Pradilla y Ortiz, Francisco (1848-1921).
Pintor español; nació en Villanueva de Gállego (Zaragoza) el 24 de julio de 1848 y murió en Madrid el 1 de noviembre de 1921. Inició sus estudios en Zaragoza, simultaneando las clases en la Real Academia de Bellas Artes de San Luis con la asistencia al taller del escenógrafo Mariano Pescador. Ignoramos las circuntancias familiares que lo obligaron a abandonar en 1861 los estudios de bachillerato, en los que destacaba, para ponerse a trabajar. Desde luego, no se trata de la orfandad a la que se ha aludido en ocasiones, toda vez que sus padres vivían aún a finales de la década de los setenta del siglo pasado. Poco tiempo después, realiza su primera de coración firmada: la de la ópera de Meyerbeer Los Hugonotes, bien que no sepamos si realizó los bocetos para lo ópera completa (era frecuente aprovechar decorados de producciones anteriores, o bien de otras obras con lugares similares) o, siquiera, si se conservan tales materiales. En 1866, se traslada a Madrid, donde continúa trabajando con pintores dedicados al teatro, como son Ferri y Bussato mientras se aloja en casa de unos familiares. Al mismo tiempo, asiste a clases en la Escuela Superior de Pintura y Grabado, en la que recibirá las enseñanzas de Federico de Madrazo, Carlos Luis de Ribera y Ponciano Ponzano. Asimismo, forma parte de la recién creada Asociación de Acuarelistas de Madrid y cultiva con esmero y dedicación la dicha técnica tanto en las clases nocturnas de la Asociación como en el taller del pintor Ramón Guerrero. En compañía de éste, realizará varios vaijes entre 1871 y 1873 por Galicia para copiar paisajes. En uno de éstos será cuando conozca a la que años más tarde será su mujer. Al tiempo, sus acuarelas comienzan a interesar a los coleccionistas de Madrid.
Al crearse en 1873 la Academia Española de Bellas Artes de Roma, es pensionado (junto con Casto Plasencia). En los años de estancia en Roma, trabaja como corresponsal de La Ilustración Española y Americana y lleva a cabo buen número de pinturas como El Naufragio (estudio de desnudo enviado desde allí como trabajo de pensionado que no está entre lo mejor de su producción, aunque destaquen de él el paisaje del fondo y el contraste que se establece entre las dos figuras; el cuadro forma hoy parte de los fondos del Ayuntamiento de Madrid), los retratos de Alfonso I «El Batallador» y Alfonso V «El Magnánimo» para el Ayuntamiento de Zaragoza. Sin embargo, será sobre todo la conocidísima Doña Juana la Loca la obra principal de este período. Por ella obtendrá la medalla de honor en la Exposición Nacional de 1878. La medalla de honor no se otorgaba todos los años y sólo la obtenía un pintor. La que obtuvo Pradilla fue la primera que se otorgó desde que se crearan las Exposiciones en 1856. En el mismo 1878, el cuadro es premiado en la Universal de París y alabado en las de Viena y Berlín. El cuadro es muestra del trabajo de taller que se realizaba en la época: el fondo pertenece a las cercanías de lago Tresimeno en Pasignano (Italia) y los detalles de vestuario y mobiliario están cuidados a la perfección, en tanto que en las hogueras y antorchas, así como en el grupo de frailes que avanza por la izquierda, se acerca Pradilla a la técnica impresionista con la utilización de manchas de color que sugieren la lejanía de los monjes y la dispersión del humo (no olvidemos la importancia que para el autor tenía, en general, el fuego; en el presente caso, se conserva un estudio de pequeño tamaño dedicado tan sólo al efecto del fuego y del humo sobre el cielo del fondo que resulta, en el cuadro acabado, uno de sus mayores aciertos).
Al tiempo, los rostros de los personajes reflejan cuidadosamente el pensamiento, desde el enajenamiento de la reina hasta el aburrimiento o el cansancio, casi insolente en algún caso, de los servidores. Con todo ello, se aleja Pradilla de la pintura histórica al uso para llevar a cabo una aproximación realista al tema histórico. Al tiempo, el contraste entre los ropajes y actitudes de los personajes y el desolado paisaje invernal logran hacer más patente el dolor y el enajenamiento. El interés en el tema de la reina loca de amor, que había de ocupar a varios otros pintores y a dramaturgos como Tamayo y Baus, se muestra en un boceto titulado Doña Juana «la Loca» en los adarves del Castillo de la Mota de sus primeros años y en la pintura de una Doña Juana «la Loca» recluida en Tordesillas, que procede de su última época y en la que el desvalimiento de la reina se expresa a través de la selección de colores fríos, a los que ayuda el foco de luz invernal que ilumina la figura por la izquierda. La mirada perdida y los objetos cotidianos colocados en el hueco de la ventana contribuyen a la impresión de intimidad sorprendida que desprende toda la figura. Como en el resto de su producción histórica, mucho más breve que lo que su fama en este género pudiera hacer pensar, la preocupación fundamental de Pradilla es recrear el momento a través de la expresión de los personajes que lo protagonizaron.
