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Carlos IV. Rey de España (1748-1819)

Carlos IV a caballo. Goya. Museo del Prado. Madrid.

Rey de España, nacido en Portici (Italia) en 1748 y muerto en Roma el 19 de enero de 1819. Hijo de Carlos III y de María Amalia de Sajonia, ocupó el trono a la muerte de su padre, el 14 de diciembre de 1788.

Pasó su infancia y primera juventud en Italia, pues había nacido cuando su padre era rey de Nápoles. Tenía cuarenta años cuando recibió la corona y su ascensión al trono fue saludada con esperanzas por los sectores más conservadores de la corte, ya que Carlos III nunca había gozado de popularidad entre las altas esferas eclesiástica y aristocrática. A pesar de un cierto sentido de la majestad heredado del hábito dinástico, los esfuerzos del conde de Floridablanca, ministro de su padre, por interesarle en las tareas de gobierno fueron infructuosos. Carlos IV parecía interesarse únicamente por la caza, que ocupaba la mayor parte de su tiempo, y por mantener alejado el pecado, ya que era sumamente beato desde su juventud. Tenía gustos sencillos, como la carpintería y el arreglo de relojes, aunque sentía gran afición por la música de Bocherinni y la pintura de Francisco de Goya. El francés Desdevises du Dezert lo describió como sigue: “Era de elevada estatura y de aspecto atlético; pero su frente hundida, sus ojos apagados y su boca entreabierta señalaban a su fisonomía con un sello inolvidable de bondad y debilidad”.

Casó con su prima hermana María Luisa de Parma, mujer de talante intrigante y manifiesta falta de discreción. María Luisa dominaba por completo a su indolente esposo, al que logró mantener apartado de la vida política mientras ella participaba en todas las intrigas cortesanas y asumía los asuntos de Estado. La ambición de la reina era, sin embargo, mayor que su capacidad y pronto delegó, hastiada, las tareas de gobierno. La reina se ocupó del encumbramiento de su favorito y amante, Manuel Godoy, con quien mantenía una relación amorosa desde antes de la muerte de Carlos III. Éste había tratado de evitar los escándalos de su nuera pero, una vez reina, María Luisa utilizó toda su influencia para hacer de Godoy el hombre más poderoso de la corte. Ya en su primer despacho con el secretario de Guerra, Carlos IV promovió a cadete garzón de guardias de Corps a Godoy, nombramiento con el que se inició su meteórica promoción. Algunos biógrafos de Godoy han descartado la naturaleza sexual de sus relaciones con la reina y atribuyen su sorprendente ascensión a la lealtad que demostró siempre hacia los reyes y a la escasa capacidad de acción política de éstos. Sin embargo, parece indudable que algunos de los catorce hijos que tuvo la reina, lo eran también de Godoy. De ellos sólo llegaron a adultos seis, entre ellos el Príncipe de Asturias, Fernando, y el infante Carlos María Isidro.

Goya: La familia de Carlos IV. Museo del Prado.

Reinado de Carlos IV.

Los inicios del reinado

Antes de morir, Carlos III pidió a su hijo que mantuviera a Floridablanca, ministro desde 1777, al frente de la Secretaría del Despacho. Así lo hizo el nuevo rey durante sus primeros cinco años de gobierno. La reina María Luisa hizo saber al viejo ministro que quien reinaba era ella y opuso con sus intrigas continuos obstáculos al desenvolvimiento normal de las tareas de gobierno. A pesar de las expectativas de los sectores eclesiástico y aristocrático, Carlos IV prefirió dejar los asuntos de Estado en manos de Floridablanca, quien se esforzó por continuar la política de Carlos III. Puso en vigor medidas populistas (bajada del precio del pan destinado al consumo de los más pobres, perdón de los atrasos a los contribuyentes...) y organizó expediciones marítimas de reconocimiento de los descubrimientos españoles en América, como la de Malaspina y Bustamante de 1794.

