D’Annunzio, Gabriele (1863-1938).


Poeta, narrador, dramaturgo y ensayista italiano nacido en Pescara (Italia) el 12 de marzo de 1863 y fallecido en Lago de Garda (Italia) el 1 de marzo de 1938. Aunque fue cristianado en la pila bautismal con el nombre de Gaetano Rapagnetta, habría de pasar a la historia de las Letras Universales con el pseudónimo literario de Gabriele D’Annunzio.

Máximo representante del decadentismo literario en la Italia de finales del siglo XIX y comienzos del XX, forjó en su obra lírica un peculiar e inconfundible universo poético en el que triunfan, por encima de todo, el refinamiento, la sensibilidad y la preocupación formal. Fue, además, en su tiempo un personaje muy controvertido por sus ideas políticas, que le llevaron a abrazar con entusiasmo el fascismo mussoliniano, así como a protagonizar diversas hazañas bélicas tan heroicas como rocambolescas.

Nacido en el seno de una familia acomodada perteneciente a la aristocracia, juzgó, al cabo de los años, que su llegada al mundo jamás debió de haberse producido en circunstancias parejas al alumbramiento del resto de los mortales, por lo que se inventó un romántico nacimiento en pleno mar Adriático, a bordo de un bergantín llamado Irene. Esta anécdota refleja bien la personalidad de un esteta obsesionado por la necesidad de apartarse constantemente de lo cotidiano para aspirar siempre a lo sublime.

Recibió desde niño una esmerada educación en la ciudad de Florencia, donde fue un alumno aventajado en el prestigioso colegio Cigognini di Prato. Allí, a expensas del dinero de sus progenitores, Francesco Paolo y Luisa, se dio a conocer como poeta a la temprana edad de dieciséis años, con la publicación del poemario Primo vere (1879). En estos versos primerizos, D’Annunzio no ocultaba su admiración por algunos maestros italianos del romanticismo tardío, como Giosué Carducci (1835-1907), con quien compartía una confesa devoción por los clásicos.

Pasó luego a Roma (1881), en cuya Universidad cursó estudios superiores de Letras. Ya decidido, por aquel entonces, a consagrarse de lleno a la creación literaria, abrazó la enseña del cosmopolitismo esteticista y decadente que triunfaba en los salones romanos, al tiempo que ampliaba su crédito con la publicación de numerosos artículos y ensayos en los principales medios de comunicación de la capital italiana, como el rotativo Tribuna. Dio entonces a la imprenta Canto nuovo (Canto nuevo, 1882), libro de versos que le confirmó como una de las promesas más firmes de la lírica italiana del momento. En él, la exaltación gozosa de los bienes mundanos comparte protagonismo con un paganismo de refinada extravagancia. D’Annunzio apuesta decididamente por la exaltación del placer y, sobre todo, de la belleza, a la que eleva a categoría de ideal de vida, ideología política e, incluso, credo religioso; y se convierte, así, con este poemario, en una de las cabezas visibles del decadentismo, tendencia radicalmente opuesta a la otra corriente artística e ideológica que, a la sazón, tenía vigencia entre los creadores e intelectuales europeos: el naturalismo.

Así las cosas, en 1883, con la publicación de L’intermezzo di Rime, D’Annunzio se convirtió en la figura central de la polémica entre los decadentistas y naturalistas italianos. Este libro llegó a ser tachado de inmoral, ya que su decidida exaltación de la belleza como único objetivo al que debe aspirar el artista chocaba frontalmente con la concepción del Arte que tenían los naturalistas, convencidos de que la creatividad humana estaba llamada a denunciar lo perverso y a procurar la regeneración social.

Su gusto por la sensualidad y el goce de los placeres que brinda la existencia quedó también patente en su vida amorosa, muy agitada e intensa desde su temprana juventud, y bien registrada en estos poemas de su etapa inicial. Pero el interés de D’Annunzio por la mundanidad, el refinamiento estético y la perfección formal no habría de quedar reducido al género poético, ya que, por aquel tiempo, el joven escritor de Pescara dio inicio a un fecunda actividad prosística que arrojó por fruto unas novelas primerizas regidas por las mismas coordenadas temáticas y estilísticas. Se trata de obras como Il piacere (El placer, 1889), Giovanni Episcopo (1892) y L’innocente (El inocente, 1892).

