Böhl de Faber, Cecilia, o «Fernán Caballero» (1796-1877).
Narradora española de origen helvético, nacida en Morges (Suiza) el 27 de diciembre de 1796, y fallecida en Sevilla el 7 de abril de 1877. Universalmente conocida por su pseudónimo literario de «Fernán Caballero» -del que tuvo que valerse para dar a la imprenta unas obras que, en la época en que le tocó vivir, no era fácil publicar bajo el nombre de una mujer-, dejó impreso un extenso y brillante legado literario y periodístico que la convirtió en una de las pioneras de la narrativa femenina española, y tal vez en la primera mujer que en España se dedicó profesionalmente a las letras.
Vida y obra
Su vocación literaria, manifiesta en ella desde su temprana infancia, le debió mucho a la influencia de su progenitor, el ciudadano natural de Hamburgo Juan Nicolás Böhl de Faber (1770-1836), erudito y bibliófilo por afición que, afincado en España, se convirtió uno de los más firmes baluartes de la estética del Romanticismo y contribuyó con sus estudios a la recuperación del teatro calderoniano -muy denostado a finales del siglo XVIII por la crítica ilustrada- y de la lírica tradicional castellana (fue autor de algunos trabajos tan relevantes para la filología española decimonónica como Vindicaciones de Calderón y del teatro antiguo español contra los afrancesados en literatura, de 1820; Floresta de rimas antiguas castellanas, de 1821-25; y Teatro español anterior a Lope de Vega, de 1832). Paradójicamente, la trayectoria profesional de don Juan Nicolás Böhl de Faber no guardaba relación alguna con la creación literaria, ya que dirigía los negocios comerciales de su familia en Andalucía y ejercía como cónsul de las repúblicas hanseáticas en Cádiz. Fue allí donde conoció a su futura esposa, Francisca Javiera Ruiz de Larrea y Aherán, hija de Antonio Ruiz de Larrea, un destacado transportista de mercancías entre Europa y las Indias, y de Francisca Javiera Aherán Malone, una ciudadana irlandesa. Este rico crisol de diferentes nacionalidades y culturas en sus ancestros fue también decisivo para la forja del talante abierto y cosmopolita de la escritora española, que tuvo acceso desde niña a las principales corrientes ideológicas y artísticas que recorrieron Europa a finales del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria.
La llegada al mundo de la futura escritora se produjo, de forma casual, en territorio suizo, en el transcurso de un viaje realizado por sus progenitores a Alemania, motivado por los entonces boyantes negocios de don Juan Nicolás. De regreso a España, la familia volvió a asentarse en Cádiz hasta que, en 1805, nuevas obligaciones laborales del padre propiciaron otro desplazamiento a Hamburgo. Allí nacieron dos hermanas de Cecilia, con las que retornó a España doña Francisca Ruiz de Larrea, mientras su esposo quedaba en su ciudad natal al cuidado de sus dos hijos mayores (Cecilia y Juan Jacobo). Durante más de un lustro, la futura escritora creció y se educó bajo la supervisión de su progenitor, quien, además de matricularla en un selecto internado francés de Hamburgo, le inculcó ese amor a las letras que, a partir de entonces, habría de gobernar los derroteros de su vida.
