Joyce, James (1882-1941).


James Joyce.

Poeta y narrador irlandés, nacido en Dublín el 2 de febrero de 1882 y fallecido en Zürich (Suiza) el 13 de enero de 1941. Autor de una de las obras maestras de la literatura universal, la novela Ulysses (Ulises, 1922), está considerado como el escritor que -junto al francés Marcel Proust y su obra A la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido, 1913-1927)- mayor influencia ha ejercido en la prosa de ficción del siglo XX.

Vida

Nacido en el seno de una familia acomodada fuertemente marcada por el catolicismo y el nacionalismo, fue el primogénito de la extensa prole de John Stanislaus Joyce -funcionario que dirigía una oficina de recaudación de impuestos- y Mary Jane Murray -natural del condado irlandés de Longford e hija de un próspero comerciante de vinos-. A pesar de las numerosas bocas que tenía que alimentar, John Stanislaus Joyce vivía con holgura merced a su ventajoso empleo en la Administración, y gozaba de enorme popularidad en Dublín por sus excelentes dotes para el canto (estaba reputado como uno de los mejores tenores aficionados de Irlanda).

El pequeño James heredó, en parte, la buena voz de su padre, pero también sus inquietudes artísticas y sus desvelos nacionalistas; y así, cuando sólo contaba nueve años de edad se reveló ya como un prometedor escritor merced a un panfleto que redactó en defensa del malogrado político irlandés Charles Stewart Parnell (1846-1891), acérrimo partidario de la Home Rule (gobierno autónomo de Irlanda), cuya carrera había declinado aceleradamente a raíz del descubrimiento de las relaciones amorosas que mantenía con la esposa de William O’Shea, otro líder nacionalista. La agitación política que vivió toda Irlanda durante este episodio, que amenazó con desvincular por vez primera el nacionalismo y el catolicismo (pues la jerarquía eclesiástica desaprobó el divorcio de la mujer de O’Shea y su posterior enlace conyugal con Parnell), llegó a calar muy hondo en el espíritu del jovencísimo James Joyce, hasta el extremo de impulsarle a redactar ese panfleto que emocionó y entusiasmó a su progenitor, quien lo hizo imprimir bajo un nombre falso y lo distribuyó por todo Dublín.

La formación académica del adolescente Joyce pasó, necesariamente, por la enseñanza religiosa. Matriculado en el colegio jesuita de Clongowes Wood, se sintió poderosamente atraído por el ejemplo espiritual e intelectual de los padres de la Compañía de Jesús, y llegó experimentar una fugaz vocación sacerdotal que pronto se desvaneció entre las inquietudes de su talante rebelde; a pesar de ello, el propio autor habría de reconocer, años después, la poderosa influencia que habían dejado en su formación los padres jesuitas, sobre todo en la capacidad que adquirió junto a ellos para «reunir un material, ordenarlo y presentarlo» (incluso una parte de la crítica ha señalado la condición de «examen de conciencia jesuítico» que presenta el Ulises, en la medida en que puede leerse como un autoanálisis en el que uno mismo asume la acusación y la culpa).