El estallido de la Revolución Francesa en 1789 provocó una violenta reacción de Floridablanca, que intentó cerrar España a cualquier infiltración del pensamiento revolucionario. Este período se ha dado en llamar del “pánico de Floridablanca”. El ministro impuso una severa censura intelectual que encargó directamente a la Inquisición en septiembre de 1789. Mientras tanto el conde de Campomanes intentaba en las Cortes de 1789, reunidas para reconocer la sucesión del Príncipe de Asturias, algunas reformas de carácter progresista, como la que incumbía al régimen de mayorazgos, y que quedaron frustradas por el nuevo clima político. La represión desencadenada por Floridablanca se recrudeció cuando, el 18 de julio de 1790, un francés le asestó una puñalada que le hirió de levedad.

Por otra parte, la situación interior era comprometida debido a la grave crisis frumentaria que aquejaba al país. Ello produjo revueltas en Barcelona en 1789 y en Galicia y Asturias al año siguiente. El gobierno consiguió reprimir los focos de la revuelta, pero ésta tuvo el efecto de agudizar el miedo a un estallido revolucionario en España. Floridablanca reforzó nuevamente las medidas antifrancesas y en enero de 1791 presentó una Memoria al papa Pío VIque era una ardiente invitación a la cruzada contrarrevolucionaria.

Según Godoy dejó escrito en sus memorias, Floridablanca era aborrecido en la corte por su acumulación de funciones. En febrero de 1792 Carlos IV lo destituyó de forma repentina, y nombró en su lugar al conde de Aranda, anciano de setenta y tres años cuya misión sería, en realidad, preparar una transición suave hacia el gobierno de Manuel Godoy. Floridablanca fue procesado y encarcelado, al parecer por instigación de la reina María Luisa, quien amenazó a su marido con marcharse a Parma. El ministro había tratado de mantener a raya a la reina espiando todos sus movimientos y poniéndose al corriente de sus peripecias amorosas. Pero en la destitución intervino asimismo la presión ejercida por los embajadores franceses, con el fin de que Carlos IV reconociera oficialmente el nuevo constitucionalismo francés. Aranda era un viejo ministro cuyo nombramiento fue mal acogido por todos los sectores cortesanos. Su política interior se redujo a servir a los intereses de la reina María Luisa, que preparaba el ascenso de Godoy. En efecto, en noviembre de 1792 Aranda fue depuesto y sustituido por el joven y apuesto amante de la reina, a quien el propio Carlos IV mostró su apoyo otorgándole la orden del Toisón de Oro y el título de duque de Alcudia.

La promoción de Godoy había sido sorprendente. María Luisa de Parma entró en relación con los Godoy siendo princesa de Asturias, cuando el hermano de Manuel, Luis, servía como guardia de corps de Carlos IV. La reina se prendó de Luis sin preocuparse de disimular sus amoríos. Carlos III trató de evitar el escándalo enviando a Luis Godoy fuera de la corte. Durante su ausencia, su hermano Manuel hizo las veces de tercero entre los amantes, hasta que acabó ocupando el lugar de éste en la cama de la reina. Mientras vivió Carlos III María Luisa procuró no despertar las iras de su suegro, guardando cierta discreción en sus relaciones adúlteras. Pero desde la muerte de Carlos III el idilio de la reina fue de dominio público. Por otra parte, Godoy era un hombre sin experiencia política, que pronto demostró su incapacidad para atender eficazmente los asuntos de Estado. Sin embargo, su necesidad de encontrar apoyos y la hostilidad de los sectores más reaccionarios de la corte le empujaron hacia posturas más progresistas. Su gobierno produjo un cierto rebrote de las ideas ilustradas en España, al relajarse la censura, y, dada su alianza con Francia, al permitir que circularan nuevos aires liberales. El clima de persecución e intolerancia se hizo menos opresivo y se recortaron las potestades de la Inquisición, al tiempo que se protegía a algunos hombres notables, como Moratíno Pablo de Olavide.

