Alfredo Zitarrosa (1936–1989): Voz de la Tierra y Conciencia del Río de la Plata
Raíces profundas, voz naciente
Un niño entre dos hogares: identidad, campo y cultura
Alfredo Zitarrosa, uno de los más grandes cantores populares del siglo XX en América Latina, nació el 10 de marzo de 1936 en Montevideo, en un entorno social marcado por profundas desigualdades y tensiones entre lo urbano y lo rural. Su madre biológica fue Blanca Iribarne, pero desde muy pequeño fue criado por el matrimonio formado por Carlos Durán y Doraisella Carbajal, quienes lo acogieron en su hogar y lo criaron como si fuera su propio hijo. Durante años, Alfredo los reconoció como sus verdaderos padres, una elección afectiva que tuvo un fuerte impacto en su formación emocional e identitaria.
Sus primeros años transcurrieron en el pequeño pueblo de Santiago Vázquez, una localidad ribereña cercana al río Santa Lucía, donde las raíces rurales se mantenían firmes y vivas. Allí, y durante sus frecuentes veraneos en el departamento de Flores, el joven Zitarrosa se impregnó de las costumbres, el habla, los códigos y la cosmovisión del hombre de campo. Estos paisajes y personajes formarían más tarde el núcleo temático de su cancionero. El contacto con José Carbajal, hermano de su madre adoptiva y empleado rural al servicio de los Irazábal, reforzó esa relación entrañable con el mundo campesino.
De ese entorno extrajo una sensibilidad estética y social que marcaría toda su obra. Zitarrosa nunca se definió como simple folclorista. En sus propias palabras: “No soy folclorista; soy cantor popular uruguayo, y mi canto es fundamentalmente de raíz campesina; todo es milonga, milonga madre, madre incluso del tango y del candombe”. Su visión estética fusionaba la tradición con una conciencia crítica del presente, y su identificación con la milonga, forma musical rioplatense profundamente enraizada en el mundo gauchesco, lo distinguió de otras corrientes musicales urbanas o comerciales.
Vocación por la palabra: entre el micrófono y la poesía
El amor de Alfredo por el lenguaje y la expresión oral se manifestó desde muy temprano. A los 8 años, tuvo su primer contacto con el medio radiofónico en CX 44 Radio Monumental, participando en el programa infantil El precoz tenor, donde las madres pagaban para que sus hijos cantaran. Allí conoció a personajes clave como Jorge Riverón y Manolo Guardia, que luego formarían parte de su entorno artístico.
Educado en un ambiente de fuerte formación cristiana, Alfredo tomó su primera comunión en 1943 y fue monaguillo durante la escuela primaria. A pesar de las exigencias religiosas, no abandonó nunca su curiosidad intelectual: según sus compañeros, prefería jugar con un microscopio antes que con una pelota. Esta inclinación científica, que parecía alejarlo de lo popular, se combinaba con una profunda sensibilidad estética.
Una figura clave en este periodo fue su maestra Esmeralda Iralde, quien no sólo estimuló su intelecto, sino que también dejó una huella duradera en su formación cultural. Como él mismo recordaría: “Ella me enseñó a gustar de Fidias, de Beethoven, me enseñó a usar el microscopio”. Gracias a Iralde, Zitarrosa aprendió a admirar tanto el arte clásico como la música culta, elementos que, aunque no visibles directamente en sus canciones, dotaron a su obra de una profundidad humanista inusual en el medio folclórico.
Durante su adolescencia y juventud, Alfredo cursó estudios en el Liceo Dámaso Antonio Larrañaga, el Liceo Zorrilla nocturno, y más tarde en la Facultad de Humanidades. Aunque no concluyó una carrera formal, su capacidad autodidacta lo convirtió en un hombre de vastísima cultura. En este periodo también se consolidó su identidad legal: cuando su madre se casó con un hombre de apellido Zitarrosa, Alfredo optó por adoptar el mismo apellido, que terminaría por convertirse en sinónimo de la canción popular uruguaya.
El poeta autodidacta y el despertar artístico
La transición de Alfredo Zitarrosa hacia la vida artística se dio de forma gradual pero decidida, pasando por una intensa actividad como locutor de radio. A los 18 años, tras la muerte de sus padres adoptivos, comenzó a vivir con su madre biológica y se presentó a una prueba en CX 10 Radio Ariel. Superó el examen con éxito, iniciando una carrera de más de una década en las principales emisoras del país: CX 32, CX 36, CX 14, CX 18, CX 20, CX 8 y Canal 4 Montecarlo. Su voz se volvió familiar para miles de uruguayos mucho antes de que lo conocieran como cantor.
