Benavente y Martínez, Jacinto (1866-1954).
Dramaturgo, poeta y periodista español, nacido en Madrid en 1866 y fallecido en su ciudad natal en 1954. Considerado como uno de los grandes renovadores del teatro español de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria, dejó una extensa y variada producción dramática que, tras haber discurrido por los más diversos cauces genéricos (la comedia de costumbres, la de ambiente actual, la sátira social, el teatro idealista o fantástico, las piezas infantiles, el drama rural, el sainete urbano, etc.), halló su definitiva formulación en el ámbito de la denominada «comedia burguesa», a la que el autor madrileño elevó a las cotas más altas de eficacia dramática y calidad literaria.
Galardonado, por la suma de su corpus teatral, con el Premio Nobel de Literatura en 1922, dejó un fecundo legado que, al margen de sus cualidades artísticas (más o menos apreciadas según las modas literarias al uso en cada época), tiene el valor histórico de haber introducido en la escena española contemporánea algunos ingredientes tan apreciables en el género de la comedia como la veracidad y la ironía, así como otros elementos que acababan de enriquecer el teatro europeo en todas sus modalidades genéricas: la introspección psicológica, la finura de matices, el trascendentalismo moral, etc.
Vida
Nacido en el seno de una familia acomodada perteneciente a la burguesía profesional de la capital (su padre era el célebre médico murciano Mariano Benavente, pediatra de las mejores familias de la alta sociedad madrileña), recibió desde niño una esmerada educación que contribuyó poderosamente a desarrollar su afición por la lectura y su innata vocación literaria. Por satisfacer los deseos de sus mayores, se matriculó en la Universidad Central de Madrid para cursar estudios superiores de Derecho; pero, tan pronto como tuvo noticias del fallecimiento de su padre, abandonó las aulas universitarias para dedicarse de lleno al cultivo de la creación literaria.
Viajó, entonces, el joven Jacinto con gran asiduidad por diferentes países de Europa, enrolado en algunas aventuras tan rocambolescas como la que le llevó a convertirse en empresario de un circo con el que llegó hasta Rusia. A su regreso a España, comenzó a colaborar en algunas revistas literarias surgidas al amparo de la nueva corriente modernista que, con un vigor inusitado, se extendía por Hispanoamérica y Europa; y, sujeto él mismo a los dictados del Modernismo, dio a la imprenta sus primeros textos literarios, entre los que destacan dos colecciones de poemas (tituladas Versos y Vilanos) que, aunque no aportaron grandes novedades al progreso de la lírica española decimonónica, poseen en la actualidad el valor testimonial de encuadrar a Benavente entre la legión de los jóvenes poetas modernistas de su tiempo. Además, entre aquellas primeras obras iniciales que salieron de su pluma al comienzo de la década de los años noventa figuran también el libro de prosas titulado Cartas de mujeres y la recopilación de piezas breves teatrales publicadas bajo el título de Teatro fantástico. Esta obra supuso el primer acercamiento de Jacinto Benavente como autor al Arte de Talía, si bien estaba constituida por una serie de textos menores que, en su naturaleza idealista y poética, no habían sido concebidos pensando en su posible puesta en escena.
En 1894 asistió al primer estreno de una de sus piezas teatrales, titulada El nido ajeno, obra que no fue demasiado bien recibida por el público madrileño, debido a su carácter excesivamente critico; sin embargo, dos años después triunfó ruidosamente con el estreno de Gente conocida (1896), una obra que vino a anunciarle como el gran renovador del teatro burgués de la época. A partir de entonces, Jacinto Benavente se convirtió en el mejor exponente de la renovación del drama español, tanto por las novedades temáticas que incluyó en sus piezas como por las técnicas de construcción teatral que empleó en la elaboración de sus mejores obras, consideradas como un magnífico vehículo de lucimiento para los actores y un ejemplo acabado de ese amable teatro burgués que, aunque parece criticar a todo el mundo, en el fondo no molesta a nadie (el espectador contempla sobre el escenario los vicios y defectos ajenos, mas no los propios).
Entregado desde entonces a una febril actividad que, al ritmo de unos tres o cuatro estrenos anuales, le permitió escribir más de ciento setenta obras a lo largo de su dilatada trayectoria dramática, Jacinto Benavente cultivó también con asiduidad el género periodístico, tanto en algunas revistas culturales como las ya aludidas anteriormente (entre las que conviene recordar aquí la titulada Vida Literaria, dirigida por el dramaturgo madrileño a partir de 1898), como en diferentes rotativos y revistas de información general (como el diario El Imparcial, en el que publicó sus artículos entre 1808 y 1912; o el semanario Blanco y Negro, que también fue dirigido por Benavente durante un breve período de tiempo).