A comienzos de aquel decenio postrimero del siglo XIX, Gabriele D’Annunzio, deslumbrado -como buena parte de la intelectualidad europea del momento- por las ideas de Nietzsche (1844-1900), cayó en la cuenta de que su vitalismo obsesivo podía conducirle al nihilismo. Y, del mismo modo que, en el pensamiento nietzscheano, este riesgo de incurrir en el vacío moral es eludido por el superhombre y la voluntad de poder, en el universo literario del autor de Pescara el fracaso nihilista es superado por los ideales esteticistas. Todo ello quedó patente en sus nuevas novelas Il trionfo della morte (El triunfo de la muerte, 1894), Le vergini delle rocce (Las vírgenes de las rocas, 1895) e Il fuoco (El fuego, 1900), así como en los dramas que comenzó escribir a finales del siglo: La cittá morta (La ciudad muerta, 1899), y La Gioconda (1899).

Esta intensa dedicación al teatro vino propiciada por la célebre relación amorosa que sostuvo con la afamada actriz Eleonora Duse (1858-1924), para la que escribió dichas obras y algunas de las tragedias que habrían de incrementar su prestigio como dramaturgo a comienzos del siglo XX. Entre ellas, cabe recordar las tituladas Francesca da Rimini (1902), La figlia di Jorio (La hija de Iorio, 1904) -considerada como la culminación del vitalismo de D’Annunzio, e inspirada en la vida de los campesinos de los Abruzzos, región natal del autor-, La fiaccola sotto il moggio (La antorcha bajo el celemín, 1905), La nave (1908) y Fedra (1909).

De aquel período inicial del siglo XX -en el que D’Annunzio vivió retirado en la villa «La Capponcina», en Settignano, tras su ruptura con la actriz-, son también sus poemas recogidos en Laudi del cielo, del mare, della terra, degli eroi (Laudas del cielo, del mar, de la tierra y de los héroes, 1903) y su novela Forse che si, forse che no (Quizás sí, quizás no, 1910).

A pesar de su retiro, no vivía ajeno a los lujos y los escándalos amorosos. Casado con la duquesa de Gallese, de la que muy pronto se divorció, y amante apasionado de la citada Eleonora Duse -cuyos secretos íntimos reveló, con nula cortesía, en la novela Il fuoco-, tuvo, además, entre sus brazos a otras muchas mujeres que sobresalían por su belleza, su inteligencia y su sensibilidad, como la pintora polaca Tamara de Lempicka (1889-1980), la pianista Luisa Baccara y su hermana, la violinista Jolanda. Entre las docenas de anécdotas que jalonan esta turbulenta vida amorosa de D’Annunzio, cobra especial relevancia una pelea sostenida por el escritor contra ambas hermanas, que concluyó con la precipitación de la violinista por una ventana (aunque otras fuentes afirman que fue el autor de los Laudi el defenestrado). Otra de sus amantes, Emilie Mazoyer -que trabajó como ama de lleves de D’Annunzio, quien la bautizó con el nombre poético de Aelis-, dio cuenta en sus diarios de la extraordinaria capacidad sexual del escritor, así como de algunas de sus peculiares técnicas de seducción, como la de cubrir el lecho con pañuelos perfumados.

Excesos como éstos le pusieron en una situación muy delicada hacia finales de la primera década del nuevo siglo, por lo que, acuciado por sus acreedores, hubo de abandonar su país natal para buscar refugio en Francia. Allí continuó desplegando una intensa actividad literaria, con la singularidad de que, ahora, escribía en la lengua de Molière, lo que le hizo merecedor de algunas censuras muy severas por parte de los críticos galos más puristas. Su obra más importante en francés es el drama en verso Le martyre de Saint Sébastien (El martirio de San Sebastián, 1911), que alcanzó notable celebridad al ser musicada por Debussy (1862-1918), a petición de la bailarina rusa Ida Rubinstein (1885-1960). También se sirvió de dicho idioma para escribir la cuarta entrega de sus Laudas, publicada bajo el título de Merope (1912), obra en la que aparece una serie de poemas que constituyen una de las cotas cimeras de la lírica de D’Annunzio. Se trata de las Canzioni della gesta d’oltramare (Canciones de la gesta de Ultramar), celebración entusiasta de la conquista de Libia.

