Belmonte García, Juan, «El Pasmo de Triana» (1892-1962).


Matador de toros español, nacido en Sevilla el 14 de abril de 1892, y muerto en Utrera (Sevilla) el 8 de abril de 1962.

Juan Belmonte García («El Pasmo de Triana»).

Frente a los señalados antecedentes taurinos que, desde el mismo día de su nacimiento, parecían predestinar a José Gómez Ortega, «Joselito», a ocupar una de las cimas del toreo clásico de todos los tiempos, Juan Belmonte vino al mundo en el seno de una modesta familia de tenderos que vivía de negociar con la quincalla. Poco sobrado, además, de facultades físicas, tal vez el único hecho que podía en un principio vincularlo al mundo de los toros radicaba en la ubicación del hogar en el que Juan pasó los primeros años de su infancia: el apasionadamente taurófilo barrio de Triana. Sus andanzas infantiles por aquellas calles hispalenses lo llevaron a frecuentar las cuadrillas de muchachos que, a hurtadillas, salían de noche hacia las vecinas dehesas de Tablada, en busca de aquellas reses bravas con cuyas desiguales acometidas se iban ejercitando en el difícil Arte de Cúchares. Pocos de los que acompañaban al joven Juan Belmonte en aquellas correrías clandestinas y nocturnas podían imaginar que compartían ilusiones y engaños con quien estaba llamado a ser el mayor revolucionario de toda la historia de la Tauromaquia, el primero que habría de pararse y quedarse quieto delante de los toros.

Paradójicamente, la andadura taurina de Belmonte tuvo su arranque en Portugal, en la plaza de toros de Elvas, el 6 de mayo de 1909. Comenzó así un azaroso peregrinar que, de modestos tentaderos a plazas de menguada categoría, lo vio salir zarandeado, magullado y cogido en no pocas ocasiones: el anárquico proceso de aprendizaje que hasta aquel momento había seguido Juan -sumado a sus mermadas condiciones atléticas y a un escaso conocimiento de los más sencillos rudimentos técnicos-, hacía del joven trianero una presa segura de las reses a las que se oponía.

Pero su enorme voluntad y, sobre todo, su inteligencia natural le permitieron superar estos primeros escollos. En agosto de 1910, después de muchas percances en cosos menores -verbigracia, El Arahal (Sevilla), Guareña (Badajoz) y Constantina (Sevilla)-, se presentó sin picadores en la plaza de su ciudad natal, en donde no volvería a tener otra oportunidad hasta el 30 de julio de 1911. Unos días después, también en el mismo ruedo y sin picadores, su fracaso fue tan estrepitoso que, desesperado por verse incapaz de matar a sus enemigos, se arrodilló delante del segundo en busca de que un derrote certero y fatal acabase con su hasta entonces brevísima carrera. Mas, por fortuna, no sólo no sufrió en aquella ocasión ningún daño irreparable, sino que siguió insistiendo en su afán de ser torero hasta que el 26 de mayo de 1912 triunfó en el coso de Valencia; fue ante toros de la señora viuda de Soler, y en compañía de «España» y «Barquerito de Córdoba».

La cornada que recibió aquella tarde no le arredró para volver a pisar el ruedo levantino, en donde ratificó sus buenas maneras los días 22 y 29 de junio de aquel año. En el segundo de estos festejos cortó cuatro orejas y dos rabos, lo que le llevó de nuevo en volandas a torear ante sus paisanos. El 21 de julio, alternando con Matías Lara Merino, «Larita», y Francisco Posada Carnero, lidió en la arena de la Real Maestranza de Sevilla unos bravos astados de la vacada del Duque de Tovar, reses cuyo buen juego propició que Juan Belmonte, por primera vez en su vida, fuera llevado a hombros desde la plaza hispalense hasta su casa del barrio de Triana. Comoquiera que, el 25 de agosto de aquel venturoso año, Belmonte repitiera su triunfo en el mismo lugar y delante de idéntico ganado (en compañía, esta vez, de «Vázquez II» y Posada), comenzó a circular entre los taurófilos más avisados ese runrún de admiración que, inequívocamente, preludia y acompaña el despegue de una gran figura del toreo.

