Abd al-Rahman I (731–788): El príncipe omeya que fundó un nuevo imperio en Occidente

Infancia, huida y llegada a al-Andalus
El último príncipe omeya
Nacido en el año 731, en la región de Dayr Hamina, cercana a Damasco, Abu al-Mustarrif Abd al-Rahman Ibn Muawiya al-Dajil venía al mundo en el seno de una de las casas más poderosas del islam. Nieto del califa omeya Hisham ibn Abd al-Malik (724–743), su linaje lo situaba como heredero potencial de un imperio que, en su apogeo, se extendía desde el Atlántico hasta las fronteras de la India. Su niñez transcurrió en el ambiente fastuoso de la corte damascena, donde la vida política y militar se entrelazaba con la rica cultura árabe de la primera época islámica.
Educado en las ciencias religiosas, la estrategia militar y la administración, el joven Abd al-Rahman recibió una formación propia de los príncipes omeyas. Pero en el horizonte se cernía una tormenta: el descontento social, la marginación de los no árabes (mawali) y la presión de las facciones chiíes y abasíes acabarían por resquebrajar la estabilidad del Califato Omeya.
El ascenso abbasí y la masacre de su familia
En 749, una rebelión impulsada por los abasíes, descendientes de la familia del profeta Mahoma, cambió para siempre la historia del mundo islámico. El califa omeya Marwan II fue asesinado y, con él, cayó el último bastión de una dinastía que había gobernado con puño firme desde el año 661. El nuevo califa abasí, Abu al-Abbas al-Saffah, decidió eliminar toda posibilidad de resistencia: organizó un banquete bajo pretexto de reconciliación y allí masacró a casi todos los miembros de la familia omeya.
Abd al-Rahman fue uno de los pocos que logró escapar. Aún adolescente, presenció el asesinato de sus hermanos y familiares mientras huía a través de los palmerales de Siria. Este hecho marcaría profundamente su carácter: se convertiría no sólo en un superviviente, sino en un líder decidido a restaurar el prestigio perdido de su casa.
La huida de Abd al-Rahman
Durante años, Abd al-Rahman recorrió Palestina, Egipto y el norte de África, disfrazado y protegido por leales servidores como su liberto Badr. Este periplo no solo fue un viaje físico, sino una travesía existencial que forjó su temple y su determinación. En Qayrawán, en la actual Túnez, encontró refugio temporal, pero también nuevas amenazas: el gobernador local, al-Fihri, consideró su presencia peligrosa y trató de eliminarlo.
No le quedó otra opción que seguir huyendo. La suerte quiso que su madre perteneciera a la tribu bereber de los Nafsa, lo que le permitió encontrar asilo entre ellos. Su sangre mixta —árabe y bereber— acabaría siendo un puente entre culturas en la futura al-Andalus.
Refugio entre los Nafsa y el plan para cruzar a Hispania
Mientras se ocultaba en el Magreb, la situación en la Península Ibérica presentaba una oportunidad inesperada. Al-Andalus, provincia occidental del califato, se hallaba sumida en una profunda guerra civil, resultado del enfrentamiento entre las facciones árabes qaysíes (sirios) y yemeníes (del sur de Arabia). El emirato, dependiente de Damasco, se encontraba sin dirección clara, y su gobernador, Yusuf al-Fihri, no contaba con el respaldo unánime.
En 754, Abd al-Rahman envió a su fiel Badr en una misión exploratoria hacia la Península. El informe fue alentador: los yemeníes, recientemente derrotados y resentidos, veían con buenos ojos apoyar a un omeya que prometía restablecer el orden y hacer frente a los abusos de los qaysíes. Se preparó una expedición reducida pero decidida: veinte hombres y un pequeño barco, con rumbo a las costas del sur de Hispania.
Llegada a la Península y primeros apoyos
En el otoño del año 755, el príncipe omeya desembarcó en Almuñécar, en las costas de Granada. Era un extranjero, un «dajil» (el inmigrado), en una tierra lejana, pero su prestigio dinástico le precedía. Se trasladó a Torrox, donde comenzó a tejer alianzas con antiguos leales omeyas, jefes yemeníes y bereberes descontentos. Su causa empezó a ganar tracción.
