Sales Portocarrero, María Francisca de (1754-1808).


Aristócrata e intelectual española, nacida en Madrid 1754 y fallecida en Logroño en 1808. Aunque su figura ha quedado algo desplazada por el brillo de otras damas de su familia, María Francisca de Sales Portocarrero, sexta condesa de Montijo, tuvo un papel relevante en la época de las Luces. Enemiga de Godoy, fue la madre de Eugenio Guzmán y la abuela de Eugenia de Montijo, personajes claves de la historia de la época.

Nacida en 1754 del matrimonio entre Cristóbal Portocarrero, marqués de Valderrábano, y María de Zúñiga Girón y Pacheco, y huérfana de padre desde muy niña, María Francisca heredó de su abuelo, Cristóbal Portocarrero, el condado de Montijo. El título (que llevaba aparejada una fortuna incalculable) tenía un siglo y medio de antigüedad, y había sido concedido por Felipe III en 1599 a Juan de Portocarrero y Manuel de Villena, que era mayordomo del rey y señor de Montijo. Más adelante, en 1697, cuando era conde de Montijo Cristóbal Portocarrero y Guzmán, Carlos II concederá al título la Grandeza de España.

Como futura heredera de la Casa, María Francisca recibió una excelente y completa educación en el madrileño convento de las Salesas. Fue allí donde aprendió a hablar francés con total corrección, donde se inició en el conocimiento de los clásicos y recibió sus primeras lecciones de música y pintura. Era todavía educanda de la institución cuando, a los nueve años y recién fallecido su abuelo, recibió el título de condesa de Montijo y una herencia más que generosa que la convertía, como no, en un partido apetecible para los herederos de cualquier casa aristocrática española. Así, y en 1768, recién cumplidos los catorce años, dejaba el convento para casarse. El afortunado era Felipe de Guzmán Palafox y Croy de Abré, que le doblaba la edad y pertenecía a una linajuda familia española, aunque no ostentaba un título propio.

La boda de la pareja se celebró con tanto esplendor como cabía esperar, y de aquella unión nacieron ocho hijos, dos de ellos varones: Eugenio, el heredero, y Cipriano. Como madre y esposa, aunque era feliz cumpliendo con el papel que le asignaba el destino y con su deber de dar un heredero a la Casa de Montijo y educarlo como tal, se sabía capaz de hacer más cosas que hablar en francés a sus hijos o bordar manteles. No había cumplido los veinte años cuando, a instancias de un religioso amigo de la familia, aceptó la tarea de traducir del francés una obra titulada Instrucciones sobre el sacramento del matrimonio. Quizá los devaneos de la condesa con las letras hubiesen resultado motivo de escándalo de no haber elegido para iniciarse en ellas una obra tan pía.

Siguió María Francisca cultivando sus lecturas, traduciendo otros textos del francés y disfrutando de las bellas artes. Para entonces, su salón era uno de los más solicitados de Madrid, y al parecer era frecuentado por muchos más hombres que mujeres. En las reuniones de la Montijo se hablaba de filosofía, de arte, de matemáticas y de física, y en general se desdeñaba el comadreo y el chisme cortesano, lo que ponía en fuga a los ociosos y atraía a los intelectuales puros. Ya entrada en la treintena, María Francisca ingresó en la primera hornada de mujeres que pasaron a integrar la Sociedad Económica Matritense. Fundada en 1775, esta institución tenía entre sus objetivos la promoción de las ideas ilustradas, y más en concreto su aplicación en los campos de la educación y el desarrollo. Entre otras actividades, la condesa de Montijo pasó a ocuparse de la gestión y supervisión de una Escuela Patriótica gratuita, donde decenas de niñas de barrios pobres recibían una educación elemental que podía servirles para enfrentarse al mundo.

Durante su etapa en la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense, Francisca protagonizó una anécdota singular cuando un autor anónimo propuso la creación de un traje nacional femenino para luchar contra el lujo en los atavíos de las mujeres. Se trataba de diseñar varios uniformes (uno para cada categoría social) que deberían adoptar las damas para su vida diaria. El propio Floridablanca prometió estudiar la propuesta, pero también llegó a sus manos un completo e inteligente memorial redactado por la condesa de Montijo donde explicaba profusamente lo absurdo de aquel proyecto irrealizable, que se perdió en el baúl de los recuerdos.

Viuda desde 1790, cuando su esposo murió víctima de unas fiebres infecciosas contraídas posiblemente durante un viaje a tierras de ultramar, en 1795 volvió a casarse con un caballero perteneciente a la pequeña nobleza, el tinerfeño Estanislao de Lugo. En los años siguientes trabajó de forma muy activa en la mejora de las condiciones de la inclusa madrileña, consiguiendo no sólo que se redujese a la mitad el número de niños fallecidos en el orfelinato, sino también que el rey Carlos IV legitimase a todos los niños expósitos. Fue además una de las creadoras de la Asociación para las Presas, desde la que trabajó para reformar las prisiones de mujeres. Es justo pensar que sus desvelos y su esfuerzo desinteresado al servicio de las luces habría de traer a Francisca parabienes y condecoraciones, pero eso sería pedir mucho: más que palmadas en la espalda, a María Francisca le esperaba una pena de destierro auspiciada, como cabría pensar, por el ambicioso y calculador Manuel Godoy, a quien no importaba dejar de lado a aquél que no quisiera seguir su estela. La condesa se trasladó primero a sus tierras de Montijo para acabar sus días en Logroño en 1808, víctima de unas fiebres infecciosas que devastaron la ciudad. No tuvo, pues, tiempo de conocer a dos mujeres que pasaron a integrar su familia: su nuera, María Manuela Kirkpatrick, que se casaría con su hijo Cipriano; y su nieta Eugenia, que estaba llamada a sentarse en el trono de Francia.

Bibliografía

  • DEMERSON, P. de: María Francisca de Sales Portocarrero, una figura de la ilustración. Madrid, editora nacional, 1975.

  • ————————: La condesa de Montijo, una mujer al servicio de las luces. Fundación Universitaria Española, Madrid, 1976

Marta Rivera de la Cruz