 de junio de 1565 con la división en cuarenta capítulos, y enviada para su aprobación al maestro Juan de Ávila. De esta obra conservamos el manuscrito autógrafo, guardado, por deseo de Felipe II, en el monasterio de El Escorial. La princesa de Éboli denunció el libro ante la Inquisición, que lo recogió y entregó al padre Domingo Báñez y al padre Hernando del Castillo para que emitieran su parecer, que en ambos casos fue favorable, aunque el primero de ellos aconsejó que no tuviese libre circulación mientras viviera la autora, «hasta ver en qué paraba esta mujer«. Sin embargo, antes y después de este dictamen la obra circuló en numerosas copias manuscritas hechas por amigos de la Santa. El libro está escrito dentro del género epistolar dirigido a sus confesores y directores espirituales («vuesa merced«, «vuesas mercedes«). En el libro se mezclan partes autobiográficas y partes más propias de un tratado doctrinal. La primera parte del libro, que comprende los capítulos 1 al 9, son autobiográficos; en ellos, la autora relata su vida interior desde su niñez hasta los primeros años de su vida religiosa. En estos capítulos, el hecho central es el de su conversión, que divide el «antes y el después» de su vida. Esta visión contiene una nueva valoración del pasado desde la perspectiva de la visión mistica, que ha transformado la personalidad de la Santa. Los capítulos 11 a 22 contienen un tratado de los grados de oración, articulado con la parte autobiográfica mediante el capítulo 10, que sirve de transición a esta segunda parte. En ella el «yo» que ha articulado y protagonizado la primera parte pasa a un segundo plano. En esta segunda parte el lenguaje se vuelve figurativo, y bajo la alegoría presenta una detallada exposición de la oración. La tercera parte comprende los capítulos 23 a 31. En estos capítulos describe su camino místico. Lo importante en esta parte es el análisis al que somete las distintas partes de la unión mística. La propia Santa refleja el cambio de estructura y tono de la obra: «es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí a lo que parecía«. La cuarta parte comprende los capítulos 32 a 36, añadidos en la segunda redacción. El tema de esta parte es la fundación del convento de san José, episodio que constituye la afirmación de su vida mística; al fin y al cabo la fundación de este monasterio supone «la instalación de la jornada eremítico-contemplativa carmelitana«. Los últimos capítulos, 37 a 40, renuevan la narración episódica. En esta quinta parte predomina un sentimiento de serenidad y de seguridad interior por el conocimiento de la procedencia de las visiones que en la tercera parte había permanecido en duda. Las diferencias entre la primera parte, autobiográfica, y las demás se refleja en una visión paradójica: la ruindad que ella presenta como característica de su vida (ella se refiere a sí misma como «ruin» o «tan ruin«) agranda las mercedes recibidas y que se relatan en las otras partes; así lo manifiesta en el capítulo 7: «He dicho esto para que se entienda mi maldad y la gran bondad de Dios y cuán merecido tenía el infierno por tan grande ingratitud«. El conflicto se dramatiza con el asedio al que la somete el demonio, que constantemente intenta apartarla del camino espiritual que la Santa se ha fijado. Se establece así un triángulo amoroso entre el alma de Santa Teresa, Dios y el diablo. Estos tres personajes son los únicos que aparecen citados con sus nombres, con lo que la atención del lector se centra en el conflicto entre ellos, sin que su atención sea desviada por la presencia de otros individuos. La experiencia mística es presentada con temor, por las sospechas que despertaba en la Inquisición, en sus confesores y en ella misma: «Comenzó Su Majestad a darme muy de ordinario oración de quietud y muchas veces de unión… Yo, como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que las había hecho el demonio, comencé a temer«. El problema, pues, de Santa Teresa es la oposición Dios-demonio; ¿quién de los dos es el que provoca las visiones? Un factor al que la autora está constantemente refiriéndose para establecer la veracidad de sus actos es la experiencia; está convencida «de la solidez de su experiencia, pero duda del valor de su convicción«; le falta la cultura teológica de otros escritores religiosos. Y esa duda se manifiesta en el lenguaje como lo demuestran la reiteración de ciertas expresiones: «a mi parecer», «paréceme», «creo», «me parece». La cuarta parte también expresa un conflicto, pero esta vez no es un conflicto interior, sino que afecta a sus actividades exteriores: la fundación del monasterio de San José. La Santa está movida por su convicción de que sigue la voluntad divina. Pero una vez conseguido su objetivo se sume otra vez en la duda acerca de su actuación, o, mejor dicho, de la motivación de su actuación: «Acabado todo, sería como desde a tres u cuatro horas, me resolvió el demonio una batalla espiritual». Pero la última parte del libro significa la resolución de todas las dudas, la convicción del origen de sus visiones.
El Libro de las fundaciones se presenta como una continuación del Libro de la vida. Fue escrito respondiendo a una petición del padre Ripalda, que le pidió que escribiera todas las noticias posibles sobre su actividad reformadora; en efecto, la obra narra la fundación de los dieciocho conventos y, a la postre, su vida en el periodo de 1567 a 1582. La obra tuvo un largo proceso de escritura, pues debió ser escrita entre 1573 y 1582, pues el último capítulo describe la fundación del monasterio de San José en Burgos, cuya primer misa se celebró en abril de 1582. El estilo de esta obra es más cuidado que en las otras. Tienen especial interés los retratos de los personajes que aparecen en la narración.