En 1907, a raíz del estreno de la que sin duda es su mejor obra (Los intereses creados), Jacinto Benavente quedó definitivamente consagrado como el dramaturgo español más importante del momento (las grandes obras de Valle Inclán y los primeros estrenos de García Lorca tardarían aún algunos años en subir a las tablas, mientras que los antiguos éxitos de Echegaray, el otro dramaturgo galardonado con el Premio Nobel, eran rechazados por los espectadores y abominados por las nuevas generaciones de escritores). Aclamado y agasajado por el público, la crítica y las instituciones políticas y culturales, en 1912 ocupó un sillón en la Real Academia Española, y seis años después se sentó en un escaño del Congreso de Diputados. Entre medias, había sido objeto de los enconados ataques lanzados contra él por numerosos intelectuales españoles que se sintieron muy ofendidos cuando Benavente, en plena Guerra Mundial, había mostrado sus simpatías por la causa alemana. A raíz de este ataque colectivo -que no era sino un rechazo generalizado del conservadurismo que cada vez se estaba haciendo más presente en sus obras-, Jacinto Benavente se sintió muy ofendido por sus compatriotas y dejó de escribir entre 1920 y 1924. Fue, paradójicamente, durante este período de silencio y enfado cuando su nombre alcanzó las mayores cotas de celebridad.
El reconocimiento internacional, sobrevenido en 1922 con la obtención del Premio Nobel de Literatura, no provocó -como ha sucedido en tantos otros casos- la envidia y el menosprecio de sus compatriotas (que, si le habían criticado anteriormente, había sido por los motivos recién expuestos). En 1924, el Ayuntamiento de su ciudad natal lo nombró «Hijo Predilecto de Madrid», y aquel mismo año fue condecorado por las autoridades políticas del reino con la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio.
Su teatro, empero, iba quedándose cada vez más desfasado, ya que las novedosas aportaciones que introdujera en la escena española a finales del siglo XIX habían cristalizado en una «fórmula mágica» que, con más o menos variantes, el autor madrileño seguía repitiendo en todas sus obras posteriores, sin prestar atención a las nuevas corrientes estéticas e ideológicas que estaban sacudiendo el panorama intelectual y artístico de Europa y América. No quedó, pues, en su producción teatral de la segunda, tercera y cuarta décadas del siglo XX ningún poso de los movimientos vanguardistas que tantas transformaciones estaban produciendo en la literatura universal, por lo que pronto comenzó a perder el favor de los críticos y escritores que evolucionaban por estos novedosos derroteros, así como el de los jóvenes autores que, forjados en un período caracterizado por tan bruscos cambios, contemplaban las obras de Benavente como residuos obsoletos de la literatura y la mentalidad burguesa decimonónicas. No obstante, una buena parte del público español seguía llenando las salas cada vez que se anunciaba un estreno del dramaturgo mundialmente famoso, a pesar de que sus seguidores más conservadores no vieron con buenos ojos su proclamada adhesión al régimen republicano. Por lo demás, entre los grupos más reaccionarios de la sociedad española de la época -y hay que tener presente, ahora, que el teatro de Benavente concitaba el entusiasmo de la alta burguesía y de las clases más conservadoras del país- no se veían con agrado las preferencias sexuales del dramaturgo madrileño, que eran objeto de burlas, comentarios y ofensivas especulaciones en los ambientes más variados, desde los más conspicuos cenáculos literarios de la capital hasta los corros y las tertulias de los patios de vecindad (cuando, en 1908, estrenó Señora ama, el vulgo pronto coreó el lacerante epigrama que le endilgó un maledicente ingenio de la Corte: «El insigne Benavente / ha estrenado una Señora, / y coro grita la gente: / -¡Ya era hora, ya era hora!«).
Durante la Guerra Civil, Jacinto Benavente continuó haciendo pública su adhesión a la II República, aunque, desde su tranquilo retiró en Valencia, procuró mantenerse apartado de las disputas políticas y de cualquier foro literario organizado por algunas de las partes que intervenían activamente en el conflicto bélico. Al cabo de la contienda fratricida, aún tardó seis años en romper su silencio creativo (con la excepción de la obra circunstancial Aves y pájaros, de 1940, motivada por el triunfo de las tropas sublevadas), hasta que en 1945 volvió a los escenarios con Nieve en mayo, que hacía el número ciento cincuenta en la lista de sus obras originales. Comenzó, a partir de entonces, a estrenar algunas piezas que, oportunamente situadas entre el resto de su todavía copiosa producción (llegó a escribir ciento setenta y dos obras teatrales), constituían un elogio panfletario del nuevo régimen franquista. Esta agilísima «capacidad de adaptación» le permitió seguir ocupando los puestos cimeros de la escena española (al menos, en lo que a notoriedad y número de estrenos se refiere) hasta mediados del siglo XX, mientras gozaba de una serie de cargos, honores y privilegios que le reafirmaban como el autor preferido de las clases dominantes (así, v. gr., en 1947 fue nombrado presidente honorario de la Confederación Internacional de Sociedades de Autores y Compositores, y tres años después volvió a ser condecorado por las autoridades políticas del país, esta vez con la medalla al Mérito en el Trabajo). Murió en Madrid, en 1954, después de haber dejado listas unas interesantísimas memorias que, bajo el título de Recuerdos y olvidos: memorias, vieron la luz en 1962.
