Loaysa, fray Jerónimo (1498-1575).
Dominico español, nacido en Trujillo (Extremadura) en 1498, y muerto en Lima el 25 de octubre de 1575. Fueron sus padres don Álvaro de Carvajal y doña Ana González de Paredes, pertenecientes a una familia acomodada y bastante bien ubicada socialmente. Su familia estuvo estrechamente vinculada al entorno eclesiástico, especialmente a la orden dominica. Fue sobrino de fray García de Loaysa, poderoso personaje de la política castellana que llegaría a ser arzobispo de Sevilla, Presidente del Consejo de Indias, General de los Dominicos y confesor de Carlos V; un personaje, en definitiva, muy influyente.
Tomó el hábito en San Pablo de Córdoba. Fue después profesor en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, a la edad de 23 años. Se convirtió en discípulo del Padre Francisco de Vitoria durante el período de 1523 a 1526. Allí se ordenó sacerdote con el título de Catedrático de Artes y de Teología. Pasó luego a Andalucía para impartir aquellas materias como profesor en los conventos dominicos de Córdoba y de Granada.
En 1528, fray García de Loaysa, su pariente y Presidente del Consejo de Indias, envió veinte religiosos a América con destino a Santa Marta. Esta expedición iba dirigida por fray Tomás Ortiz, y uno de sus miembros fue fray Jerónimo de Loaysa.
Ya en Santa Marta, fundó un convento dominico y comenzó a desplegar su obra misionera entre los indios chibchas: bondas, taironas, guairas y buriticas, presto a poner en práctica lo aprendido del padre Vitoria y de la escuela dominica en materia de evangelizar a los indios y de emprender su defensa.
Retornó a España en 1534 y permaneció allí hasta 1538. En 1537 aceptó ser prior del convento de Carboneras. Ese mismo año, Carlos V presentó su nombre al papa Paulo III para que fuera nombrado obispo de Cartagena de Indias, lo que se confirmó poco después. Una vez consagrado en el convento de San Pablo de Valladolid, puso su nueva diócesis bajo la advocación de Santa Catalina de Alejandría. En 1538 partió rumbo a América, y permaneció en Cartagena hasta 1543, aunque fue nombrado obispo de Lima en 1541.
Pudo desplegar allí sus dotes de misionero en colaboración con el poder civil, dentro de las pautas dictadas por el Regio Patronato, que implicaban una subordinación del aparato eclesiástico con respecto al Estado, cuestión que dio lugar a polémicas y conflictos entre ambos poderes. Como obispo, sentó las bases para la política indigenista en la zona, haciendo cumplir una Real Cédula del 13 de mayo de 1538 por la cual quedaba prohibida la venta de indios como esclavos y tenerlos como bestias. Su plan misional consistía en fundar un colegio donde se recogiera a los hijos de los caciques, así como organizar a los indios en doctrinas con el nombramiento de sus respectivos párrocos escogidos entre el clero regular, pautas que tendrían un impacto posterior en la evangelización de los indios del Perú.
Tras la muerte de fray Vicente Valverde (el dominico que formulara el Requerimiento al inca Atahualpa en Cajamarca, y más tarde obispo de Cuzco), quedaba vacante la diócesis de Cuzco. Sin embargo, el Emperador Carlos V vio la necesidad de crear otras dos diócesis más, entre ellas la de Lima, que sería propuesta a Jerónimo de Loaysa. El 14 de mayo de 1541, el papa dio su consentimiento y loaysa fue nombrado obispo de Lima. La entrada oficial en su nueva diócesis se efectuó el 25 de julio de 1543, festividad de Santiago Apóstol, con un destacado recibimiento. Poco tiempo después, el nuevo obispo daba lectura a la bula pontificia en virtud de la cual se honraba al pueblo de Lima con el título de «Ciudad de los Reyes» y se procedía rápidamente a la construcción de la nueva catedral. Se dispuso a levantar la catedral mejorando la iglesia matriz levantada por Pizarro, la cual se había estrenado el 11 de marzo de 1540 y era pequeña, de humilde fabricación y dedicada a Nuestra Señora de la Asunción.