En la segunda década del siglo XIX la familia se había vuelto a reunir, al completo, en Cádiz, aunque ahora don Juan Nicolás no representaba ya los intereses comerciales de la compañía Böhl, que se había visto obligada a cerrar por quiebra. Consiguió entonces el cabeza de familia un nuevo empleo como delegado de la empresa alemana Duff Gordon y Cía, con el que a duras penas logró ir sacando adelante a los suyos durante una temporada, pues con este inopinado cambio de su situación laboral había perdido gran parte del poder adquisitivo de que había gozado hasta entonces. Estas dificultades económicas enrarecieron las relaciones personales en el seno de la familia e hicieron patentes las desavenencias existentes entre la joven Cecilia y su madre, quien en 1816 mostró su firme oposición al proyecto de enlace conyugal entre su hija -ya veinteañera- y el capitán Antonio Planells y Bardaxí, un militar con el que, pese a esta oposición materna, la futura escritora se casó en el transcurso de aquel mismo año (concretamente, el día 30 de marzo), después de un fugaz noviazgo. Embarcados, entonces, los recién casados rumbo a Puerto Rico (donde el capitán estaba destinado), apenas estuvieron unidos por espacio de un año, pues en tan breve espacio de tiempo Antonio Planells perdió la vida y Cecilia Böhl de Faber hubo de acogerse al amparo del capitán general de la isla, hasta que pudo reunir fondos para regresar al hogar que seguía ocupando su familia en Cádiz.
Muy pronto conoció a quien habría de convertirse en su segundo esposo, el militar y aristócrata sevillano Francisco Ruiz del Arco, marqués de Arco Hermoso, con el que, después de haber contraído nupcias el día 22 de marzo de 1822, se estableció en Sevilla, donde tuvo ocasión de integrarse en los principales foros políticos y culturales de la capital andaluza, muy frecuentados por su nuevo esposo. Pero la necesidad de apartarse durante algún tiempo de esta actividad política, sumada a la búsqueda de un clima seco y un entorno sosegado que aminorasen los efectos de la grave afección tuberculosa que padecía, obligaron a Francisco Ruiz del Arco a mudar su domicilio, primero, a El Puerto de Santa María, luego, a Cádiz y, finalmente, a la localidad sevillana de Dos Hermanas, en donde el matrimonio se estableció en 1823 para residir allí, de forma permanente, hasta 1835, fecha en la que se produjo el óbito del segundo esposo de la escritora. A raíz de su nueva viudez, Cecilia Böhl de Faber -que, hasta entonces, se había dedicado al cultivo de las letras sin ningún interés profesional, como quien se entretiene en una afición de escasa relevancia- decidió tomar personalmente las riendas de su vida. Así, lejos ya de las presiones familiares y las obligaciones debidas -por aquel entonces- a la autoridad de un esposo, se consagró de lleno al cultivo de su rico mundo interior, todavía regado por las fértiles inquietudes intelectuales y creativas que le había inculcado su progenitor (quien, paradójicamente, a pesar de haber sido el que la había iniciado en el mundo de las Humanidades, tardó mucho en aceptar los méritos literarios de su hija, pues era de la retrógrada opinión de que una mujer no debía ocuparse en menesteres ajenos a las labores domésticas).
Así las cosas, al poco tiempo de haber sobrevenido la muerte de su segundo esposo Cecilia Böhl de Faber emprendió un largo recorrido por Europa que la condujo, después de haber visitado varias poblaciones alemanas, hasta la gran ciudad de Londres, en donde, haciendo gala de esa libertad reconquistada y esa ausencia de prejuicios morales recién adquirida, se enroló en una nueva aventura amorosa (esta vez, con Federico Cuthbert, a quien ya había conocido durante su período de residencia en El Puerto de Santa María). Pero hubo de interrumpir su relación al año siguiente para regresar precipitadamente a España, desde donde le habían llegado noticias de la agonía de don Juan Nicolás Böhl de Faber, que falleció a finales de aquel año de 1836.
