Juana Inés de la Cruz, Sor (1651-1695).
Poetisa, dramaturga y religiosa hispano-mexicana, nacida en San Miguel de Nepantla el 12 de noviembre de 1648 (aunque la mayor parte de sus biógrafos, basándose en las aseveraciones de la propia autora, fecharon erróneamente su nacimiento en 1651), y fallecida en el convento de San Jerónimo, sito en la capital azteca, el 17 de abril de 1695. Llamada, en el siglo, Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, es universalmente conocida por su nombre religioso de «Sor Juana Inés de la Cruz», apelativo que adoptó en 1669, cuando profesó en el citado monasterio de la orden jerónima. Autora de una bellísima y deslumbrante producción lírica y dramática que sorprende por su intensidad emotiva y su asombrosa perfección formal -inserta, con sus alardes métricos, rítmicos, léxicos y retóricos, en la más pura tradición estética del Barroco español-, está considerada como la mayor poetisa no sólo del territorio de la Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVII, sino de todos los dominios hispánicos por los que se extendió el uso del castellano como lengua hablada y lenguaje literario durante los reinados de los Austrias.
Vida
Hija natural del capitán español don Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, y de la criolla Isabel Ramírez de Santillana, nació en la pequeña aldea de San Miguel de Nepantla (en las faldas del Popocatepetl, en el actual estado de México) el citado día 12 de noviembre de 1648, según reza la partida de bautismo recientemente descubierta en el Archivo Parroquial de Chimalhuacán por Alberto G. Salceda y Guillermo Ramírez España, documento en que queda constancia de que la niña Juana Inés fue cristianada el día 2 de diciembre del referido año. De su padre, salvo que era de origen vasco, no se ha conservado noticia alguna; de su madre, en cambio, se sabe que fue una mujer valiente y decidida, muy avanzada para su época, que tuvo seis hijos (los tres primeros con el padre de la escritora, y los restantes con otro capitán, don Diego Ruiz Lozano) y los sacó adelante ocupándose personalmente de la administración de la hacienda de Panoayán, arrendada desde tiempo atrás por el linaje de los Ramírez.
Como era de esperar en una mujer de su tiempo (y mucho más tratándose del fruto de una relación extramatrimonial), la pequeña Juana Inés se vio privada de cualquier formación académica elemental dispensada por instancias oficiales, por lo que resulta obligado atribuir a su vasta inteligencia natural y a su encendido afán de estudio toda esa amplitud y profundidad de saberes que empezó a exhibir en poco tiempo, cuando era todavía una niña. De forma autodidacta, aprendió a leer y escribir a los tres años de edad, sirviéndose de los escasos textos que encontraba a su alcance en la modesta biblioteca de su abuelo materno, donde también adquirió sus primeros conocimientos y desarrolló su tenaz afición por el estudio. No consiguió, empero, pese los reiterados ruegos que dirigió a su madre, ser enviada a estudiar a México, por lo que hubo de conformarse, hasta que hubo cumplido los ochos años de edad, con los materiales de trabajo hallados en la biblioteca familiar.
Al tiempo que se interesaba por las disciplinas científicas, el pasado histórico y la formación espiritual, la pequeña Juana mostraba una innata vocación literaria que la impulsaba a profundizar con inusitada precocidad en el estudio de las Letras clásicas e hispánicas y, simultáneamente, a pergeñar sus primeras composiciones poéticas. Escribió, así, una loa eucarística en 1656, cuando sólo contaba ocho años de edad, y es posible que ya desde entonces albergara el firme propósito de consagrarse al cultivo de la creación literaria. En el transcurso de aquel mismo año se produjo el fallecimiento de su abuelo, circunstancia que al fin propició el permiso de Isabel Ramírez para que su hija se trasladase a la capital.
Instalada, entonces, en casa de unos parientes que residían en la ciudad de México, Juana Inés pronto adquirió fama entre sus vecinos por su condición de niña prodigio, y al cabo de ocho años quedó definitivamente integrada en la Corte, en calidad de doncella de honor de la virreina, la duquesa de Mancera, quien admiraba profundamente las dotes intelectuales de la joven y se convirtió en su primera valedora. Así pues, durante el lustro que fue desde 1664 hasta 1669, la precoz poetisa vivió en el palacio de los virreyes, donde causó el pasmo de todos los cortesanos por las muestras de inteligencia y discreción que exhibió desde su llegada, e incluso fue objeto de diferentes exámenes públicos que, celebrados con la grandiosidad y el aparato con que la Corte virreinal solemnizaba sus más fastuosos espectáculos, pusieron de manifiesto su extraordinaria capacidad memorística y sus vastos saberes científicos y humanísticos.
