Gómez Díaz, Dámaso, o «El León de Chamberí» (1930-VVVV).


Matador de toros español, nacido en Madrid el 1 de abril de 1930. En el planeta de los toros es conocido por su sobrenombre de «El León de Chamberí», apodo derivado de su valor y entrega a la hora de enfrentarse con el ganado bravo más fiero, y del castizo barrio madrileño que le vio nacer.

Aficionado desde su niñez al Arte de Cúchares, muy pronto sintió vivos deseos de seguir la profesión taurina, lo que le llevó a curtirse en los duros sinsabores del oficio en cuantas tientas, capeas y festejos menores quedaban a su alcance. Alentado por estas primeras oportunidades, logró estrenar su primer terno de alamares en 1947, con diecisiete años de edad, en la pequeña plaza de la localidad toledana de Lillo, aunque hubo de esperar a que transcurrieran dos largas temporadas hasta conseguir presentarse por vez primera ante sus paisanos madrileños. Tuvo lugar esta comparecencia en Madrid el día 6 de marzo de 1949, fecha en la que el joven Dámaso Gómez recorrió el redondel de la modesta plaza de Vista Alegre, para pasar poco después (concretamente, el día 30 de abril) a torear por vez primera en el coso de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla.

Lanzado ya a una intensa actividad novilleril, el día 16 de julio de 1950 el novillero madrileño pisó por vez primera el ruedo de la plaza Monumental de Las Ventas, donde hizo el paseíllo acompañado por los jóvenes aprendices Octavio Martínez Fernández («Nacional») y Jaime Malaver García, para enfrentarse con un lote marcado con el hierro de Albayda. Gustó mucho el debut de Dámaso Gómez ante la severa afición de la Villa y Corte, que recompensó su actuación con la entrega de una oreja. Este triunfo le valió una repetición en los carteles venteños para el siguiente día 18 de julio (fecha en la que alternó con los novilleros «Frasquito» y «Morenito de Córdoba»), así como el regreso a la primera plaza del mundo en dos tardes otoñales de aquel mismo año. Al término de aquella temporada de 1950, Dámaso Gómez Díaz había rentabilizado sus comparecencias en las arenas de la capital española con un total de veinticinco festejos toreados.

Así las cosas, consagrado ya como uno de los novilleros más prometedores de comienzos de los años cincuenta, en la campaña de 1951 llegó a realizar hasta seis paseíllos sobre el redondel de Las Ventas, aunque en ninguno de ellos se encontró con la fortuna de cara, por lo que sólo firmó diecinueve contratos a lo largo de dicha temporada. Firme en su propósito de llegar a alcanzar el honroso título de figura del toreo, afrontó con nuevos bríos la siguiente campaña, en la que, pese a no cosechar ningún éxito resonante, se enfundó la taleguilla en treinta y una ocasiones.

Su reiterada presencia en el coso capitalino durante aquel largo aprendizaje novilleril no benefició en demasía sus aspiraciones de convertirse pronto en matador de toros, ya que, en un total de trece novilladas toreadas en Las Ventas, sólo había conseguido un trofeo (aunque había dado ocho vueltas al ruedo). Más repercusión habían tenido, en cambio, sus afortunadas intervenciones en las arenas de la Ciudad Condal, por lo que decidió tomar su dilatada alternativa en la plaza de Barcelona el día 25 de mayo de 1953, fecha en la que fue apadrinado por el coletudo madrileño Julio Aparicio Martínez; el cual, bajo la atenta mirada del espada sevillano Manuel Vázquez Garcés («Manolo Vázquez»), que comparecía aquella tarde en calidad de testigo, cedió al toricantano la muleta y el estoque con los que había de trastear y despenar a un burel procedente de la vacada de don Alicio Tabernero de Paz, que atendía a la voz de Bombero (o, según algunos cronistas, Bombonero). A finales de aquella temporada de 1953, Dámaso Gómez volvió a pisar el albero hispalense de la Real Maestranza, ya en calidad de matador de toros; fue el día 29 de septiembre, fecha en la que un astado adornado con la divisa de Prieto de la Cal asestó una tremenda cornada al matador sevillano Juan Barranco Posada («Juan Posada»).