Afincada, pues, de nuevo en España y recién separada de lord Cuthbert -con el que no había llegado a contraer matrimonio-, en unos pocos meses, volvió a pasar por la vicaría, ahora del brazo del joven pintor Antonio Arrom de Ayala, natural de Ronda y, ya en el momento de la boda, afectado también por la tuberculosis. Como era de esperar, este tercer enlace conyugal de Cecilia Böhl de Faber fue piedra de escándalo entre la puritana sociedad andaluza que rodeaba a los recién casados, y, de forma muy señalada, en la familia del anterior esposo de la escritora y, desde luego, en su propia madre, que seguía mostrando su enojo contra esa libertad de elección de que hacía gala su hija. Pero ninguna de estas críticas logró amilanar a la audaz e impulsiva Cecilia, quien, enrolada en una nueva y dificultosa empresa matrimonial (con un marido gravemente enfermo, diecisiete años menor que ella e incapaz de asegurar las necesidades económicas básicas de la pareja), dio entonces el gran salto decisivo y se convirtió en escritora profesional. Esperaba, así, en parte, distraerse de los continuos problemas que amenazaban su relación, y en parte, contribuir con sus ganancias al sustento del matrimonio (entre otros detalles del esfuerzo y la generosidad de la escritora en beneficio de su tercer esposo, cabe mencionar que le costeó con su propio patrimonio un viaje a Manila, con la esperanza de que el clima del sudeste asiático aliviases sus dolencias).
Para calibrar en su justa medida la importancia de esta decisión de Cecilia Böhl de Faber hay que tener bien presente las dificultades que rodeaban a la autora en el momento de tomarla, con continuos desplazamientos del domicilio familiar (de Sevilla a Jerez, de Jerez a El Puerto de Santa María, y de allí a Sanlúcar de Barrameda) en busca de unas condiciones climáticas favorables para la salud quebradiza de su esposo, y con constantes fracasos de éste en cuantos negocios emprendía (que obligaron a la pareja a ir vendiendo, para subsistir, casi todos sus bienes). Llegaron, entonces, las primeras colaboraciones periódicas de Cecilia Böhl de Faber, publicadas en algunas revistas tan difundidas como La Moda, La Ilustración (Madrid) y Álbum de las Bellas (Sevilla), y en ciertos rotativos de orientación conservadora, como La Razón Católica, El Pensamiento de Valencia y El Semanario Pintoresco (Madrid), ideología hacia la que había ido evolucionando a raíz de su excelente conocimiento de los aires políticos que corrían por el país. Al tiempo que se hacía con un cierto prestigio literario merced a estas colaboraciones periodísticas, comenzó a ocuparse de la publicación de esas narraciones breves y novelas que había venido escribiendo, por afición, desde mucho tiempo atrás, y fue así como empezaron a llegar a manos de los lectores algunos títulos tan significativos de su obra estrictamente creativa como La hija del sol (Madrid: Biblioteca Universal, 1851), Cuadros de costumbres populares andaluzas (Sevilla: Imprenta Librería Española y Extranjera de José María Goefrin, 1852), Lucas García (Madrid, 1852) y Clemencia (Madrid: Mellado, 1852).
El derrotero de su agitada peripecia sentimental experimentó otro giro brusco en 1853, cuando Antonio Arrom fue nombrado cónsul de España en Australia y se embarcó rumbo a Sydney, adonde no le acompañó su esposa, que andaba a la sazón muy afanada en sus quehaceres literarios. Como estaba marcada todavía -y a pesar de los numerosos prejuicios con los que ya había tenido que lidiar- por ese antiguo desprecio de su padre hacia la capacidad intelectual de la mujer y, en particular, hacia los primeros escritos de su hija (que, según relató la propia Cecilia, solía romper en su cara antes de llegar a leerlos, mientras le aconsejaba que no perdiera el tiempo en menesteres propios del sexo masculino), aunque se atrevía a publicar sus textos guardaba la prevención de darlos a la imprenta bajo el pseudónimo de «Fernán Caballero». De este modo, nadie podría atacarlos basándose en el hecho insignificante -desde un punto de vista meramente literario- de que estaban escritos por una mujer. Así, durante aquella larga separación matrimonial impuesta por las misiones consulares de Antonio Arrom, Cecilia Böhl de Faber subsistió merced a la publicación de otras narraciones originales tan dignas de reseña, dentro de la vertiente costumbrista del romanticismo español, como Lágrimas (Cádiz: Librería Española y Extranjera de Abelardo de Carlos, 1953), La estrella de Vandalia (Madrid: A. Andrés Babi, 1855) y La gaviota (Madrid: Tip. Mellado, 1856), esta última considerada unánimemente por críticos y lectores como su obra maestra.