Esta fama de mujer sabia habría de acompañar a la futura Sor Juana Inés, con amplia difusión por todo el orbe hispánico, durante el resto de sus días, y aun muchos años después de su muerte. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la reacción neoclásica contra todos los excesos formales y conceptuales del Barroco relegó al olvido su producción poética y la de otros muchos autores de su época, aunque Sor Juana Inés siguió gozando de gran predicamento en los foros intelectuales, debido a su condición de mujer sabia y erudita, así como a la fortaleza e integridad moral de que hizo gala a lo largo de su corta existencia. A comienzos del siglo XIX tampoco se valoró en gran medida la obra literaria de la monja mexicana, ya que los magnos procesos independentistas que hicieron eclosión en toda Hispanoamérica durante dicho período renegaron de los hechos y las figuras históricas de la época colonial, a la que consideraban como una etapa de esterilidad y oscurantismo equiparable al concepto de la Edad Media que entonces se tenía en Europa. Sin embargo, el descubrimiento de algunos textos perdidos de Sor Juana Inés de la Cruz a lo largo del siglo XX suscitó de nuevo el interés de los principales creadores e intelectuales del ámbito cultural hispánico, quienes, con figuras tan prestigiosas como el Premio Nobel Octavio Paz a la cabeza, promovieron una intensa labor de recuperación y revalorización de la obra de la monja poetisa, a la vez que agotaban el estudio y la investigación de todos los detalles de su apasionante peripecia vital.
Se ha sabido, así, merced a este asombroso interés de escritores y críticos literarios de la segunda mitad del siglo XX, que la futura Sor Juana fue objeto de elogios desmesurados desde que comenzó a hacer públicas sus primeras composiciones poéticas, en parte debido a ese gusto por la exageración que anidaba en todas las cortes barrocas, y en mayor medida a causa de la deslumbrante calidad que mostraba su obra literaria ya desde estas piezas primerizas. Muy pronto la joven escritora comenzó a interpretar estos halagos como un síntoma de su propia rareza, y a sentirse anulada por una sociedad patriarcal que, al tiempo que celebraba ruidosamente su sabiduría y su inteligencia, resaltaba su condición de sujeto excepcional dentro de ese género femenino al que pertenecía. Sabedora de que, a la luz de esta consideración social, pronto habría de transformarse en un «monstruo», en un ente digno de ser expuesto en público como los fenómenos de la naturaleza que se mostraban en las ferias o los bufones que causaban asombro en los palacios (la duquesa de Mancera llegaría a exhibir a su joven protegida ante cuarenta sabios), buscó en la vida religiosa una vía de escape que, al tiempo que habría de permitirle una mayor dedicación a sus estudios, le facilitaría la huida de ese entorno cortesano donde se estaba convirtiendo en una pieza de museo.
Así, alentada por su confesor, el escritor jesuita Antonio Núñez de Miranda, en 1667 ingresó en el convento de las carmelitas descalzas, del que pronto salió debido a una inoportuna enfermedad que aconsejó su retorno a los cuidados y atenciones de palacio (algunos biógrafos de Sor Juana sostienen, sin negar la importancia de esta dolencia, que la excesiva rigidez de la regla carmelita fue la auténtica razón de su salida del convento). Pero, dos años después, volvió a sentir el apremio de abrazar la vida religiosa, tanto por las motivaciones intelectuales y sociales citadas en el parágrafo anterior, como por su necesidad personal de eludir el matrimonio, estado civil que le horrorizaba: «Entréme religiosa porque, aunque conocía que tenía el estado cosas […] repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente«. Esta declarada aversión al connubio, sumada a las íntimas relaciones de amistad que unieron a Sor Juana Inés, en diferentes etapas de su vida, con sus sucesivas protectoras (primero, la ya citada duquesa de Mancera; y, poco después, la marquesa de Laguna y condesa de Paredes, doña María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, a la que estuvo tan profundamente ligada la poetisa que llegó a describir su relación como un episodio de un amor platónico), ha sido decisiva a la hora de inclinar a una buena parte de la crítica a suponer el tribadismo de la escritora.