El gobernador Yusuf al-Fihri, al enterarse de su llegada, abandonó sus campañas en el norte y regresó de urgencia a Córdoba, donde intentó sofocar la amenaza con propuestas conciliadoras. Ofreció a Abd al-Rahman dinero y la mano de su hija a cambio de que abandonara sus pretensiones. Pero el príncipe omeya, sabiendo que contaba con el apoyo de facciones clave, rechazó el acuerdo y se preparó para la guerra.
Yusuf al-Fihri y el choque de legitimidades
En un gesto audaz, Abd al-Rahman se proclamó emir independiente en Reyyo, cerca de Málaga, en marzo del año 756. Este acto fue mucho más que simbólico: significaba la ruptura definitiva con el califato abasí de Bagdad y el inicio de un proyecto soberano en el oeste islámico. Pocos meses después, marchó hacia Córdoba para enfrentarse directamente con al-Fihri.
El 15 de mayo del mismo año, en la batalla de al-Musara, Abd al-Rahman infligió una derrota decisiva al gobernador. La victoria le abrió las puertas de Córdoba, donde entró como nuevo emir de al-Andalus, con apenas veintiséis años y tras una travesía de más de cinco años desde su huida de Siria. Nacía así el emirato omeya de Córdoba, una entidad política que, bajo su liderazgo, dejaría de ser una provincia periférica para convertirse en un estado islámico autónomo y poderoso.
La conquista del poder y su consolidación política
La batalla por Córdoba
Tras su entrada triunfal en Córdoba en el año 756, Abd al-Rahman I inició una transformación profunda del territorio andalusí. La victoria sobre Yusuf al-Fihri no significaba, ni mucho menos, el final de sus problemas. El emirato estaba desgarrado por antiguas rivalidades tribales, inseguridad militar, inestabilidad política y una ausencia total de estructuras centralizadas de gobierno.
La capital, aunque simbólicamente recuperada, no fue fácil de controlar. El nuevo emir tuvo que hacer frente al descontento de sus propios aliados yemeníes, quienes esperaban el botín de guerra que, según la tradición islámica, les correspondía. Sin embargo, Abd al-Rahman, consciente del valor estratégico de la estabilidad, impidió el saqueo de Córdoba, ganándose el respeto de la población civil, pero también la enemistad de algunos de sus propios soldados.
Esta postura le costó caro. En poco tiempo, las tensiones internas se manifestaron en nuevas rebeliones, encabezadas nada menos que por los antiguos enemigos recién derrotados.
El difícil equilibrio en un emirato fragmentado
La realidad de al-Andalus en ese momento era la de un mosaico frágil: distintas etnias (árabes, bereberes, mawali), rivalidades entre facciones tribales (qaysíes contra yemeníes), y la amenaza constante del intervencionismo abasí desde Bagdad. Abd al-Rahman entendía que su autoridad tenía que consolidarse no solo con victorias militares, sino con una estrategia de reconciliación e integración.
Sin embargo, su decisión de frenar el saqueo de Córdoba alimentó un intento de asesinato por parte de los yemeníes, lo que mostró la fragilidad de sus apoyos iniciales. Mientras tanto, Yusuf al-Fihri no se daba por vencido. Logró huir a Toledo, donde reclutó nuevos seguidores, mientras que su general al-Sumayl hacía lo propio en Jaén. En un giro inesperado, ambos lograron apoderarse brevemente de Córdoba, nombrando a un hijo de al-Fihri como gobernador interino.
La reacción de Abd al-Rahman fue rápida. Recuperó la ciudad, consiguió reconstituir alianzas con sectores yemeníes y negoció una rendición favorable con sus enemigos: permitió a al-Fihri y al-Sumayl residir en Córdoba, conservando sus propiedades y cargos. Fue una maniobra inteligente y pacificadora, aunque temporal.
