Francisco Romero López (1935–VVVV): El Faraón de Camas y la Estética Irregular del Toreo
En la Sevilla de los años treinta y cuarenta, el arte taurino formaba parte del alma popular tanto como la Semana Santa o el flamenco. A pesar de las heridas de la Guerra Civil y la pobreza estructural que marcaba el campo andaluz, el toreo seguía siendo una vía de ascenso social —y de consagración artística— para quienes, desde la humildad, soñaban con la gloria en los ruedos. En ese ambiente emergía una nueva generación de toreros andaluces, herederos de una tradición secular que encontraba su máxima expresión en plazas como la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, considerada templo mayor del arte de Cúchares.
Camas, una pequeña localidad situada a escasos kilómetros de la capital hispalense, se convirtió en semillero de toreros. Con una fuerte identidad obrera y una tradición muy ligada al mundo del toro, sus calles vieron nacer a Francisco Romero López el 1 de diciembre de 1935, sin prever que décadas después sería conocido universalmente como “Curro Romero”, o con tono casi reverencial, como “El Faraón de Camas”.
Infancia y formación de Francisco Romero López
Nacido en un entorno modesto, Curro Romero creció en una familia trabajadora, en la que la tauromaquia era una presencia constante pero no obsesiva. No hay constancia de que en su niñez mostrase una inclinación precoz por el arte de lidiar toros, lo que le distingue de muchos otros espadas que, desde niños, empuñaban el capote como si les fuera innato. El suyo fue un carácter silencioso, introspectivo, dotado de una parsimonia natural que más tarde se convertiría en parte esencial de su estilo.
Lejos de buscar protagonismo desde temprano, Curro parecía llamado a transitar el camino del toro con paso lento y seguro, guiado más por un instinto estético que por una ambición desbordada. En esto, ya desde sus inicios, su trayectoria comenzó a diferenciarse del molde habitual.
Primeros contactos con el toreo
Su debut con traje de luces no tuvo lugar hasta el 22 de agosto de 1954, casi al borde de cumplir los diecinueve años. No fue en una plaza de relumbrón ni ante un público encopetado, sino en La Pañoleta, una pequeña plaza sevillana que apenas ofrecía visibilidad, pero sí una dura exigencia local. Allí empezó a forjarse el mito, en condiciones poco propicias para el lucimiento, pero reveladoras de un torero que llegaba para proponer otra temporalidad: la de la paciencia como método.
Menos de un mes después, el 8 de septiembre de 1954, tuvo lugar su debut con picadores en Utrera, otro enclave sevillano de honda tradición taurina. Este fue el punto de partida de una larga etapa novilleril, que se extendió durante casi cinco años. En una época en que la mayoría de novilleros buscaban la alternativa en cuanto cosechaban unos pocos triunfos, Curro Romero prefirió un camino más largo y lleno de aprendizaje. Esta lentitud desesperante, como la calificaban muchos, terminó siendo su sello: no se trataba de correr hacia el éxito, sino de prepararse para merecerlo.
Durante esa etapa, su toreo fue madurando sin prisa, forjando un estilo basado en la economía de movimientos y la profundidad estética. El público, sin embargo, tardó en captar esa propuesta. Era un tiempo dominado por figuras más efectistas y resolutivas, pero Curro planteaba otra cosa: la quietud como forma de valentía, la espera como promesa de arte.
La presentación en Madrid y el umbral de la alternativa
No fue sino hasta el 18 de julio de 1958 que Curro Romero hizo su presentación en la plaza de toros de Las Ventas, epicentro simbólico del toreo mundial. A esas alturas, ya había cumplido los veintidós años y comenzaba a consolidar una imagen de torero singular. En contraste con las expectativas aceleradas que regían la carrera de otros, Curro parecía inmutable, como si supiera que su sitio en la historia del toreo no dependía de la velocidad, sino de la profundidad.