Se acogió, pues, la joven autora al ya aludido convento de la orden jerónima, cuyas reglas no eran tan estrictas como las que habían de observarse entre las carmelitas descalzas. Los numerosos biógrafos con que ha contado la escritora a lo largo de este siglo se complacen en copiar el texto de su profesión monacal, para subrayar las «inexactitudes» más o menos voluntarias que contiene: «Yo, soror Juan Inés de la Cruz, hija legítima de Don Pedro de Asbaje y Vargas Machuca y Isabel Ramírez, por el amor y servicio de Dios nuestro Señor y de nuestra Señora la Virgen María y del glorioso nuestro padre San Jerónimo y de la bienaventurada nuestra madre Santa Paula, a vuestra merced el Señor doctor don Antonio de Cárdenas y Salazar, canónigo de esta Catedral, juez provisor de este Arzobispado, en cuyas manos hago profesión, en nombre del Ilustrísimo y Reverendísimo Señor fray Payo de Ribera, obispo de Guatemala, y electo Arzobispo de México, y de todos sus sucesores, de vivir y de morir todo el tiempo y espacio de mi vida en obediencia, pobreza, sin cosa propia, en castidad y perpetua clausura so la regla de nuestro padre San Agustín y constituciones a nuestra Orden y Casa concedidas. En fe de lo cual lo firmé de mi nombre hoy a 24 de febrero del año de 1669. Juana Inés de la Cruz. Dios me haga Santa«.
Entre las apuntadas «inexactitudes», conviene insistir en el interés de Sor Juana por aparecer como «hija legítima» de sus progenitores, cuando era hija natural o -como dice su partida bautismal- «hija de la iglesia«; tampoco es cierto que fuera obediente, ya que su superioridad intelectual se revelaba siempre contra los dictados de quienes pretendían ejercer su autoridad sobre ella sin llevar razón, por el mero hecho de ser hombres o de estar situados en un cargo o dignidad religiosa superior; no es cierto, además, que renunciara a todas sus propiedades para vivir en la más severa pobreza (como tampoco era cierto que así lo hiciera la mayor parte de los religiosos de su tiempo); y no parece, en fin, evidente que su propósito principal al abrazar la vida monástica fuera el de alcanzar la santidad (sino más bien el de ocupar uno de los escasos ámbitos sociales que, en su época, permitía -bien es verdad que en grado mínimo- el desarrollo intelectual de la mujer). Todas estas «inexactitudes» recogidas en el texto de su profesión han sido atinadamente señaladas por María Dolores Bravo, quien además ha sabido ofrecer, en breves renglones, una de las mejores descripciones del carácter de Sor Juana y de su actitud intelectual frente a los usos habituales de su tiempo: «Observadora infatigable de las leyes naturales en todos los niveles, desde su cotidianidad (freír huevos, guisar, hacer unas vainicas), y preocupada por la máxima abstracción científica a la que le era dado llegar en su época […], Sor Juana interioriza admirablemente las reglas más estrictas y definitivas de su sociedad, acepta y amenaza el orden establecido para la mujer, con la misma tranquilidad con que asimila a la perfección las métricas, los ritmos, las retóricas, en fin, el estilo de su tiempo. Dentro de esas normas se mueve con la cautela de quien sabe que está en el filo de la navaja, y cuya existencia depende de una estricta vigilancia sobre el hilo que hilvana su vida y la define«.
Lo cierto es que, después de haber profesado, Sor Juana Inés desplegó dentro de los muros del convento una incesante labor literaria que en modo alguno le impidió cumplir con sus deberes monásticos. Se entregó, con ahínco, a ese afán de estudio que había guiado sus pasos desde su temprana infancia, y, pese a su renuncia a la posesión de bienes materiales, llegó a reunir en su celda una biblioteca de cerca de cuatro mil ejemplares, entre los que quedaba espacio para una pequeña colección de utensilios científicos e instrumentos musicales. La fama de sus escritos poéticos y de sus obras teatrales -que, después de haberse representado en los principales teatros del virreinato, habían llegado rápidamente a los escenarios de la lejana metrópoli- pronto rebasó las fronteras de la Nueva España y obligó a la monja a recibir en su celda a numerosos viajeros ilustres procedentes de los más diversos lugares, quienes le confirmaban o refutaban las noticias literarias o las curiosidades científicas que habían llegado a su conocimiento merced a la constante correspondencia que mantenía con varios artistas e intelectuales de América y Europa. Además, su situación de privilegio fue en aumento gracias a la protección que, en su condición de religiosa, le brindaban las dignidades eclesiásticas superiores (obispos y arzobispos), protección que rivalizaba con el amparo otorgado a Sor Juana por los virreyes y otros personajes principales de la Corte.
