Romero Martínez, Pedro (1754-1839)
Matador de toros español, nacido en Ronda (Málaga) el 19 de noviembre de 1754, y muerto en su lugar de origen el 10 de febrero de 1839.
La primera ventaja con la que contó Pedro Romero para convertirse, andando el tiempo, en uno de los toreros más grandes de la historia de la Tauromaquia, fue el nacer en el seno de una dinastía taurina, tal vez la principal en el Siglo de las Luces y, sin duda, una de las cimeras en el toreo español de todos los tiempos. El fundador de esta brillante saga de toreros fue Francisco Romero, cuya destreza mereció la atención de don Nicolás Fernández de Moratín, quien, en su Carta histórica sobre el origen y progreso de las fiestas de toros en España, dijo de él que «fue de los primeros que perfeccionaron este arte, usando de la muletilla, esperando al toro cara a cara y a pie firme, y matándole cuerpo a cuerpo«. Su hijo Juan Romero -que fue durante algunos años en la cuadrilla de su padre como segundo espada, para convertirse luego en un matador de toros muy considerado por la afición madrileña- tuvo, a su vez, cuatro hijos que heredaron la vocación del padre y del abuelo: José, Pedro, Gaspar y Antonio Romero.
Pedro despreció pronto el oficio familiar de calafate (casi todos los Romero fueron, antes que matadores de toros, carpinteros navales) y, como había hecho su padre en la cuadrilla de su abuelo, se «enroló» de segundo espada entre los subalternos de Juan, donde aprendió el abecé del oficio taurino. A juzgar por lo que cuentan los historiadores de la Tauromaquia del siglo XVIII, parece ser que a Pedro Romero le vino muy bien esta fase de aprendizaje en la cuadrilla paterna, ya que hasta entonces había estado poco afortunado con los novillos que, en contra de la expresa prohibición de su madre, había lidiado aprovechando las ausencias de su progenitor. El cual, en uno de sus retornos a Ronda después de haber concluido la temporada en Madrid, viendo que la afición de Pedro no habría de desaparecer por muchas prohibiciones de torear que se le impusieran, determinó que el muchacho siguiera su oficio y decidió -como ya se ha apuntado más arriba- llevarlo en su cuadrilla.
En la plaza de toros de su pueblo, Pedro Romero, aleccionado por su padre, mató varios novillos en diferentes ocasiones, entre las que destaca una en la que estoqueó él solo los seis toros del encierro. En aquella jornada resultó cogido Juan, a consecuencia de un quite que hizo a su hijo cuando éste, con juvenil temeridad, se hallaba expuesto a un grave peligro. A través de este y de otros lances similares, Pedro fue adquiriendo unos fundamentos técnicos que, unidos a su desmesurado valor y a su natural conocimiento del comportamiento de las reses, le fueron consolidando como el torero más preparado de su tiempo.
En Jerez de la Frontera, y todavía en calidad de subalterno de su padre, Pedro Romero participó por vez primera en un festejo con picadores. Contaba, a la sazón, con diecisiete años, y a tan temprana edad ya apetecía gobernar en solitario el timón de su carrera y pisar la arena de las principales plazas del país. Parece ser que se presentó por vez primera en Sevilla en 1772, donde alternó con Manuel Palomo y Antonio Albano la muerte de ochenta y seis toros que fueron lidiados en tan sólo cuatro días (por aquel entonces, la afición se complacía en dedicar a la fiesta de los toros jornadas enteras, divididas en sesiones matinales, vespertinas y, en señaladas ocasiones, también nocturnas).