La reacción española ante la Revolución Francesa

El reinado de Carlos IV estuvo marcado de forma decisiva por la Revolución Francesa de 1789. Floridablanca contempló con horror la evolución de los acontecimientos en el país vecino. El ministro trató de mantener una política de paz, escorada por su simpatía hacia Inglaterra, con el fin de que las monarquías europeas estuvieran preparadas para luchar en un frente común contra el peligro revolucionario. Sin embargo, España no parecía en condiciones de afrontar una nueva guerra. Por otra parte, Carlos IV estaba sinceramente preocupado por la suerte de su pariente, Luis XVI y no deseaba comprometer aún más la suerte del monarca francés. De modo que las relaciones con la Asamblea Nacional francesa fueron extremadamente ambiguas. La Asamblea propuso a España el cumplimiento de los Pactos de Familia en el caso, muy probable, de que estallara una guerra franco-británica. Floridablanca se mantuvo cerrilmente hostil a las relaciones con el nuevo régimen francés y trató de evitar cualquier muestra de acercamiento al constitucionalismo revolucionario.

Por su parte el conde de Aranda se mostró más tolerante e incluso permitió la entrada de franceses a España con la escarapela tricolor. Intentó estrechar la alianza con Francia, pero la progresiva radicalización de las posturas antimonárquicas de la revolución le llevaron a recomendar torpemente a Carlos IV la declaración de guerra. La Convención francesa amenazó con la ruptura formal de las relaciones diplomáticas si Carlos IV no reconocía oficialmente el régimen revolucionario. Aranda quedó perplejo ante estos acontecimientos. Al final se decantó por una política de neutralidad armada, posiblemente siguiendo la opinión del rey de no comprometer aún más la ya grave situación de Luis XVI. Una vez Godoy en el poder, el nuevo valido trató de evitar la ejecución del rey francés, sin otra estrategia que gastar dinero a mansalva en sobornos. Cuando finalmente se produjo el magnicidio, Godoy declaró la guerra a Francia, en enero de 1793. Esta guerra no tenía otro motivo que el parentesco entre Carlos IV y Luis XVI y el miedo difuso a la internacionalización de la revolución. La declaración de guerra contra Francia suponía, además, la violación de las alianzas tradicionales españolas y la quiebra de la política de neutralidad instaurada en tiempos de Fernando VI. Por otra parte, el ejército español, muy desorganizado, no estaba preparado para la guerra terrestre que requería el conflicto. La contienda fue, sin embargo, acogida con entusiasmo en Madrid, pues se pensaba que se libraría en territorio francés.

Las guerra con Francia e Inglaterra

Como jefe supremo del ejército, Godoy dispuso tres cuerpos militares en la frontera francoespañola: uno en Guipúzcoa y Navarra al mando de Ventura Caro, otro en Aragón a cuya cabeza se encontraba el príncipe de Castelfranco y otro en Cataluña, al mando del general Ricardos. Sólo este último consiguió algunas victorias en el Rosellón. Castelfranco y Ventura Caro sufrieron sucesivas derrotas en Figueras, Pajares, Fuenterrabía y Donostia. El desastre militar obligó a la firma de una paz poco ventajosa, pactada en Basilea el 22 de julio de 1795. Los acuerdos de Basilea restituían a España todas las conquistas francesas en territorio español, a cambio de la cesión a Francia de la parte española de la isla de Santo Domingo. Paradójicamente Godoy fue aclamado “Príncipe de la Paz” por Carlos IV. (Véase Paz de Basilea).