Tras el éxito de Doña Juana «la Loca», recibe el encargo de pintar La Rendición de Granada, obra también sobradamente conocida, para la decoración del Palacio del Senado, donde se exhibe todavía. Los dos cuadros mencionados convierten de inmediato a Pradilla en uno de los pintores de historia más conocidos y reputados. La Rendición le valió, además, la Gran Cruz de Isabel la Católica. La Rendición es un cuadro más estático que Doña Juana, en buena medida por el propio tema y por la cantidad de personajes conocidos que debían aparecer en él (los propios Reyes Católicos, Boabdil, el príncipe don Juan, el Gran Capitán, el inquisidor Torquemada, etc.). Con todo, Pradilla dio buena muestra de su talento en la elección de diferentes colores para los principales personajes, así como en la inclusión de detalles que, como en el caso de los cortesanos de Doña Juana, prestan variedad a la escena. destaca en este respecto la expresión del Gran Capitán, que bromea con las damas de la reina a las que va escoltando. Los rostros de las damas, sorprendidos en mitad de la conversación, está también claramente independizados unos de otros. En el fondo de la escena, el paisaje granadino, estudiado a fondo por el pintor en el propio escenario, presenta unos toques naturalistas que alejan de nuevo la obra de Pradilla de los cuadros de asunto histórico habituales en el momento. Una tercera pintura histórica de gran formato fue El Suspiro del Moro en la que de nuevo se ocupó pradilla de la toma de Granada, bien que en este caso desde la perspectiva del Boabdil desterrado que da a su ciudad la última mirada.
El cuadro fue resultado de un encargo particular -aunque algunas fuentes señalen erróneamente que el encargo partió del Ateneo madrileño- realizado por un magnate ruso y, a la muerte de éste, de otro chileno que, a su vez, cedió los derechos a un tercero con el que discutió el pintor, enojado por no habérsele tenido en cuenta para la transacción. Hoy se desconoce el pararero de este cuadro, que por sus dimensiones resulta difícil de esconder, bien que conservemos de él reproducción fotográfica que muestra la sobriedad de la composición, en la que Boabdil, de espaldas y vestido de blanco, observa desde un alto su ciudad. El centro de la composición lo ocupa un caballo blanco, el de Boabdil, sujeto por un criado, cuyas crines agita el mismo viento que mueve las vestiduras del último rey de Granada.
Entre 1881 y 1883, fue director de la Academia de Roma, bien que a regañadientes, pues su temperamento arisco y huidizo lo hacían poco apto para dicho puesto. Tras cesar en el cargo con una excusa fútil, permanece en la capital italiana hasta 1897, año en el que acepta la dirección del Museo del Prado y regresa a España. Son los años en los que se afianza su amistad con Joaquín Sorolla, que se había establecido en Italia tras concluir su pensionado en la Academia. Su labor pictórica es constante. La exposición de la Academia de Roma de 1884 exhibe su Corte de Aragón celebrando juegos florales. Otros cuadros de esta época son Vendimiadores en las lagunas Pontinas, El camino del santuario o Escenas Venecianas. En 1886, una quiebra económica acaba con su tranquilidad: deberá volver a pintar para rehacer su situación y mantener a su familia. La correspondencia con Sorolla nos da testimonio de sus preocupaciones en este tiempo.
A su regreso, permanece poco tiempo en la dirección del Prado, en la que sustituía a Palmaroli. Su gestión tampoco parece haber sido particularmente buena: dejó escapar algún fondo de interés que salió a la venta en aquel tiempo a buen precio y hubo de sufrir algún robo en la pinacoteca por parte de personal de la casa. Tras abandonar el cargo, se instaló en Madrid y se dedicó a la pintura, lo único que verdaderamente le importaba, hasta su muerte. Sus últimos años los pasó casi aislado: no acudía a actos públicos y rechazaba cuantas invitaciones recibía. La situación de su taller, en lo que entonces eran las afueras de Madrid, contribuía a este aislamiento que, de ningún modo, supuso abandono de los pinceles. Muy al contrario, se sabe que aún cinco días antes de morir tuvo sesión con cinco modelos. Su pintura estuvo muy cotizada en su momento, hasta el extremo de que su nombre fue utilizado, sin su consentimiento, para las ilustraciones de una edición de lujo de las Leyendas de Zorrilla.