Rebeliones internas: al-Fihri, al-Sumayl y otros caudillos
La clemencia de Abd al-Rahman no impidió nuevas traiciones. En 758, Yusuf al-Fihri rompió su juramento de fidelidad y se levantó en armas en Mérida, encabezando un ejército de 20.000 hombres formado por bereberes y algunos yemeníes descontentos. La amenaza era seria. No obstante, el emir logró vencerlo nuevamente. Al-Fihri fue capturado y ejecutado, su cabeza expuesta en público como advertencia a futuros rebeldes. Poco después, ordenó también la ejecución de al-Sumayl, acusado de colaborar con la rebelión.
La política inicial de moderación fue reemplazada por una represión dura y ejemplarizante. Abd al-Rahman entendió que el respeto no bastaba para gobernar un territorio dividido; era necesario sembrar el temor entre quienes osaran desafiar la nueva autoridad omeya.
En los años siguientes, el emir tuvo que sofocar múltiples sublevaciones. En 761, el líder qaysí Hisam Ibn Urwa se alzó en armas en Toledo; su resistencia duró cuatro años y culminó con su crucifixión en Córdoba. En 763, otro agente de Bagdad, Ibn Mugith, se rebeló en Beja bajo la bandera negra de los abásidas. El emir lo venció en Carmona, decapitó al líder y envió su cabeza envuelta en el estandarte abásida al califa al-Mansur, que se encontraba de peregrinación en La Meca. Se dice que el califa exclamó al ver el contenido: “Gracias a Alá por colocar el mar entre nosotros y semejante demonio”.
Pactos, traiciones y represión
Abd al-Rahman tuvo que enfrentar también revueltas en Niebla, Sevilla y Alcalá de Guadaira, encabezadas por distintos caudillos yemeníes y antiguos gobernadores. Aunque muchas de estas rebeliones tenían un trasfondo político, otras —como la liderada por el bereber Saqya Abd al-Wahid entre 768 y 777— tuvieron un componente religioso radical, vinculado a supuestas descendencias del profeta Mahoma y pretendidas reformas islámicas.
La sublevación de Saqya fue especialmente difícil: se extendió por toda la meseta, desde Mérida hasta las montañas próximas a Toledo, y se prolongó durante nueve años. El líder rebelde se ocultaba en zonas montañosas y evitaba el enfrentamiento directo. Finalmente, fue traicionado por sus propios seguidores y capturado por las fuerzas leales al emir.
En cada caso, Abd al-Rahman respondió con una mezcla de firmeza militar, reorganización territorial y eliminación sistemática de sus oponentes. Su política represiva no fue gratuita: fue una estrategia bien pensada para consolidar el orden y evitar un caos que habría desintegrado el emirato.
Afianzamiento ideológico y ruptura con Bagdad
Uno de los gestos más significativos del gobierno de Abd al-Rahman I fue la ruptura simbólica y religiosa con los califas abásidas de Bagdad. En el año 757, prohibió que se mencionara el nombre del califa abásida en la oración del viernes —un acto de inmensa trascendencia en el islam político— y maldijo públicamente el estandarte negro de los abásidas.
Este gesto no solo afirmaba su independencia religiosa, sino también su legitimidad como heredero de los omeyas. Aunque nunca adoptó el título de califa, su autoridad se consolidó como la de un soberano absoluto en al-Andalus, con control sobre los asuntos religiosos, judiciales y militares.
Este proceso de legitimación también pasó por una sutil recuperación del modelo dinástico. La propaganda omeya en Córdoba comenzó a destacar su linaje, su relación con Damasco y su papel como restaurador del orden islámico frente al “usurpador” abasí.
Primeras medidas de institucionalización del poder omeya
Con las revueltas momentáneamente controladas, Abd al-Rahman comenzó a trabajar en la construcción del estado omeya en Occidente. A pesar de la escasez de recursos y la precariedad administrativa, puso las bases de una estructura política duradera, que logró sobrevivir a su muerte y que, en poco más de un siglo, desembocaría en el Califato de Córdoba.
Entre sus medidas más significativas destacan:
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El nombramiento de visires (gobernadores provinciales) leales, con autoridad local pero sujetos al emir.