El paso decisivo de su carrera llegaría el 18 de marzo de 1959, cuando recibió la alternativa en la plaza de toros de Valencia. En el cartel figuraban Gregorio Sánchez como padrino y Jaime Ostos como testigo, lo cual indicaba ya el peso simbólico del acto. El toro de su alternativa pertenecía a la prestigiosa ganadería del Conde de la Corte, y su lidia fue seguida con atención por una afición que intuía estar ante un torero distinto.
La confirmación de alternativa en Las Ventas se produjo apenas dos meses después, el 19 de mayo de 1959, en el marco de la Feria de San Isidro. Fue un cartel de lujo: apadrinado por Pepe Luis Vázquez y con Manolo Vázquez como testigo, Curro se enfrentó a un toro llamado Lunito, de la ganadería de doña Eusebia Galache de Cobaleda. La lluvia suspendió el festejo tras el tercer toro, pero el acto simbólico ya había tenido lugar: Curro Romero era oficialmente torero de primera fila.
Primeros pasos como matador: fidelidad a Madrid y Sevilla
El año 1960 marcó el inicio de su andadura como matador de toros. Aquella temporada hizo 23 paseíllos, y al año siguiente 31, cifras modestas en comparación con otros colegas que llegaban a torear ochenta o cien corridas por temporada. Pero Curro nunca fue partidario de la profusión. Para él, el toreo era un acto de concentración íntima, no de exhibición masiva. Prefería pocos festejos, pero bien escogidos.
A pesar de esta austeridad, jamás rehuyó Madrid ni Sevilla, las dos plazas más exigentes del circuito taurino. Ese compromiso le valió respeto incluso entre quienes lo criticaban por su irregularidad. De hecho, su presencia constante en esos cosos —aunque no siempre triunfal— fue clave para su consolidación como referente emocional del toreo. Allí vivió sus más sonadas ovaciones y también sus más ruidosos abucheos.
Este periodo inaugural de su carrera como matador revela con claridad los dos pilares que definirían su figura: una conexión estética y emocional con parte del público, y una trayectoria plagada de altibajos dramáticos que lo alejaban del modelo de torero “eficaz” o “regular”. Curro no era un profesional al uso: era, desde muy pronto, una figura mitológica en construcción.
Ascenso, gloria y controversia de “El Faraón de Camas”
La alternativa y los primeros triunfos (1959–1965)
La llegada de Curro Romero al escalafón superior en 1959 marcó el inicio de una carrera atípica, donde la genialidad y la abulia se alternarían de forma imprevisible. Aquel mismo año de su alternativa, tras los pasos en Valencia y Madrid, actuó en la Feria de Abril de Sevilla, logrando un sonoro triunfo que consolidó su presencia entre las figuras emergentes del toreo. Su capacidad para seducir al público sevillano, extremadamente sensible al arte puro, le abrió las puertas de la afición más exigente.
Durante estos primeros años como matador, Romero comenzó a perfilar un estilo absolutamente personal, ajeno a los convencionalismos técnicos. Su concepto del toreo descansaba en la quietud, la verticalidad, la lentitud y la armonía. En un momento en que muchos toreros apostaban por la espectacularidad o la eficacia, Curro proponía una belleza introspectiva y profundamente subjetiva, de difícil acceso para los públicos menos sensibles.
Fue en la Corrida de la Prensa del 4 de julio de 1963, en Las Ventas, donde alcanzó uno de sus primeros hitos. Ante una terna de lujo que incluía a los hermanos César y Curro Girón y a Pedrés, Curro Romero se impuso con una faena memorable que le valió la Oreja de Oro por votación popular. El público madrileño, exigente pero justo, reconocía así el valor de una propuesta taurina distinta, en la que el arte superaba la técnica.
La década prodigiosa: luces y sombras (1965–1975)
Los años que siguieron fueron testigo del nacimiento del mito. En 1966, en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Curro protagonizó una gesta inolvidable al enfrentarse en solitario a seis toros. La hazaña terminó con su salida triunfal por la Puerta del Príncipe, emblema máximo del reconocimiento sevillano. Solo los grandes elegidos consiguen este honor, y Curro lo hizo como ofrenda a su ciudad y a su estilo, sellando así una alianza simbólica con Sevilla que se mantendría hasta el final.
