Antonio Mercero (1936–2018): Arquitecto de la Emoción en el Cine y la Televisión Española
De Lasarte a la gran pantalla: primeros pasos de un narrador visual
Contexto familiar y vocación cinematográfica temprana
Antonio Mercero Juldain nació el 7 de marzo de 1936 en Lasarte, una pequeña localidad guipuzcoana situada en el País Vasco. Su nacimiento coincidió con los meses previos al estallido de la Guerra Civil Española, un conflicto que marcaría profundamente la historia del país y el devenir de su generación. Aunque el entorno familiar no estaba directamente vinculado al mundo artístico, Mercero creció en una sociedad vasca marcada por una intensa vida cultural local, el valor del relato oral y el peso de la identidad comunitaria. Estas primeras vivencias, asociadas al entorno cotidiano y a la observación de las emociones humanas más cercanas, serían claves en su sensibilidad narrativa posterior.
En su juventud, como muchos otros de su época, Mercero se orientó inicialmente hacia una formación tradicional. Estudió Derecho en la Universidad de Valladolid, una elección probablemente influida por consideraciones familiares o pragmáticas más que por vocación. Sin embargo, su inclinación artística pronto se impuso. En el contexto de una España en plena dictadura franquista, donde las opciones de formación en artes visuales eran limitadas, Antonio Mercero optó por matricularse en 1959 en la Escuela Oficial de Cinematografía de Madrid. Esta institución se convirtió en un semillero de talentos del llamado “Nuevo Cine Español” y fue determinante en la configuración de su estilo como realizador.
El despertar del talento: de los cortometrajes al largometraje inicial
En la Escuela de Cinematografía, Mercero encontró un espacio no solo de aprendizaje técnico, sino también de expresión creativa. Allí desarrolló una sensibilidad visual y narrativa que equilibraba el rigor formal con la empatía por los personajes. Su primer cortometraje de práctica, titulado “Lección de arte” (1962), no tardó en llamar la atención. Fue seleccionado para el prestigioso Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde fue galardonado con la Concha de Oro, un logro excepcional para un estudiante. Esta temprana distinción no solo lo posicionó como una joven promesa, sino que confirmó su capacidad para narrar con eficacia a través del lenguaje cinematográfico.
Aprovechando el impulso del premio, Mercero dirigió en 1963 su primer largometraje: “Se necesita chico”, una coproducción hispano-italiana que, aunque modesta en su alcance comercial, supuso su debut profesional en el cine. La película estaba protagonizada por Francisco Javier Cebrián, Peter Solís, Juan José Sadaul y Lina Canalejas, y mostraba ya algunos de los elementos que caracterizarían su obra futura: el humor cotidiano, la observación de lo social y un tratamiento amable pero no ingenuo de los conflictos humanos.
Primeros éxitos televisivos en tiempos de dictadura
La España de los años sesenta y principios de los setenta ofrecía un campo limitado para la creatividad libre en el cine, pero comenzaba a abrir ciertas grietas en el terreno televisivo. Fue allí donde Mercero encontró un espacio fértil para desarrollar su arte. En 1971 irrumpió en los hogares españoles con la serie “Crónicas de un pueblo”, una producción que se convirtió en fenómeno social. Ambientada en la imaginaria Puebla Nueva del Rey Sancho —en realidad, el municipio madrileño de Santorcaz—, la serie retrataba la vida cotidiana de un pueblo castellano con un enfoque costumbrista, en el que se mezclaban situaciones cómicas y toques sentimentales.
Más allá de su eficacia narrativa, “Crónicas de un pueblo” ofrecía un espejo ideológico del tardofranquismo. En cada capítulo, y casi siempre al margen de la trama principal, se introducía un epígrafe del Fuero de los Españoles, documento clave del aparato legal del régimen. Este recurso convertía la serie en un vehículo sutil de pedagogía política, lo que no impidió que fuese ampliamente popular y querida por el público. El reparto, encabezado por Antonio Costafreda, Emilio Rodríguez, Jesús Guzmán y María Nevado, ofrecía personajes entrañables que pasaron a formar parte del imaginario colectivo.
Pero sería al año siguiente cuando Mercero firmaría una de las obras más singulares de la televisión española: “La cabina” (1972). Esta película televisiva, protagonizada por un extraordinario José Luis López-Vázquez, narra la historia de un hombre atrapado inexplicablemente en una cabina telefónica, en una sucesión de situaciones que oscilan entre el absurdo y el horror psicológico. Con una estética influida por el surrealismo y un tono inquietante que evocaba a autores como Kafka o Bradbury, “La cabina” rompía con las convenciones televisivas de la época. Su calidad fue reconocida internacionalmente al recibir un Premio Emmy, lo que situó a Mercero como un creador de prestigio más allá de las fronteras españolas.