Poco después, a raíz del estallido de la I Guerra Mundial (1914-1919), en la obra y el pensamiento de D’Annunzio el mito del superhombre va cediendo paso a la idea de que Italia es una nación superior, destinada por su pasado esplendoroso a convertirse en el eje central de un vasto y poderoso imperio. El escritor, nuevamente afincado en su país natal, sintió la llamada de un nacionalismo épico propagado por el fascismo, y defendió con ardor la necesidad de que Italia entrase de lleno en el conflicto bélico. Él mismo participó de forma activa en la lucha armada, en calidad de aviador, y llegó a perder un ojo en combate, lo que le convirtió en un auténtico héroe de guerra en su país natal.

Entusiasmado con este papel, que le permitía adaptar su antiguo elitismo estético a la dimensión mesiánica del héroe, D’Annunzio decidió convertirse en protagonista directo del nacimiento de esa «supernación» italiana a la que ahora aspiraba, cada vez más cercano a la ideología del fascismo. Así las cosas, en 1919, aprovechando la disputa entre los estados de Italia y Yugoslavia por la posesión de la ciudad de Fiume (la actual población croata de Rijeka), desafió los acuerdos establecidos en el Tratado de Versalles y, al mando de trescientos seguidores armados, tomó el puerto de dicha localidad.

Durante más de un año, desafiando simultáneamente a la Sociedad de Naciones y al legítimo gobierno italiano -puesto en entredicho en todo el mundo por esta iniciativa individual de un iluminado-, el autor de Pescara gobernó de forma dictatorial la ciudad que había convertido en su feudo. Con esta acción no sólo incrementó su fama de arbitrario y extravagante: dio, además, alas a los fascistas italianos, que tuvieron ocasión de comprobar cómo la audacia disparatada de cualquiera de los suyos no estaba, necesariamente, condenada al fracaso. De ahí que este enloquecido alarde de prepotencia de D’Annunzio haya sido interpretado como uno de los estímulos que animaron a Mussolini a emprender, en 1922, su espectacular marcha sobre Roma, secundado por una horda de millares de fascistas.

De hecho, el propio Duce se confesó admirador de la figura y la obra de D’Annunzio, a quien honró, en 1924, con el título de Príncipe de Montenevoso, en reconocimiento al clima favorable al fascismo que había logrado crear con sus actos, sus escritos y sus declaraciones. El autor de los Laudi ya estaba, por aquel entonces, muy acostumbrado a ser objeto de honores, tributos y condecoraciones, pues su brillante hoja de servicios le había hecho merecedor de tres Cruces al Mérito, tres ascensos por méritos contraídos en combate, la Cruz de Oficial de la Orden Militar de Saboya, seis Medallas de Plata y la Medalla de Oro al Mérito Militar. Al margen de estas condecoraciones militares, Mussolini subrayó también su valía artística e intelectual nombrándole presidente de Academia de Italia.

Hombre de Letras por encima de cualquier circunstancia, D’Annunzio no dejó de escribir ni siquiera en aquellos años de frenesí político y ardor guerrero. Su producción literaria se incrementó con nuevas novelas como Leda senza cigno (Leda sin cisne, 1916) y Notturno (Nocturno, 1918), y con otras piezas teatrales como Piu che l’amore (Más que el amor).

Poco después de haber abandonado Fiume, Gabriele D’Annunzio se instaló en una lujosa villa sita a orillas del lago Garda, en donde continuó llevando una vida excéntrica y fastuosa, marcada por la ostentación y el hedonismo.