El 26 de marzo de 1913 hizo su presentación en Madrid, lidiando unos novillos de Santa Coloma que le permitieron desconcertar a la afición de la Corte con el estilo revolucionario que, a trancas y barrancas, iba desarrollando y perfilando. Y aunque no faltó, entre el público más selecto del planeta de los toros, quien censurara en Belmonte los defectos que a esas alturas de su carrera todavía afeaban su toreo (particularmente, ese antiestético codilleo del que tardó mucho tiempo en desprenderse), la mayor parte de la afición madrileña quedó deslumbrada por la técnica de aquel novillero temerario que se paraba delante del toro y obligaba al burel a pasar por el camino que marcaban sus engaños. Durante toda aquella temporada de 1913, Juan Belmonte se fue afianzando en su particular concepción del toreo, tratando de convencer al público de que era posible cambiar radicalmente las nociones tradicionales de terrenos y distancias. La mejor prueba de lo novedoso que resultó su estilo estriba en la sentencia que dictó «Guerrita» cuando le preguntaron por aquel muchacho trianero que estaba armando tamaño revuelo: «El que aún no lo haya visto, que se dé prisa«.

Mas los funestos augurios del genial Rafael Guerra Bejarano no sólo no se cumplieron, sino que avivaron aún más los impulsos renovadores de Juan Belmonte y sus deseos de llegar a primera figura del toreo sin renunciar a las características de su personalísimo estilo. Así, el 16 de octubre de 1913 tomó la alternativa en la plaza de Madrid, donde mató dos reses del hierro de Olea. De lo cumplido y redondo del cartel, para añoranza estéril de los aficionados cabales de hogaño, baste con consignar que actuó como padrino Rafael González Madrid, «Machaquito» (que aquella tarde se despidió de los ruedos), y como testigo Rafael Gómez Ortega, «El Gallo»; pero también ha de servir este acaso para mostrar cuán poca garantía de éxito pueden asegurar los llamados carteles «rematados»: porque la tarde en que Belmonte tomó la alternativa, aquellos tres colosos del toreo pegaron un petardazo estrepitoso (tanto es así, que la retirada de «Machaquito» vino sólidamente respaldada por aquel rotundo fracaso).

No obstante, la primera afición del mundo ya había tenido ocasión de paladear el genuino arte de Belmonte cuando éste se presentó ante ella en calidad de novillero, lo que valió al trianero para retornar al ruedo de la Corte en 1914, después de haber corrido un invierno de toreo y jolgorio mejicanos. El día 2 de mayo de dicho año alternó en Madrid con los dos hermanos «Gallo», fecha y lugar que consagraron definitivamente la rivalidad estética interpuesta entre las tauromaquias de Juan y José. A partir de entonces, la afición comenzó a asumir que había nacido un nuevo concepto dentro de la lidia, el temple, consistente en sujetar y atemperar la acometida del astado, sincronizándola con la deseable lentitud que ha de imprimirse al vuelo del engaño. Y si Belmonte era capaz de parar, templar y mandar como hasta entonces no lo había hecho nadie, ello se debía no sólo a su sereno valor y a su inteligencia natural delante de la cara de los toros, sino, por encima de todo, a su deseo de encontrar una fórmula que le permitiese lidiar cualquier tipo de res sin necesidad de plegarse a las condiciones que el animal mostraba al salir e iba desarrollando durante su lidia.

Si a todo lo anterior se suma la acreditada autenticidad de Juan Belmonte a la hora de cargar la suerte; el aire lento, despacioso y mayestático que imprimía a sus portentosas verónicas (la media verónica aún recibe el sobrenombre de belmontina); y la hondísima pureza de sus naturales y sus pases de pecho, resulta fácil colegir que el Arte de este innovador, lejos de despertar el natural rechazo de una afición alimentada por la tradición y el conservadurismo, abrió pronto una vía de progreso tan bien señalada y definida que, a fuerza de ser frecuentada por casi todos los espadas posteriores a Juan, bien puede decirse que es el único sendero por donde discurre la ortodoxia del toreo actual.