El carácter separado de la paz significó para España la guerra con Inglaterra. La marina británica impidió todo comercio entre España y América, mientras agentes ingleses favorecían el independentismo de las colonias españolas. El 19 de agosto de 1796 Godoy selló el segundo Tratado de San Ildefonso con el Directorio francés que preveía la alianza militar francoespañola en caso de declararse nuevamente la guerra. La conflagración se abrió en octubre de ese año. La armada española sufrió una grave derrota en el cabo de San Vicente, los ingleses conquistaron la isla de Trinidad, Cádiz se vio sometida a un duro asedio y en noviembre de 1798 las tropas británicas conquistaron Menorca. La situación exterior produjo una nueva crisis de gobierno y Godoy fue depuesto en mayo de ese año. Lo sustituyó Francisco Saavedra. Al gabinete de Saavedra siguieron en un corto espacio de tiempo los dirigidos por Mariano Luis de Urquijo (1799) y Pedro Ceballos (1800). La política española iba a la deriva, sólo empujada por la corriente de las intrigas francesas y de las presiones británicas. En este contexto, Godoy conservó una gran influencia política, un poder “oficioso” que le convertía en el verdadero amo de la situación mientras Carlos IV se apoyaba oficialmente en el ultraconservador Caballero.

Las consecuencias económicas de la guerra fueron desastrosas para la Hacienda española. La situación económica produjo graves crisis internas, como la rebelión de Valencia de 1801, mientras la oposición política a Godoy comenzaba a fraguar un partido en torno al Príncipe de Asturias y a su consejero, Escoiquiz, apoyado por los franceses. La coyuntura obligó a Godoy a establecer medidas reformistas de carácter liberal, como la política desamortizadora, que tuvo consecuencias incalculables en el cambio de estructuras sociales, tanto en España como en América. Se permitió la venta, con autorización pontificia previa, de los bienes de maestrazgo que habrían de servir al pago de la deuda, así como de las encomiendas de la órdenes militares, de las memorias, obras pías, cofradías y patronatos laicales, de la séptima parte de los bienes del clero, de las catedrales y colegiatas, medidas todas ellas que concitaron los odios de las clases privilegiadas y de la Iglesia hacia Godoy.

La intervención de Napoleón I

En octubre de 1800, siendo Napoleón Bonaparte primer cónsul, Carlos IV selló con Francia el tratado de alianza de San Ildefonso y, unos meses más tarde, la paz de Luneville, que entregaba la Luisiana a Francia, con lo que el gobierno español hacía gala de una lamentable ignorancia de los recursos americanos. A cambio se creaba el reino de Etruria para el príncipe de Parma, yerno del monarca español. Napoleón pensaba utilizar la flota española para cerrar el bloqueo continental contra Inglaterra, que incluía la anulación de Portugal. En virtud del tratado de San Ildefonso, España se vio implicada en la llamada guerra de las naranjas de 1801. Tropas francesas y un efectivo español, al frente del cual se encontraba Godoy (nombrado pomposamente “generalísimo de las armas de mar y tierra”) invadieron Portugal, que cuatro meses después solicitó el fin de las hostilidades. La guerra de las naranjas sirvió para elevar nuevamente a Godoy al poder, si bien el relativo fracaso que había supuesto la campaña, en la que no se había conseguido la conquista del reino luso, deterioró las relaciones entre la monarquía de Carlos IV y Bonaparte. En marzo de 1802 la paz de Amiens, firmada entre España, Francia, Inglaterra y Holanda, devolvió Menorca a la soberanía española. España adquirió asimismo la plaza de Olivenza, en la frontera con Portugal, a cambio de lo cual Carlos IV reconoció el dominio francés sobre Trinidad. La paz no fue duradera y en mayo de 1803 Francia entraba de nuevo en guerra con Inglaterra.