Ingresó luego -merced a una beca que le consiguió el Padre Conmee, un jesuita al que Joyce haría reaparecer en su obra convertido en personaje del Ulises- en otro prestigioso centro docente de la Compañía de Jesús, el colegio Belvedere, en donde concluyó su educación secundaria. Ya en plena juventud, se matriculó en el no menos célebre University College de Dublín, en cuya Facultad de Artes y Letras comenzó a dar muestras fehacientes de esa acusada vocación literaria que habría de acompañarle durante el resto de su vida. Pronto se dio a conocer como poeta entre sus maestros y compañeros, aunque, por aquel entonces, nadie atisbó en él al genio universal destinado a escribir el Ulises (en un registro posterior del University College, una mano anónima dejó anotado que «durante sus días de estudiante, James Joyce no fue tomado en serio. Se sabía que poseía un talento misterioso, pero ninguno de los alumnos hubiera pensado que estuviese destinado a lograr una fama casi universal«). A pesar de este desdén inicial hacia sus escritos primerizos, el joven Joyce demostró bien pronto su extraordinaria sensibilidad literaria y su singularísima personalidad, que le empujaban a mostrarse muy solitario y celoso de su independencia, como si intuyera que el resto de sus compañeros no estaba a su altura; y así, fue el único estudiante de la Facultad de Artes que se negó a subscribir una carta de protesta dirigida contra el drama The Countless Cathleen (La condesa Catalina, de 1892, aunque representado por vez primera en 1899), obra del poeta y dramaturgo irlandés William Butler Yeats (1865-1939), que había causado un ruidoso escándalo porque su protagonista vendía el alma al diablo a cambio de la salvación de Irlanda. Con detalles como éste, Joyce subrayó su independencia y su precoz madurez intelectual, puesta de manifiesto también en el ensayo que, acerca de la obra de Ibsen (1828-1906), publicó en la Fortnightly Review cuando sólo contaba diecisiete años de edad; Ibsen era, por aquel entonces, el escritor predilecto del joven Joyce, y tanta devoción llegó a sentir por su obra que aprendió noruego para poder leerla en su versión original y mantener una relación epistolar con el ya anciano dramaturgo nórdico (quien había enviado a Joyce una carta de agradecimiento por su artículo). Además, su prematura pasión por la literatura le impulsó a zambullirse sin miedo en las obras de otros grandes clásicos universales como Aristóteles (ca. 384-ca. 322 a.C.), santo Tomás de Aquino (1221-1274), Dante Alighieri (1265-1321) y los poetas isabelinos del barroco inglés, al tiempo que mostraba su asombrosa facilidad para el aprendizaje de idiomas y su vivo interés por algunas disciplinas filológicas como la lingüística comparada. Pero su gran pasión literaria de aquellos años seguía siendo el teatro y todo lo que rodeaba al Arte de Talía: en 1901, con tan sólo diecinueve años de edad, escribió, en colaboración con otros estudiantes, The Day of Rabblement, un inflamado panfleto en el que arremetía con saña contra el Irish National Theatre (el Teatro Nacional de Irlanda, una de las banderas visibles del nacionalismo) y proponía desviar los presupuestos que le venían manteniendo hacia el montaje, en los escenarios irlandeses, de las obras maestras del teatro europeo.

Durante aquellos años de estudiante en el University College de Dublín, James Joyce comenzó a distinguirse por su aire severo y displicente, acentuado por su elevada estatura y su extrema delgadez, su rostro siempre serio y la frialdad de su mirada. Solía caminar apoyándose en un bastón de fresno, y apenas conversaba con sus compañeros y profesores, lo que le acarreó una justificada fama de arrogante, bien puesta de relieve por el propio autor dublinés cuando, en el mismo centro de enseñanza superior en que estaba matriculado, tuvo ocasión de conversar con el susodicho Yeats. Comoquiera que el ya consagrado poeta y dramaturgo inglés -que habría de ser distinguido con el Premio Nobel en 1925, galardón que fue sistemáticamente negado por la Academia Sueca al padre del Ulises- superaba la edad de Joyce en casi un cuarto de siglo, éste se dirigió al autor de The Countless Cathleen con las siguientes palabras: «Nos hemos conocido demasiado tarde: es Vd. muy viejo para ser influido por mí«.

A pesar de esta seguridad en su sobreafirmada personalidad, en sus conocimientos humanísticos y en su capacidad crítica y creativa, tras obtener en 1902 el título de «Bachelor of Arts» (algo así como «Licenciado en Letras») James Joyce se sintió profundamente decepcionado por la carrera que había elegido y culminado, y decidió emprender otros estudios superiores mucho más prácticos, capaces de producir beneficios sociales y, sobre todo, materiales (debía ir pensando en mantenerse por su cuenta). Así las cosas, con el vago pretexto de cursar la carrera de Medicina en la Universidad de la Sorbona, en el otoño de 1902 se instaló en París, donde enseguida conoció las dificultades de la materia que pretendía estudiar y, asumiendo su fracaso, regresó de inmediato a Irlanda. Pero la vida en casa de sus padres -alrededor de una familia de diecisiete miembros, en la que los problemas económicos ya se habían dejado notar desde hacía algunos años- se le hacía insoportable, por lo que a finales de aquel año de 1902 volvió a París y permaneció por espacio de ocho meses en la capital francesa, más ocupado en la composición de poemas que en el estudio de los manuales de la Ciencia de Hipócrates. Sin disponer apenas de medios para subsistir -malvivía del producto de algunas colaboraciones periodísticas, y de impartir clases particulares de lengua inglesa-, comenzó entonces a experimentar esas dificultades económicas que habrían de acompañarle, a partir de entonces, hasta el término de sus días, tanto más dolorosas en la medida en que, durante su infancia y adolescencia, no había pasado privación alguna, por lo que no estaba acostumbrado a la escasez y las estrecheces.