Una buena prueba del rigor y la severidad de la afición madrileña estriba en el hecho de que Dámaso Gómez Díaz no visitase el coliseo taurino de su ciudad natal durante aquella su primera temporada como doctor en tauromaquia, y ello a pesar de que el público de la Villa y Corte había tenido ocasión de esperanzarse con el toreo de su paisano a raíz de su brillante debut novilleril en Las Ventas. Pero la escasa inspiración del diestro madrileño en sus siguientes comparecencias bastaron para justificar -sin que mediase ese favoritismo que brinda el paisanaje en otras latitudes- que la primera afición del mundo no mostrara gran entusiasmo ante la carrera de un torero que, pese a las oportunidades recibidas, todavía no había demostrada nada. Así pues, Dámaso Gómez hubo de contentarse con confirmar en Las Ventas la validez de su doctorado taurino el día 6 de junio de 1954, fecha en la que el coletudo gaditano Rafael Ortega Domínguez le facultó para dar lidia y muerte a Maravilla, un toro berrendo en negro que había pastado en las dehesas de doña Eusebia Galache de Cobaleda. Hizo las veces de testigo en aquella ceremonia de confirmación el diestro albaceteño Juan Montero Navarro, quien también validaba aquella tarde en la Villa y Corte su inscripción en la nómina de los matadores de reses bravas. Gracias a dos buenas faenas que, por desgracia, no logró culminar con el acero, Dámaso Gómez fue premiado con sendas vueltas al ruedo y recuperó, en parte, el favor de sus paisanos, éxito que no fue suficiente para lanzar su hasta entonces irregular trayectoria taurina hasta los puestos cimeros del escalafón. Con todo, llegó a firmar veintiún ajustes durante aquella temporada de 1954, para vestirse de luces en veintiséis ocasiones en 1955 y hacer lo propio veintinueve veces a lo largo de la campaña siguiente, sin volver a pisar la arena madrileña desde la tarde de su confirmación.

Pero el primer gran declive de su andadura profesional comenzó a manifestarse en 1957, año en el que sólo firmó catorce contratos, que descendieron de forma alarmante a siete y a cinco durante las temporadas de -respectivamente- 1958 y 1959. El día 7 de junio de este último año regresó, después de un lustro de injustificada ausencia, al redondel capitalino, para tomar parte en una corrida en la que compartió el paseíllo con el espada palentino Marcos de Celis Salvador y con el desventurado matador colombiano José Eslava Cáceres («Pepe Cáceres»). No le sirvió de mucho este deseo de agradar al público madrileño, por lo que siguió inmerso en ese bache sin levantar cabeza durante buena parte de los años sesenta.

En efecto, en 1960 sólo intervino en once ocasiones, para descender a nueve contratos en 1961, llegar hasta los quince en la campaña siguiente y precipitarse de nuevo en 1963 hasta los últimos puestos del escalafón, con tan sólo cuatro corridas lidiadas durante ese año. Tan acusada era, por aquel entonces, su decadencia, que en la temporada de 1964 no llegó siquiera a vestirse de luces, aunque logró remontar tímidamente el vuelo en 1965, con tres contratos cumplidos. A duras penas se mantuvo en activo durante la temporada siguiente, en la que sólo se enfundó la taleguilla una vez, y llegó así, casi desesperado, a un nuevo compromiso en Las Ventas el día 20 de agosto de 1967, fecha en la que se anunció -en un modesto cartel estival- con el citado Marcos de Celis y el vizcaíno Rafael Echevarría Gutiérrez Chacartegui («Rafael Chacarte»). De forma sorprendente, la afición madrileña que logró soportar el asfixiante calor enseñoreado aquella tarde del ruedo venteño vibró entusiasmada ante el arrojo mostrado por un diestro cuya carrera parecía condenada definitivamente al fracaso, y que de ahora renacía con fuerza de sus cenizas para cortar una oreja ante el severo enjuiciamiento de sus paisanos.