Este período de creación televisiva no se limitó a estos dos éxitos. Entre 1973 y 1975, Mercero dirigió otras piezas notables como “Los pajaritos”, “Don Juan” y “La Gioconda está triste”, obras que, aun con distintos registros, mantenían su sello personal: una cuidada construcción de personajes, una mirada amable sobre la sociedad y un sentido del ritmo que favorecía tanto el humor como la emoción. En varias de estas producciones contó con la colaboración del guionista José Luis Garci, quien por entonces comenzaba también a destacar como figura clave en la renovación del cine español.
En un contexto marcado por la censura, la rigidez ideológica y la transición gradual hacia una sociedad más abierta, Antonio Mercero logró desarrollar una obra coherente, accesible y a la vez comprometida con su tiempo. Esta primera etapa de su carrera no solo lo consagró como narrador visual, sino que sentó las bases de una trayectoria marcada por la capacidad de conectar emocionalmente con el público, explorando desde lo cotidiano las grandes preguntas humanas.
La consolidación de un creador popular: del costumbrismo al mito generacional
De los años setenta al imaginario colectivo
Durante la segunda mitad de la década de 1970, Antonio Mercero amplió su espectro creativo, alternando entre el cine y la televisión. Aunque el panorama cinematográfico español se encontraba en plena transformación, con la irrupción del llamado “destape” y una fuerte presencia de contenidos eróticos o provocadores en la cartelera, Mercero se mantuvo fiel a una visión más íntima, centrada en lo emocional, lo cotidiano y lo fantástico con matices humanistas.
En 1975 dirigió “Manchas de sangre en un coche nuevo”, un drama psicológico protagonizado por José Luis López-Vázquez y Lucía Bosé, que introducía elementos inquietantes en una narrativa cotidiana. Fue un intento por explorar terrenos menos transitados, donde el suspense se entrelazaba con lo doméstico. Aunque el filme no alcanzó gran éxito comercial, fue una muestra de la versatilidad de su autor.
Al año siguiente, con “Las delicias de los verdes años” (1976), Mercero experimentó con un guion cargado de referencias a la literatura picaresca, escrito por Juan José Alonso Millán. Sin embargo, la película no logró cuajar. La creciente presión comercial por incluir elementos eróticos, tan comunes en los inicios de la transición democrática, chocaba con su estilo narrativo, más enfocado en la emoción y la ética personal. Su respuesta a esta coyuntura fue clara: desentenderse del “destape” e insistir en su apuesta por retratar la infancia y el mundo familiar, dimensiones que consideraba esenciales para su cine.
Así nació uno de sus grandes éxitos cinematográficos: “La guerra de papá” (1977), adaptación de la novela El príncipe destronado de Miguel Delibes. En esta película, Mercero ofrece una mirada tierna y lúcida sobre el mundo visto a través de los ojos de un niño, encarnado por el carismático Lolo García, cuya interpretación se convirtió en un hito del cine infantil español. El éxito de la cinta confirmó que, lejos de seguir las modas comerciales, Mercero tenía la capacidad de conectar con el gran público desde un lugar propio, original y profundamente humano.
Ese mismo niño protagonizaría un año después otra cinta emblemática: “Tobi” (1978), una fábula fantástica en la que un niño desarrolla alas en la espalda, lo que genera una serie de conflictos con la sociedad, los medios y su entorno familiar. La película, a medio camino entre la comedia y la crítica social, fue celebrada por su tono poético y su defensa de la diferencia y la inocencia frente al utilitarismo adulto. Ambas películas consolidaron el perfil de Mercero como un cineasta que sabía hablar con delicadeza tanto a niños como a adultos.
“Verano azul” y el fenómeno generacional
La culminación de esta etapa de madurez creativa llegó con la teleserie “Verano azul”, cuyo rodaje comenzó en 1978 y cuya emisión tuvo lugar en 1981. La serie, compuesta por 19 episodios, se convirtió en uno de los productos televisivos más queridos de la historia de la televisión española. Ambientada en la localidad andaluza de Nerja, en la costa malagueña, la serie relataba las experiencias estivales de un grupo de niños y adolescentes que, con sus aventuras, descubrían el amor, la amistad, el dolor y la pérdida.
El equipo de guionistas, formado por Mercero, Horacio Valcárcel y José Ángel Rodero, construyó un universo emocional en el que cada personaje encarnaba una dimensión distinta de la infancia y la adolescencia. Desde el sabio y entrañable Chanquete (Antonio Ferrandis), hasta la misteriosa Julia (María Garralón), pasando por los icónicos Javi, Pancho, Desi, Beatriz, Quique, y los inolvidables niños Tito y Piraña, todos ellos se integraron en la memoria afectiva de varias generaciones.