Deambulando noche y día por las calles de la capital gala, Joyce tuvo ocasión de conocer a algunos escritores irlandeses que, a la sazón, estaban afincados a las orillas del Sena, como el gran dramaturgo de Rathfarnham (Dublín) John Millington Synge (1871-1909), quien pronto le honró con su amistad y llegó a permitirle que leyera el manuscrito original de su recién concluida pieza Riders to the Sea (Jinetes hacia el mar), estrenada en 1904 en Dublín con gran éxito de crítica y público. Pero su fecundo vagabundeo por París concluyó trágicamente en el verano de 1903, cuando el joven escritor hubo de regresar con precipitación a Irlanda tras haber recibido un telegrama en el que se le anunciaba el inminente fallecimiento de su madre, mortalmente afectada por una dolencia incurable (cáncer de hígado).

A partir de la muerte de Mary Jean Murray (sobrevenida en agosto de 1903), la familia entera empezó a pasar calamidades económicas, por lo que Joyce se vio forzado a buscarse un empleo que le asegurase la subsistencia. Fue así como empezó a ganarse la vida como profesor en la escuela de Clifton, actividad laboral que compaginaba con sus todavía no definitivamente interrumpidos estudios de Medicina, y con su por aquel entonces intensa dedicación a la escritura creativa, que arrojó por fruto algunos de los quince relatos que, al cabo de una década, habría de dar a la imprenta en el volumen recopilatorio titulado Dubliners (Dublineses, 1914). No le resultó complicado «reunir un material, ordenarlo y presentarlo» -como hubieran dicho sus antiguos profesores jesuitas- para elaborar estos cuentos en los que reflejaba a la perfección las formas de vida y la idiosincrasia de sus convecinos, ya que, por aquel entonces, después de haber abandonado definitivamente la casa paterna, se había entregado a una azarosa y disoluta vida bohemia que, en compañía de sus camaradas de estudios, le convirtió en un parroquiano asiduo en casi todos los burdeles y las tabernas de Dublín. Comoquiera que gastaba más de lo que ingresaba como maestro de escuela -oficio que, en las condiciones en que vivía, no pudo durarle más de cuatro meses-, se vio forzado a pedir dinero prestado y a vestir las ropas usadas con que le socorrían sus compañeros de estudios diurnos y correrías noctámbulas; no obstante, dentro de este desorden disipado y bohemio conservó intactas sus facultades creativas, y durante esta fase casi mendicante de su juventud comenzó a escribir otra de sus célebres narraciones, concebida previamente como un ensayo y titulada, a la postre, A portrait of the artist as a young man (Retrato del artista adolescente, 1917).

A finales de la primavera de aquel intenso año de 1904, James Joyce conoció en una calle de Dublín a Norah Joseph Barnacle (hija de Thomas Barnacle y de Ann Healy), una inculta criada de hotel de la que se enamoró instantáneamente y a la que habría de permanecer unido durante el resto de sus días. Esta pasión fulminante y desbordada le empezó a apartar de las cantinas y los lupanares que con tanta asiduidad venía visitando, aunque no tan radicalmente como para dejar de protagonizar algunos episodios bohemios y rocambolescos que habrían de ser decisivos en su vida y en su futura producción literaria. El primero de ellos tuvo lugar a finales de junio de 1904, cuando, seis días después de su encuentro con Norah -y aún no determinado a entregarse por completo a ella-, solícito en plena noche los favores de una señorita sin advertir -ya por aquel entonces era un incorregible miope- que estaba acompañada por un militar. El certero puñetazo de éste dio con los huesos de Joyce en el duro pavimento dublinés, del que le ayudó a incorporarse un judío bien conocido en aquellos barrios por las públicas infidelidades de su esposa. Dos años después, durante una breve estancia en Roma, el escritor irlandés recordó este lance de su anterior vida noctívaga y decidió convertirlo en un nuevo episodio de su serie Dublineses, bajo el título de «Ulises»; pero, al hilo de las jugosas implicaciones metaliterarias y caricaturescas que brindaba este asunto (un noctámbulo que vagabundea -como Ulises- es conducido hasta su Ítaca particular por un judío, en un hermanamiento paródico de las culturas helenística y hebraica: el Griego Navegante y el Judío Errante), la todavía no escrita estampa fue ganando en proyección y, puesta en reposo en la imaginación fabuladora de Joyce, acabó por convertirse en su inmortal novela.