Este inesperado triunfo le permitió, en la siguiente temporada, hacer por vez primera el paseíllo en una corrida del ciclo ferial isidril (en el que, pese a sus orígenes madrileños, no había intervenido nunca a lo largo de catorce años como matador de toros). Tuvo lugar este evento el día 20 de mayo de 1968, fecha en la que un irreconocible Dámaso Gómez Díaz, dispuesto a encauzar de una vez por todas su trayectoria profesional, aceptó enfrentarse con un lote marcado con la terrorífica señal de Miura. El brusco giro que decidió imprimir a su carrera quedó patente aquella tarde en el ruedo venteño, frente a los dos pupilos de la legendaria ganadería sevillana, en dos vibrantes faenas que, por el arrojo temerario que demostró el diestro de la Villa y Corte, llegaron a causar auténtico pánico entre un público acostumbrado a presenciar el ganado más peligroso y las hazañas más arriesgadas. Se estaba gestando, aquel 20 de mayo de 1968, la leyenda del proverbial coraje que habría de derrochar, en la última etapa de su andadura profesional, quien pronto se iba a hacer digno acreedor del remoquete de «León de Chamberí».

Fruto de esta nueva orientación del toreo de Dámaso Gómez hacia el estilo más corajudo y temerario fueron las numerosas ofertas que comenzaron a llegar hasta el despacho de su apoderado, pero también -como era de esperar- el obligado tributo de lesiones y cornadas, del que había salido milagrosamente ileso desde sus primeros compases como matador reses bravas (con la excepción de una grave cogida en las arenas de Salamanca, sobrevenida el día 21 de septiembre de 1957). Así, en efecto, el día 9 de junio de aquel año de su «resurrección» como torero, «El León de Chamberí» fue seriamente corneado en el coliseo taurino de Logroño, y tres meses más tarde (concretamente, el día 9 de septiembre), sufrió una fractura de clavícula como consecuencia de la paliza que le propinó un astado. Con todo, estos serios percances no le impidieron alcanzar, al término de dicha campaña de 1968, la esperanzadora cifra de veintiséis corridas toreadas, a las que de inmediato se añadió la propina de viajar por vez primera a Hispanoamérica, hasta donde habían llegado los ecos de sus triunfos de madurez en la Península Ibérica. Fiel a sus nuevos compromisos con el dominio y el valor, Dámaso Gómez protagonizó en Quito un acontecimiento histórico: la primera corrida que se anunciaba en suelo ecuatoriano con ganado de la mítica divisa de Miura. Y aunque salió airoso e indemne de este arriesgado trance, no se libró de sufrir un percance grave en las arenas de Ultramar (acaecido en las arenas limeñas de la plaza de Acho), pues había decidido extremar honradamente sus alardes de valor en todos los cosos que pisara, con independencia de sus categorías.

De regreso a España, «El León de Chamberí» sostuvo la vigencia de su apodo en 1969, año en el que se midió en Madrid, en dos tardes consecutivas (10 y 11 de mayo) con morlacos procedentes de vacadas tan peligrosas como las de Pablo Romero y Alonso Moreno. De nuevo sus exhibiciones de valentía y profesionalidad le llevaron hasta el hule de las enfermerías durante esta campaña, en la que sufrió una cogida grave el día 24 de agosto en Bilbao y, apenas repuesto, una cornada gravísima en Zaragoza, en el transcurso de la Feria del Pilar. Honrado, ya por aquel entonces, con la merecida fama de ser el único torero de la época que aceptaba de buen grado enfrentarse con el ganado que ningún otro espada solicitaba, Dámaso Gómez Díaz fue disminuyendo a partir de 1970 (es decir, cuando ya había cumplido los cuarenta años de edad) el número de sus intervenciones, sin que por ello dejara de afrontar la lidia de las reses más hoscas y encastadas (aquel mismo, v. gr., volvió a despachar en San Isidro un lote de Pablo Romero, y cortó de nuevo una oreja en tarde agosteña, esta vez a un burel criado en las dehesas lusitanas de Murteira Grave).

