Zamiatin, Evgueni Ivanovich (1884-1937).


Narrador, dramaturgo e ingeniero naval ruso, nacido en Lebedian (Lipeck, Rusia Central) en 1884, y fallecido en París (Francia) en 1937. Considerado como uno de los grandes maestros de la etapa denominada NEP (Nueva Política Económica), desarrolló una interesante obra literaria que, marcada por el realismo, el humor expresionista y la ironía disidente, influyó poderosamente (junto con el legado literario del simbolista Andrei Bely) en la primera generación de escritores soviéticos posteriores a la Revolución.

El hecho de haber nacido en una ciudad del interior característica de la Rusia profunda (en la que, según afirmaba el propio Zamiatin, se hablaba «la lengua rusa más vigorosa«) le permitió conocer a la perfección la identidad nacional de sus compatriotas. Sin embargo, el pesado ambiente provinciano que se respiraba en Lebedian no era del agrado del joven Evgueni Zamiatin, por lo que pronto abandonó esa tierra natal, poblada -siempre según su propia descripción- de «fulleros» y «chalanes gitanos«, para desplazarse hasta San Petersburgo, en cuya Universidad Politécnica se matriculó en 1902, dispuesto a obtener el grado de ingeniero naval. Durante esta agitada etapa de su juventud, el futuro escritor realizó frecuentes viajes de estudios por todo el país y por varios lugares del Oriente Próximo, en el transcurso de los cuales adquirió una conciencia política que le condujo a afiliarse en la facción bolchevique del Partido Socialdemócrata. A consecuencia de las actividades de agitador político que desempeñó desde este partido, fue detenido, juzgado y condenado a un breve período de exilio, lo que no le impidió obtener su deseado título de ingeniero naval en 1908.

A partir de entonces, Evgueni Zamiatin comenzó a trabajar en la construcción de un buque torpedero, obra cuyos planos empezaron a confundirse, en la mesa de trabajo del inexperto ingeniero, con numerosos poemas y relatos que eran producto de una poderosa vocación literaria, manifiesta bruscamente en el inquieto joven de Lebedian. No abandonó, por ello, el ejercicio profesional de la ingeniería; pero, convencido de que su verdadera trayectoria vocacional se orientaba definitivamente hacia los terrenos de la creación literaria, se consagró a la redacción de una novela que, a comienzos de la segunda década del siglo XX, vio la luz bajo el título de Lo provinciano (1911), obra que inmediatamente llamó la atención de los críticos literarios rusos, sorprendidos por la maestría que exhibía Zamiatin en la descripción de la vida cotidiana de una provincia norteña. Apenas habían transcurrido dos meses desde su aparición, cuando ya existían noticias impresas de esta obra entre las páginas de más de trescientas publicaciones especializadas en temas literarios, lo que convirtió al joven ingeniero naval en una de las revelaciones más sorprendentes del panorama cultural ruso de comienzos del siglo XX.

Para confirmar estas expectativas, Evgueni Ivanovich Zamiatin dio a la imprenta tres años después una novela breve titulada En el quinto pino (1914) -presentada, en otras traducciones al castellano, bajo el título de En el fin del mundo-, obra que vino a consolidar su estilo como uno de los más brillantes y originales del momento. Su firme adscripción al realismo (a pesar de que narraba hechos de carácter sobrenatural, acaecidos en un ficticio destacamento militar perdido en los confines de la Siberia Oriental), hizo creer a críticos y lectores que Zamiatin era -o había sido- miembro del ejército, pues nadie pensaba que el verismo con que se plasmaba hasta el más mínimo detalle de la vida militar respondiese a un planteamiento de ficción. Por desgracia para el autor, las autoridades políticas y judiciales también se tomaron al pie de la letra la verosimilitud de esta espléndida novela, lo que acarreó al escritor de Lebedián un proceso por antimilitarismo y propagación de ideas subversivas.