Su talento literario no tardó en destacarse. En 1958, obtuvo el Premio Municipal de Poesía, otorgado por un jurado de lujo que incluía al célebre narrador Juan Carlos Onetti, a Laura Cortinas y al poeta Vicente Basso Maglio, cuya ideología anarquista y sensibilidad simbolista influirían notablemente en Zitarrosa. Basso Maglio, además, era el autor de los editoriales que Alfredo leía en la radio CX 14. Cuando el poeta falleció en 1961, el programa fue cancelado, lo que motivó a Zitarrosa a escribir una carta pública en la que afirmaba provocadoramente: “El programa no ha cesado por la muerte de su autor, sino que el autor ha muerto por cese de su opinión”. Esta misiva, publicada en los semanarios Sol, Marcha y Lucha Libertaria, le costó el despido. Sin embargo, le valió también una oportunidad nueva: el director Carlos Quijano lo incorporó como periodista en Marcha, una de las revistas más influyentes del pensamiento crítico latinoamericano.
Con la indemnización obtenida por su despido, Zitarrosa intentó viajar a Cuba en los primeros años tras la Revolución, pero sólo llegó hasta Perú. En Lima, trabajó como periodista en los diarios 7 Días y Oiga, y dio sus primeros pasos serios como cantante. Fue su amigo César Durán quien lo conectó con el canal 13 Panamericano, donde cantó en el programa de Tulio Loza, interpretando “Guitarrero” y “Milonga para una niña”. La semilla artística había germinado.
Aunque ya había compuesto su primera canción, “Recordándote”, en 1960, fue a partir de esta experiencia peruana cuando comenzó a definirse como cantor. A su regreso a Uruguay, retomó su actividad como locutor en Canal 4, y colaboró con publicaciones como Acción y Marcha. Fue en este marco donde realizó importantes entrevistas a personalidades como Silvie Vartan, Atahualpa Yupanqui, Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez, consolidando un estilo periodístico agudo y sensible.
El momento de transformación estaba cerca. La palabra escrita y la oralidad del locutor se unían en la música. El cantor estaba por nacer.
El canto como trinchera
La consagración del cantor popular
El despegue definitivo de Alfredo Zitarrosa como figura central de la música popular latinoamericana se dio a mediados de los años 60, cuando su primer disco doble fue publicado con una selección de canciones que definían el rumbo de su arte. Entre los temas incluidos estaban “Milonga para una niña”, “El Camba”, “Mire amigo” y “Recordándote”, piezas que combinaban el lirismo poético con una poderosa raíz campesina.
A partir de ese momento, la discografía de Zitarrosa se expandió rápidamente por todo el continente. Grabó en Uruguay, Argentina, Chile, México, Venezuela y España, y su música llegó incluso a Estados Unidos, Canadá, Italia, Francia, Alemania y Australia. Esta difusión internacional fue posible gracias a la calidad de su repertorio, la integridad de su propuesta y el compromiso profundo que sostenía con su pueblo.
Su estilo se cimentó en la milonga, género que revitalizó con una voz grave y solemne, acompañada de cuartetos de guitarras cuidadosamente arregladas. Lejos del comercialismo o la banalidad, cada interpretación suya era un acto de dignidad artística y cultural. La temática social, la crítica a la injusticia y la defensa de los valores humanos marcaron sus composiciones y su elección de repertorio.
Los elogios de otros artistas consagrados confirmaron su estatura. Atahualpa Yupanqui, referente indiscutible del canto criollo, no dudó en afirmar que Zitarrosa cantaba la milonga “Del solitario” mejor que él mismo. Por su parte, el catalán Joan Manuel Serrat llegó a decir: “Lo considero el poeta más importante de América Latina”. Estas declaraciones no fueron gestos de cortesía, sino el reconocimiento explícito de un cantor cuya poesía hablaba por todos.
Amores, hijas y canciones: la vida íntima de Zitarrosa
Pese a su creciente exposición pública, Zitarrosa mantuvo una vida familiar intensa y profundamente afectiva. El 29 de febrero de 1968 contrajo matrimonio con Nancy Marino, quien sería su compañera durante dos décadas, incluso en los momentos más duros del exilio. Juntos formaron una familia que Zitarrosa atesoró como su refugio más íntimo.
El 27 de enero de 1970 nació su primera hija, Carla Moriana, a quien dedicó la tierna canción “Para Carla Moriana”, donde se entrelazan ternura y esperanza. Poco después, el 12 de diciembre de 1973, nació su segunda hija, María Serena, inspiradora de otra joya lírica titulada “María Serena mía”. En estas composiciones, el cantor dejó de lado la dimensión épica de sus milongas para explorar un registro íntimo, conmovedor, que revela su faceta más humana.
