Ana Francisca Abarca de Bolea (ca. 1602–1685): Una Monja Cisterciense que Desafió las Convenciones Literarias del Siglo de Oro

Ana Francisca Abarca de Bolea (ca. 1602–1685): Una Monja Cisterciense que Desafió las Convenciones Literarias del Siglo de Oro
Orígenes y Formación Religiosa (ca.1602-1624)
A principios del siglo XVII, España se encontraba inmersa en una serie de transformaciones sociales, culturales y religiosas que marcarían el Siglo de Oro. La monarquía de los Habsburgo gobernaba en una época de consolidación territorial, pero también de crisis económica y militar. La sociedad española, profundamente marcada por el catolicismo, vivía una tensión entre el esplendor artístico y la conflictividad política y social, especialmente en regiones como Aragón.
En este contexto, la figura femenina aún estaba recluida en los márgenes de la vida pública, relegada en su mayoría a los roles domésticos y religiosos. Sin embargo, en el seno de ciertos conventos, como el Cisterciense de Casbas, las mujeres comenzaron a mostrar una notable capacidad intelectual y literaria. Ana Francisca Abarca de Bolea nació en Zaragoza, en el seno de una familia noble aragonesa, el 19 de abril de 1602. La joven fue, desde su nacimiento, una figura destinada a la vida religiosa, tal como lo dictaba el contexto social y familiar de la época.
Orígenes familiares
La familia Abarca de Bolea pertenecía a la alta nobleza aragonesa, y su mansión solariega se encontraba frente a la iglesia de San Felipe en Zaragoza. Este entorno privilegiado no impidió que Ana Francisca, desde una edad temprana, fuera entregada a las monjas cistercienses del monasterio de Casbas, en las montañas de Huesca, para su educación. En sus primeros años de vida, apenas tuvo contacto con sus padres, los cuales la encomendaron a la vida religiosa. La familia Abarca de Bolea se distanció, como era común en su tiempo, de las tareas de crianza y se centró en su papel social y político, lo que dejó a Ana Francisca bajo la tutela del monasterio.
A pesar de la aparente falta de contacto con sus progenitores, la joven Ana tuvo la suerte de mantener algunas relaciones familiares cercanas, especialmente con sus hermanas, quienes la visitaban en el convento. Además, fue testigo de la llegada de su sobrina, quien posteriormente profesó en el mismo convento, lo que trajo consuelo y compañía en sus últimos años.
Destinada a la vida religiosa
Con solo tres años, Ana Francisca fue encomendada al convento, cumpliendo con la tradición de su familia y su estatus social. La vida en el monasterio la formó desde muy pequeña, pero también la apartó de los estímulos externos. La educación que recibió en las murallas del convento fue rigurosa, marcada por un aprendizaje intensivo en las artes y las ciencias, y las tradiciones religiosas. Ana Francisca pasó su infancia y juventud bajo la guía de las monjas, quienes le impartieron no solo formación espiritual, sino también conocimientos literarios y humanísticos.
En 1624, a los 22 años, Ana Francisca tomó los hábitos y se unió solemnemente a la Orden Cisterciense, tomando el nombre religioso de «Francisca Bernarda». Este acto de devoción selló su destino y su vida en el convento de Casbas, un entorno aislado pero fértil para la reflexión y la producción intelectual. Esta profunda dedicación a la vida religiosa no impidió que mantuviera un fuerte impulso hacia la literatura, algo que sería una constante en su existencia.
Formación intelectual
A lo largo de su vida en el convento, Ana Francisca desarrolló una formación intelectual sólida, un raro privilegio para las mujeres de su tiempo. Su entorno, alejado de las grandes ciudades literarias, no limitó su acceso al conocimiento. De hecho, estuvo en contacto con algunos de los más destacados intelectuales y eruditos aragoneses de la época, como Juan Francisco Andrés de Uztarroz, el cronista del Reino de Aragón, y Vicente Juan de Lastanosa, un renombrado anticuario y escritor de Huesca. A través de estas relaciones, Ana Francisca pudo mantenerse al tanto de las corrientes literarias de la época, particularmente de la obra de Luis de Góngora, uno de los máximos exponentes del culteranismo o gongorismo.