Las técnicas de construcción empleadas en estas dos novelas, así como en los deslumbrantes cuentos que Zamiatin comenzó a publicar por aquellos años, revelaban un riguroso proceso de cálculo que, naturalmente, respondía a la formación científico-técnica de un ingeniero naval, acostumbrado al diseño de buques rompehielos y naves de guerra que se habrían ido a pique si en sus planos hubiera existido el más mínimo error matemático. Del mismo modo, sus escritos en prosa respondían a una planificación milimétrica que, desde el convencimiento de que las formas estéticas pueden quedar sujetas también a ciertas leyes, exigía la organización compleja del material narrativo, el dominio absoluto -por parte del narrador- de los procedimientos expresivos, y, por supuesto, la minuciosa selección del vocabulario empleado. La frialdad artística que podría derivarse de este calculado proceso de escritura quedaba superada, en todas las obras de Zamiatin publicadas hasta la fecha, merced al empleo magistral de algunos recursos retóricos que, en su rutilante brillantez, borraban toda huella de elaboración científico-técnica; entre ellos, sobresale por su singular aprovechamiento la figura denominada metáfora madre, una especie de imagen maestra o leitmotiv visual que, presente en la narración y descripción de los hechos desde los primeros renglones de cada obra, se reitera constantemente en todas sus variaciones posibles, para dar sentido y unidad global al texto literario, y explicar, en clave simbólica, las ideas y los comportamientos de sus personajes. Un buen ejemplo de este procedimiento retórico que resalta la especificidad de la obra de Zamiatin lo señala el estudioso de la literatura rusa contemporánea Marc Slonim (vid., infra, «Bibliografía») en el cuento titulado «Norte», donde Kortoma, un zafio y grueso comerciante que consume sin cesar innumerables vasos de té, ve cómo se refleja en el cobre de su tetera (el tradicional samovar ruso) la imagen grotesca y deformada de su rostro adiposo e hinchado. Poco a poco, el lector va descubriendo que, en la mente ignorante de Kortomá, la imagen del mundo que le rodea cobra la misma deformación grotesca de su propio rostro reflejado en la tetera; así, la metáfora madre o leitmotiv visual de este reflejo sirve para explicar, a lo largo de todo el relato, el conocimiento del mundo que tiene Kortoma.

Así pues, las acusaciones de despego y frialdad que recibieron algunas obras de Zamiatin quedaban ampliamente superadas por este preciso y eficacísimo -desde el punto de vista literario- procedimiento técnico, que dotaba a casi todos sus escritos de un brillantez artística imposible de conseguir sólo con una escritura «científico-técnica». En realidad, dichas acusaciones procedían de quienes conocían en persona al autor, un hombre grave y circunspecto que era capaz de introducir en su discurso continuas muestras de ironía y sarcasmo sin mudar el semblante y el tono de voz, siempre serenos y sosegados, como sujetos a un férreo domino interior y una compostura excesiva. A este carácter reservado se sumaba un cierto envaramiento formal que, aprendido durante su estancia en el Reino Unido (donde había sido trasladado, durante la Primera Guerra Mundial, para construir buques rompehielos para Rusia), se manifestaba en una atildada indumentaria a la europea que le valió el apelativo humorístico de «el inglés de Moscú». No obstante, bajo esa apariencia de contención y equilibrio bullía incesantemente el espíritu artístico de un hombre dotado de una profunda vida interior, una constante preocupación por los impulsos irracionales del ser humano, una romántica pasión por la libertad del individuo y, en consecuencia, un firme y vigoroso rechazo de las doctrinas dogmáticas y las convenciones morales que impedían el libre desarrollo del espíritu. Así, el expresionismo funcional que postulaba desde el plano formal de su creación literaria (manifiesto en una prosa densa y sobria que rechazaba las alharacas ornamentales), mostraba un violento contraste con la intensidad de los sueños y pasiones reflejada en sus contenidos.