No obstante, la otra cara del personaje no tardó en manifestarse. En 1967, en Las Ventas, se negó a matar un toro por considerarlo placeado, lo que provocó su detención y escándalo general. Fue el primer gran episodio de una serie de controversias que marcarían su carrera. Desde entonces, el público aprendió que “Curro Romero” era imprevisible: capaz de la más sublime verónica o de la más decepcionante espantada. Esta dualidad fascinante es lo que ha cimentado, paradójicamente, su leyenda.
En 1968, nuevamente en Sevilla, volvió a encerrarse con seis toros y salió por la Puerta del Príncipe tras cortar cuatro orejas. Este contraste entre la gloria y el fracaso sería una constante en su trayectoria. Madrid, plaza más fría y normativa, no le perdonó tanto como Sevilla. Aun con una legión de incondicionales, la capital también fue escenario de sus desplantes, su dejadez y su desidia manifiesta en tardes aciagas.
Esta década muestra a un Curro Romero convertido en figura pública, venerado por unos y vilipendiado por otros, pero nunca ignorado. La tauromaquia, al igual que el arte, tiene espacio para los genios inconstantes, y Curro lo encarnaba a la perfección: no era un torero de estadísticas, sino de epifanías.
Estilo taurino y singularidad estética
Hablar del toreo de Curro Romero exige apelar a categorías poéticas antes que técnicas. Su forma de manejar el capote ha sido descrita como un ritual de lentitud sublime, donde el movimiento parece suspendido en el aire. La verónica, su suerte más emblemática, se convierte en sus manos en una obra de arte que transciende la tauromaquia para convertirse en símbolo de elegancia contenida.
Frente a la aceleración de otros estilos, Curro propone una pausa mística, una espera que se vuelve estética. Cada movimiento suyo en el ruedo es una invitación al recogimiento, al silencio respetuoso, a la comunión entre el toro, el torero y el público. Este enfoque le ganó la adoración de los “curristas”, una suerte de secta emocional que lo seguía plaza tras plaza, dispuestos a sufrir el tedio de las tardes nefastas con tal de presenciar, al menos una vez, la revelación de lo sublime.
Sin embargo, sus defectos técnicos eran también notables y frecuentemente señalados por la crítica: sufre con la suerte suprema, y muchas de sus estocadas fueron irregulares o directamente bajas. Su rechazo a aplicar ciertas normas reglamentarias —como en el caso del tercio de varas en 1982— le costó sanciones y reproches. Pero incluso estas faltas contribuyeron al mito: Curro Romero no era un torero obediente, sino un artista que solo respondía a su propio compás.
Lo que para algunos era falta de compromiso, para otros era coherencia estética: si el toro no ofrecía las condiciones necesarias, el maestro se negaba a fingir. Esta actitud, incomprendida por muchos, lo alejaba de la ortodoxia pero lo acercaba a una verdad emocional difícil de encontrar en el toreo moderno.
El torero de extremos: idolatría y escándalo
Durante estos años, Curro protagonizó escenas que forman parte del imaginario popular taurino. El escándalo de 1982 en Las Ventas, cuando ordenó a su picador abandonar el ruedo por desavenencias con el presidente, provocó una sanción histórica. Pero un par de años después, en 1984, regresó a la Maestranza de Sevilla para cortar dos orejas, y en 1985 triunfó nuevamente en Madrid, confirmando que aún tenía capacidad para emocionar y redimirse.
La paradoja era constante: cuando parecía hundido, resurgía con una faena memorable; cuando el público esperaba una tarde triunfal, a menudo entregaba una actuación desganada. En 1987, en un episodio insólito, un aficionado saltó al ruedo para increparlo, exasperado por su inacción. Y, sin embargo, a pesar de estos episodios, Curro seguía en los carteles de las ferias más importantes, porque la promesa de su arte seguía viva.