El Libro de las Relaciones fue escrito en distintos periodos entre 1560 y 1579. Consta de un grupo de cartas dirigidas a San Pedro de Alcántara y a sus confesores, relatándoles los favores que había recibido de Dios. Se conservan más de cuatrocientas cartas escritas por Santa Teresa a los más diversos destinatarios (Domingo Báñez, fray Luis de Granada, Felipe II, el beato Juan de Ávila, su hermano Lorenzo, etc.), aunque desgraciadamente se han perdido muchas, entre ellas las dirigidas a San Juan de la Cruz, que proporcionarían importantes detalles de las luchas entre los calzados y los descalzos. Son los documentos más interesantes porque en ellos se nos muestra la autora en toda su humanidad; son sus momentos de buen humor y sus momentos bajos. Muchas de ellas contienen alusiones obscuras para nosotros, y otras muchas tienen como tema central los asuntos económicos y políticos de sus diferentes fundaciones. Tienen también el valor de aportar numerosos datos de interés sobre las gentes de su tiempo.
El Camino de perfección es una obra ascética. La obra fue comenzada en 1565, aunque fue reescrita cinco años más tarde, atendiendo a los ruegos de fray Domingo Ibáñez para mostrar a sus monjas el camino de perfección de la vida monástica, enseñarles a orar y mover a todos para la salvación de sus almas. En esta obra no aparecen referencias a sus visiones, sino que predomina la preocupación por el ser humano. La preocupación se extiende a la salud de la Iglesia; así, la vemos aconsejar a sus monjas que recen para evitar que Francia caiga en poder de los protestantes. En los primeros dos capítulos hace hincapié en la necesidad de la pobreza en su Orden. En los capítulos que van del cuarto al décimo, Santa Teresa destaca la caridad como centro de la vida conventual. En el capítulo cinco aborda el problema del confesor, que debe ser ante todo un hombre letrado para que pueda entender todos los aspectos de la vida ascético-mística que conlleva el camino de perfección. En el capítulo once trata el tema de la mortificación, otro de los puntos en los que se basa el camino de las monjas. Otro de estos puntos es el de la humildad, que es la prueba del amor a Dios, y la senda segura para la salvación de cualquier ser humano que la ejercite. Este camino a la perfección ha de ser acompañado por la perfección en la oración, una oración que ha de ser contemplativa. Pero la contemplación no es algo que uno pueda lograr tras el análisis de su propia conciencia, la contemplación es un don divino, entendido como un estímulo para alcanzar un amor más alto. Lo importante en este momento es que el ser humano que ha recibido ese regalo esté preparado y ponga su esfuerzo en desarrollarlo. En el capítulo veinte Santa Teresa establece que el método más seguro para llegar al primer nivel de la contemplación es la oración; ésta ha de ser mental y ha de lograr que el orante se evada del mundo. Para ella, el fundamento para que la oración logre su objetivo debe basarse en: humildad, propósito firme, concentración y amor. La última parte del libro está dedicada a la exposición de las siete peticiones del Padrenuestro, cada una de ellas glosada con comentarios. Así la vemos situar el cielo, la morada divina en nuestra propia alma, lejos de las distracciones exteriores, que le permitan la unión con Dios, unión que durará unos instantes tan solo, ya que la unión definitiva, lograda a través de la contemplación, se produce cuando el alma abandona la prisión del cuerpo. Se detiene también en la oración para la Eucaristía, por la cual el hijo de Dios es enviado por este a la tierra para ser consagrado en la Comunión. Otra de las peticiones provoca en Santa Teresa la renuncia al concepto del honor de la época; la contemplación es compatible con ciertas imperfecciones humanas, pero jamás con el orgullo del honor.