La Hacienda española estaba agotada. Había aumentado de forma casi insoportable la presión fiscal, la casa real hubo de renunciar a la mitad de su presupuesto para gastos secretos y se emitió un empréstito cuyos intereses superaban los 87 millones de reales. Napoleón exigió el cumplimiento de los pactos franco-españoles. Godoy intentó jugar la baza de la neutralidad, que sólo aceptó Napoleón a cambio de un subsidio de seis millones de libras. Inglaterra, sin embargo, no reconoció este acuerdo y siguió atacando a los barcos españoles. La destrucción de tres fragatas españolas por los ingleses obligó a Carlos IV a declarar la guerra a Inglaterra en diciembre de 1804. El rey encomendó la dirección de las operaciones militares al “Príncipe de la Paz”, quien lanzó una patriótica arenga dirigida al pueblo. Godoy concluyó una alianza marítima con Francia, a pesar de la cual la armada española sufrió las derrotas de Finisterre y Trafalgar (octubre de 1805).

La invasión napoleónica y el final del reinado de Carlos IV

Godoy, aunque sin atreverse a romper su desigual alianza con Francia, desconfiaba de Napoleón. Creyendo que pronto sería vencido y derrocado, en octubre de 1806 y por sorpresa, Godoy lanzó una proclama dirigida al pueblo en la que invitaba a la rebelión contra el tirano de Europa. Esta proclama, que no rubricó Carlos IV, fue increíblemente inoportuna al producirse pocos días después la victoria francesa en la batalla de Jena, por la que Napoleón doblegó a Prusia.

El 1 de noviembre de 1806, Napoleón decretó el bloque continental contra Inglaterra. El bloqueo tuvo gravísimas consecuencias para España, pues implicaba su participación en una guerra a la que no podía hacer frente. En la primavera de 1807 Napoleón exigió a Carlos IV el envío de un ejército auxiliar para sus campañas en el este de Alemania. Poco después, en julio de ese año, Napoleón firmaba la paz de Tilsit con Alejandro I de Rusia, en la que se reconocía a José Bonaparte como rey de las Dos Sicilias. Ello equivalía a violar impunemente el derecho dinástico de los Borbones españoles. A pesar de todo, Godoy y Carlos IV no protestaron.

Bonaparte seguía pensando en el bloqueo marítimo de Inglaterra mediante la anulación de su principal aliado, Portugal. Ciegamente sumisos a los designios del francés, Carlos IV y Godoy aceptaron, en el acuerdo de Fontainebleau de octubre de 1807, prestar su apoyo a los proyectos napoleónicos. Este acuerdo incluía la división del reino de Portugal en tres partes, una de las cuales sería entregada a Godoy como príncipe de los Algarbes. Carlos IV sería reconocido como emperador de América. Una de las cláusulas del acuerdo determinaba que las tropas francesas encontrarían franco el paso por territorio español en su camino hacia Portugal.
Al tiempo que firmaba el Tratado de Fontainebleau con Carlos IV y Godoy, Napoleón se puso en contacto con la facción cortesana creada en torno al infante don Fernando, heredero del trono. Una carta anónima descubrió a Carlos IV y a su esposa que su hijo conspiraba contra ellos, cuando ya el ejército francés se encontraba en territorio español. Fernando salió indemne de este asunto, al parecer gracias a la mediación de su madre y a la famosa carta que escribió a su padre y que comienza con las palabras: “Señor: Papá mío: He delinquido, he faltado a V.M. como rey y como padre..”.

El odio popular hacia la reina y Godoy y la escasa popularidad de Carlos IV concitaron el apoyo general hacia el príncipe de Asturias, mientras continuaba el avance de las tropas napoleónicas. La presencia de un ejército extranjero hacía crecer el desasosiego popular. Carlos IV deseaba ardientemente huir de España, marchar a América como habían hecho los Braganza portugueses. Sin embargo, el 16 de marzo de 1808 emitió una proclama en la que tranquilizaba a sus súbditos acerca de las intenciones de Napoleón. La toma de Pamplona y Barcelona, y el rápido avance de las tropas francesas hacia Madrid, desmintieron al rey.

