Acuña, Hernando de (1518-1580).


Poeta español, nacido en Valladolid en 1518, y muerto en Granada en 1580. Durante muchos años, se le consideró natural de Madrid, hasta que don Narciso Alonso Cortés descubrió su origen vallisoletano. Continuador de la línea petrarquista abierta por Boscán y Garcilaso, Acuña supo alternar en su poesía la hondura lírica y el ideal heroico-caballeresco que hacía de los reinados de Carlos V y Felipe II un surtido venero de asuntos para la épica.

Vida.

Fue el quinto hijo de don Pedro de Acuña «El Cabezudo», segundo señor de Villaviudas, y de doña Leonor de Zúñiga, también de origen noble. Nada absolutamente sabemos de su infancia y de los estudios que siguió, aunque todo apunta a que recibió una profunda formación humanística. Como segundón de una familia noble, se alistó en la milicia buscando una manera de ganarse la vida. Y precisamente las primeras noticias que tenemos de su existencia lo sitúan en Italia en 1536, junto a su hermano Pedro, a las órdenes del capitán general y gobernador de Milán don Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto.

La estancia en Milán le sirvió no sólo para su carrera militar, ya que, además, aprovechó este período para familiarizarse más con la literatura italiana; descubrió la poesía de Sannazaro y del Bembo, y quizás leyó el Orlando Innamorato, de Matteo Boiardo. El año 1543 formó parte de la expedición del marqués del Vasto para auxiliar a Niza frente al asedio de Francisco I de Francia. Durante esta campaña cayó prisionero y pasó varios meses en la cárcel de Narbona. Por esta época empezó a dirigir a sus poemas a una tal Silvia, mujer que no se ha podido identificar, sirviéndose del nombre pastoril de Silvano; mantuvo otra relación poética con una Galatea, tampoco identificada, esta vez con el seudónimo de Damón. Salido de la prisión fue nombrado por el Marqués gobernador de Quiraco, plaza fronteriza del Piamonte.

En 1546 murió su protector y, como consecuencia de ello, cesó en su cargo de gobernador. Participó en la campaña de Alemania, que culminó con la victoria de Mülhberg en abril de 1547. Se ganó la confianza del Emperador, que se lo llevó a Bruselas y le encargó que pusiera en verso la traducción que había hecho de El caballero determinado, de Olivier de la Marche. Durante los años siguiente acompañó a Carlos V en los distintos avatares del Imperio, y éste le premió con la tenencia de la Orden de Alcántara. En 1553 se le encargó la misión de apaciguar una sublevación de soldados en una plaza fuerte situada cerca de Túnez y de gran importancia estratégica; dos años estuvo en este asunto el poeta. Después volvió a Bruselas a presentar su informe al Emperador.

Siguió ejerciendo su profesión de soldado durante los primeros meses del reinado de Felipe II, participando en la batalla de San Quintín. Después volvió a España en 1559, quizás en el séquito de Felipe II. Al año siguiente contrajo matrimonio en Valladolid con doña Juana de Zúñiga, prima hermana del poeta. Nada sabemos de sus actividades hasta 1570, año en que, por orden de Felipe II, hubo de dirigirse a Perpiñán para reunirse con el duque de Francavilla, Virrey y Capitán General de Cataluña. Parece probable que antes de 1569 fijara su residencia en Granada, aunque se desconocen los motivos que le llevaron a residir en aquella ciudad. Nicolás Antonio afirma que murió en la ciudad de Granada en 1580, pero no tenemos ningún otro testimonio que confirme este hecho. Parece ser que los últimos años de su vida los pasó solicitando ayudas y recompensas al monarca, mercedes que nunca le fueron concedidas.

En Acuña, como en Garcilaso y otros tantos escritores de la época, se personifica el ideal del caballero que había pergeñado Castiglione: hombre de armas y de letras. El mismo Acuña lo manifiesta en uno de sus sonetos: “Jamás pudo quitarme el fiero Marte, / por más que en su ejercicio me ha ocupado, / que en medio de su furia no haya dado / a Apolo de mi tiempo alguna parte”. Acuña pertenece, junto a Garcilaso, Cetina o Hurtado de Mendoza, a la que se ha denominado como generación petrarquista.