Este contraste entre la posibilidad del arte supremo y la amenaza del ridículo lo convertía en una figura magnética, imposible de ignorar. Sus actuaciones eran siempre una incógnita: ¿nos regalará hoy el arte más puro o se marchará entre almohadillas? Ese enigma sostenía el fervor, la crítica, el culto.
Entre la estética y la mística
Para muchos aficionados, Curro Romero no es solo un torero, sino una experiencia. Verle torear en estado de gracia es presenciar algo que roza lo sagrado. En palabras de algunos cronistas, cuando el “Faraón de Camas” destapa el tarro de las esencias, el toreo alcanza una dimensión simbólica, casi religiosa. Pero ese “tarro” es caprichoso, escurridizo, y aparece solo en contadas ocasiones.
Y es precisamente esa austeridad emocional y artística, ese racionamiento del arte, lo que ha hecho de Curro una figura legendaria. Como los poetas que solo escriben un verso cada década, como los pintores que destruyen sus propios cuadros, Curro Romero es un artista esencialista, para quien cada tarde debía tener un sentido, un alma, una verdad.
La segunda parte de su carrera, que se abre tras estos años de gloria y escándalo, será la del declive anunciado pero resistido, la del veterano que se niega a cortarse la coleta, que aún se viste de luces a los sesenta años, y que mantiene una legión de fieles dispuestos a creer —una vez más— en el milagro del arte.
Declive, culto popular y legado de un mito taurino
Longevidad taurina y decadencia inevitable (1976–1998)
A partir de la segunda mitad de los años setenta, la carrera de Curro Romero comenzó a dar muestras claras de desgaste físico y emocional. Sin embargo, lejos de retirarse, el diestro sevillano optó por prolongar su presencia en los ruedos, desafiando el paso del tiempo y la lógica del rendimiento. Su toreo, que ya en sus mejores años había sido intermitente, se volvió más esporádico, irregular e incluso dolorosamente errático. Y sin embargo, seguía llenando plazas.
Durante los años ochenta, acumuló tardes grises, de escasa entrega, seguidas ocasionalmente por destellos de genialidad que mantenían viva la llama del mito. En 1984, volvió a brillar en Sevilla, cortando dos orejas y confirmando que aún conservaba intacta su conexión con el coso de la Maestranza. Un año después, en Madrid, realizó una faena que le valió otro sonado triunfo frente a un toro de Santiago Martín “El Viti”, compartiendo cartel con Antoñete y Curro Durán.
Sin embargo, 1987 marcaría un nuevo hito en su relación conflictiva con la afición de Madrid. Aquella tarde, su apatía fue tal que un espectador, encolerizado, saltó al ruedo con intención de agredirle. El episodio, inédito por su violencia, puso de manifiesto el grado de frustración que podía provocar su actitud en ciertos sectores del público. Y sin embargo, Curro permanecía, fiel a sí mismo, inalterable ante la crítica, sostenido por la devoción de sus incondicionales.
En los años noventa, ya con más de cincuenta años, su presencia en las ferias principales era cada vez más esporádica, pero su nombre seguía siendo sinónimo de expectación. En la Feria de Otoño de 1992, logró cortar una oreja en Las Ventas, gesto que dividió a la afición entre el entusiasmo y la incredulidad. Para muchos, fue una última chispa de su genio; para otros, una concesión injustificada a una leyenda ya en decadencia.
Pese al evidente deterioro de sus facultades físicas y la disminución de su valor frente a la cara del toro, Curro Romero se resistía a retirarse. A los más de sesenta años, todavía seguía vistiéndose de luces. No lo hacía por rutina ni por necesidad económica, sino por una convicción íntima: la de que, en cualquier tarde, el arte podría regresar.
Devoción popular y mito del “Faraón”
Pocos toreros han suscitado una devoción tan visceral y persistente como la de Curro Romero. Desde muy temprano, el público desarrolló hacia él una relación emocional que desbordaba la lógica taurina. Sus seguidores —conocidos como curristas— lo veneraban como a un artista incomprendido, un poeta del ruedo cuyo arte debía ser esperado con paciencia y contemplado con recogimiento.