El segundo lance bohemio protagonizado por Joyce al poco tiempo de haber conocido a Norah estuvo directamente relacionado con esos amigos de andanzas nocherniegas de los que, pese a sus propósitos de iniciar una nueva vida al lado de la mujer amada, no conseguía alejarse. En septiembre de 1904, junto a un compañero de carrera -Oliver St. John Gogarty, quien llegó a ejercer profesionalmente la medicina y a cultivar de manera esporádica la creación literaria- y a un estudiante inglés -apellidado Trench- interesado en la lengua y la cultura irlandesas, Joyce se instaló en una de las denominadas «torres Martello» (cerca de Glasthule), construcciones cilíndricas erigidas por centenares en 1804 a lo largo de la costa, ante el temor de una invasión napoleónica. Desaparecida la amenaza que justificaba su rudeza castrense, las torres Martello habían quedado reducidas a incómodas viviendas de alquiler para la población más humilde. Joyce, Gogarty y Trench planearon ingenuamente convertir aquellas edificaciones en el foro cultural de Irlanda, aunque este noble intento pronto fue abandonado por el futuro autor del Ulises, quien se marchó de la torre ocupada al cabo de una semana, cuando la difícil convivencia entre los tres «promotores del Renacimiento cultural irlandés» degeneró en un tiroteo que horadó unas cacerolas colgadas sobre su cabeza. Este ilusorio proyecto no resultó, empero, fallido del todo, ya que, a pesar de la brevísima estancia de Joyce en Martello Towers, durante aquel período comenzó a escribir algunos de los poemas que habrían de conformar, al cabo de cuatro años, su primer volumen de versos, publicado bajo el título de Chamber Music (Música de Cámara, 1908). Además, sus compañeros de residencia habrían de quedar detalladamente caricaturizados en su obra maestra: el rollizo Buck Mulligan es el trasunto literario de Gogarty -quien se ganó definitivamente el odio eterno de Joyce tras difundir que un amigo común había mantenido relaciones sexuales con Norah en los primeros compases de su noviazgo con James-, y el inglés Haines está inspirado en la figura real de Trench.

Las desavenencias surgidas en la plataforma circular del torreón donde debería haber resurgido la cultura nacional irlandesa hicieron meditar a Joyce, quien, convencido de la necesidad de alejarse de las amistades y los ambientes dublineses que, involuntariamente, le conducían a una vida marcada por el fracaso (más tarde habría de confesar, por vía epistolar, a su esposa: «No puedo entrar en el orden social sino como un vagabundo. He empezado a estudiar medicina tres veces, derecho una vez, música una vez. Hace una semana estaba arreglando marcharme como vendedor ambulante«), decidió abandonar nuevamente Irlanda para emplazarse en Europa. Leyó, por error, en un anuncio que la Berlitz School de Zürich requería un profesor de lengua inglesa, y de inmediato se presentó allí acompañado de su ya desde entonces inseparable Norah; pero, una vez llegados a la ciudad suiza, ambos comprobaron que donde se ofertaba un puesto docente era en la Berlitz School de la ciudad adriática de Pola (población sujeta entonces al dominio austrohúngaro, luego perteneciente a Italia y, posteriormente, incluida en el mapa de la extinta Yugoslavia, de donde pasó a la soberanía croata bajo el nombre actual de Pula).