Vivió, tras la partida de su esposo a Australia, primero en Chiclana y luego en Sanlúcar de Barrameda, hasta que, atenta a su fama, la propia reina Isabel II le cedió una vivienda en el Patio de las Banderas del Alcázar de Sevilla. Hacia mayo de 1859, con sus finanzas bastante más saneadas y muy mejorado de su grave dolencia, regresó a España Antonio Arrom de Ayala y se reunió con su esposa en Sevilla. Sin embargo, apenas tuvieron ocasión de disfrutar de este reencuentro durante algunos meses, porque el desventurado rondeño, presa de la desesperación que se apoderó de él cuando tuvo noticia de la traición de uno de sus socios, se quitó la vida sin reparar en la delicada situación en que iba a dejar a su esposa con este drástico proceder.
En efecto, quedó de nuevo sola, ya en su vejez, la animosa escritora, que sólo halló consuelo a su tercera viudez refugiándose en su dedicación a la escritura (ediciones de sus obras, colaboraciones periodísticas, abundante correspondencia, etc.) y en su cada vez más acentuada espiritualidad católica. Se valió del amparo y la protección de los duques de Montpensier para sobrellevar su pobreza durante sus últimos años de existencia, agravados en 1868 por el triunfo de los radicales en la revolución de La Gloriosa, que, tras el derrocamiento de Isabel II, supuso para Cecilia Böhl de Faber la pérdida de su residencia en el Alcázar de Sevilla, puesto en venta por las nuevas autoridades del país. Hubo de mudarse entonces a una modesta vivienda sevillana, en donde le cupo el honor de recibir, en 1877, la visita de la propia Isabel II (en el transcurso de uno de sus fugaces retornos a España durante el reinado de su hijo Alfonso XII) y de la infanta Luisa Fernanda (que la honró con su amistad y compañía durante sus días postreros). En esa humilde casa de Sevilla perdió la vida a los ochenta años de edad, en los primeros días de la primavera de 1877.
En su asombrosa peripecia vital, plagada de contradicciones y paradojas, resulta obligado reparar en la compleja relación que Cecilia Böhl de Faber mantuvo con su madre. Ésta, a pesar de enfrentarse directamente con la escritora por sus diferentes criterios sociales y morales respecto al matrimonio, la apoyó en su carrera literaria con mucho mayor entusiasmo del que le había mostrado en este aspecto don Juan Nicolás Böhl de Faber. Su padre, que le había imbuido el amor a las letras desde su primera formación escolar en Alemania, renegó durante muchos años de sus aspiraciones literarias -que, en su particular concepción misógina de la distribución de roles entre los dos sexos, no dejaban de ser meros caprichos impropios de una mujer- y sólo mostró un cierto orgullo paterno al conocer la fructífera labor de recuperación de viejas leyendas populares que había llevado a cabo su hija. En cambio, doña Francisca Javiera Ruiz de Larrea alentó siempre a Cecilia tanto en sus labores de recopilación como en su actividad creativa, llegó a prestarle ayuda como copista en sus trabajos de traducción, y se empeñó en que su obra original rebasase ese ámbito privado al que, en un principio, parecía haberla relegado la propia autora (al parecer, ella misma envió por su cuenta algunas copias de los escritos de su hija a diferentes periódicos y revistas, con la esperanza de que salieran a la luz pública). Esta doble actitud de enfrentamiento moral y apoyo profesional de doña Francisca Ruiz de Larrea respecto a su hija se explica, por un lado, por el férreo conservadurismo ideológico de que hizo gala la madre de la escritora durante toda su vida (conservadurismo que, en buena medida, acabó heredando Cecilia Böhl de Faber con el paso de los años); y, por otro lado, por las inquietudes literarias que también albergó durante toda su existencia la esposa de don Juan Nicolás, que, en su ámbito meridional, fue una de las grandes animadoras del panorama intelectual y artístico. Así, mantuvo durante muchos años en su casa una fecunda tertulia literaria y se convirtió en una de las principales impulsoras de la estética y la ideología propias de la vertiente conservadora del romanticismo, corriente a cuya difusión en España contribuyó notablemente merced a sus valiosas traducciones de diferentes obras de lord Byron (1788-1824) -a quien vertió por vez primera a la lengua castellana- y de otros destacados autores del romanticismo europeo.