Obra.

Sus temas, sus formas y sus imágenes deben mucho a los clásicos greco-latinos: Homero, Ovidio, Horacio, Virgilio, etc. Pero la principial influencia en Acuña y otros poetas de su generación es la de Petrarca y otros poetas italianos contemporáneos como Bembo, Sannazaro, Alamanni, Castellani, Tansillo y Trissino. También se rastrean rasgos de poetas españoles como Garcilaso, Boscán, Hurtado de Mendoza o Cetina. Por todas estas influencias, Márquez Villanueva ha llegado a hablar del talento mimético de Acuña. Pero a estas influencias clásicas e italianas hay que añadir además la herencia cancioneril castellana, que se aprecia en ciertos rasgos estilísticos y en su característico conceptismo.

Dos son los libros en los que se reúnen la mayor parte de las poesías de Acuña: el primero es El caballero determinado, cuya primera edición vio la luz en Amberes en 1553 y que alcanzó un gran éxito, ya que se publicaron siete ediciones hasta finales del siglo XVI. La otra obra, publicada ya póstuma, es una colección de sus poesías que vio la luz bajo el título de Varias poesías, que para Antonio Prieto forma un conjunto poético aberrante y dispuesto con una ausencia total de orden y concierto. Parece ser que el propio Acuña estaba recopilando sus poesías para editarlas en un volumen, pero la muerte le impidió finalizar este proyecto que fue concluido por su esposa. Aquí se recogen 111 composiciones atribuibles a Acuña, además de la traducción parcial del Orlando innamorato de Boiardo.

El número de poesías debe completarse con algunas que se han transmitido únicamente en manuscritos o en cartapacios poéticos. En total, la cantidad de poemas es de 118: un poema-dedicatoria, un elogio, un epigrama, dos epitafios, dos madrigales, ochenta y cinco sonetos, dos estancias, tres canciones, una sátira, tres epístolas, una elegía, tres églogas, tres poemas mitológicos, cuatro coplas y seis glosas.

Su obra se puede distribuir en tres grupos: en primer lugar, las traducciones de poemas caballerescos; en segundo, las poesías italianizantes, y en tercero, las que siguen la tradición cancioneril. En el primer grupo hay dos obras: El caballero determinado, traducción de Le Chevalier Délibéré de Olivier de la Marche, y la traducción de algunos cantos del Orlando innamorato de Boiardo, que aparece recogida al final de las Varias poesías. En el primero de ellos, encargado por Carlos V, usó como estrofa una tradicional, la quintilla doble, por ser este tipo estrófico el más usado y conocido en España; otra razón de peso fue que la rima francesa del original es tan corta que no podía verterse a formas de arte mayor sin confundir en parte la traducción. Acuña no siguió siempre fielmente el texto, sino que añadió algunas coplas elogiosas sobre Carlos V, y otras, concretamente ochenta y seis, donde hace aparecer a personajes de la casa de Austria y a los Reyes Católicos. Por otra parte, eliminó varias series de estrofas (166-205 y 273-278) del texto original que hacían referencia a personajes desconocidos para los lectores españoles. Incluso escribió una Adición a la novela que fue recogida en la edición publicada en Madrid en 1590.

Por lo que se refiere a la segunda, desconocemos la fecha en que Acuña trabajó en ella, y se ha discutido la relación entre la primera estrofa de esta traducción y la que abre el «Canto primero» de La Araucana, de Alonso de Ercilla, publicada en Madrid en 1569. Acuña introdujo varios cambios sobre el original: el primero de ellos fue aristocratizar el texto para acomodarlo a sus propios ideales heroico-caballerescos; también sustituyó el estilo directo por el indirecto y eliminó las digresiones que ralentizaban el relato en el original; prestó más atención a los sentimientos amorosos de los protagonistas, consecuencia de la concepción de su obra como representación del mundo cortés. Estos sentimientos y las descripciones de los personajes femeninos siguen los cánones petrarquistas, a los que tan aferrado estaba Acuña. La traducción ha merecido los elogios de los críticos, entre los que destacan los que le dedicó Menéndez Pelayo, para quien la parte terminada, «vertida con facilidad, lozanía y rica vena, induce a lamentarse de que no acabase el resto«.