Tras una breve estancia en el puerto adriático, consiguió establecerse como profesor en la localidad de Trieste -por aquellas fechas, ciudad austrohúngara-, en donde habrían de venir al mundo los dos hijos que tuvo con Norah: Giorgio (1905), que heredó la bella y potente voz del abuelo y fue bajo cantante; y Lucía Ana (1907), que tuvo pujos artísticos hasta que la locura ensombreció su existencia. El giro radical que Joyce había impreso al rumbo de su vida le aconsejó, en efecto, tomarse ahora más en serio la enseñanza, actividad con la que, si bien no dejaba de pasar apuros económicos, al menos podía mantener a los suyos. Trabajó durante algún tiempo como profesor en la Academia Comercial, cada vez más integrado en una comunidad -la triestina- sobre la que llegó a escribir artículos de política en el rotativo Il Piccolo della Sera (en donde también comentaba la actualidad irlandesa). Su dominio de la lengua italiana era perfecto, pero también sabía desenvolverse con soltura en otros diecisiete idiomas, gracias a esos brillantes estudios de lingüística comparada que, además de las lenguas modernas europeas, le habían permitido conocer el latín, el griego, el sánscrito y el árabe. Esta facilidad para expresarse con corrección en tantos idiomas diferentes habría de arrojar algunos frutos sazonadísimos en el Ulises, auténtico alarde de orfebrería lingüística.

Puesto que el salario de profesor no le alcanzaba para vivir sin estrecheces, en 1906 decidió probar fortuna en un nuevo oficio y se trasladó a Roma para trabajar allí como empleado de una entidad bancaria. La experiencia fue poco gratificante para el escritor irlandés, quien, asfixiado por el trabajo de oficina, al cabo de un año regresó a Trieste prácticamente arruinado; presa, además, de unas virulentas fiebres reumáticas que le empujaban hasta el delirio, vio cómo su hija Lucía Ana venía al mundo en el pabellón de pobres del hospital de Trieste. Para colmo, desde Londres le llegaron noticias de que el editor que había asumido la publicación de Dublineses era renuente a lanzarlo al mercado por temor a las reacciones que pudiera causar entre los nacionalistas, los puritanos británicos y la Casa Real (a la que se aludía con poco tacto en diferentes pasajes de los cuentos). En cambio, sí vio la luz en la capital británica, durante aquel mismo año de 1907, su poemario Chamber Music, obra que el propio Joyce consideraba ya un tanto caduca desde el punto de vista estilístico, en comparación con los nuevos cauces narrativos por los que se adentraba su prosa.

Es posible que las fiebres reumáticas le hubieran sobrevenido a raíz de un infección dental, a su vez agravada por su inveterada afición a la bebida. Como buen irlandés, consumía alcohol en grandes cantidades, aunque su predilección no se orientaba hacia la cerveza (tan cara a sus conciudadanos dublineses), sino hacia el vino blanco, cuyo consumo desaforado complicó su delicada salud oftálmica hasta acabar por dejarle prácticamente ciego. Gracias, en parte, a la ayuda económica prestada por Stanislaus Joyce (el hermano con el que mantuvo siempre una extraordinaria relación, quien también trabajaba en Trieste como profesor), James, Norah y sus dos pequeños lograron superar aquel hondo bache y sobrevivir en la ciudad austrohúngara; pero el escritor era consciente de que no podía continuar sujeto durante mucho tiempo a esa precariedad laboral, por lo que, entre 1909 y 1912, realizó tres visitas a Irlanda en busca de nuevas oportunidades en su país natal. En una de ellas, protagonizó una alocada aventura empresarial digna de cualquiera de sus personajes: la apertura del «Cine Volta», la primera sala de exhibición cinematográfica abierta en Dublín, negocio que hubiera podido resultar rentable si Joyce no lo hubiese abandonado en manos de sus subordinados para regresar a Trieste, en donde se halló de nuevo -ya sin sala cinematográfica- en 1912, hundido moralmente y casi en la miseria. Gracias, de nuevo, a los préstamos del bueno de Stanislaus, los Joyce evitaron su desahucio de la vivienda que ocupaban y lograron subsistir hasta que la fortuna sonrió por fin al escritor irlandés con una cátedra de Lengua Inglesa en el Istituto Revoltella, una escuela comercial que, tras la Primera Guerra Mundial, habría de integrarse en la Universidad de Trieste.