Aunque su vida en el convento la mantenía alejada de los círculos literarios de las grandes ciudades españolas, su contacto con los intelectuales aragoneses le permitió conocer de primera mano los avances literarios del Siglo de Oro, especialmente aquellos influenciados por el estilo de Góngora. Esta formación y sus interacciones con los sabios de su tiempo no solo le ofrecieron una educación académica robusta, sino que también encendieron su pasión por las letras. Ana Francisca empezó a desarrollar sus habilidades como poetisa y narradora, una faceta que se fortalecería con el paso de los años, posicionándola entre las primeras novelistas de la literatura hispánica.
Aunque su vida transcurrió dentro del convento, Ana Francisca nunca fue completamente ajena al panorama literario que se desarrollaba fuera de su comunidad. Su vocación literaria se nutrió de las corrientes estéticas de su tiempo, sin dejar de lado su formación religiosa. En este sentido, la monja cisterciense fue un claro ejemplo de cómo la vida religiosa y la intelectualidad podían converger, desafiando las convenciones de su época.
Desarrollo Literario y Religioso (1624–1679)
Profesión y vida en el convento
Una vez que Ana Francisca Abarca de Bolea ingresó formalmente a la vida religiosa en 1624, adoptando el nombre de Francisca Bernarda, su vida estuvo marcada por la dedicación absoluta a los votos monásticos. Como monja cisterciense, asumió las responsabilidades propias del convento, trabajando en la educación y en la administración interna del monasterio, pero también se entregó de manera intensiva al cultivo de su vida espiritual y literaria. Durante las décadas siguientes, su existencia se centró casi exclusivamente en las tareas cotidianas del convento, en los rezos y en la meditación, pero, a la vez, su pasión por las letras siguió desarrollándose en paralelo.
A lo largo de su vida, Ana Francisca fue una monja profundamente comprometida con su comunidad. A pesar de las estrictas normas del convento, que limitaban el contacto con el mundo exterior, encontró tiempo para explorar sus intereses intelectuales, especialmente en la poesía y la prosa. Su vida religiosa no se limitó solo a la rutina de rezos y trabajo; su implicación intelectual y su cultura literaria fueron más allá de lo esperado para una mujer en ese contexto.
En 1672, cuando ya se encontraba en la madurez de su vida, fue elegida madre abadesa del convento de Casbas, un cargo que ocupó durante los cuatro años siguientes (1672–1676). Durante su mandato, tuvo que afrontar los desafíos inherentes a la gestión de una comunidad religiosa, pero al mismo tiempo, su posición le permitió una mayor autonomía para continuar con sus estudios y la producción literaria. Aunque su liderazgo fue marcado por la autoridad y la obediencia a las reglas monásticas, Ana Francisca nunca dejó de lado su profundo amor por la literatura.
Formación y desarrollo literario
El desarrollo literario de Ana Francisca Abarca de Bolea fue una consecuencia natural de su formación intelectual y su entorno privilegiado dentro del convento. Desde su juventud, estuvo muy influenciada por los pensamientos de los eruditos aragoneses que conoció, especialmente por las figuras de Juan Francisco Andrés de Uztarroz y Vicente Juan de Lastanosa. A través de estos vínculos, la monja fue capaz de adentrarse en los círculos literarios de la época, aunque de manera indirecta. Fue especialmente a través de Uztarroz, admirador y comentarista de Luis de Góngora, como Ana Francisca comenzó a asimilar el estilo de este gran poeta. Góngora había inaugurado una nueva estética literaria en la poesía española, el culteranismo o gongorismo, caracterizado por un lenguaje elaborado y rico en metáforas y símbolos.