Esa relación cuasi religiosa se manifestaba en detalles simbólicos: los ramos de romero que algunos aficionados llevaban a la plaza, las ovaciones cerradas incluso en tardes grises, la defensa ferviente ante los críticos más severos. Para los curristas, cada actuación de Curro era una espera por el milagro; no importaba cuántas tardes decepcionara, bastaba con una verónica inspirada para justificarlo todo.
Este fenómeno no es nuevo en la historia del toreo. Figuras como Rafael Gómez Ortega “El Gallo”, otro genio irregular y amado hasta el delirio, ofrecen un precedente claro. Como él, Curro fue capaz de alternar el ridículo y la gloria en el mismo coso, y aun así mantener intacta su aura de artista maldito y necesario.
El apelativo de “Faraón de Camas” no es solo un título poético. Denota una cierta majestuosidad en su figura, una solemnidad en el andar, en la forma de mirar al toro, en el uso austero del capote. Todo en él evocaba una dignidad ancestral, como si descendiera de una estirpe distinta, como si su misión no fuera ejecutar una faena, sino representar una forma de estar en el mundo.
Legado estético y taurino
El legado de Curro Romero no puede medirse en números. Ni sus orejas cortadas ni sus puertas grandes, ni sus tardes de éxito ni sus tardes de escándalo definen su contribución al arte taurino. Su herencia está en el concepto, en la emoción, en el tiempo ralentizado de una verónica que parecía suspendida en el aire.
Muchos toreros posteriores, incluso aquellos con estilos radicalmente distintos, han reconocido su influencia. No en la técnica, sino en la actitud: en la fidelidad a una visión estética, en la defensa de la emoción como medida del arte. En tiempos de profesionalización extrema del toreo, Curro defendió la subjetividad como principio, el alma por encima de la eficacia.
Su figura también ha sido objeto de análisis desde disciplinas ajenas a la tauromaquia. Poetas, escritores y críticos de arte lo han descrito como un símbolo de la belleza frágil y efímera, de la genialidad intermitente. Ha sido tema de ensayos, inspiración de crónicas literarias y punto de partida para reflexiones sobre la relación entre el arte y el fracaso.
Y aunque sus defectos son ampliamente conocidos —desde la dificultad para matar hasta su reiterada desidia en ciertos trances—, estos no anulan su valor, sino que lo humanizan. Curro no fue un héroe invencible, sino un artista vulnerable, sujeto a sus miedos, a sus días malos, a su cuerpo envejecido. Y precisamente por eso, su arte, cuando emergía, era tan valioso.
A su manera, Curro Romero representa la última encarnación romántica del toreo. Un torero que no se sometió a los calendarios ni a las estadísticas, que no buscó la gloria continua ni el aplauso fácil, sino que persiguió una forma personal, intransferible, de belleza. Su toreo no era para todos, pero quienes lo entendían, lo consideraban único, irrepetible, esencial.
En un siglo XX que conoció a grandes figuras del toreo —desde Antonio Ordóñez a Manolete, de Paco Camino a José Tomás—, Curro Romero ocupa un lugar propio, no por sus conquistas, sino por su estética del riesgo. Porque en cada tarde en que se anunciaba, el público sabía que podía ocurrir cualquier cosa: el mayor de los fracasos o el instante más puro del arte taurino.
Francisco Romero López, que fue tantas veces cuestionado y tantas veces ovacionado, que abandonó tantas veces la plaza entre almohadillas y otras tantas a hombros por la Puerta Grande, encarna una paradoja gloriosa: la del torero que no siempre quiere torear, pero cuando quiere, toca el cielo. Su nombre no es solo parte de la historia del toreo, sino de su mitología.
MCN Biografías, 2025. "Francisco Romero López (1935–VVVV): El Faraón de Camas y la Estética Irregular del Toreo". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/romero-lopez-francisco [consulta: 19 de octubre de 2025].