Rodeado, a partir de entonces, de un cierto prestigio intelectual entre la comunidad académica triestina, Joyce empezó a brillar por sus dotes de conferenciante -que ponían de manifiesto sus vastos conocimientos literarios, oratorios, retóricos y lingüísticos- y por sus artículos periodísticos aparecidos en la prensa local, siempre en un pulcro y correcto italiano (idioma en el que hablaba con sus hijos). Siempre necesitado de ampliar sus fuentes de ingresos, comenzó a impartir clases a personas de mayor rango social que sus antiguos alumnos eventuales, y fue así como topó con el industrial judío Ettore Schmitz, quien, después de haber contratado a Joyce como profesor de inglés, le confesó que había publicado anteriormente dos novelas que habían pasado prácticamente inadvertidas. Se trataba de Una vita (Una vida, 1892) y Senilità (Senectud, 1898), obras que, leídas con sorpresa y admiración por el escritor irlandés, merecieron los elogios de Joyce y supusieron -tras el prestigio adquirido por éste después de la publicación de su Ulises– la revelación de un tímido pero genial autor que firmaba sus obras bajo el pseudónimo de Italo Svevo (1861-1928).

Seguía, entretanto, escribiendo y madurando la idea de su futura obra maestra con tanta entrega y dedicación como las que consagraba al consumo de vino blanco, por lo que sus problemas de visión iban en aumento. En 1914, tras la aparición -por fin- de Dublineses, recabó la atención del gran poeta estadounidense Ezra Pound (1885-1972), a la sazón instalado en Londres en calidad de secretario del viejo Yeats, quien le sugirió que solicitara a Joyce alguna colaboración para la revista inglesa The Egoist. Gracias a esta petición de Pound, el narrador dublinés concluyó -ya definitivamente en forma de novela- su famoso A portrait of the artist as a young man (Retrato del artista adolescente), que «resucitó» por entregas mensuales entre las páginas de The Egoist, después de que hubiera sido salvado por una hermana de Joyce -también afincada en Trieste- de la hoguera a la que su autor, desesperado por la falta de editores, lo había arrojado. Animado por este éxito editorial, intensificó su rigurosa y elaboradísima redacción del Ulises y, simultáneamente, escribió la pieza teatral Exiliados, un drama de corte ibseniano que puede catalogarse, sin duda alguna, como lo «menos bueno» en la producción literaria de su autor.

El estallido de la Primera Guerra Mundial, a pesar de la aparente indiferencia que mostró hacia ella Joyce («ah, sí, he oído decir que ha habido una guerra por ahí«, manifestó al término de la misma) le obligó a abandonar Trieste, en la que, debido a su pertenencia al imperio Austro-húngaro, los irlandeses pasaron a ser considerados enemigos (no hay que olvidar que, a la sazón, Irlanda aún no se había independizado del Reino Unido). Stanislaus Joyce fue conducido a un campo de concentración, pero a su hermano James, por su condición de padre de familia y su manifiesta incapacidad visual (que le hacía inútil para la milicia), las autoridades le permitieron abandonar Trieste bajo la mera promesa de que no había de prestar ayuda alguna a la causa de los aliados. James, Norah y sus dos hijos se establecieron en la neutral Zürich, en donde residieron desde junio de 1915 hasta octubre de 1918 (y donde, al parecer, el escritor de Dublín tuvo una vaga aventura extramatrimonial con una tal Martha Fleischmann).

En 1916 apareció en Nueva York el Retrato del artista adolescente como libro exento, y un año después vio la luz la edición londinense de esta obra. Por aquel tiempo, con el deseo de obligarse a concluir su magno proyecto narrativo, Joyce pensó en ir publicando por entregas los episodios del Ulises que ya tenía escritos. Ofreció el serial a Harriet Shaw Weaver, editora de The Egoist y auténtica valedora de la obra del autor irlandés, que le había fascinado desde la lectura del Retrato…; pero ésta no encontraba tipógrafos que se atrevieran a imprimir unos textos considerados obscenos por la puritana mentalidad británica del primer tercio del siglo XX, por lo que sólo consiguió ver impresos los capítulos 2, 3, 6 y 10. Por su parte, la escritora Virginia Woolf (1882-1941) y su esposo Leonard (1880-1969), que poseían una prensa propia, rechazaron la oferta de colaborar como co-editores, lo que animó a Joyce a probar suerte en los Estados Unidos de América, por mediación de Ezra Pound. La modesta publicación neoyorquina Little Review se atrevió a publicar el Ulises por entregas, pero pronto la censura se lanzó sobre la revista y confiscó y dio a la hoguera los números en los que aparecían los capítulos 8, 9 y 12.