Fue miembro de las reales academias de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y de San Luis de Zaragoza, de la Academia Francesa y de la Hispanic Society de Nueva York. Asimismo, se le concedieron la a citada Gran Cruz de Isabel la Católica y la Legión de Honor con rango de Caballero. Debido a haber obtenido en su primera presencia en la Exposición Nacional el galardón más alto, sólo concurrió a otra más, la de 1892, en la que se exhibió La Rendición de Granada con motivo de la celebración del cuarto centenario de dicho acontecimiento. Parece que el talante solitario del pintor fue el motivo principal de este apartamiento de las Exposiciones Nacionales, en las que no eran infrecuentes los favoritismos y los enfrentamientos dentro de los jurados. Asimismo, declinó la oferta que se le hizo de participar en la decoración de San Francisco el Grande, una de las obras pictóricas a las que más importancia se dio en aquel momento, argumentando que estaba pintando La Rendición en Italia y que no podía trasladarse a Madrid para pintar al fresco una de las bóvedas. Por parte de los encargados de la decoración, debemos constatar que no insistieron en la presencia de Pradilla, mejor pintor de historia que casi todos los que llevaron a cabo la mencionada decoración. Sirva como botón de muestra de su éxito internacional el éxito cosechado en la Exposición Universal de Berlín, en la que fue el único español premiado, donde obtuvo la medalla de honor por Misa al aire libre en la romería de la Guía (Vigo). Asimismo, en 1892 fue nombrado miembro honorario de la Academia de Pintura de Munich.
Su éxito fue grande tanto en España como en el resto de Europa y sigularmente en Alemania, donde su obra paisajística (lo más abundante de su producción) fue en su tiempo preferida a la de los impresionistas franceses y donde se lo reputó por uno de los mejores paisajistas de Europa.
La producción de Pradilla es ingente (varios millares incluyendo apuntes y bocetos, tal y como señaló su hijo) y en ella destacan, junto con los cuadros de pintura histórica, convertidos en imágenes canónicas de los hechos de la historia española que muestran, multitud de cuadros de pequeño formato pintados del natural en los que con frecuencia se limita a plasmar un detalle (una luz, un cielo tormentoso, sensaciones de color, etc.), casi como si pretendiera utilizar el material para obras de mayor envergadura, así el mencionado estudio del fuego para Doña Juana «la Loca». Con frecuencia, tomaba apuntes del natural durante una temporada en zonas que le gustaban especialmente (así las Lagunas Pontinas cerca de Roma o el Monasterio de Piedra en Zaragoza) para luego elaborar los cuadros en el estudio. es el caso de cuadros como La lectura de Anacreonte o Pasando el arroyo, pertenecientes a su última época o de Emigrantes de otoño en el País Pontino, de su etapa romana. Asimismo fue destacado retratista (así el sobrio y bellísimo Retrato de Lidia Pradilla) y colaboró en decoraciones como la del madrileño palacio de los marqueses de Linares, hoy Casa de América, para el que llevó a cabo catorce pinturas en lienzo que, según la costumbre de la época, se fijaban después al muro. Los avatares de este palacio, cerrado y deshabitado durante años, ha permitido conservar un conjunto decorativo que de otro modo hubiera perecido como sucedió con los realizados en los palacios de los duques de Santoña o la infanta Isabel, sujetos al cambio de las modas decorativas. El éxito de Pradilla hizo que su obra se dispersara por Europa y América, lo que ha hecho infructuosas todas las tentativas de establecer un catálogo completo de su producción. En este respecto, es destacable la imposibilidad de hallar el paradero de cuadros de la envergadura de El último Suspiro del Moro ya comentado.
A pesar de la utilización casi constante del óleo en el estudio y de su negativa a pintar el fresco, destacó Pradilla por su experimentalismo técnico, en especial en lo que al campo de la acuarela se refiere. Asimismo, destacó por su control poco común del dibujo. Partiendo del último Románticismo, Pradilla va a asimilar las innovaciones de los impresionistas y el preciosismo de la pintura italiana a su propio estilo.
Bibliografía
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GARCÍA RAMA, Ana y GARCÍA LORANCA, J. Ramón; Vida y obra de Francisco Pradilla. Zaragoza, Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1987.
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RINCÓN GARCÍA, Wilfredo; Francisco Padilla. Madrid, Cipsa, 1987.
G. Fernández San Emeterio