La música de Carmelo Bernaola, los paisajes luminosos de Nerja y los conflictos universales —la muerte, el paso del tiempo, la rebeldía adolescente— hicieron de “Verano azul” mucho más que una serie juvenil: fue un retrato generacional. La naturalidad del reparto, la apuesta por tratar temas profundos sin condescendencia y la belleza visual de cada episodio reforzaron su estatus como fenómeno cultural. A día de hoy, su legado sigue vivo, no solo en las numerosas reposiciones televisivas, sino también en homenajes, documentales y una persistente nostalgia colectiva.
Cine juvenil y humor en los años ochenta
El éxito de “Verano azul” llevó a Mercero a seguir explorando el mundo de los jóvenes, pero desde una óptica distinta. En 1982 dirigió “Buenas noches, señor monstruo”, una comedia infantil protagonizada por el grupo musical Regaliz, muy popular entre el público joven de la época. Con un tono lúdico y paródico, la película homenajeaba a los grandes mitos del cine de terror —el hombre lobo, Drácula, Frankenstein— desde una perspectiva desenfadada y caricaturesca. El legendario Paul Naschy, célebre por sus interpretaciones en el cine de horror español, participó en el filme aportando su particular carisma a una obra destinada principalmente al entretenimiento familiar.
Ese mismo año, Mercero regresó al terreno del drama generacional con “La próxima estación”, una película con guion del mismo equipo de “Verano azul”, en la que abordaba los conflictos entre padres e hijos, los desencuentros afectivos y la búsqueda de identidad. El reparto, formado por grandes nombres como Alfredo Landa, Lola Herrera y Agustín González, elevó la intensidad dramática de una obra que, sin abandonar el tono amable, introducía reflexiones profundas sobre el paso del tiempo y los cambios sociales.
En 1987, Mercero dio un giro hacia la comedia política con “Espérame en el cielo”, una sátira basada en un rumor histórico según el cual el dictador Francisco Franco habría sido sustituido por un doble por razones de seguridad. Con guion de Román Gubern, Horacio Valcárcel y el propio Mercero, la película fue bien recibida tanto por el público como por la crítica, que valoró su capacidad para abordar con humor y sensibilidad un tema aún delicado en la España de la transición. El reparto incluía a destacados actores como José Soriano, José Sazatornil y Chus Lampreave, todos ellos en plena forma interpretativa.
Sin embargo, su siguiente película, “El tesoro” (1988), no corrió la misma suerte. Pese a las buenas intenciones y el intento de retomar el tono de comedia, la cinta fue un fracaso comercial. Lejos de desanimarse, Mercero continuó su trabajo con determinación, reafirmando su compromiso con el público.
En 1990 estrenó “Don Juan, mi querido fantasma”, un filme que combinaba humor y fantasía para revisitar la figura clásica del Don Juan en clave contemporánea. El mismo año debutó en televisión una de sus creaciones más exitosas: la teleserie “Farmacia de guardia”, de la que hablaremos en profundidad en la siguiente parte.
Últimos proyectos, distinciones y legado imborrable
Reinventarse en la televisión de los noventa
En la década de 1990, Antonio Mercero supo reinventarse dentro del nuevo ecosistema mediático. La irrupción de las televisiones privadas en España —con la consiguiente fragmentación de la audiencia— exigía formatos más ágiles, rentables y con un enfoque distinto del entretenimiento. En este contexto, Mercero ideó una de las series más influyentes de la televisión moderna en España: “Farmacia de guardia” (1990–1995), emitida por la recién inaugurada Antena 3.
Inspirada en el modelo de la sitcom anglosajona, esta serie se ambientaba en una pequeña farmacia del barrio madrileño de Chamberí, donde la vida familiar y vecinal se entrelazaban con toques de humor costumbrista. Protagonizada por Concha Cuetos y Carlos Larrañaga, la serie recuperaba el espíritu de las comedias españolas clásicas, adaptándolo a los nuevos tiempos. Con un estilo directo, diálogos ágiles y una estructura episódica basada en enredos y conflictos cotidianos, la serie conectó rápidamente con el público.
“Farmacia de guardia” no solo fue un éxito de audiencia rotundo, sino que marcó un antes y un después en la ficción televisiva nacional. Su fórmula fue rápidamente imitada por otras cadenas, dando lugar a una proliferación de series de producción propia. Mercero, una vez más, había captado el pulso de su tiempo y lo había transformado en una narración cercana, cálida y eficaz. La serie se mantuvo cinco temporadas en antena, consolidándose como un fenómeno sociocultural.