Toda la doctrina mística y ascética que se halla dispersa por todas sus obras se concentra en Las Moradas o Castillo Interior, escrita en 1571 a petición del padre Gracián. La obra consta de veintisiete capítulos. Santa Teresa concibe la vida espiritual del hombre «como un castillo todo de diamante y muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, ansí como en el cielo hay muchas moradas«. Los aposentos están construidos en una forma concéntrica, en cuyo centro está la mansión divina. El alma tiene que recorrer los siete aposentos en su camino de perfección para alcanzar la unión con Dios. Para llegar a la puerta del castillo, la única senda es la de la oración. A partir de aquí entramos en la mansión, cuyas tres primeras habitaciones pertenecen a la vía purgativa. A la primera morada el alma debe entrar pura y así recibirá la luz divina, si no la habitación quedará en absoluta obscuridad. En la segunda morada el alma está más alerta que en la primera y se interroga sobre la superioridad de la vida religiosa frente a la vida secular con sus amigos y parientes; aquí el alma escucha el ruido de las armas de los demonios dirigidas contra ella. Pero el recuerdo de Dios hace que se abstraiga de estas molestias y continúe su viaje. Poco a poco el alma se asegura que el señor del castillo la guiará en su paso de una morada a otra; para ello no debe olvidar que la puerta de entrada al castillo es la oración. La tercera morada recompensa la constancia espiritual del alma con una mayor seguridad contra las tentaciones. Los que han logrado traspasar el umbral de esta tercera morada se hallan libres de los enemigos del alma. Aquí el ser humano debe obedecer y aprender de las personas perfectas para hacer que el paso de una a otra sea lo más rápido posible; en este pasaje la Santa presenta el símil de los pajaritos que aprenden de sus padres la forma de volar. La cuarta morada comienza otra de las vías místicas: la iluminativa. El alma experimenta aquí la dulzura de la oración. En esta ocasión lo importante es el amor y la comprensión para acercarnos a Dios. Santa Teresa explica la distinción entre deleite autoinducido y consuelo divino; el primero aparece ligado a la meditación y el segundo a la contemplación pasiva. Ambas tienen su origen en la misma fuente divina: el agua de la meditación tiene que hacer un largo recorrido a través de muchos acueductos y ruidosos artificios; el agua de la contemplación proviene de una poco ruidosa fuente cercana y desborda su recipiente. Este desbordamiento nace en el séptimo aposento del castillo y llega a las otras tres moradas del castillo interior y produce en la cuarta la dulzura y el silencio, sentidos sólo en el interior del alma. Pero el problema que debe resolver la Santa es cómo se unen los sentidos y las facultades para hacer posible la contemplación pasiva; para explicarlo recurre a la comparación con el silbido del pastor que se escucha en lo más profundo del alma. Entonces se produce el encogimiento y el recipiente del agua se agranda; esto significa libertad, que el alma pierde el miedo a un posible daño y siente cada vez más grande el amor de Dios. En la quinta morada el alma ya se ha despojado completamente de su vestidura corporal, y de esta forma puede acercarse a Dios. La autora describe en estos momento el alma como una persona que parece muerta, porque no mueve ni un solo músculo en su cuerpo. Aquí se establece la comparación con el gusano de seda que construye el capullo en el que se encierra hasta que se convierte en mariposa; para Santa Teresa, la mansión que se construye el gusano resulta ser la morada de Dios. Por tanto, el cuerpo ha de dejar de existir para que se produzca la unión entre el alma y su Creador. Aquí surge por vez primera el tema de la comparación entre la unión mística con Dios y el matrimonio, comparación que la monja considera inexacta aunque se puede aplicar. Continúa la imagen con la idea de que el amor del alma hacia Dios se produce la primera vez que lo ve, y a partir de ese momento la novia está dispuesta a hacer todo lo posible para que el matrimonio se lleve a feliz término. La sexta morada comienza con la idea de que el alma ha sido herida de amor. La novia tiene que soportar las enfermedades y los terribles dolores que le producen los agentes exteriores. Pero Dios aparta todos esos dolores y enfermedades y el alma se siente como un soldado victorioso en una batalla en la que el vencedor ha sido Dios. Aquí el alma se siente herida por una dulce herida producida por el Esposo ausente, cuyo silbido, procedente del séptimo aposento, oye. El alma no puede evitar escuchar el silbido, puesto que es Dios el que lo emite. Aquí el Señor abraza al alma y la aparta de todos sus sentidos, pero la Santa es incapaz de describir este momento, las visiones que se le aparecen. Dios cierra en el momento del éxtasis (arrobamiento) las puertas de todas las moradas, la única que permanece abierta es la séptima, donde se produce la unión. El alma se embriaga de placer y excitada quiere extender por el mundo la alabanza de Dios. En el momento que antecede a la unión, el alma se da cuenta de que el palacio en el que habita es Dios y que el mínimo pecado le dolerá. En la séptima morada Santa Teresa habla del matrimonio espiritual con la esperanza de que éste se haga extensivo a sus hijas. El matrimonio se consuma en este aposento que es sólo de Dios. Allí la esposa experimenta la compañía del esposo, la presencia constante. El matrimonio espiritual, explica Santa Teresa, es indivisible, es como las gotas de lluvia que caen en un río, que no pueden ser separadas del agua de ese río. El alma aquí permanece calmada, aunque su cuerpo en la tierra sigue sufriendo en estado de guerra. El alma y Dios disfrutan uno del otro en completo silencio y el entendimiento es testigo de esta situación a través de una pequeña abertura; esto quiere decir que durante la unión mística las facultades están aturdidas. Todo este proceso de unión debe producir en el alma la necesidad de desarrollar una labor evangélica; las novias y recién casadas han de ser esclavas de su Esposo. El vino bebido en la bodega del Esposo tiene el poder de fortalecer el cuerpo. Sobre la construcción de la obra, Sáinz Rodríguez escribió: «Por sus excepcionales cualidades de análisis interno y de exposición exacta y positiva, su obra representa el mejor inventario y estudio de todos los estados y matices de las almas en este gran camino y lucha de su unión con Dios. Toda la mística universal no ha mostrado un fenómeno de esta índole que no esté estudiado, observado y encasillado en la gran obra teresiana«.
Bibliografía
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Victoriano Roncero López