Al suceder los marqueses de la Laguna a los Mancera en el virreinato, doña María Luisa Manrique de Lara incrementó los favores que en palacio se venían prestando a quien era conocida ya como la «Décima musa», y gracias a ello Sor Juana Inés de la Cruz pudo estudiar y escribir en su celda libremente, sin temor a las censuras de sus superiores; además, el amparo de la virreina favoreció enormemente la difusión en España de las obras de la monja. Pero esta situación idílica para la escritora comenzó a cambiar de rumbo en 1690, a raíz de la publicación, por parte del Obispo de Puebla, de un texto escrito por Sor Juana y titulado Carta athenagórica de la Madre Juana Ynés de la Cruz (Puebla de los Ángeles: Imprenta de Diego Fernández de León, 1690). En esta obra, la poetisa discurría, en prosa, sobre las máximas finezas de Cristo, y cuestionaba uno de los famosos sermones del celebérrimo Padre Antonio Vieira, un religioso y diplomático portugués que, a la sazón, pasaba por ser una de las figuras cimeras de la Compañía de Jesús. Como era de esperar, el escándalo suscitado por la osadía de la escritora -que no sólo se había atrevido, desde su humilde condición de monja, a terciar en un asunto teológico, sino que incluso había llevado su arrojo al extremo de contradecir a uno de los más señalados jesuitas de su tiempo- alarmó notablemente al arzobispo de México, quien, por mediación del confesor de Sor Juana Inés (que ya no era el jesuita Núñez de Miranda, al que la escritora había despedido tras contar con el mecenazgo de los virreyes, como se ha sabido por una carta recientemente descubierta, fechada en 1682), presionó a la monja para que volviera a ocupar su pluma en el comercio con las Musas, y se abstuviera de abordar otros asuntos de mayor calado teológico.
Ocurría que don Manuel Fernández de Santa Cruz, el obispo de Puebla que había dado a la imprenta la Carta athenagórica de Sor Juana, había utilizado el artificio literario de esconderse tras una identidad femenina para incluir, en la misma edición, una denominada Carta de Sor Filotea, en la cual conminaba a su supuesta hermana de orden a que dejara sus escritos profanos y se centrara en los temas religiosos. Pero, ante una «recomendación» procedente de tan elevadas instancias, Sor Juana Inés de la Cruz no supo sujetar su rebeldía y respondió, poco tiempo después, con su archiconocida Respuesta a Sor Filotea (1691), una espléndida autobiografía en la que la indignada escritora, tras hacer recuento de los pasos que la habían encaminado desde su niñez al estudio y la devoción, recordaba al obispo «travestido» en Sor Filotea que las mujeres tenían el mismo derecho que los hombres a buscar el conocimiento y expresarse con entera libertad.
En este punto, los estudiosos de la vida y la obra de Sor Juana se enfrentan al hecho histórico de su repentino abandono de la creación literaria. Inmersa en esta polémica con las altas autoridades de la iglesia local, la monja perdió todo el favor de los poderosos que hasta entonces venían apoyándola y, a partir de 1693, cedió por completo a las presiones y dejó de escribir, a la par que autorizaba al arzobispo Aguiar y Seijas a malbaratar su biblioteca y su pequeño museo de instrumento musicales y científicos, para dedicar a limosnas el dinero obtenido con su venta. Ante este brusco cambio de carácter (manifiesto de manera patente en las mortificaciones a que comenzó a someterse voluntariamente la escritora), algunos biógrafos suyos reconocen una auténtica conversión que la condujo a acatar humildemente las reprimendas de sus superiores y buscar a partir de esta sumisión el auténtico camino de la santidad; pero la mayor parte de los exegetas de su obra atribuyen el silencio creativo de sus últimos años al mero temor que le infundió la persecución desatada contra su débil persona, opinión que parece confirmarse a raíz de los últimos descubrimientos de la crítica.