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La creación de una guardia personal mercenaria, integrada por esclavos bereberes y europeos.
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La reorganización del sistema fiscal y la emisión de moneda propia, una señal de independencia económica y política.
Abd al-Rahman supo combinar la herencia omeya con la realidad compleja de al-Andalus. Su gobierno fue una mezcla de tradición oriental y adaptación pragmática al nuevo entorno occidental. El emirato, aún frágil, comenzaba a consolidarse como una potencia autónoma en el extremo occidental del mundo islámico.
Rebeliones externas, diplomacia y resistencia franca
Las campañas militares del emir
Superadas las primeras y más peligrosas rebeliones internas, Abd al-Rahman I se enfrentó en la segunda mitad de su reinado a nuevas amenazas, tanto en el interior como en las zonas fronterizas de su emirato. La pacificación total de al-Andalus no se logró de inmediato: seguían latentes viejas rencillas entre tribus, aspiraciones de caudillos locales y amenazas externas que exigían respuestas militares rápidas y contundentes.
Una de las rebeliones más duraderas y significativas fue la del líder bereber Saqya Abd al-Wahid, iniciada en 768 en la región comprendida entre Mérida y Santaver. Este maestro de escuela coránica afirmaba ser descendiente de Fátima, hija del profeta Mahoma, y se presentaba como guía religioso con legitimidad para derrocar al emir omeya. Su insurrección tenía un marcado componente religioso y mesiánico, lo que le valió el apoyo de muchas comunidades musulmanas insatisfechas.
Durante nueve años, Saqya lideró una resistencia eficaz mediante tácticas de guerrilla: evitaba los enfrentamientos directos, se refugiaba en las montañas y atacaba posiciones debilitadas. Esta sublevación fue una sangría constante de recursos para el emir: tropas, dinero y tiempo se invertían en una guerra de desgaste que desestabilizaba el centro peninsular. Finalmente, en el año 777, fue traicionado por algunos de sus propios seguidores y entregado a las tropas cordobesas. Su muerte marcó el fin del último gran foco bereber en la meseta.
Conflictos en Niebla, Sevilla y Toledo
Junto a la revuelta de Saqya, Abd al-Rahman tuvo que sofocar otros levantamientos de menor duración pero con alto impacto local. En Niebla, el yemení Said al-Matari logró tomar Sevilla y fortificarse en Alcalá de Guadaira antes de ser derrotado. Ese mismo año, Abd al-Yafar, antiguo gobernador, intentó otra sublevación en Sevilla, también sofocada sin concesiones.
Toledo, tradicional bastión de oposición, se mantuvo como uno de los focos más rebeldes del emirato. La sublevación de Hisam Ibn Urwa en 761, aunque ya tratada en la parte anterior, se prolongó hasta 765, mostrando la dificultad de controlar las ciudades más alejadas de Córdoba.
Estas campañas consolidaron la reputación del emir como un gobernante implacable pero eficaz, capaz de doblegar a sus enemigos por medio de la fuerza, la traición o la astucia política. Para muchos musulmanes de al-Andalus, fue el restaurador del orden islámico en un territorio que había vivido décadas de anarquía tras la conquista inicial.
La Marca Superior y el desafío de Carlomagno
Una de las amenazas más complejas para el emirato cordobés se fraguó en los territorios fronterizos del norte, conocidos como la Marca Superior, donde confluyen los intereses musulmanes, cristianos y francos. La región comprendía ciudades como Zaragoza, Huesca o Lérida, y era escenario constante de enfrentamientos entre líderes locales que a veces actuaban con independencia respecto al poder central.
Tras la consolidación inicial del emirato, el liberto Badr llevó a cabo una campaña en 767 que obligó al poderoso caudillo Sulayman Ibn al-Arabi al-Kalbi a abandonar Zaragoza. En 772, Sulayman aprovechó la agitación provocada por la rebelión bereber de Saqya para retomar Zaragoza y declararse independiente de Córdoba. Aunque fue rápidamente derrotado y encarcelado, logró escapar y tramar una alianza aún más peligrosa.