La diócesis de Lima comprendía por esa época todo el norte del Perú, desde los confines de las provincias de Ica, por la costa, y los valles de Jauja, por la sierra, hasta el territorio de Quito y Popayán, por el norte. Era una diócesis todavía no comparable a la de Cuzco.
Para comprender mejor el papel de Loaysa es necesario conocer el contexto político de la época. Hacia 1540 varios acontecimientos políticos remecieron la gobernación del Perú. Primeramente, se producía una dura guerra entre las familias de los primeros conquistadores que concluyó con la muerte de los dos viejos socios de la Conquista del Perú, Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Para resolver el problema limítrofe de sus gobernaciones, envió Carlos V al Comisario Regio Cristobal Vaca de Castro. Su envío coincidió con la llegada de Loaysa. Vaca de Castro logró poner fin a los enfrentamientos ajusticiando al hijo mestizo de Diego de Almagro, que había tomado partido por la causa pizarrista. Su gestión fue bastante criticable.
Por su parte, el obispo Loaysa pretendía incrementar el poder e importancia de su diócesis. Para ello, consiguió que el Comisario Regio Vaca de Castro le concediese una encomienda perteneciente antes al difunto obispo de Cuzco. Esta encomienda fue la de los indios del valle de Goancallo, del cacique Chuquinparço, con sus sujetos en el distrito de Lima. Esto resulta interesante porque nos muestra cómo en plena época de prédica dominica (Montesinos y Las Casas) en contra del sistema de las encomiendas por los abusos generados contra los indios, hubo miembros de la orden que la defendían. Posteriormente entabló un juicio contra la hermana del obispo Valverde, doña María Valverde, heredera de los bienes del finado. Loaysa logró arrebatarles una estancia, unas casas y otras pertenencias.
El panorama político del Perú no alcanzaría todavía la calma, ya que sobrevendrían tiempos difíciles e inestables. Tras una larga denuncia efectuada por fray Bartolomé de Las Casas sobre los malos tratos recibidos por los indios de manos de los españoles encomenderos, la Corona se dispuso a promulgar las polémicas Leyes Nuevas de 1542. Éstas no hicieron sino remecer y convulsionar la situación; los encomenderos se rebelaron y encontraron en la persona de Gonzalo Pizarro, el último del clan en Indias, su caudillo. Las Leyes Nuevas buscaron desarticular el poder de los encomenderos quitándoles los servicios personales que les permitían emplear la mano de obra indígena de forma gratuita; por otra parte, el Estado volvía a recalcar su negativa a la esclavización de los indios salvo en el caso de los denominados «indios de guerra». Todo esto buscaba evitar la formación de poderes locales poderosos que hubieran podido competir con el poder del Monarca.
La persona encargada de hacer cumplir las Leyes Nuevas fue el primer Virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, un personaje impetuoso y sin mayor tacto político. El obispo Loaysa se vio envuelto en medio de estos problemas, tanto por su cargo como por las alianzas establecidas, así como por el hecho de que él mismo era un encomendero. Fueron los encomenderos quienes le pidieron al obispo salir al encuentro del Virrey y convencerlo de atenuar sus medidas. El Virrey no prometió nada. La situación se fue complicado y el Virrey se vio obligado a requerir los servicios diplomáticos de Loaysa para entrevistarse personalmente con el rebelde. La entrevista se llevó a cabo; en ella se le pedía al obispo enviar procuradores al Rey, con dinero, para suplicar en lo tocante a la nueva legislación. Tras la victoria temporal de Pizarro y el asesinato del Virrey, el obispo Loaysa se embarcó a España en 1544 con el encargo y dineros del rebelde. Sin embargo, se cruzó en Panamá con la nueva autoridad española, el pacificador Pedro La Gasca, un clérigo y más tarde obispo, quien lo convenció de regresar.
Una de las claves del éxito de la misión pacificadora de La Gasca fue su promesa de efectuar nuevos repartimientos de encomiendas, cosa que cumplió. Se trataba de disminuir el número de descontentos que pudieran hacer peligrar la paz en el Perú. Por otra parte, eran encomiendas bastante desamortizadas, en tanto se iban segregando de las funciones del encomendero los servicios personales y el cobro del tributo, que pasarían más tarde a manos de los corregidores.
