Ponce Martínez, Enrique (1971-VVVV).


Matador de toros español, nacido en Chiva (Valencia) el 8 de diciembre de 1971. Es sobrino nieto del torero valenciano Rafael Ponce Navarro («Rafaelillo»). A pesar de su juventud, está considerado como una de las grandes figuras del toreo de la década de los años noventa.

Los lejanos antecedentes taurinos que había en su familia despertaron su tempranísima vocación, por lo que, siendo todavía un niño, se inscribió en la Escuela de Tauromaquia de Valencia, en donde adquirió sus primeros conocimientos técnicos del oficio. Poco después se acogió al amparo del ganadero jiennense don Juan Ruiz Palomares, en cuya finca, sita en el término municipal de Navas de San Juan (Jaén), continuó su formación taurina, entrenándose en las faenas de tienta; de ahí que gran parte de la afición -sobre todo la andaluza- tenga considerado a Enrique Ponce como un torero del Sur, a pesar de sus orígenes levantinos.

Sus condiciones naturales para andar en la cara de los toros se manifestaron precozmente: aún no había cumplido los quince años de edad cuando, el día 10 de agosto de 1986, en la localidad jiennense de Baeza, estrenó su primer terno de luces. Después de haber tomado parte en varias novilladas sin picar durante las campañas de 1986 y 1987, a comienzos de la de 1988 (concretamente, el día 9 de marzo) hizo el paseíllo a través de la arena de Castellón de la Plana, para intervenir en su primer festejo asistido por el concurso de los varilargueros. En compañía de los jóvenes principiantes «Curro Trillo» y José Luis Torres, Ponce se enfrentó aquella tarde a los utreros criados en las dehesas de don Bernardino Píriz Carvallo.

El rumor de que estaba presentándose en provincias una figura en ciernes llegó pronto hasta los oídos de los aficionados más avisados de Madrid, quienes por fin tuvieron la satisfacción de presenciar el debut de Ponce en la plaza Monumental de Las Ventas el día 1 de octubre del mencionado año, fecha en la que el jovencísimo novillero valenciano compartió cartel con los bisoños Antonio Manuel Punta y Domingo Valderrama, para enfrentarse entre los tres con un encierro de don José Samuel Pereira Lupi, remendado por un quinto astado de Oliveira Irmãos y una sexta res marcada con el hierro de La Fresneda. El primer bicho que Ponce lidió y mató en la arena madrileña, señalado con la muesca de Pereira Lupi, atendía a la voz de Yeitoso. Vestido para tal estreno con un terno rosa y oro rematado por cabos negros, el joven novillero levantino causó entre los severos aficionados de la Corte una gratísima impresión por su exhibición de frescura e inteligencia delante de las reses, aunque su reducida estatura motivó que fallará con la espada.

Tras revelarse a lo largo de la temporada siguiente (en la que efectuó sesenta y tres paseíllos) como el novillero puntero del escalafón, emprendió la de 1990 con el decidido propósito de dar el paso más importante en la carrera de un aspirante a figura del toreo. Y, en efecto, después de haber despachado otras cuatro novilladas a comienzos de temporada, el día 16 de marzo de 1990, en pleno ciclo fallero, cruzó el redondel de la plaza de toros de Valencia dispuesto a recibir la alternativa que había de otorgarle su padrino, el coletudo madrileño José Miguel Arroyo Delgado («Joselito»); el cual, bajo la atenta mirada del también madrileño Miguel Báez Spínola («Litri»), que comparecía en calidad de testigo, le cedió los trastos con los que había de dar lidia y muerte a estoque a Talentoso, un morlaco negro de capa procedente de la ganadería de los Sres. Puerta Hermanos.

El punto culminante de esta primera campaña de Enrique Ponce en calidad de matador de toros tuvo lugar el día 30 de septiembre, fecha en la que volvió a pisar la arena venteña para confirmar ante la primera afición del mundo los méritos que le acreditaban para ostentar la mencionada categoría. Su padrino de confirmación, el coletudo jerezano Rafael Soto Moreno («Rafael de Paula»), en presencia del diestro alicantino Luis Francisco Esplá Mateo, que hacía las veces de testigo, le facultó para muletear y despenar a Farruco, un burel criado en las dehesas de la señora viuda de Garrido.

Durante la campaña de 1991, Enrique Ponce Martínez se consolidó como una de las figuras cimeras del escalafón, en parte por el temple con que sabía guiar la embestida de las reses, y en parte por el desmayo pinturero con que sabía rematar sus mejores series de muletazos. Se vio en él enseguida el legado del más puro clasicismo, aunque también dejó traslucir muy pronto algunas concesiones que fueron enfriando el apasionamiento de los aficionados más puristas; porque si bien es verdad que su juego de muñeca, sobre todo cuando baja la mano, es capaz de dibujar lentísimas trayectorias de una belleza y relajación extremas, no es menos cierto que suele requerir para ello sólo el concurso del torito boyante y apacible, el que sigue el vuelo de los engaños con la firmeza y la limpieza propias del carretón de entrenamiento. Otros le acusan, además, de perfilero y ventajista, muy hábil a la hora de disimular su defectuosa colocación por medio de la plasticidad que compone con su figura y el desmayo lánguido de los engaños que maneja. A todo esto suman sus detractores la escasa variedad de su repertorio, acusación que se hizo patente el día en que se encerró en solitario con seis toros en Las Ventas, de donde salió sin haber cortado apéndice alguno.

Pero lo cierto es que sus triunfos se contaron por docenas durante las temporadas de 1991 y, sobre todo, 1992, año en el que acabó colocado a la cabeza del escalafón superior, después de haber cumplido cien contratos. Al concluir dicha temporada en España cruzó el Atlántico para triunfar también en Hispanoamérica, donde confirmó su alternativa en la plaza de toros de México el día 13 de diciembre del mencionado año. Fue su padrino en aquella ocasión el espada azteca Guillermo Capetillo, quien, bajo la atenta mirada del también mejicano David Silveti, que hacía las veces de testigo, le cedió la lidia y muerte del toro Nevado, un cárdeno meano procedente de la ganadería de La Venta del Refugio. Enrique Ponce salió triunfador del coso de la capital mejicana, aunque resultó herido en su muslo derecho.

Al término de la campaña de 1993 volvió a hallarse encaramado en el puesto de honor del escalafón de los matadores de toros, con un total de ciento diez ajustes cumplidos en suelo español a lo largo de todo aquel año. Y en 1994 ocupó el segundo lugar, después de haberse vestido de luces en ciento catorce ocasiones. De él ha escrito la crítica contemporánea: «Estamos ante un torero larguísimo en el fondo y en las formas. Gran director de lidia, además, para quien el toreo no supone esfuerzo alguno, sino autosatisfacción. Físicamente dotado para su profesión, naturalmente elegante y capaz de torear bastante más de cien corridas al año sin que se le note el cansancio, si no se conforma pronto con la posición económica ya alcanzada y a poco que la suerte le acompañe, será una gran figura durante muchos años» (José Antonio del Moral, Cómo ver una corrida de toros).