La primera noticia de su presentación en Madrid data del 8 de mayo de 1775, día en que se lidiaron dieciocho toros de don Miguel Gijón, a beneficio -según rezaban los carteles- «de los Reales Hospitales General y de la Pasión, para que sus productos [los beneficios de la corrida] se inviertan en la curación y asistencia de los pobres enfermos de ellos«. Al paso que se descubre, una vez más, la extraordinaria acción benéfica que en todos los tiempos han desempeñado los festejos taurinos en España, se debe admirar también en estos carteles la gallardía, disposición y generosidad de un Pedro Romero que, a sus veintiún años, se ofrece para estoquear cuatro toros, «deseoso de agradar al Público, imitando AL REFERIDO JUAN, SU PADRE, que ha logrado la fortuna de complacerle muchos años«. En el transcurso de la referida corrida, los Romero tuvieron ocasión de alternar en el ruedo madrileño con otro de los genios de la Tauromaquia del Siglo de las Luces, Joaquín Rodríguez, «Costillares». Éste fue el creador de una suerte de entrar a matar denominada, por aquel entonces, vuelapiés, cuya novedad radicaba -básicamente- en que, en el momento de la ejecución, el matador había de echarse encima del toro, en lugar de quedarse quieto, citarlo, y recibirlo con la tradicional estocada. El volapié, nacido como un recurso destinado únicamente a acabar con aquellos toros que, de puro mansos y parados, no se arrancaban en pos del espada que pretendía recibirlos, se convirtió pronto en la suerte más utilizada para despenar a las reses bravas, ya que entrañaba menos riesgos que la tremenda autenticidad de matar recibiendo. Pedro Romero, que en su dilatada y exitosa carrera profesional despachó más de cinco mil quinientos astados de cualquier trapío, bravura y comportamiento, llevó a gala hasta el final de sus días el no haber tenido que recurrir nunca a lo que él consideraba una perversión del toreo en aquel trance en que su pureza tiene que ser más preservada que nunca, es decir, en la hora de la verdad o suerte suprema.
El éxito de Pedro (que, en 1776, mató doscientos cincuenta y ocho toros, recorrió quinientas catorce leguas -cerca de tres mil kilómetros- y ganó casi cien mil reales) fue eclipsando rápidamente el toreo de sus familiares, a la par que engrandecía, por el afán de superación que impone la rivalidad con el número uno, la de sus dos rivales más destacados: el susodicho «Costillares», y José Delgado Guerra, «Pepe-Hillo». Los tres fueron buenos amigos fuera de los cosos, pero también rivales enconadísimos en cuanto se encontraban sobre la arena de cualquier plaza. En Cádiz, en 1778, «Pepe-Hillo» y Romero protagonizaron un duelo que pasa por ser uno de los más famosos de la historia del toreo. El sevillano y el rondeño competían sañudamente ante la afición gaditana para que esta determinara quién de los dos mataba con mayor arrojo y eficacia; llegada la hora de la verdad, «Pepe-Hillo», que contaba en dicha plaza con una auténtica legión de partidarios, arrojó al suelo la muleta y citó a recibir con el sombrero castoreño que, a la sazón, hacia las veces de montera. Al ver la suerte tan admirablemente ejecutada, Romero respondió citando con una pequeña peineta al toro que le correspondía matar, que cayó fulminado por el certerísimo estoconazo del maestro. A la postre, tuvo que intervenir la autoridad para impedir que ambos espadas continuasen haciendo alardes de temeridad en el momento de ejecutar la suerte suprema, porque se temía que el pique no habría de concluir hasta que no cayera malherido uno cualquiera de ellos.
Lances de esta índole fueron dibujando alrededor de Pedro Romero una aureola de torero mítico, definitivamente consolidada cuando, una vez retirado para siempre de los ruedos, se reparó en que jamás había sufrido un percance de gravedad. Dicha retirada, prevista en principio para 1794, se demoró hasta 1799, porque el gran torero no soportaba el vivir alejado de los ruedos. De ahí que, en 1830, cuando ya estaba muy viejo para cualquier actividad taurina, solicitara la dirección de la recién creada Escuela de Tauromaquia de Sevilla (innecesaria institución que creó el ominoso Fernando VII para burlarse, entre otras muchas cosas, de las universidades españolas, cerradas por un infame decreto suyo aquel mismo año). Romero obtuvo el cargo que solicitó -promovido, en un principio, para el buen torero chiclanero Jerónimo José Cándido, que había sido discípulo del maestro rondeño-, y desempeñó muy eficientemente todos los ingratos cometidos que le exigía un proyecto marcado con el signo del fracaso desde que fue concebido.
Es fama que el viejo Pedro Romero conservó su temperamento y sus bríos juveniles hasta bien entrado en la ancianidad, y que llegó a matar un toro cuando ya había cumplido los setenta años. Murió en Ronda, en 1839, sin haber visto mermadas sus fuerzas colosales ni haber sentido los rigores de la vejez.
Bibliografía.
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-CABRERA BONET, R. y ARTIGAS, M.T. Los toros en la prensa madrileña del siglo XVIII. (Madrid: Instituto de Estudios Madrileños, 1991).
-GONZÁLEZ ACEBAL, Edmundo. Hillo y Romero. (Reflexiones sobre los estilos del toreo). (Madrid: Los de josé y Juan, 1962).