Alianzas entre disidentes y el emperador franco
El escenario geopolítico cambió radicalmente cuando Sulayman, junto con otros líderes yemeníes disidentes, estableció contacto con el rey franco Carlomagno, quien consolidaba su poder en el norte de Europa y buscaba expandir su influencia hacia Hispania. Los disidentes ofrecieron la entrega de Zaragoza y otras ciudades clave a cambio de apoyo militar para derrocar al emir omeya.
La oferta fue tentadora. Carlomagno, defensor del cristianismo frente al islam, vio la posibilidad de extender su control más allá de los Pirineos y debilitar a un rival político y religioso. En 778, encabezó una expedición hacia al-Andalus, ocupando primero Pamplona y luego dirigiéndose hacia Zaragoza, donde esperaba ser recibido como libertador.
Zaragoza, Pamplona y la batalla de Roncesvalles
Pero los planes fracasaron. El jefe religioso de Zaragoza, Husayn Ben Yahiya, se negó a abrir las puertas al monarca franco, temiendo su influencia religiosa y política. Carlomagno, atrapado entre una ciudad cerrada y una retaguardia incierta, se vio obligado a retirarse precipitadamente, dejando tras de sí una campaña frustrada.
La retirada resultó desastrosa. En agosto de 778, mientras cruzaba los Pirineos por el paso de Roncesvalles, sus tropas fueron emboscadas por fuerzas musulmanas y vasconas. El choque fue brutal. La “flor y nata de la caballería franca” murió en la batalla, que quedó inmortalizada siglos después en la célebre Chanson de Roland, aunque con una reinterpretación heroica y literaria de los hechos.
Para Abd al-Rahman, el fracaso de Carlomagno no solo fue una victoria militar, sino también un hito propagandístico: el emirato resistía no solo a las sublevaciones internas, sino también a la mayor potencia cristiana del continente.
La victoria militar como consolidación definitiva
La derrota de Carlomagno coincidió con el final de la revuelta de Saqya, lo que permitió al emir concentrar sus fuerzas en una ofensiva espectacular hacia el norte. En una muestra de fuerza, Abd al-Rahman sitió Zaragoza y obligó a Husayn Ben Yahiya a capitular sin condiciones. Pocos años después, cuando Husayn se volvió a rebelar, el emir no dudó: lo ejecutó sin contemplaciones.
Esta política continuó en el este peninsular: el emir ordenó la ejecución de Ayshua, hijo de Sulayman, que encabezaba la oposición yemení en los territorios catalanes. Con su muerte, el emirato logró la pacificación total de la Marca Superior. En 785, Abd al-Rahman regresó triunfal a Córdoba, habiendo logrado una de sus mayores hazañas: el control efectivo y sin oposición de todo el territorio andalusí, desde el Guadalquivir hasta el Ebro.
Córdoba como centro hegemónico de al-Andalus
La consolidación territorial y militar de Abd al-Rahman I transformó a Córdoba en la capital indiscutida de un emirato cada vez más autónomo. Su poder se extendía sobre un territorio que, aunque fragmentado en su diversidad étnica y religiosa, comenzaba a funcionar como una unidad política coherente.
El emir no sólo era el guía militar y político, sino también el representante espiritual del islam andalusí, desmarcado ya completamente del califato abasí de Oriente. Había construido un emirato fuerte, centralizado y respetado, con capacidad para resistir presiones internas y amenazas externas por igual.
La fundación del emirato omeya de Córdoba, más allá de su valor estratégico, representaba un nuevo paradigma islámico en Occidente, capaz de articular una identidad propia, con raíces sirias y bereberes, pero también con un carácter plenamente hispánico. La siguiente etapa del gobierno de Abd al-Rahman estaría marcada por la institucionalización de ese modelo.
El emir constructor, organizador y su legado duradero
La organización administrativa del emirato
Una vez pacificado el territorio, Abd al-Rahman I centró sus esfuerzos en la organización interna del emirato, convencido de que el orden militar sin estructura política duradera no bastaría para garantizar la continuidad de su obra. Aunque las fuentes históricas son escasas respecto a los detalles de su administración, los indicios muestran una notable inteligencia política y un sentido pragmático de la gobernanza.