Ello quedó bien patente en 1917, cuando Evgueni Ivanovich Zamiatin dio a la imprenta su célebre narración titulada Los isleños, en la que se situaba en el ámbito geocultural de la Inglaterra profunda para construir una bellísima alegoría de la maldad latente en los talantes conservadores y reaccionarios, enemigos de cualquier novedad que se aparte de sus dogmas ancestrales. En un ambiente provinciano dominado por una atmósfera asfixiante y la cerrazón mental de los personajes, el vicario Dewly complace a sus acólitos con la promulgación de los «Preceptos de salvación obligatoria», en los que se dispone la convivencia del vecindario con arreglo a un rígido calendario que determina cuándo es el momento de rezar, comer, copular o, simplemente, salir a tomar el aire. Todos los «isleños» ven con agrado esta rigurosa normativa, que satisface plenamente sus deseos de evitar cualquier hecho inesperado o cualquier emoción subitánea (dentro de su enfermizo apego a la rutina, muchos llegan a indignarse cuando observan entre ellos alguna cara insólita). Pero un suceso inopinado viene a turbar el sosiego que les reporta su ancestral inmovilismo: el joven Kemble, hijo de una de las damas más conservadoras del lugar, se enamora de la actriz Didi, lo que provoca una situación sorprendente -y, por lo tanto desagradable y rechazable- en todo el vecindario. Protagonista de una de las metáforas-madre de Los isleños, Kemble aparece en todo momento identificado con la mole simple y cuadriculada de un tractor, una fuerza elemental que sólo acierta a moverse -y a pensar- en línea recta; por eso, cuando se ve obligado a matar a O’Kelly -el amante irlandés de Didi-, acaba siendo la víctima de una pasión tortuosa -su propio sentimiento amoroso- que, en su complejidad, ha arruinado por completo la sencillez primitiva de la maquinaria de ese tractor que lo representa. Cuando Kemble paga su delito con la muerte en la horca, la comunidad de los «isleños» siente que el orden se restablece y vuelva a respirar tranquila.

A partir de la aparición de Los isleños, Evgueni Zamiatin, ya consagrado como uno de los grandes narradores del momento, emprendió la redacción de una serie de relatos que, por su amena recurrencia en los temas y los procedimientos estructurales más caros al autor, le convirtieron también en una de las voces más representativas de la vanguardia literaria soviética. En todos ellos se apreciaba un cuidado proceso de depuración lingüística y estructural que los acercaba al lenguaje cinematográfico y a las técnicas habituales del teatro expresionista, así como un trazado geométrico de los personajes muy próximo a los métodos de la pintura cubista. Otras veces, la caracterización de la psicología de los protagonistas por medio de vigorosos rasgos visuales (recuérdense, de nuevo, las metáforas-madre) delataba una clara influencia de lecturas surrealistas, también presentes en su gusto por las representaciones simbólicas y por la minuciosa anotación de los impulsos irracionales de los personajes.

Todo ello estaba presente en estos relatos escritos entre 1917 y 1922, entre los que conviene recordar algunos títulos tan relevantes como «El pescador de hombres», «El dragón», «Los ojos», «Mamai» y «La cueva»; pero también se asomaban a estos cuentos las primeras angustias y decepciones de Zamiatin ante el rumbo que había tomado la Revolución, que amenazaba con convertirse en un monstruo ciego y mediocre capaz de hacer retroceder a Rusia hasta la barbarie prehistórica. Su irónica pintura de los funcionarios soviéticos -retratados como auténticas réplicas de sus predecesores zaristas, y caricaturizados a través de decretos tales como «queda terminantemente prohibida el hambre» o «se proscribe oficialmente el cólera«- despertó la inquina de la celosa censura oficial, que de ningún modo compartía las ideas vertidas por Zamiatin en unos artículos teóricos en los que afirmaba que sus relatos y novelas eran mucho más revolucionarios que la estereotipada prosa naturalista de los escritores más afectos al régimen. Para él, este forzado realismo social suponía un claro retroceso «a los años 60 del siglo pasado«, ya que, a la luz de los nuevos postulados vanguardistas, «la verdadera literatura sólo puede ser creada por locos, eremitas, heréticos, soñadores, rebeldes y escépticos«, y no «por funcionarios eficientes y leales«. Siempre según su opinión, la obra de los escritores «oficiales» no hacía otra cosa que reproducir los antiguos esquemas que ellos mismo pretendían haber abolido: simplemente, sustituía la autocracia zarista por la ideocracia marxista; el culto divino al zar, por la veneración a la hoz y el martillo; los cánones literarios del antiguo régimen, por el no menos canónico «arte del Partido» reclamado por los más extremistas; y, en definitiva, la entronización del imperio y el estado zaristas, por un virtuoso puritanismo comunista que, en aras de la Revolución, era capaz de aniquilar a los hombres para salvar la humanidad.