En Aranjuez, adonde se había trasladado la corte, los evidentes preparativos de la huida de la familia real y la hostilidad popular hacia el gobierno de Godoy propiciaron el motín del 17 y 18 de marzo de 1808. La muchedumbre invadió la casa de Godoy, que se salvó por esconderse dentro de una estera. Carlos IV, que le creía huido, lo destituyó el día 18. Cuando Godoy, azuzado por el hambre y la sed, se atrevió a salir de su escondite, se produjo una nueva algarada. El valido salvó la vida sólo gracias a la intervención de la guardia real y del príncipe Fernando.

El 19 de marzo de 1808, Carlos IV, superado por los acontecimientos, abdicó en su hijo. Al conocerse la noticia se produjo un nuevo motín en Aranjuez, que se extendió rápidamente a otros lugares de España como una explosión de alegría popular por la caída de la monarquía de Carlos IV y de Godoy. Sin embargo, tres días después, Carlos IV invalidó su renuncia mientras pedía apoyo a Napoleón en estos términos: “Señor mi hermano: V.M. sabrá, sin duda con pena, los sucesos de Aranjuez y sus resultas; y no verá con indiferencia a un rey que, forzado a renunciar a la corona, acude a ponerse en los brazos de un grande monarca aliado suyo, subordinándose totalmente a la disposición del único que puede darle su felicidad, la de toda su familia y la de sus fieles vasallos. Yo no he renunciado en favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias, cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada me hacían conocer bastante la necesidad de escoger la vida o la muerte, pues esta última se hubiera seguido después de la de la reina. Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, yo he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este mismo grande hombre quiera disponer de nosotros y de mi suerte, la de la reina y la del Príncipe de la Paz.”

Napoleón se desentendió de la suerte del rey y de su hijo Fernando. Para asestar el golpe final a la monarquía borbónica, el emperador jugó nuevamente con la torpeza de la familia real española, ofreciéndose a arbitrar en el conflicto. Organizó una entrevista personal con Fernando en Bayona, el 20 de abril de 1808. Unos días después llegaban, por separado, Carlos IV, María Luisa y Godoy, liberado éste por orden expresa de Napoleón. El resto de la familia real debía llegar en mayo. Pero el pueblo de Madrid, temiendo la marcha definitiva de los reyes y el regreso al poder de Godoy de la mano de los franceses, inició un movimiento insurreccional que inauguró la Guerra de la Independencia el 2 de mayo de 1808.

El estallido del movimiento de rebelión impulsó a Napoleón a exigir la renuncia a la corona de España, tanto al príncipe Fernando y como a Carlos IV. Ambos hicieron gala de mezquindad y servilismo en aquellas jornadas de Bayona. Napoleón consiguió fácilmente la renuncia a la corona con dos condiciones: que respetase la integridad territorial de España y el imperio del catolicismo. Napoleón entregó el trono español a su hermano, José Bonaparte, ahora José I. Mientras tanto la insurrección contra la ocupación francesa se extendía a toda España con inusitada fuerza y el gobierno efectivo quedaba en manos de una Junta Central.

Carlos IV ya no regresaría a España. Mientras su hijo era reconocido nuevamente por Napoleón como rey de España en 1813 y aclamado por el pueblo español al grito de “¡Vivan las cadenas!”, el viejo rey se desentendió de los acontecimientos, como había hecho el resto de su vida. Se instaló definitivamente en el exilio y residió en Compiègne, Marsella, Verona, Valençay y Roma, donde murió en 1819.

Bibliografía

  • ARTOLA GALLEGO, Miguel. Los orígenes de la España contemporánea. Madrid, 1959.

  • FERNÁNDEZ DE PINEDO, E., GIL NOVALES, A. y DÉROZIER, A. Centralismo, Ilustración y agonía del Antiguo Régimen, en “Historia de España” dirigida por M.Tuñón de Lara. Barcelona, 1980.

  • MARTÍNEZ RUIZ, E., GIMÉNEZ, E., ARMILLAS, J.A. y MAQUEDA, C. La España moderna. Madrid, 1992.

Autor

  • Victoria Horrillo Ledesma