El emir comprendió que la autoridad centralizada era imprescindible para evitar nuevas insurrecciones. Para ello, nombró a visires leales y competentes en cada provincia, dotándolos de amplias facultades pero bajo una férrea supervisión. Fortaleció también el papel de los cadíes (jueces) y comenzó a tejer una burocracia compleja, inspirada en los modelos omeyas orientales.
Este aparato administrativo implicó un aumento significativo del gasto público, lo que obligó al emir a reformar el sistema fiscal. La emisión regular de moneda cordobesa refleja un Tesoro bien gestionado y una economía suficientemente activa como para sostener al nuevo Estado. Esta base fiscal permitió mantener una red de infraestructuras, guarniciones y palacios, esenciales para proyectar el poder del emir en todo al-Andalus.
Nuevos impuestos, moneda y ejército mercenario
El reforzamiento de la estructura estatal vino acompañado por una innovación militar: la creación de un ejército mercenario permanente, formado por esclavos bereberes y europeos. Esta fuerza, entrenada y directamente vinculada al emir, actuaba como su guardia personal y como columna vertebral de sus campañas.
El reclutamiento de esclavos para funciones militares —una práctica común en el mundo islámico medieval— permitió al emir reducir la dependencia de las tribus árabes, cuyos intereses particulares tantas veces habían puesto en peligro la estabilidad del emirato. Así, el emir construía una fuerza leal únicamente a su persona, con lo que equilibraba el poder frente a las elites tribales.
Al mismo tiempo, la emisión regular de moneda de oro y plata, con inscripciones que omitían cualquier referencia al califato abasí, no sólo fortalecía la economía, sino que afirmaba simbólicamente la independencia soberana de Córdoba.
Córdoba: capital esplendorosa
La capital andalusí, aún lejos de la magnificencia que alcanzaría en siglos posteriores, comenzó su transformación bajo el mandato de Abd al-Rahman I. El emir no sólo se preocupó por la seguridad y el orden, sino también por el embellecimiento urbano y la evocación cultural de su patria oriental.
Una de sus primeras decisiones fue reconstruir las murallas de Córdoba, lo que no solo aseguraba la defensa, sino que marcaba la separación entre el nuevo centro del poder y la vieja ciudad visigótica. Además, emprendió la restauración del antiguo alcázar visigodo, al que transformó en un palacio principesco (qasr), mezcla de residencia, sede administrativa y bastión defensivo.
Inspirado por la nostalgia de su Siria natal, el emir importó frutales y plantas orientales, introduciendo el cultivo de la palmera datilera, desconocido hasta entonces en la Península. Embelleció los jardines del palacio con especies traídas del Levante, en un esfuerzo por recrear el esplendor de los palacios omeyas de Damasco.
La Gran Mezquita: símbolo de la nueva dinastía
Pero el proyecto más ambicioso y simbólico de su reinado fue la construcción de la mezquita Aljama de Córdoba, núcleo religioso y político de la nueva entidad estatal. En un gesto diplomático y negociador, Abd al-Rahman compró a la comunidad cristiana la parte que aún poseían de la antigua iglesia visigoda de San Vicente, respetando inicialmente la coexistencia entre cultos.
Poco después, la antigua iglesia fue demolida para levantar desde sus cimientos la nueva mezquita, cuya primera fase comenzó en 785. Aunque más modesta que su forma final, la obra de Abd al-Rahman estableció los elementos esenciales: el hipóstilo de columnas, la orientación hacia la Meca y el uso de elementos visigóticos reutilizados, que conferían al edificio una identidad híbrida y única.
La mezquita no era sólo un lugar de oración: era el corazón político, social y espiritual del emirato. A lo largo del tiempo, sería ampliada por sus sucesores y se convertiría en uno de los monumentos más emblemáticos del mundo islámico occidental, símbolo de un islam adaptado al entorno peninsular.