La vida doméstica de Zitarrosa no fue ajena a las tensiones de su tiempo. A pesar de la cercanía con su esposa y sus hijas, el cantor vivió con intensidad las contradicciones de una vida pública comprometida con causas sociales y políticas. Esta tensión entre el hogar y la trinchera, entre el padre amoroso y el artista militante, marcó el pulso vital de su existencia.
Militancia, exilio y resistencia en el canto
El compromiso político de Alfredo Zitarrosa no fue una pose ni un oportunismo de moda. Desde muy temprano, sintió que su arte debía ponerse al servicio del cambio social. En febrero de 1971, hizo pública su adhesión al Frente Amplio, una coalición progresista que aspiraba a transformar la vida política uruguaya. En agosto del mismo año, se afilió al Movimiento de Participación Popular (MPU), el sector del Frente vinculado a los tupamaros, liderado por figuras como Raúl Sendic y, posteriormente, José Mujica.
Su arte comenzó a ser percibido por la dictadura uruguaya y otros regímenes militares del Cono Sur como una amenaza ideológica. En consecuencia, Zitarrosa fue censurado y silenciado. No se le permitió actuar ni difundir su música en Uruguay. Finalmente, el 9 de febrero de 1976, tras casi cuatro años de acoso y restricciones, se exilió voluntariamente, comenzando una de las etapas más dolorosas y complejas de su vida.
Durante más de ocho años, Zitarrosa vivió en el exilio, repartiendo su tiempo entre Argentina, España y México. Esta condición de desterrado no le impidió seguir componiendo ni presentándose ante públicos entusiastas que lo reconocían como una voz de dignidad. Su repertorio en esta etapa incluyó canciones desgarradoras como “Adagio en mi país” y “Guitarra negra”, que condensaban su tristeza, su bronca y su esperanza.
A pesar de la distancia geográfica, Zitarrosa mantuvo una presencia constante en la vida cultural y política de su país. En múltiples entrevistas y conciertos, afirmó: “Mi corazón y mi mente están en Uruguay. Yo vivo aún en Montevideo. Trabajo de cantor popular exiliado”. Su exilio fue físico, pero no espiritual.
Durante esos años, obtuvo el respeto de colegas, aplausos de públicos diversos y el reconocimiento de gobiernos democráticos en varias naciones. Su figura trascendió los géneros musicales para convertirse en un símbolo de resistencia cultural. Las guitarras que lo acompañaban se volvieron no solo instrumentos musicales, sino estandartes de una identidad en lucha.
Zitarrosa no se convirtió en mártir silencioso ni en víctima aislada. Fue un militante del canto, que utilizó cada escenario como tribuna y cada canción como manifiesto. En su voz convivían el dolor del destierro y la firmeza del que no se doblega. En ese tiempo escribió y grabó una serie de obras fundamentales como “Milonga de ojos dorados”, “Volveremos”, “El violín de Becho” y “Canción para el pequeño día”, entre otras.
Esta segunda etapa de su vida lo mostró en plenitud: artista consagrado, padre amoroso, militante comprometido y exiliado irreductible. Cada canción era una forma de regresar simbólicamente al país que le había sido negado. Pero el verdadero regreso estaba por llegar.
Regreso, legado y permanencia
El retorno esperado: Montevideo vuelve a escuchar su voz
El 31 de marzo de 1984, Alfredo Zitarrosa regresó al Uruguay tras más de ocho años de exilio forzado. El contexto político era de transición: la dictadura militar que gobernaba desde 1973 se encontraba en retirada, y los aires de democracia empezaban a soplar con fuerza. La vuelta de Zitarrosa no fue un hecho menor ni un simple regreso personal: constituyó un acontecimiento nacional que simbolizaba el retorno de la cultura libre, del arte comprometido y de la dignidad arrebatada por los años oscuros.
Ese día, decenas de miles de personas colmaron la rambla de Montevideo para darle la bienvenida. La imagen de un cantor rodeado de un pueblo que lo había esperado durante casi una década fue, para muchos, la metáfora viva del reencuentro entre el país y su voz más honda. Lejos de mostrarse complacido o triunfante, Zitarrosa mantuvo su humildad característica, agradeciendo con emoción pero sin estridencias. El reencuentro fue de igual a igual.
En los años posteriores, Zitarrosa retomó su actividad artística con renovado fervor. Publicó discos como “Melodía larga” (1984), “Guitarra negra” (1985) y “Sur” (1988), y realizó presentaciones en todo el país y en el exterior. Su salud, sin embargo, comenzaba a deteriorarse silenciosamente. No obstante, cada actuación era vivida por el público como una ceremonia de restitución: la música volvía a sonar libre, y la voz del cantor volvía a resonar con la fuerza del compromiso, la poesía y la ternura.