Obra
A lo largo de su longeva existencia, Jacinto Benavente tuvo ocasión de abordar con acierto todos los géneros teatrales (drama, comedia, tragedia, sainete, etc.), aunque ha pasado a la historia de la literatura española contemporánea por su especialización en el cultivo de esa comedia burguesa que, en honor a sus logros, se ha denominado también «comedia benaventina». En general, aunque el teatro de Benavente se ocupa también de todos los ambientes imaginables (el rural y el urbano, dentro del ámbito meramente geográfico; el plebeyo y el aristocrático, si se atiende a la condición social de sus personajes; etc.), la comedia benaventina típica puede definirse como una galería completa de tipos humanos que, desde una perspectiva costumbrista e incisiva, reacciona bruscamente contra los patéticos excesos melodramáticos en que había incurrido el teatro de Echegaray. Se aleja, así, Benavente de los aparatosos efectos tremendistas que caracterizan las últimas obras de quien le había precedido, en España, en la nómina de los galardonados con el Premio Nobel, para hacer del realismo, la naturalidad y la verosimilitud tres de las claves fundamentales de su técnica dramatúrgica, lo que no impide a veces el estallido de ciertos brotes de ironía y lirismo que ponen un contrapunto humorístico o poético a esa recreación fidedigna de la realidad que se está contemplando sobre el escenario. Su fórmula, pues, muy influida en sus comienzos por el genial magisterio del autor noruego Henrik Ibsen, toma la propia vida como punto de partida para la construcción de unas situaciones y unos personajes que están muy próximos al espectador; y, aunque en su prolífica obra pueden distinguirse dos tendencias estéticas bien diferenciadas entre sí (la sátira costumbrista, siempre expresada en un tono irónico e ingenioso; y el teatro imaginativo de influencia modernista, caracterizado por su acopio de situaciones idealizadas), en el fondo Benavente sólo triunfó con el hallazgo y la explotación -casi hasta el agotamiento- de la primera de ellas, en la que encontró el cauce escénico más adecuado para el despliegue de todos los recursos teatrales que sabía manejar a la hora de dar consistencia dramática a las acciones y situaciones más intrascendentes.
Su primer estreno teatral, un drama titulado El nido ajeno (1894), plantea un problema de celos entre hermanos, desde un punto de vista demasiado crítico con la sociedad burguesa del momento. Esta dureza de enfoque provocó el disgusto de buena parte del público, aunque también permitió a los críticos y espectadores más avezados atisbar el nacimiento de una nueva voz teatral que pretendía ahondar sin trabas en la realidad cotidiana de las personas que la rodeaban. Así, el estreno en 1896 de Gente conocida vino a confirmar (ahora, desde ese género de la comedia que se prestaba mucho mejor a sus intenciones) la valía de un joven autor que, enseguida, parecía haber dado con la clave que le permitía seguir manteniendo sus objetivos críticos sin por ello ofender la sensibilidad de la misma clase a la que estaban destinadas sus obras. Se trataba, como quedó patente en la obra recién mencionada y en La comida de las fieras (1898), de poner sobre el escenario unos personajes que se autocriticaban por el cinismo, la inmoralidad y el resto de los vicios y defectos de que hacían gala, pero sin moralizar jamás sobre sus actitudes, de tal manera que fuera el propio espectador quien encontrase en los protagonistas (y, por extensión, en quienes le rodeaban) esos defectos que el autor no señalaba expresamente en su persona. El gran éxito obtenido por estas primeras piezas aconsejó a Benavente relegar el teatro de intriga que pretendía escribir en beneficio de este teatro burgués que parecía no tener secretos para él.
Pero, al margen del éxito en los contenidos y en su atinada formulación dramática, Jacinto Benavente demostró también con estas obras primerizas sus extraordinarias dotes para la escritura teatral, plasmadas sobre todo en su maestría en la construcción de los diálogos y en su habilidad a la hora de perfilar y matizar la complejidad psicológica de sus personajes. Ello quedó patente en las diversas modalidades genéricas que comenzaba a cultivar el autor madrileño, como el drama de ambiente cosmopolita y elementos simbólicos titulado La noche del sábado (1903), que el propio Benavente calificó como «novela escénica». Es ésta una pieza teatral que, impregnada de poesía, supuso la aparición en la obra benaventina de los temas específicos de la decadencia de la sociedad europea de la época.