Al margen de expresar estas valientes críticas a través de los mencionados escritos teóricos, Evgueni Zamiatin se valió también de una obra literaria para atacar el terror propagado por los más celosos depositarios del dogma comunista. Se trata de la pieza teatral titulada Fuegos de Santo Domingo (1922), un drama histórico que, so pretexto de llevar a escena la intransigencia dogmática de la Inquisición española, ofrecía claves más que suficientes para ser entendido como un agria censura dirigida contra los que se habían erigido en los únicos guardianes custodios de la ideología de la Revolución.

Lógicamente, sus ideas y sus obras causaron un hondo malestar en la propaganda oficial del Partido Comunista, y más aún cuando definió uno de sus principales órganos de expresión, la publicación mensual Octubre, como «una revista que sólo tiene que ver con una de las artes: el arte militar«. Así las cosas, pronto fue señalado como un peligroso disidente, un autor dañino que, en sus recopilaciones de relatos tituladas Cuentos impíos y Cuentos para niños adultos, era capaz de narrar historias tan «decadentes» y contrarias al espíritu revolucionario como la de un diácono que, tras haberse sumado a la causa de los bolcheviques, se debate en la duda de abrazar ciegamente el marxismo o el marfismo, pues la bella muchacha de la que se había enamorado se llamaba Marfa.

Así fue como la poderosa censura oficial del gobierno comunista comenzó la -por el momento- difícil tarea de acoso y derribo de un escritor cuyo prestigio literario se había convertido el en principal referente de todos los cenáculos intelectuales de San Petersburgo (a la sazón, Petrogrado); un autor que había difundido ya sus ideas y sus cuentos a través de numerosas revistas culturales fundadas y dirigidas por él mismo; que había impartido gran cantidad de cursos, conferencias y seminarios en los principales foros educativos del país; y que, incluso, había sido invitado a explicar sus técnicas narrativas en la «Casa del Arte» de los Hermanos Serapios, auténtico vivero de una nueva generación de escritores que, como Konstantin Fedin, Mikhail Zovschenko, Vsevolod Ivanov, Nikolai Nikitin, Veniamin Kaverin, Yefim Zozulia, Mikhail Slonimski o Yuri Olesha, le admiraban y respetaban como a uno de su mayores maestros. A todos ellos, Evgueni Zamiatin les explicó que la literatura, como si de una ciencia se tratase, estaba sometida a las leyes de oposición entre tesis (naturalismo) y antítesis (simbolismo), y que de este violento contraste había surgido una tercera vía de expresión literaria (el «nuevo realismo» o expresionismo) que, como heredera legítima de la tradición del pasado, reunía en sí lo más provechoso de aquellas dos antiguas corrientes.