Los otros dos grupos poéticos sólo se diferencian en la forma métrica, pues comparten temas y motivos. El principal tema de las poesías de Hernando de Acuña es el amoroso, tal y como corresponde a un poeta tan inmerso en el petrarquismo como es el vallisoletano. Incluso Antonio Prieto piensa en la existencia de un cancionero a la manera de Petrarca: «existen indicios para organizar perfectamente un cancionero que progresa poética y argumentalmente, desprendiéndose de un marco narrativo pastoril para ir adentrándose en una intimidad lírica, en una posición introspectiva, que aboca al espiritual ofrecimiento del poeta como exemplum».

Cancionero que, sin embargo, tiene la peculiaridad de que relata dos historias amorosas: Silvano/Silvia y Damón/Galatea. Bajo los seudónimos de Silvano y de Damón se halla el propio Acuña, que literaturiza dos relaciones con dos mujeres de las que no conocemos ningún dato. Su poesía gira alrededor de estas dos historias y puede dividirse en tres móviles principales y sucesivos: un primer momento de efusividad lírica reflejada por el poeta dentro de un mundo pastoril, como señalan los nombres poéticos elegidos para encubrir los reales; un segundo momento en que se pasa a una introspección que resulta de una concepción abstracta del amor; y uno tercero y último en que la sensación de fracaso e insatisfacción sumen al poeta en una crisis espiritual, en que reflexiona sobre las vanidades terrenas y aparece la idea de la muerte.

La primera de las dos historias amorosas es la de Silvano/Silvia, poemas compuestos en su etapa italiana. La historia amorosa ha de ser reconstruida, ya que en Varias poesías los poemas no siguen ningún orden cronológico ni temático. En el soneto LXVIII Silvano declara su amor a Silvia y le súplica que le corresponda. En este y otros sonetos (XXXI, LXIV, LXVI) se halla un juego típico de la poesía cancioneril y petrarquista: la tensión entre el amante que trata de conseguir el amor de su amada y el rechazo de ésta, a la que se suele adjetivar de “cruel”. Es el equilibrio entre la esperanza y el temor, que se rompe en el soneto LXXVII, en el que se narra el motivo de la lucha entre «un novillo feroz y un fuerte toro«, cuyo terceto final muestra el deseo, percibido como inútil por el propio amante, de un final feliz. Ya en el Canto de Silvano se da por terminada la relación con la expresión de dolor del poeta y las acusaciones a la crueldad de Silvia: «¡Quién me dijera, Silvia, que encubrías, / so color de dolerte, la crudeza / que al fin acabará mis tristes días!”.

Aquí acaba la primera de las historias y se inicia la segunda, la que se desarrolla con los parónimos de Damón y Galatea. Pero antes de entrar en esta historia, nos encontramos con la «Égloga y contienda entre dos pastores enamorados», en la que el poeta se desdobla en Silvano y Damón. En esta égloga se entabla un diálogo entre ambos pastores sobre la conveniencia o no de descubrir su amor a la amada. La figura de Galatea, nueva amada de Acuña-Damón, es tan enigmática como la de Silvia, aunque se ha aventurado la hipótesis de que se trate de doña María de Aragón, esposa del marqués del Vasto. A esta conclusión llegó Crawford, y parece que la referencia a Galatea como señora, calificativo que nunca se le da a Silvia, significa que pertenecía a una clase superior a la de Acuña, que se presentaba como su servidor.

Esta segunda historia amorosa carece de los detalles históricos que abundan en la de Silvano y Silvia; aquí, Acuña presenta una relación mucho más platónica. La amada es presentada con cualidades divinas, que alejan la posibilidad de que Damón puede ser correspondido; la descripción que de ella haceTirsi la presenta así: “No son cosa mortal sus movimientos, / y de otra suerte que la voz humana / resuena el dulce son de sus acentos”. En otro poema, Acuña había descrito a doña María de Aragón como de «divina» más que humana «hermosura«.