En efecto, el investigador mexicano Elías Trabulse halló y publicó, en 1996, la Carta de Serafina de Cristo, un documento satírico fechado en 1691, un mes antes de la Respuesta a Sor Filotea, que, con toda la apariencia de ser un texto autógrafo de la propia Sor Juana, revela que el verdadero teólogo impugnado en la Carta athenagórica no era el Padre Vieira, sino Núñez de Miranda, el antiguo confesor de la escritora. Trabulse sostiene también, amparado en el análisis de este descubrimiento, que el citado arzobispo Aguiar y Seijas recurrió incluso al derecho Canónico para incoar un juicio secreto contra Sor Juana, presión que terminó por derribar la firme resistencia intelectual de la monja, quien se plegó entonces a sus deseos y se concentró en los afanes de la vida monacal. No obstante, y a pesar de que no publicó nada en sus dos últimos años de existencia, continuó escribiendo algunos poemas que, bajo la etiqueta de «enigmas», se hallaron en su celda después de su muerte, entre un total de quince manuscritos sagrados y profanos que, según un inventario del siglo XIX, dejó en su aposento en el momento de su expiración. Desde su repentino recogimiento hasta el postrer lance de su vida, Sor Juana Inés de la Cruz vivió entregada por entero a sus obligaciones religiosas y al cuidado y administración de su comunidad, en la que ocupó hasta su muerte el oficio de contadora. En estos trajines andaba cuando se desató en México una virulenta epidemia de peste que afectó a muchas de sus hermanas, a las que atendió con abnegada entrega y amorosa solicitud hasta que la enfermedad se apoderó de ella, para poner fin a su vida el día 17 de abril de 1695, cuando aún no había cumplido los cuarenta y siete años de edad.
Obra
Poesía
De 1676 data la publicación del primer volumen en el que se recogen poemas salidos de la pluma de Sor Juana Inés de la Cruz, unos villancicos escritos por la monja para que fueran cantados en una iglesia de México, en honor de la Purísima Concepción de Nuestra Señora. A partir de entonces, y durante un largo período de tiempo que se prolongó hasta 1691, fueron apareciendo sucesivas ediciones de los famosísimos villancicos de Sor Juana, género en el que alcanzó una maestría insuperable a la hora de acumular e intensificar los recursos barrocos que están presentes también en el resto de su producción poética.
Según el filólogo y estudioso de la métrica española Tomás Navarro Tomás, la riqueza y variedad formal de la obra lírica de Sor Juana apenas tiene parangón en ningún otro autor español del Siglo de Oro: cultivadora de todos los moldes estróficos conocidos en su época (el soneto, el romance, la endecha, la glosa, la redondilla, la quintilla, la décima, etc.), se atrevió, además, a «fabricar» algunas composiciones tan elaboradas que causaban la admiración de cuantos tenían ocasión de leerlas, pues encerraban en sí complejos laberintos formales, ofrecían la posibilidad de ser leídas como varios poemas distintos dentro de una misma estructura, y, en general, hacían alarde de los mayores artificios retóricos o encadenaban o relacionaban entre sí los más variados conceptos (véase, v. gr., esta muestra extraída de uno de sus más célebres sonetos encadenados: «Al que ingrato me deja, busco amante; / al que amante me sigue, dejo ingrata; / constante adoro a quien mi amor maltrata; / maltrato a quien mi amor busca constante. // Al que trato de amor, hallo diamante; / y soy diamante al que de amor me trata; / triunfante quiero ver al que me mata, / y mato al que me quiere ver triunfante«).
A la variedad formal que domina todas las composiciones líricas de la religiosa jerónima hay que sumar, para advertir plenamente la enorme riqueza de su producción poética, la gran diversidad de asuntos y argumentos que abordó Sor Juana en sus poemas, que progresan con soltura por ámbitos temáticos tan complejos como el amoroso, el religioso, el satírico y el filosófico, sin dejar de arrastrar, en no pocas ocasiones, un severo tono admonitorio que dota a su voz de esa gravedad moral tan apreciada en su tiempo («Hombre necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis: // si con ansia sin igual / solicitáis su desdén, / ¿por qué queréis que obren bien / si las incitáis al mal?«).
Sor Juana Inés de la Cruz, «Hombres necios que acusáis»..