Este tipo de poesía gongorina tuvo una profunda influencia en la producción poética de Ana Francisca, cuya obra se destacó por el dominio del verso culto, con un estilo refinado y una compleja estructura lingüística. Sin embargo, en sus escritos, la monja no se limitó a la imitación de Góngora; supo incorporar su propio sello personal, suavizando los excesos culteranos y enriqueciéndolos con una sensibilidad más accesible.
A lo largo de su vida, Ana Francisca también mantuvo una relación epistolar fructífera con Baltasar Gracián, uno de los más grandes pensadores del Siglo de Oro español. A través de Gracián, la monja pudo conocer una vasta cantidad de ideas filosóficas y literarias, lo que le permitió desarrollar un enfoque original de la literatura, fusionando la narrativa religiosa y la pastoril con el estilo más culto del Barroco.
Además de la poesía, Ana Francisca escribió varios textos narrativos que la posicionaron como una de las primeras novelistas en lengua española. Su obra más destacada en este ámbito fue Vigilia y Octavario de San Juan Bautista (1679), una novela pastoril que se considera la última de su género dentro de la literatura española del Siglo de Oro. Este texto se distingue no solo por su estilo literario refinado, sino por la integración de elementos religiosos que la convierten en una obra «religioso-pastoril» o incluso «a lo divino». En ella, la autora combina la idealización pastoral tradicional con una visión mística y espiritual, reflejando su profunda devoción religiosa.
Estilo y características literarias
El estilo de Ana Francisca Abarca de Bolea fue una amalgama de influencias literarias que dominaban en su época, especialmente el gongorismo. La monja cisterciense empleó una prosa sofisticada, cargada de recursos poéticos, y su obra refleja una gran destreza con el verso. En particular, la novela Vigilia y Octavario de San Juan Bautista se caracteriza por el uso de liras, sonetos y otros recursos poéticos, lo que la coloca como una obra híbrida entre la prosa narrativa y la poesía lírica.
Por otro lado, su obra no se limitó a los géneros pastoriles. Ana Francisca también incursionó en la producción de textos hagiográficos, donde se exalta la vida de figuras religiosas de la Orden Cisterciense, como en Catorce vidas de santas de la Orden del Císter (1655). En estos textos, la autora seguía los preceptos de la tradición religiosa, pero también lo hacía con una voz propia que, a pesar de las estrictas convenciones de la época, le permitía incorporar matices personales en sus narraciones.
Es particularmente interesante cómo, a pesar de vivir aislada en un convento, Ana Francisca estaba muy al tanto de las tendencias literarias que se desarrollaban fuera de su comunidad. En su obra, las influencias de autores como Luis de Góngora y Baltasar Gracián no son solo evidentes, sino que se mezclan con sus propias observaciones sobre la espiritualidad y el contexto religioso que vivía, haciendo que su obra tuviera un sabor único dentro del Barroco español.
Últimos Años y Legado Literario (1679–1685)
Últimos años de vida y contribuciones religiosas
Al llegar a sus últimos años, Ana Francisca Abarca de Bolea continuó su vida dedicada al convento de Casbas, donde ya ocupaba el cargo de madre abadesa entre 1672 y 1676. Aunque su mandato fue breve, fue fundamental en la organización y bienestar de la comunidad monacal. En sus últimos años, la monja cisterciense mantuvo su vida centrada en la devoción religiosa y el cuidado espiritual de sus hermanas, pero también continuó desarrollando su faceta literaria, ya no tanto con nuevas publicaciones, sino en la creación de textos más íntimos y personales.
A pesar de estar profundamente comprometida con su orden religiosa, nunca abandonó por completo su pasión por la literatura. En su retiro final, rodeada de libros y documentos, se dedicó a escribir varios textos hagiográficos sobre las figuras más significativas de la Orden del Císter, como Vida de la gloriosa Santa Susana (1671) y Historia del aparecimiento y milagros de Nuestra Señora de Gloria. Estos escritos muestran el lado devocional de su obra, que se centraba en la veneración de las santas y los mártires que representaban los ideales cistercienses. Es evidente que su obra literaria no solo tenía una finalidad estética, sino también pedagógica y espiritual.