En la poesía amorosa de Acuña existe un grupo numeroso de poemas en los que desaparece toda referencia a la amada; en ellos se ha producido una interiorización del análisis del proceso amoroso. El poeta parece hablar consigo mismo sin ningún referente exterior con el que haya necesidad de comunicarse. Larios ha descrito muy bien este proceso: “Entre el XXXVI y el LXXII, el poeta ha recorrido el camino que va desde la lamentación por la lejanía de la amada hasta el descubrimiento de su mundo interior en que, convertida en ideal, desaparecen los obstáculos materiales para su posesión”. De aquí se llega al último de los estados recorridos por el poeta, el de la reflexión moral y religiosa.

Este estado anímico aparece reflejado en un número de poemas inferior al dedicado a relatar sus historias amorosas, pero son interesantes porque simbolizan un proceso de espiritualización de su poesía, de volver la mirada poética al yo interior, desprendido de las vanidades mundanas. En este sentido hay que interpretar el soneto que abre la colección de Varias poesías, en el que se presenta como ejemplo a evitar: “Así, leyendo o siéndoles contadas / mis pasiones, podrán luego apartarse / de seguir el error de mis pisadas”.

Es el equivalente al soneto introductorio del Canzoniere petrarquista en el que se presentan las mismas ideas. Otro soneto que refleja también esta nueva actitud ideológico-temática de Acuña es el soneto XLVII, en el que relata el diálogo entre Demócrito y Heráclito, dos filósofos que representan dos concepciones diferentes ante la existencia: el optimismo y el pesimismo. Acuña parece decantarse por la segunda de ellas, la defendida por la de un Heráclito ya doliente y viejo que tiene muy presente la idea de la muerte en el verso final: “y eso me llevará a la sepultura”.

El soneto CI, glosa del soneto VII de Petrarca, refleja su visión pesimista de la sociedad, una visión en la que el mal triunfa y el vicio campa a sus anchas; en la que cada vez se considera menos “la bondad, el saber, la valentía / del mejor, o más sabio, o más valiente”, concepto tantas veces repetido en la poesía moral de los poetas cancioneriles castellanos del siglo XV. Pero el soneto que más profusa y profundamente refleja este cambio de actitud es el XCIII que aparece bajo el epígrafe “El Viernes Santo al alma”. Aquí la idea de la muerte aparece de una manera obsesiva, ahondada por el juego de rimas vida/muerte que se da a lo largo de la composición.

Ciertamente a lo largo de todo el poema se puede apreciar la influencia de la poesía cuatrocentista española, sobre todo el desgarro de Ausías March, tan presente en la poesía de Garcilaso, por ejemplo. El último terceto resume la idea que pretende inculcar Acuña al lector: “Endereza el camino a mejor vida, / deja el siniestro que te lleva a muerte, / que el derecho es más llano y va a la vida”. Dentro de esta misma corriente de espiritualización se pueden entender los tres sonetos que Acuña dedicó a Carlos V y a su hijo Felipe II, en los que presenta una imagen de España como defensora de la palabra de Dios y de su Iglesia.

Los tres se hallan imbuidos del concepto de monarquía universal que pretendía imponer Carlos V. El más famoso de ellos es el dedicado Al Rey Nuestro Señor, que comienza “Ya se acerca, señor, o ya es llegada”, que la crítica tradicionalmente ha considerado dirigido a Carlos V, pero que John H. Elliot, Elias L. Rivers y Christopher Maurer creen, con sólidos argumentos, que va dedicado a Felipe II.

Hernando de Acuña. Al rey nuestro señor.

En este soneto Acuña muestra su esperanza en que el monarca español, Carlos V o Felipe II, sea rey de toda la Cristiandad: “y anuncia al mundo, para más consuelo, / un Monarca, un Imperio y una Espada”. Con ello piensa que se ha de instaurar una nueva época de esperanza para el hombre cristiano: “que, a quien ha dado Cristo su estandarte, / dará el segundo más dichoso día / en que, vencido el mar, venza la tierra”.

V. Roncero López.

Bibliografía fundamental.

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  • ROMERA CASTILLO, José. La poesía de Hernando de Acuña. (Madrid: Fundación Juan March, 1982).