A pesar de estas provechosas enseñanzas, la suerte del animoso humanista de Lebedian ya estaba echada, pues las voces más radicales del Partido Comunista y de la prensa oficial pedían sin cesar su detención y aislamiento. Su difícil situación política se recrudeció en 1929, después de que una revista editada por emigrados rusos en Praga publicara su novela Nosotros, que, aunque había sido editada en Inglaterra en 1924, aún no había llegado a los cegados ojos de la censura soviética. Zamiatin fue insultado, perseguido y, finalmente, arrestado, y no dejó de sentirse amenazado por los más radicales hasta que, en 1932, gracias a la mediación de Máximo Gorki, consiguió los permisos necesarios para abandonar Rusia e instalarse en París en compañía de su esposa, donde murió al cabo de un lustro, en medio del ostracismo al que le habían reducido las autoridades comunistas de su país. En realidad, su «gran pecado» contra el dogma comunista no fue la defensa de las causas monárquica y reaccionaria -que el aparato soviético sabía perdidas de antemano, y condenadas a una pronta disolución-, sino la encarnación en su vida y en su obra de las ideas tradicionales de la izquierda no comunista, que contaba con multitud de seguidores en un país aterrorizado por los violentos desmanes de los primeros gobiernos soviéticos.

Nosotros.

Anticipándose en muchos años a las grandes utopías satíricas de Aldous Huxley (Un mundo feliz, de 1932) y George Orwell (1984, de 1949), Evgueni Ivanovich Zamiatin presentó en su novela Nosotros el plano urbanístico, la geografía humana y las autoridades políticas de una ciudad imaginaria en la que el establecimiento del colectivismo ha acabado por abolir la libertad y la individualidad, para convertir a todos sus habitantes en una especie de esclavos robotizados permanentemente sujetos al control del «Benefactor». Pero no sólo los seres humanos (designados con números y letras) están sometidos a las «Autoridades Sabias»: la ciudad entera está cubierta con un gran techado de vidrio que impide las variaciones climáticas, y la naturaleza no controlada por el hombre (animales y plantas salvajes) queda confinada al otro lado de la «Pared Verde» que delimita el territorio gobernado por el «Benefactor».

Desde el mismo instante de su nacimiento, los seres humanos que ocupan las casas de la ciudad (todas ellas de vidrio, y plagadas -al igual que las calles- de «ojos» y «orejas» mecánicas que permiten el absoluto control policial) son minuciosamente observados por las «Autoridades Sabias», que decretan la inmediata electrocución de los escasos rebeldes que se niegan a seguir la férrea disciplina reguladora de todos sus actos. El pensamiento, las ocupaciones laborales, los ratos de ocio y hasta los momentos de la cópula de los ciudadanos -obligados a lucir constantemente un uniforme azul grisáceo- quedan a expensas de lo que decrete el «Benefactor», de tal manera que si alguno de ellos (como el matemático D-503, protagonista de la novela) se atreve a contravenir las órdenes de la «Oficina de Guardianes», puede incurrir en los gravísimos delitos de «libre pensamiento» o «verdadero amor». Así que, cuando D-503 se rebela (nada menos que en el «Día de la Unanimidad»), se pone en marcha el mecanismo implacable de la «Gran Operación», que a la postre le obliga a traicionar a sus compañeros (los «Enemigos de la Felicidad») e, incluso, a conducir a su amada hasta el mismo patíbulo.