El 17 de enero de 1989, Alfredo Zitarrosa falleció en Montevideo, a causa de una peritonitis, a los 53 años de edad. Su muerte conmovió al Uruguay entero y a gran parte del continente. El pueblo que lo había recibido como héroe en 1984 salió nuevamente a la calle, esta vez para despedirlo y elevarlo al panteón de los inmortales. El velorio se convirtió en una expresión multitudinaria de duelo y amor popular, un acto colectivo que confirmó que Zitarrosa no era solo un artista, sino un símbolo nacional.
Reconocimientos, obra y memoria colectiva
A lo largo de su vida, Zitarrosa recibió múltiples galardones que reconocieron su talento y su contribución a la cultura: en 1959, el Primer Premio a la Producción Poética Inédita del Municipio de Montevideo; en 1965, el Premio Artigas; en 1966, la Medalla de Plata en el II Festival Latinoamericano; y en diversos años, la Medalla de Oro en Montevideo, además del Gran Premio en Lima en 1972, entre otros.
Su discografía, extensa y diversa, abarca más de 30 álbumes oficiales y numerosos materiales póstumos. Obras como “El canto de Zitarrosa” (1965), “Yo sé quien soy” (1968), “Milonga madre” (1970), “Adagio en mi país” (1973), “Guitarra negra” (1977 y 1985), y “Sobre pájaros y almas” (1989) forman parte del canon de la música popular latinoamericana. En ellas, Zitarrosa exploró distintos registros: la milonga rural, el candombe urbano, la canción política, la poesía amorosa, el homenaje, la ironía, el duelo, la esperanza.
El uso refinado del lenguaje, su entonación precisa, su capacidad de transmitir emoción sin caer en el melodrama, y su respeto absoluto por el público lo diferenciaron en un medio donde la autenticidad no siempre es la norma. Su voz, grave y modulada, era un instrumento en sí mismo: con ella narraba, denunciaba, evocaba, acariciaba. Cada canción era un universo en miniatura.
Zitarrosa también dejó un legado material valioso: manuscritos, cuentos, crónicas, entrevistas, cartas, y un archivo musical y literario que ha sido recopilado y estudiado por especialistas, biógrafos y músicos. Su influencia se mantiene viva no solo por lo que grabó, sino por el ejemplo ético y artístico que representó.
Un símbolo cultural del Uruguay moderno
A más de tres décadas de su muerte, Alfredo Zitarrosa sigue siendo una figura clave del Uruguay moderno. Su imagen, sus canciones y su figura pública han sido objeto de múltiples relecturas. Para algunos, representa la resistencia contra la dictadura; para otros, es el modelo del artista comprometido; para muchos, es simplemente la voz que mejor ha sabido cantar al Uruguay profundo, al que vive entre la ciudad y el campo, entre la nostalgia y el porvenir.
Su figura ha sido recuperada por distintas generaciones de músicos uruguayos y latinoamericanos. Artistas como Fernando Cabrera, Jorge Drexler, Daniel Viglietti, Ana Prada, entre otros, han reconocido la influencia de Zitarrosa en su trabajo. Su estilo austero, su rigor estético y su coherencia ideológica siguen siendo un referente ético y artístico.
Instituciones culturales han tomado su nombre, y su rostro aparece en murales, libros, documentales, exposiciones. Su figura ha sido también motivo de estudio académico: su poesía ha sido analizada por lingüistas, musicólogos y críticos literarios, que han descubierto en su obra una riqueza formal que va más allá del folclore. La milonga, gracias a él, dejó de ser vista como una reliquia del pasado para convertirse en una forma viva de decir lo contemporáneo.
Zitarrosa no fue un cantor para públicos selectos ni un artista de nicho. Su arte fue popular en el sentido más profundo y noble del término. Habló por los que no tenían micrófono, y su voz representó a miles que, como él, vivieron entre la nostalgia de lo perdido y la esperanza de lo justo.
En sus canciones habita todavía el murmullo de los ríos uruguayos, el silencio de los campos, el rumor de las calles de Montevideo, la risa y el dolor del exilio. Su obra no pertenece solo al pasado: sigue interpelando al presente, recordándonos que el canto puede ser belleza, pero también resistencia; ternura, pero también memoria.
MCN Biografías, 2025. "Alfredo Zitarrosa (1936–1989): Voz de la Tierra y Conciencia del Río de la Plata". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/zitarrosa-alfredo [consulta: 19 de octubre de 2025].