No quiere esto decir que Belmonte alcanzara la maestría técnica que llegó a dominar «Joselito» (¿qué hubiera sido de José, capaz de asimilar y mejorar todas las novedades aportadas por Juan, si no se hubiera cruzado Bailador en su cita mortal en Talavera?). A pesar de las exquisitas virtudes recién consignadas, el trianero no alcanzó -sobre todo, en los comienzos de su carrera- la capacidad de director de lidia que exhibió «Gallito» desde que era un chaval. Además, aunque Belmonte nunca renunció personalmente a los compromisos más arriesgados (mató miuras en las plazas más exigentes, y llegó a alternar con su máximo rival en 258 ocasiones en tan sólo seis años), lo cierto es que su concepción del toreo se beneficiaba del toro cómodo y pastueño, la clase de animal capaz de sufrir mejor que los morlacos encastados la insultante quietud de quien así lo lidiaba. De ello fueron sacando no poco partido sus más ventajistas y menos escrupulosos continuadores.

Juan Belmonte estuvo en activo hasta 1922, año en que protagonizó su primera retirada de los ruedos. Retornó de 1925 hasta 1927, y reapareció en 1934 para cortarse la coleta, definitivamente, en 1935. Sufrió, además de los numerosos revolcones derivados de su interpretación casi suicida del toreo, varios percances de seria gravedad: en La Línea de la Concepción (Cádiz), en 1916; en la dehesa de don Argimiro Pérez Tabernero, en 1920; en Madrid, Barcelona y Gijón, en 1921; de nuevo en Barcelona, en 1927; etc. Durante los periodos en que estuvo retirado, actuó varias veces como rejoneador, intentando reproducir sobre una montura el desmayado temple que había conseguido toreando a pie. Triunfó también en los principales cosos hispanoamericanos (verbigracia, en México y, sobre todo, en Lima), donde sin duda se le recordará como el torero más grande que jamás haya pisado el suelo de Ultramar. Y dejó innumerables huellas de su excepcional magisterio en las plazas madrileñas que conoció, hasta el extremo de haber pasado a la historia de la Tauromaquia como el único matador de toros que ha cortado dos rabos en la Monumental de Las Ventas. Se vistió de torero, en suma, en seiscientas noventa y cuatro ocasiones: mató mil cuatrocientos veintinueve toros, y cortó cuatrocientas ochenta y seis orejas y ciento diecisiete rabos.

El 8 de abril de 1962, a los setenta años de edad, harto de que una mal llevada vejez le arrebatara los últimos vigores de su poderoso carácter, se suicidó de un disparo en la sien en su finca de Utrera (Sevilla). Incluso después de su muerte siguió siendo el torero mejor cantado, el que había gozado, más que ninguno otro, de la amistad y la admiración de todos los intelectuales y los poetas de su tiempo. «¡Apiádate, Señor, de Juan Belmonte!», rezó Gerardo Diego a través de un espléndido soneto; y el propio vate santanderino le dedicó una de las odas más bellas entre las que se han escrito en el siglo XX:

«No existen más que un toro y un torero, / estimulando en planetaria masa / la lenta rotación de la faena. / Y el toro pasa y vuelve y no rebasa / la linde que le aprieta y le encadena. / Esa redonda conjunción que acaso / no repita ya el cosmos, tiene un nombre: / […] / Colérica la plaza se dibuja / y millares de palmas baten palmas / y las gargantas crecen / y se hinchan y enfierecen / las sílabas del nombre de Belmonte«.

Bibliografía.

  • -BARRANCO POSADA, Juan. Belmonte. El sueño de Joselito. (Madrid: Espasa Calpe, 1991).

-CHAVES NOGALES, Manuel. Juan Belmonte, matador de toros. (Madrid: Alianza editorial, 1970).

-VILLA, Antonio de la. Belmonte. El nuevo arte de torear. (Madrid: Espasa Calpe, 1928).