El 31 de enero de 1545 se le reconoció como Arzobispo, con diecisiste diócesis sufragáneas. En más de una ocasión Loaysa pidió al Rey su regreso a España; en 1549 alegó tener ya 50 años, seis de los cuales los había pasado en el Perú. El regreso estuvo a punto de ocurrir; sin embargo, el destino haría que Loaysa muriera en el Perú muchos años después. Más tarde se convertiría en una de las voces que pediría la permanencia de las autoridades en el Perú para evitar la codicia de aquéllos que sólo venían a enriquecerse.
Sin duda, la figura del obispo Loaysa resulta harto compleja y polémica. Sin embargo, no hay que olvidar el momento difícil y complicado que le tocó vivir y ante el cual, como personaje público, debía tomar partido. Por otra parte, como sus defensores lo señalan, no se podía emprender una obra religiosa consistente sin un ambiente político estable y, por lo tanto, la actitud observada por Loaysa durante la sublevación de Pizarro estuvo guiada por su propósito de ver reinar en el Perú el sosiego suficiente para poder evangelizar. Muchos ven su participación en estos acontecimientos como parte de su voluntad pacificadora y conciliadora.El período de 1549 a 1553 fue bastante tranquilo y Loaysa pudo hallar el tiempo y las condiciones necesarias para emprender una política evangelizadora. Convocó pues al I Concilio Limense, de alcance limitado, parte de cuyo contenido fue abolido por el III Concilio Limense. Algunos opinan que se trató de un simple ritual religioso y con muy poca trascendencia. No obstante, recogió las últimas disposiciones papales sobre el sacramento del bautismo y el del matrimonio, y enumeraba los días festivos que deberían guardarse en América.
Ejerció desde su llegada a Perú el ministerio de protector de Indios y sería injusto desestimar sus esfuerzos por una mejor evangelización. Fundó un hospital en Lima para cuidar de los indios desamparados, y debe comprenderse su función más bien en el contexto general de la primera evangelización limitada por las guerras civiles, la falta de recursos, la ausencia de una política evangelizadora que conociera la idiosincrasia de los indios, y debido también al desconocimiento de las lenguas aborígenes. Su postura inicial fue la de oposición al nuevo cargo de corregidor de indios, que asumiría muchas de las funciones de los encomenderos. Él consideraba que se lograría una mejor condición para los indios si se establecía un control final de los tributos pagados, un estrechamiento en la vigilancia de los pleitos y la aplicación de las penas respectivas a los españoles cuando violasen los derechos de los indígenas del Perú. Tuvo también Loaysa una política de promoción humana y defensa del indio. Exigió que los españoles les reconocieran su humanidad y los trataran como tales. Se opuso al uso indiscriminado de los indios como bestias de carga. Pidió también a la Real Audiencia que se respetaran la libertad, vida y bienes de los indios, lanzó críticas a los trabajos forzosos de éstos, sobre todo los del cultivo de la coca, tan rentable en los Andes. Una de las preocupaciones del II Concilio Limense (marzo 1567-enero 1568) fue el tema de las restituciones que debían hacer los españoles que habían agraviado a los indios. Hizo celebrar tres autos de fe, de los cuales el más trágico fue el de 1578, donde fue quemado por luterano el flamenco Juan Millar.
Falleció en plena actividad, en Lima, en la madrugada del 25 de octubre de 1575.
Bibliografía.
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ACOSTA, A.: «La Iglesia en el Perú colonial temprano. Fray Jerónimo de Loaysa, primer obispo de Lima», en Revista Andina, 1, julio 1996, 53-71.
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OLMEDO JIMÉNEZ, M.: Jerónimo de Loaysa, O.P., Pacificador de españoles y Protector de Indios, Granada: San Esteban, 1990.
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VARGAS UGARTE, R.: Historia de la Iglesia en el Perú, Burgos: Aldecoa, 1953-1962.