Otras veces, en cambio, la dulzura del sentimiento amoroso -disfrazado, por lo general, de amor platónico que sirve de excusa para el mero ejercicio literario, o de amor piadoso hacia el Ser Supremo- arrasa con cualquier residuo de firmeza y severidad, para mostrar a una de las autoras que con mayor intensidad ha sabido reflejar en sus versos la pasión gozosa o el dolor desesperado («Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba, / como en tu rostro y tus acciones v[e]ía / que con palabras no te persuadía, / que el corazón me vieses deseaba; // y Amor, que mis intentos ayudaba, / venció lo que imposible parecía: / pues entre el llanto que el dolor vertía / el corazón deshecho destilaba«).
Cientos de ejemplos de esta proteica variedad temática y formal pueden leerse en su más afortunada recopilación de versos, publicada en España, gracias al mecenazgo de la condesa de Paredes, a finales de la década de los ochenta, bajo el pomposo y barroquísimo título de Inundación castálida de la única poetisa, Musa Décima, Soror Juana Inés de la Cruz, religiosa professa en el Monasterio de San Gerónimo de la Imperial Ciudad de México. Que en varios metros, idioma y estilos, Fertiliza varios asuntos: con elegantes, claros e ingeniosos, útiles versos: para enseñanza, recreo y admiración […] (Madrid: Imp. de Juan García Infanzón, 1689). El éxito de esta obra de Sor Juana Inés en suelo español provocó su inmediata reedición, al año siguiente, en la misma imprenta madrileña donde había pasado por los tórculos el original, y desde 1692 hasta 1700 salieron en diversas ciudades españolas (Sevilla, Barcelona y otra vez Madrid) nuevas ediciones de la poesía de Sor Juana, algunas de las cuales, ante la demanda de los lectores, hubieron de ser reimpresas hasta el año de 1725.
Al margen de estos poemas sueltos, de relativa brevedad, que quedaron agrupados en Inundación castálida y en las sucesivas recopilaciones de su producción lírica, Sor Juana Inés de la Cruz fue autora de un largo poema extenso, de estética gongorina y pretensiones filosóficas, que fue saludado por sus lectores como el producto más acabado de su capacidad poética y -sin lugar a dudas- una de las cumbres más elevadas de la poesía barroca universal. Se trata del Primero Sueño, una extensa -pero inconclusa- composición que, bajo el molde formal de la silva (el mismo que había utilizado don Luis de Góngora para sus celebérrimas Soledades, poema del que, en cierto modo, es tributaria esta obra de Sor Juana), presenta novecientos setenta y cinco versos con los que la monja jerónima pretendió alcanzar una dificultosa simbiosis entre conocimientos científicos, saberes humanísticos y sensibilidad poética (no en vano, está concebido y desarrollado como una extraña epopeya simbólica en torno al encuentro entre el espíritu y el mundo). En opinión del filósofo español José Gaos, exiliado en México tras la Guerra Civil, «el poema de Sor Juana es un astro de oscuros fulgores absolutamente señero en el firmamento de su edad«; por su parte, Octavio Paz, en su iluminador ensayo sobre la escritora titulado Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1983), dejó escrito a propósito del Primero Sueño que «La poetisa mexicana se propone describir una realidad que, por definición, no es visible. Su tema es la experiencia de un mundo que está más allá de los sentidos«.
El primer volumen que recoge algunos poemas de Sor Juana Inés de la Cruz, al que ya se ha aludido al comienzo de este breve apartado dedicado al estudio de su obra lírica, salió de la imprenta bajo el título de Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Metropolitana de México en los Maitines de la Purísima Concepción de Nuestra Señora (México: Viuda de Bernardo Calderón, 1676). Posteriormente, sus composiciones poéticas siguieron apareciendo en otras publicaciones similares, como las tituladas Villancicos que se cantaron en los Maitines del Gloriosísimo Padre S. Pedro Nolasco ([s.p.i.], 1677); Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Metropolitana de México: en honor de María Santísima Madre de Dios, en su Assumpción Triumphante (México: Herederos de la Viuda de Bernardo Calderón, 1685); Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Metropolitana de México: en honor de María Santísima Madre de Dios, en su Assumpción Triumphante (México: Herederos de la Viuda de Bernardo Calderón, 1686); Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Cathedral de la Puebla de los Ángeles, en los Maitines solemnes de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, este año de 1689 (Puebla de los Ángeles: Diego Fernández de León, 1689); Villancicos con que se solemnizaron en la Santa Iglesia Catedral de la Ciudad de la Puebla de los Ángeles los Maitines del Gloriosísimo Patriarca Señor S. Joseph, este año de 1690 (Puebla: Oficina de Diego Fernández de León, 1690); Villancicos con que se solemnizaron en la Santa Iglesia, y primera Cathedral de la ciudad de Antequera, valle de Oaxaca, los Maytines de la Gloriosa Martyr Santa Catalina (Puebla de los Ángeles: Imprenta de Diego Fernández de León, 1691).