Definitivamente abonado a los triunfos estivales, en el verano de 1971 salió a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas después de haber desorejado a un pupilo de otra ganadería seria (la de Victorino Martín), y volvió a cosechar grandes éxitos en medio de la canícula madrileña en 1972 y 1973 (año, este último, en el que de nuevo probó los rigores del oficio, al ser corneado en Las Ventas el día 31 de mayo). En la campaña siguiente, reclamado ahora por sus propios paisanos, fue anunciado en el carteles del día 15 de mayo (festividad del patrón de Madrid) en compañía de los también madrileños Antonio Chenel Albadalejo («Antoñete») y José Manuel Inchausti Díaz («Tinín»); y, antes de que concluyera dicho abono ferial, regresó a Las Ventas para dar cuenta otra vez de un lote de Miura. Corría, a la sazón, el día 1 de junio de 1974, fecha en la que, bajo la atenta mirada del zamorano Andrés Mazariegos Vázquez («Andrés Vázquez») y del gaditano Francisco Ruiz Miguel, paseó por el anillo capitalino un apéndice auricular amputado a uno de sus fieros oponentes. Aquel año, en el que había vuelto a torear en la Maestranza sevillana después de veinte años de ausencia, pagó el tributo exigido a su valor con un fractura de un metacarpiano.

Próximo ya a retirarse, el aguerrido «León de Chamberí» siguió afrontando los riesgos más temidos en el planeta de los toros, y siempre en las plazas de mayor categoría, sin rehuir el dictamen de los públicos más severos. En 1975 se las vio otra vez en Madrid con los maliciosos pupilos de Victorino Martín, y en las campañas de 1976 y 1977 estoqueó nuevamente miuras en el coliseo venteño, para volver a enfrentarse con los victorinos en 1978, año en el que la afición de Madrid, en recompensa a su constante entrega, le obligó a dar una vuelta al ruedo a pesar de que los toros no habían dado lugar al lucimiento. El estudioso de la Tauromaquia Carlos Abella supo plasmar con rigor y exactitud, no exentos de una justificada admiración, el alcance de estos éxitos de madurez del valeroso «León de Chamberí»: «El pelo le ha encanecido, pero la pasmosa tranquilidad con la que lidia los más amenazadores morlacos entusiasma y fascina a los públicos, ávidos de autenticidad y emoción. Y Dámaso, curtido en mil batallas, les brinda una tarde tras otra ración abundante de torería, arrojo calculado y desprecio por el riesgo. Con él se recupera un casi ya prehistórico concepto de la lidia, y sólo Paco Ruiz Miguel y en alguna medida Manili heredarán esa seguridad y osadía ante el toro bronco, al que no sólo hay que machetear y del que no sólo hay que librarse del hachazo, sino que luego son capaces de pasárselo por la barriga«.

Su retirada del toreo activo tuvo lugar el día 21 de septiembre de 1981, en las arenas de Salamanca, donde, todavía en línea de lidiar las reses más ásperas y temibles, se enfrentó con un toro del conde de la Corte que le fracturó cinco costillas.

Bibliografía.

  • – ABELLA, Carlos y TAPIA, Daniel. Historia del toreo (Madrid: Alianza, 1992). 3 vols. (t. 2: «De Luis Miguel Dominguín a El Cordobés«, págs. 317-321).

– COSSÍO, José María de. Los Toros (Madrid: Espasa Calpe, 1995). 2 vols. (t. II, págs. 472-473).