Aunque Nosotros, como ya se ha indicado anteriormente, no fue publicada en la Unión Soviética, el mismo año de su aparición en Inglaterra (1924) Evgueni Zamiatin se había atrevido a leerla en una asamblea de la Unión de Escritores. El revuelo y la admiración que está lectura causó entre los privilegiados autores que pudieron escucharla -que llegaron a calificarla como la novela más seria y, a la vez, más divertida de Zamiatin- dio lugar a que pronto circularan, de forma clandestina, varias copias manuscritas por los cenáculos intelectuales de Moscú y San Petersburgo, copias que no llamaron la atención de la amodorrada censura oficial. Pero su ya mencionada aparición en la revista mensual checa Voilia Rossii (en la que, por proteger a Zamiatin, se había disfrazado su estilo) hizo sonar la alarma en la prensa comunista de la Unión Soviética, muy ofendida por el hecho de que el escritor de Lebedián hubiera osado exhibir fuera de las fronteras soviéticas su desafío a las autoridades del país. Se desencadenó, entonces, un irreversible proceso de defenestración del «contrarrevolucionario» Zamiatin, quien se vio forzado a renunciar inmediatamente a todos sus cargos profesionales y académicos; poco después, se interrumpió el proyecto de edición de sus obras completas, se dio órdenes expresas para que ningún medio de comunicación publicara ni una sola palabra salida de su pluma, y se retiró de los escenarios la representación de su famosa comedia La pulga, una pieza teatral que, basada en un relato de Léskov, llevaba cientos de funciones en cartel, en medio de un éxito clamoroso de crítica y público. Al mismo tiempo, todos los artistas e intelectuales afectos al Partido Comunista cargaron con saña contra Zamiatin, quien, incapaz de soportar tanta presión, en 1931 dirigió una carta personal al propio Stalin para solicitar un permiso de salida al extranjero. Pero los duros términos en que estaba redactada esta epístola, delatores del orgullo y de las profundas convicciones que seguía conservando Zamiatin («Nunca he ocultado lo que pienso sobre la servidumbre literaria, la obsequiosidad y el cambio de chaqueta. Siempre he pensado, y sigo pensando, que esas cosas son tan humillantes para los escritores como para la Revolución«), no obraron precisamente en su favor; así que, cuando las valientes gestiones de Gorki consiguieron por fin, en 1932, que Zamiatin y su esposa fueran autorizados a abandonar la Unión Soviética, se levantó en la prensa comunista un renovado clamor de indignación contra el autor de Lebedián, que sólo salía del anonimato al que le habían relegado los medios de comunicación oficiales para volver a ser denostado con crudeza.

Instalado -como ya se ha apuntado anteriormente- en la capital francesa, Zamiatin subsistió escribiendo algunos relatos y, sobre todo, con sus colaboraciones al guión de Los bajos fondos, una exitosa película rodada por Jean Renoir a partir de la obra homónima de Gorki. Fiel siempre a sus ideas, dejó también acabada la primera parte de la novela histórica Atila, en la que se servía del relato de la caída del Imperio Romano para extrapolar muchas situaciones históricas y actitudes de los personajes al presente europeo. Pero la dureza del exilio y las noticias que le llegaban de la URSS -donde todas sus obras habían sido proscritas, y se había prohibido cualquier mención expresa de su nombre- debilitaron aceleradamente su salud y le produjeron una grave afección cardíaca que le llevó a la tumba en 1937. En ningún rotativo soviético apareció la más mínima reseña de su muerte, y ni siquiera sus amigos más íntimos o sus discípulos más destacados tuvieron ocasión de enviar una nota de pésame a su viuda. El odio acumulado contra Zamiatin en los medios oficiales alcanzó tales proporciones, que su obra continuó excluida de las historias de la literatura y de los cursos, programas y manuales universitarios hasta finales del siglo XX, sin que la mayor parte de los jóvenes lectores soviéticos de dicha centuria tuvieran noticia de la existencia de uno de los mayores escritores en lengua rusa de todos los tiempos.

Véase Rusia: Literatura.

Bibliografía

  • – ABOLLADO VARGAS, Luis. Literatura rusa moderna (Barcelona: Labor, 1972).

– LO GATTO, Ettore. La literatura rusa moderna (Buenos Aires: Losada, 1973).

– SLONIM, Marc. «Evgueni Zamiatin: El disidente irónico», en Escritores y problemas de la literatura soviética, 1917-1967 (Madrid: Alianza, 1974), págs. 101-112.

– ZAMIATIN, Evgueni Ivanovich. Nosotros [tr. de J. E. Benusiglio] (Barcelona: Seix Barral, 1972).

—————-. La pulga, en Teatro cómico soviético (Madrid: Aguilar, 1978).

J. R. Fernández de Cano.