Tras estas colecciones, vio la luz en Sevilla la citada reedición de Inundación castálida, publicada bajo el título de Segundo volumen de las obras de Soror Juana Inés de la Cruz, monja professa en el Monasterio de San Gerónimo de la Ciudad de México (Sevilla: Tomás López de Haro, Impresor y Mercader de Libros, 1692). Vino después la reedición catalana del año siguiente, Segundo Tomo de las Obras de Soror Juana Inés de la Cruz, Monja Professa en el Monasterio del Señor San Gerónimo de la Ciudad de México (Barcelona: Joseph Llopis, 1693), a la que siguió, siete años después, la que tal vez sea la recopilación antigua más famosa de sus poemas, publicada en la capital española bajo el título de Fama y obras pósthumas del Fénix de México, décima musa, poetisa americana, soror Juana Inés de la Cruz […] (Madrid: Manuel Ruiz de Murg, 1700), obra cuyo éxito hizo necesaria su reedición en Barcelona y en Lisboa (ambas en 1701) y nuevamente en Madrid (en 1714 y en 1725). Finalmente, en este último año apareció también la edición titulada Tomo Primero. Poemas de la única poetisa americana, Musa Dézima, Sor Juana Inés de la Cruz (Madrid: Francisco López, 1725).
Prosa
En sus escritos en prosa, Sor Juana Inés exhibió una elegancia estilística y unos alardes de sabiduría similares a los plasmados en sus textos poéticos. Sobresalió, en este género, antes de hacerse célebre por las citadas Carta Athenagórica y Respuesta a Sor Filotea, por su erudito Neptuno alegórico, Océano de colores, Simulacro Político, que erigió la Muy Esclarecida, Sacra y Augusta Iglesia Metropolitana de Méjico [sic], en las lucidas alegóricas ideas de un Arco Triunfal […] (México: Juan de Ribera, en el Empedradillo, 1680), obra que, escrita en honor de los virreyes de la Laguna, inclinó definitivamente el mecenazgo de éstos en favor de la escritora. Con todo, lo más apreciable de la prosa de Sor Juana es su valiente defensa del derecho de la mujer a la educación y el saber, volcada en la ya sobradamente citada Respuesta a Sor Filotea.
Teatro
En su condición de dramaturga, Sor Juan Inés de la Cruz no se apartó demasiado de ese lenguaje culterano que daba forma a toda su producción poética, muy influido aquí por el legado de don Pedro Calderón de la Barca. Escribió numerosas piezas teatrales, algunas de ellas ideadas y redactadas en colaboración con otros autores, y casi todas destinadas a su puesta en escena en espacios palaciegos o eclesiásticos, con el propósito de solemnizar con su representación las fiestas promovidas por los virreyes o las diferentes celebraciones religiosas dignas de ser realzadas con espectáculos teatrales. Escritas todas ellas en verso y ornamentadas, por lo general, con acompañamiento musical, las obras dramáticas de Sor Juana Inés presentan siempre, dentro de su lógica sujeción a los patrones canónicos procedentes de la tradición barroca española, algunos rasgos específicamente americanos que las dotan de una singularidad entrañable; pero, sin duda alguna, la característica más apreciable de la producción teatral de la monja jerónima es su brillantísima adaptación del lenguaje poético -tan barroco como en el resto de sus escritos- a la especificidad del texto dramático, magisterio en el que puede equiparse a sus admirados modelos calderonianos.
Autos sacramentales con sus propias loas
Una loa de Sor Juana, compuesta para enriquecer la representación de su auto sacramental El Divino Narciso, se estrenó en Madrid en las funciones del Corpus de 1689 o 1690, con la particularidad de ser una de las escasísimas piezas del teatro colonial en la que aparecen los indios mostrando y razonando sus propias creencias religiosas. Hacia 1688 pudo estrena