El Palacio de Rusafah: la memoria de Siria en Córdoba
Otra de las construcciones más personales del emir fue el Palacio de Rusafah, levantado en la sierra cordobesa como homenaje al palacio del mismo nombre que su abuelo Hisham había construido en Damasco. Rusafah no era sólo un retiro aristocrático, sino también un lugar de meditación, jardines, embajadas y reuniones de la corte. Allí Abd al-Rahman se retiraba en los momentos de mayor presión política, en busca de sosiego y reflexión.
Este palacio, rodeado de agua, árboles y mosaicos, sintetizaba el sueño de un exiliado: reconstruir en al-Andalus el mundo perdido de los Omeyas sirios. Era también una afirmación de identidad cultural frente al islam abasí, más austero y urbanista.
Últimos años y sucesión
Los últimos años del emir se vieron marcados por una decisión que generó una nueva crisis: en lugar de elegir como sucesor a su primogénito Abd Allah, designó a su segundo hijo, Hisam, como heredero. Esta elección, basada al parecer en criterios de carácter y capacidad, no fue aceptada pacíficamente.
A la muerte de Abd al-Rahman, el 30 de septiembre de 788, se desató una guerra civil entre los partidarios de Hisam y los de Abd Allah, que duró casi dos años. A pesar del conflicto, la obra del primer emir no se desintegró. Hisam logró imponerse y consolidar su poder, beneficiándose de una estructura de estado sólida y de una legitimidad omeya ampliamente reconocida.
La transición mostró que Abd al-Rahman no solo había conquistado el poder, sino que lo había institucionalizado, sentando las bases para una dinastía duradera.
El testamento político de Abd al-Rahman I
Abd al-Rahman I dejó un legado político claro: la creación de un emirato independiente de Bagdad, sustentado en una red de alianzas árabes y bereberes, con un ejército profesional, una administración eficaz y un fuerte simbolismo religioso y arquitectónico.
Su título de emir, en lugar de califa, refleja su prudencia política: no quiso provocar una guerra directa con los abásidas, pero tampoco aceptó subordinación espiritual. Fue un líder realista, ambicioso y profundamente hábil, capaz de adaptarse a un contexto adverso y transformarlo en un proyecto político viable.
Interpretaciones históricas y legado
Para muchos historiadores, Abd al-Rahman I representa uno de los ejemplos más brillantes de resiliencia política en la historia medieval. Pasó de ser un fugitivo solitario, huido de la masacre de su familia, a fundador de un nuevo estado islámico en Occidente.
Su figura fue reinterpretada con el paso del tiempo: los cronistas árabes lo veneraron como “al-Dajil” (el inmigrado), símbolo del exilio que construye una nueva patria; los cristianos de siglos posteriores lo temieron como el primer gran organizador del islam peninsular; los andalusíes del Califato lo mitificaron como el patriarca de su grandeza.
El emirato de Córdoba que fundó en 756 sobrevivió hasta 929, cuando su descendiente Abd al-Rahman III proclamó el califato independiente. La memoria de su antepasado fue invocada para legitimar ese nuevo paso. Su obra había echado raíces tan profundas que resistirían siglos de desafíos, invasiones y cambios.
Memoria omeya en la historia de al-Andalus
El legado de Abd al-Rahman I perdura no solo en la arquitectura o la historia política, sino también en la cultura compartida de al-Andalus, ese espacio híbrido donde convivieron, con tensiones y encuentros, árabes, bereberes, hispano-visigodos, judíos y cristianos. Fue él quien plantó las primeras semillas de esa identidad singular, ni completamente oriental ni occidental, sino profundamente andalusí.
Su vida, cruzada por la pérdida, el exilio, la guerra y la reconstrucción, es también la metáfora fundacional de un mundo nuevo: un imperio nacido en la diáspora, pero con raíces capaces de sostener siglos de historia.
MCN Biografías, 2025. "Abd al-Rahman I (731–788): El príncipe omeya que fundó un nuevo imperio en Occidente". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/abd-al-rahman-i [consulta: 17 de octubre de 2025].