La monja cisterciense murió en 1685 en el monasterio de Casbas, donde vivió prácticamente toda su vida. Aunque su legado inmediato no fue ampliamente reconocido en su tiempo, su contribución a la literatura y su dedicación a la vida religiosa dejaron una marca duradera en la historia del pensamiento y la cultura del Siglo de Oro español.
Legado literario
El legado de Ana Francisca Abarca de Bolea no se limita a su extensa producción literaria, sino también a su papel como pionera en la literatura femenina del Siglo de Oro. Como una de las primeras novelistas de la lengua española, su obra Vigilia y Octavario de San Juan Bautista se erige como uno de los últimos exponentes de la novela pastoril en la literatura áurea. A pesar de ser un género que se encontraba en declive, Ana Francisca lo revitalizó, integrando elementos religiosos y místicos en una forma narrativa que reflejaba la fusión de su vida conventual con su pasión literaria.
La novela, que transcurre en el Moncayo, su tierra natal, también tiene un fuerte componente geográfico y cultural que da cuenta del amor que la autora sentía por su región aragonesa. Este sentido de pertenencia se refleja en su uso del dialecto somontano, una variante local del aragonés, en varias de sus composiciones poéticas menores. Este detalle no solo muestra su afinidad con las costumbres de su tierra, sino también su habilidad para integrar elementos locales en su obra literaria.
Más allá de la novela, Ana Francisca dejó una huella importante en la poesía. Sus versos, aunque dispersos en varias obras, han perdurado por su belleza y su capacidad para capturar la esencia de su época. Sus composiciones, como la «Décima a un jazmín» o el soneto a la muerte de Baltasar Carlos, nos ofrecen una ventana a su alma literaria, que se mueve con facilidad entre lo divino y lo terrenal, lo estético y lo místico.
Revalorización de su obra
El reconocimiento de la importancia de Ana Francisca Abarca de Bolea como autora y figura literaria llegó de manera tardía. En su tiempo, su obra fue apreciada en círculos intelectuales selectos, especialmente entre sus compañeros de la intelectualidad aragonesa. Sin embargo, su legado fue opacado por las figuras más prominentes del Siglo de Oro, como los grandes poetas y novelistas de la Corte.
Fue solo con el paso del tiempo, especialmente en el siglo XX y XXI, cuando estudios literarios comenzaron a poner en valor su obra y su impacto en la literatura barroca. Su inclusión en antologías de escritoras del Siglo de Oro y la publicación de ediciones críticas de sus obras, como Vigilia y Octavario de San Juan Bautista, ha permitido a las nuevas generaciones de lectores y estudiosos redescubrir su obra.
La figura de Ana Francisca es ahora vista como un modelo de la escritura femenina en un contexto donde las mujeres escritoras a menudo fueron marginadas. Su capacidad para fusionar su devoción religiosa con su vocación literaria y su exploración de los géneros pastoril y religioso ha sido objeto de admiración en los estudios contemporáneos. A su vez, la riqueza estilística de su obra, marcada por la influencia de Góngora y Gracián, pero también por su voz personal y su adaptación de los géneros a su visión espiritual, la coloca como una de las autoras más interesantes del Siglo de Oro.
En la actualidad, su obra sigue siendo una fuente de estudio para aquellos interesados en la literatura barroca, las escritoras de la época y la evolución del género pastoril. Además, su lugar en la historia de la literatura española es cada vez más reconocido, no solo por su destreza como poetisa, sino también por su innovadora contribución a la narrativa de su tiempo.
MCN Biografías, 2025. "Ana Francisca Abarca de Bolea (ca. 1602–1685): Una Monja Cisterciense que Desafió las Convenciones Literarias del Siglo de Oro". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/abarca-de-bolea-ana-francisca [consulta: 28 de septiembre de 2025].