Antes de este hito, Mercero ya había experimentado con el formato de serie profesional en “Turno de oficio” (1986), centrada en la vida de un grupo de abogados. Aunque menos recordada que su sucesora, esta producción anticipaba su interés por retratar profesiones desde una óptica humana y accesible, algo en la línea de las series estadounidenses de la época, como las creadas por Steven Bochco.
El cine de la madurez y los reconocimientos internacionales
Durante los años finales del siglo XX y los primeros del XXI, Antonio Mercero concentró su talento en una serie de proyectos cinematográficos y televisivos que revelaban una mirada más madura, introspectiva y comprometida con la memoria histórica y los temas existenciales.
En 1998 estrenó “La hora de los valientes”, un filme ambientado en la Guerra Civil Española, centrado en el proceso de evacuación de las obras del Museo del Prado. La historia, protagonizada por Leonor Watling y Gabino Diego, gira en torno a un joven vigilante que protege un autorretrato de Goya, arriesgando su vida en medio del caos bélico. La película, aclamada por su sensibilidad y su defensa del arte como refugio moral, obtuvo el Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Moscú, y consolidó a Mercero como un cineasta con capacidad para combinar la emoción y el compromiso.
En el año 2000, dirigió para televisión “La habitación blanca”, una obra intimista sobre el mundo hospitalario, en la que comenzaba a emerger un tema que ganaría fuerza en sus trabajos posteriores: la enfermedad y la fragilidad humana. Este interés alcanzó su máxima expresión en “Planta 4ª” (2003), inspirada en una obra teatral de Albert Espinosa basada en su experiencia como paciente oncológico infantil. La película, protagonizada por un grupo de jóvenes ingresados en un hospital, fue un canto a la esperanza, la solidaridad y la vida en medio del sufrimiento. Fue reconocida con el Premio al Mejor Director en el Festival de Montreal, y se convirtió en una de sus obras más queridas por el público joven y adulto.
En 2007 firmó su última película: “¿Y tú quién eres?”, una obra profundamente emotiva que abordaba el tema del Alzheimer, enfermedad que él mismo padecería poco después. El filme narra la historia de un anciano que comienza a perder la memoria en una residencia, mientras su nieto trata de reconectarlo con el mundo a través del afecto y los recuerdos compartidos. Con una estética sobria y una dirección sensible, la película fue recibida con respeto y admiración por su valentía temática y su capacidad para tocar fibras íntimas sin caer en el sentimentalismo fácil.
Por su trayectoria, Antonio Mercero recibió numerosos reconocimientos: en 2002 el Premio Toda una Vida de la Academia de las Ciencias y las Artes de Televisión; en 2003, el mencionado galardón en Montreal; y en 2010, el Goya de Honor, máximo reconocimiento del cine español a una carrera que había cruzado con éxito los límites entre televisión y cine, humor y drama, infancia y madurez.
El declive y el testimonio vital
En 2009, se hizo público que Mercero padecía Alzheimer, una noticia que conmovió profundamente al mundo de la cultura. El director, que durante décadas había narrado con delicadeza las emociones humanas, se veía ahora inmerso en una enfermedad que precisamente borra la memoria, ese recurso central de su arte. Su retirada fue discreta, en consonancia con su carácter humilde y reservado.
A pesar de su silencio público, su figura no dejó de crecer en reconocimiento y admiración. Diversos homenajes se sucedieron en festivales, cadenas televisivas y círculos académicos. Su obra fue objeto de análisis, reediciones y ciclos retrospectivos. Falleció el 12 de mayo de 2018 en Madrid, dejando tras de sí una estela de gratitud entre generaciones de espectadores que rieron, lloraron y reflexionaron con sus historias.
El legado de Antonio Mercero trasciende lo audiovisual. Fue un narrador sentimental, un arquitecto de la emoción colectiva, capaz de construir mundos que reflejaban tanto lo particular de la sociedad española como lo universal del alma humana. Su estilo combinó costumbrismo, ternura, crítica social y poesía visual, todo ello articulado a través de una mirada profundamente empática.
La influencia de su obra se percibe en muchas series y películas actuales que siguen explorando los vínculos familiares, las relaciones intergeneracionales y la dimensión emocional de la vida cotidiana. Su defensa del cine como arte accesible, cercano y honesto lo sitúa en una posición singular dentro del panorama cultural español.
En una era de contenidos efímeros y narrativas fragmentadas, la obra de Mercero permanece como un testimonio duradero de que contar historias puede ser un acto de humanidad, memoria y esperanza.
MCN Biografías, 2025. "Antonio Mercero (1936–2018): Arquitecto de la Emoción en el Cine y la Televisión Española". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/mercero-antonio [consulta: 28 de septiembre de 2025].