Arandía y Santisteban, Pedro Manuel de (¿-1759).


Gobernador general español de las Filipinas, nacido en Ceuta y fallecido en Manila el 31 de mayo de 1759 (otras fuentes señalan el 1 de junio), que estuvo al frente del gobierno de las islas entre 1754 y 1759, período durante el cual llevó a cabo importantes reformas militares y económicas.

Proveniente de una familia de origen vasco, Pedro de Arandía siguió una carrera militar en el transcurso de la cual alcanzó las graduaciones de capitán de la Real Guardia española, ayudante de cámara del Rey de las Dos Sicilias, y finalmente mariscal de campo, además de obtener la distinción de caballero de la Orden de Calatrava. Nombrado gobernador de las Filipinas por un decreto de noviembre de 1752, tomó posesión oficial del cargo en julio de 1754. Siguiendo las instrucciones traídas desde Madrid, reorganizó el ejército colonial con vistas a mejorar su eficacia; así, elevó los ingresos de los oficiales y dictó medidas para un cumplimiento más estricto de la disciplina. También intentó aplicar una Cédula Real que obligaba a la enseñanza del español en todas las escuelas del país, una medida que tropezó sin embargo con la falta de suficientes maestros.

En materia económica, Arandía autorizó la libre utilización de las tierras comunales por parte de los vecinos del municipio correspondiente, abolió la cesión del cobro de tributos a un tercero a cambio de un porcentaje fijo (julio de 1758) -a partir de ese momento la recaudación debería ser potestad única de las autoridades-, y eximió fiscalmente a los filipinos que voluntariamente se convirtiesen a la fe católica. Con la justificación religiosa, dictó también varias disposiciones en contra de la comunidad china que en realidad pretendían controlar de forma más eficaz sus actividades comerciales.

Pese a realizar una gestión positiva, Arandía no gozó de gran popularidad entre la población de Manila debido a su talante intransigente de militar y por favorecer a unos pocos elementos leales en agravio de la élite local. Su celo en fortalecer el poder civil a costa del poder eclesiástico le granjeó además la enemistad del estamento clerical del archipiélago; buena prueba de ello fueron sus Ordenanzas del Buen Gobierno (1759), que no llegaron a aplicarse debido a la férrea oposición que encontró por parte de las órdenes regulares.