Otro de los grandes valedores de la obra literaria de «Fernán Caballero» fue el poeta, dramaturgo y crítico literario madrileño Juan Eugenio de Hartzenbusch (1806-1880), quien, en su calidad de funcionario de la Biblioteca Nacional, fue enviado en 1849 a El Puerto de Santa María para que tasara la colección de libros particular de don Juan Nicolás Böhl de Faber, lo que le permitió conocer de primera mano algunas de las obras que la hija del finado había escrito por afición. Sorprendido por la calidad de estos textos, el autor de Los amantes de Teruel se encargó personalmente de promover la publicación de algunos de los escritos que pronto habrían de hacer célebre el pseudónimo de «Fernán Caballero».
La producción literaria de Cecilia Böhl de Faber, caracterizada por ese tono costumbrista y moralizante que le fue dictando su progresivo conservadurismo católico, comprende otros títulos como La familia de Alvareda; Una en otra; Los dos amigos; Sola; Elia o La España treinta años ha; Callar en vida y perdonar en muerte; Con mal o con bien a los tuyos te ten; Un servilón y un liberalito o tres almas de Dios; El exvoto; El vendedor de tagarninas; Una madre; No transige la conciencia; Cosa cumplida… sólo en la vida; Un verano en Bornos; Lady Virginia; Deudas pagadas; Vulgaridad y nobleza; La farisea; Las dos gracias; Estar de más; ¡Pobre Dolores!; Justa y Rufina; La calumnia; El último consuelo; El pájaro de la verdad; La niña de los tres maridos; y -entre otros relatos y novelas- La Noche de Navidad. Buena parte de estas obras vieron la luz, antes que en formato de libro, entre las páginas de los periódicos y revistas en los que colaboraba habitualmente la escritora, como (aparte de los ya mencionados en parágrafos anteriores) Revista de Ciencias, Literatura y Arte, El Museo Literario y El Ateneo (de Sevilla); El Folletín (de Málaga); El Pensamiento y El Museo Literario (de Valencia); La Madre de Familia (de Granada); y El Museo Pintoresco, Gaceta Literaria, La Violeta, La Educanda, El Cristianismo, El Ángel del Hogar, La Cruzada, La Época, El Progreso, La Ilustración Española y Americana, El Correo de la Moda, Los Niños, y -entre otras muchas publicaciones periódicas- El Eco de Europa (de Madrid).
Respecto a su interesante labor de recopilación y difusión de leyendas populares, cabe citar, por último, algunos títulos tan relevantes en el conjunto de la obra de «Fernán Caballero» como Cuadros de costumbres populares andaluzas (Sevilla: Imprenta Librería Española y Extranjera de José María Geofrín, 1852), Cuentos y poesías populares andaluzas (Sevilla: Imprenta y Librería La Revista Mercantil, 1859) y Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares e infantiles (Madrid: T. Fortanet, 1877). Tras la muerte de la escritora, aparecieron otras muchas recopilaciones de este rico acervo folklórico que Cecilia Böhl de Faber había sabido recuperar, como Pobres y ricos. Cuentos populares recopilados por Fernán Caballero y Adolfo Claranena (Madrid, 1890); Cuentos de encantamiento infantiles. Cuentos infantiles religiosos. Oraciones, relaciones y coplas infantiles. Colección de artículos religiosos y morales (Madrid: Revista de Archivos, 1911); El refranero del campo y poesías populares (Madrid: Revista de Archivos, 1912-14); etc.
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