En 1905 se estrenó la comedia sentimental Rosas de otoño (1905), muy aplaudida entonces, aunque no tanto como la pieza que llevó a las tablas el dramaturgo madrileño al cabo de dos años bajo el título de Los intereses creados (1907). Tomando de la tradición teatral europea los personajes de la commedia dell’arte italiana (algo que ya había hecho Benavente en la pieza breve «Cuento de primavera», recogida en el volumen primerizo Teatro fantástico), construyó un soberbio alegato contra la hipocresía de la alta sociedad burguesa. Adobados con la gracia y las peculiaridades de la psicología típicamente hispana, los susodichos personajes proyectan sobre el escenario una aguda crítica del positivismo que, como una moda de obligado seguimiento, dominaba en las clases privilegiadas de la sociedad española contemporánea. Del clamoroso éxito que cosechó Jacinto Benavente con esta obra da cuenta el hecho de que, el día de su estreno en el Teatro Lara de Madrid, el público enfervorizado cargó a hombros al dramaturgo al término de la representación y lo llevó en volandas hasta su casa, aclamándolo durante el trayecto como si de un torero triunfante se tratase.
Siguió, a Los intereses creados, otra entrega teatral de suma importancia en el conjunto de la obra benaventina, la ya citada Señora ama (1908), un penetrante análisis psicológico de una mujer devorada por el monstruo de los celos. Un nuevo hito en su brillante trayectoria literaria tuvo lugar en 1913, con el estreno de un crudo drama rural, ensombrecido por la dureza de su realismo, que llevaba por título La malquerida (1913). Aunque resulta imposible recoger, en una semblanza biográfica de estas características, todos los títulos ofrecidos por Jacinto Benavente, cabe citar aquí, prácticamente a vuela pluma, algunos otros éxitos de crítica y público tan relevantes como La ciudad alegre y confiada (1916), segunda parte de Los intereses creados (y, sin lugar a dudas, bastante inferior al texto del que pretende ser continuación); Campo de armiño (1916); La mariposa que voló sobre el mar (1926), que retoma muchos de los elementos simbólicos y ambientes cosmopolitas presentes en La noche del sábado (1903); Pepa Doncel (1928), obra en la que aparece por última vez en el teatro de Benavente el escenario ficticio de Moraleda, una imaginaria ciudad de provincias en la que, desde el estreno de La gobernadora (1901), situó el dramaturgo madrileño gran parte de sus acciones y personajes; Aves y pájaros (1940), primer testimonio de su complacencia con el régimen franquista; Titania (1946), La infanzona (1947), Abdicación (1948), Ha llegado Don Juan (1952) y, entre otros muchos títulos de enorme interés, El alfiler en la boca (1954). Otras obras suyas menos relevantes son La fuerza bruta, Lo cursi, La honradez de la cerradura, Al natural y Al fin mujer.
Entre su teatro destinado al público infantil, conviene recordar la obra titulada El príncipe que todo lo aprendió en los libros (1904). Cabe citar, por último, un nuevo libro de escritos en prosa, recogidos bajo el título de Pensamientos (1931).
Los intereses creados (1907)
Comedia en prosa, compuesta de dos actos y un prólogo, cuya acción se sitúa en una ciudad italiana de comienzos del siglo XVII. Allí llegan Crispín y Leandro, dos pícaros vagabundos que deciden mejorar su fortuna de acuerdo con un plan ideado por el primero de ellos. La estratagema consiste en que Crispín, fingiéndose criado de Leandro, consiga que éste obtenga, en la ciudad donde nadie los conocen, fama y opinión de gran señor, lo que a su vez les servirá para obtener unos substanciosos créditos monetarios que les permitirán, como tercera fase del plan, favorecer a diferentes personajes y crear así una serie de vínculos con los sujetos principales de la ciudad. En el fondo, el último objetivo de la estratagema urdida por Crispín pasa por valerse de todas estas influencias para casar a Leandro con Silvia, hija de Polichinela, un antiguo compañero de ambos pícaros que, a la sazón, se ha convertido en uno de los hombres más ricos y respetados de la ciudad. Puesto en práctica el plan, todo va saliendo según lo tramado hasta que el verdadero amor surgido entre Leandro y Silvia está a punto de desencadenar el fracaso; pero, por fortuna para los pícaros, los intereses creados a lo largo de toda la obra acaban imponiéndose por encima de la verdad.