Acabada la conflagración bélica internacional, los Joyce, tras un intento de volver a establecerse en Trieste, recalaron en París, en donde pensaban permanecer sólo unos días antes de instalarse definitivamente en Londres. Ezra Pound aconsejó al escritor dublinés que se afincara en la capital gala, convertida a la sazón en el mayor foro literario del mundo, debido al asilo que brindaba por aquel entonces a algunos autores norteamericanos de la talla de Gertrude Stein (1874-1946), William Faulkner (1897-1962) y, entre otros muchos, Ernest Hemingway (1899-1961) y el propio Pound. Por mediación de Sylvia Beach -una joven estadounidense que había inaugurado recientemente en París una librería especializada en autores angloparlantes-, algunas muestras del Ulises llegaron a manos del escritor Valéry Larbaud (1881-1957), quien, fascinado por la prosa de Joyce, tradujo al francés algunos fragmentos que aparecieron en la Nouvelle Revue Française. Llegaron por aquel entonces hasta París las noticias del fallo judicial que había condenado a los editores de la Little Review por haber reproducido algunos capítulos del Ulises, noticias que impulsaron definitivamente a la animosa Sylvia Beach a afrontar por su cuenta y riesgo la edición definitiva de la obra maestra de James Joyce. Fue así como, a pesar de los retrasos provocados por el propio escritor irlandés -que corregía una y mil veces las pruebas tipográficas; añadía y suprimía palabras, frases y hasta párrafos enteros; concluía los últimos capítulos del libro mientras ya estaban en prensa los primeros; y extraviaba continuamente sus modificaciones, cuando no las embrollaba por culpa de su avanzada miopía-, vio la luz por fin la primera edición del Ulises (París, 1922), justo el día en que el narrador dublinés cumplía cuarenta años de edad.

Consagrado, a partir de entonces, como uno de los autores vivos de mayor prestigio universal -aunque la venta de su obra magna no arrojaba suculentos dividendos, entre otras razones porque no se difundió libremente por los Estados Unidos hasta 1933, y por el Reino Unido hasta tres años después-, Joyce mantuvo contacto con otras grandes figuras literarias avecindadas en París, como Louis Aragon (1897-1982), Paul Eluard (1895-1952), Thomas S. Eliot (1888-1965), Scott Fitzgerald (1896-1940) y Samuel Beckett (1906-1990). Precisamente Beckett fue, según algunos biógrafos del autor del Ulises, el causante indirecto de la demencia de Lucía Ana Joyce, quien al parecer comenzó a perder la razón tras enamorarse del autor de Esperando a Godot y no sentirse correspondida. En 1934, Joyce entabló contactos personales con el célebre psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961), en un esfuerzo desesperado por recobrar la salud mental de su hija; a partir de estas relaciones con Jung, el autor del Ulises profundizó en el conocimiento de la psicología, como quedó bien patente en su siguiente novela, escrita a lo largo de diecisiete años y publicada bajo el título de Finnegan’s Wake (1939). Se trata de una obra en la que la intensificación extrema de los recursos lingüísticos explotados en el Ulises acaba por eliminar cualquier pretexto argumental, y convierte la mera condensación de palabras en un magma proteico que, por encima de mitos, símbolos y acontecimientos cotidianos, alimenta y da sentido a toda la novela.

Entretanto, la salud del escritor irlandés iba deteriorándose aceleradamente. Ya en 1917, a causa de un glaucoma, había sido intervenido por vez primera en su ojo izquierdo, órgano que, sometido después a otras muchas operaciones quirúrgicas (en 1922, 1923, 1925, 1926…), acabó perdiendo prácticamente todas sus funciones, por lo que Joyce optó por cubrirlo con un parche triangular que singularizó aún más su figura durante sus últimos años de existencia. Casado con Norah en 1931, desde aquel mismo año comenzó a sufrir por los graves desequilibrios emocionales de su hija, y en 1940 cayó víctima de una grave depresión, originada por la penosa situación de Lucía Ana y por la acelerada pérdida de visión que estaba padeciendo. El estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia por parte de las tropas alemanas provocó la marcha de James y Norah a Zürich, en donde la frágil salud del escritor se vio minada por el dolor que le causaba la lejanía de su hija (a la que los nazis habían impedido abandonar el sanatorio mental donde se hallaba internada). A consecuencia de este pesar, se le agravó un problema intes